Capítulo 33

Una vez en Charleston, llamé por teléfono a una clínica veterinaria que tenía cerca de casa para concertar una cita para Angus. Le acompañé durante la revisión y las inyecciones, pero cuando llegó el momento del acicalamiento le dejé solo para encargarme de unos recados. Cuando nos presentamos en casa de mi tía Lynrose unas horas después, los dos nos habíamos lavado y lucíamos nuestras mejores galas.

Mi tía vivía en una estrecha casita de dos pisos en el corazón del barrio histórico. La había comprado hacía años, antes de que el mercado inmobiliario estallara, de modo que podría sacar una pequeña fortuna si algún día decidía desprenderse de ella. Pero todos sabíamos que jamás lo haría, aunque siempre estaba quejándose de los impuestos que pagaba por vivir allí.

Tanto la casa como la callejuela sombreada donde estaba ubicada me tenían robado el corazón. Era un lugar pintoresco y encantador. Muy del estilo de la vieja Carolina del Sur.

Al verme detrás de la puerta metálica se quedó de piedra. Iba muy elegante, como siempre. Llevaba un conjunto de lino blanco y una túnica de color trigo con florecitas bordadas. Enseguida percibí su inconfundible perfume, que me trasladó a aquellos atardeceres de verano, cuando me quedaba sentada tras la ventana abierta para oírla charlar con mi madre.

Por lo visto, mi visita la pilló por sorpresa, porque se llevó una mano al corazón.

—Madre de Dios, cariño. No esperaba encontrarte aquí. ¿Por qué no nos has avisado de que venías? Habría preparado un buen almuerzo. O mejor, habría pedido algo de comida para llevar —añadió guiñando el ojo. Al percatarse de la presencia de Angus, abrió los ojos como platos—. ¿Qué demonios es eso?

—Mi perro. Se llama Angus.

—¿Tu perro? —recalcó, y salió al porche—. Jesús, ¿qué le ha pasado a esta pobre criatura?

—Era un perro de pelea. Después lo dejaron suelto en el bosque, para que se muriera de hambre.

—Oh, pobrecito —dijo antes de darle una suave palmadita—. Creo que es mejor que lo dejes en la parte de atrás. Tu madre está en el jardín. Ten cuidado no vayas a darle un susto de muerte con eso…, con Angus. Mientras, iré sirviendo unas tazas de té.

Se escabulló hacia la cocina, así que le indiqué a Angus que bajara los escalones del porche y me siguiera por un estrecho caminito que se abría entre macizos de hierba de fuente púrpura. Ya habían empezado a brotar, y todo el jardín parecía estar copado de algodón de azúcar. Si bien mi madre se encargaba de tener la casa perfecta y era una experta cocinera, mi tía había nacido con un don para la jardinería. El jardín trasero era todo un espectáculo en esa época del año; la embriagadora fragancia de las últimas rosas de verano se mezclaba con los olivos aromáticos, que mi tía había plantado en hermosas cajas de madera a lo largo del sendero de piedras.

Mi madre estaba recostada en una tumbona de rayas verdes con un libro abierto sobre el regazo. Estaba muy quieta y con la mejilla apoyada sobre un cojín, así que pensé que se habría quedado dormida. Sentí una punzada en el corazón al verla. Tenía los pómulos hundidos y la tez grisácea. Al igual que su hermana, siempre había sido una mujer delgada y esbelta, pero ahora presentaba un aspecto demacrado. Aprecié nuevas arrugas en su rostro y un ligero temblor en las manos. Todos esos meses de quimioterapia habían hecho mella en ella, pero, aun así, seguía siendo la mujer más hermosa que jamás había visto.

A pesar de su enfermedad, seguía igual de presumida que siempre: llevaba la peluca muy arreglada y se había aplicado un brillo de labios rosa pálido. Ese día se había vestido con una falda de flores a juego con una chaqueta de punto azul, aunque hacía bastante calor.

—Madre —susurré, pero de todos modos se sobresaltó.

Después esbozó una sonrisa y me alegré de haber ido a visitarla.

—¡Amelia! ¿Cuánto tiempo llevas allí de pie? No he oído la puerta.

—Acabo de llegar —dije, y me arrodillé junto a ella.

Me apartó unos mechones de la cara. Quizá fuera mi imaginación, o mis deseos nostálgicos, pero me dio la impresión de que sus dedos gélidos no querían apartarse de mí. No tardó en fijarse en Angus y, al igual que Lynrose, se estremeció.

—Amelia Rose Gray, ¿qué diablos…?

—Se llama Angus. Le encontré perdido en las montañas y decidí quedármelo.

Alzó una ceja.

—Desde luego, cariño, si eso es lo que quieres… Ahora tienes tu propia casa y sigues tus propias normas. —Hizo una breve pausa—. Pobrecito, debe de haber pasado un calvario.

—Puedes estar segura de ello.

—Le compadezco.

Angus era una bendición y se estaba portando la mar de bien. No había gruñido ni había ladrado ni había intentado marcar territorio. Se mantuvo a lo lejos, como si presintiera la reticencia de mi madre. Ni siquiera se acercó cuando ella extendió una mano para ofrecerle una tierna caricia. Optó por retirarse hacia la sombra de un roble para observarnos.

—Lyn me ha dicho que has estado fuera de Charleston. ¿Es por alguna restauración? —preguntó mientras me acomodaba en una silla de jardín.

—Sí, señora. ¿No te dijo dónde estaba?

Frunció el ceño.

—Quizá, pero no lo recuerdo.

Justo cuando iba a decírselo, Lynrose apareció por la puerta con una jarra de té helado.

—Amelia, tendrías que darle un poco de agua fresca a ese perro. Aunque corre algo de brisa, hace mucho calor. Creo que se acerca una tormenta. ¿No sientes ese aire? Es igual de denso que la melaza…

Mientras mi tía parloteaba sobre el tiempo, llené un cuenco de agua y se lo llevé a Angus. Cuando volví a reunirme con ellas, ya habían cambiado de tema de conversación.

Mi tía me dio un vaso de té.

—Justo le estaba explicando a Etta que el otro día me topé con un conocido tuyo. Estaba en la cola del supermercado cuando oí a alguien detrás de mí mencionar que se había criado en Trinity. Como es natural, no pude resistirme y enseguida nos pusimos a charlar. Resulta que iba a tu mismo colegio, aunque creo que es un año menor, pero me comentó que os habíais cruzado hacia unos meses.

—¿Cómo se llama?

—Ree Hutchins. ¿Te acuerdas de ella?

Tomé un sorbo de té.

—¿Ree? Sí, claro que la recuerdo. Vino a verme cuando trabajaba en la restauración de Oak Grove.

—Oh, señor. No estaría involucrada en aquel terrible asunto, ¿verdad? —preguntó un tanto afectada.

—No, estaba interesada en la historia del cementerio.

—Ah. En fin…, iba con un jovencito muy apuesto. Hayden no-sé-qué. Por lo visto, es abogado.

—Y también un cazafantasmas —añadí.

Arqueó una ceja.

—No me digas. Y parecía tan normal.

—Seguro que sí —murmuré.

—Bueno, el caso es que Ree me explicó un montón de cosas horribles que pasaban en el hospital mental donde trabajaba: abusos, pruebas médicas ilegales, pacientes admitidos con nombres falsos cuyas familias pudientes querían deshacerse de ellos. Salió en las noticias la primavera pasada. Seguro que leíste algún artículo. No recuerdo los detalles, pero un médico, creo que se llamaba Farrante, asesinó a alguien. Era bastante famoso y las malas lenguas aseguran que su abuelo había llevado a cabo todo tipo de experimentos espantosos en aquel lugar —dijo, y sacudió la cabeza—. La sangre habla por sí sola, ¿no?

Mi tía continuó cotorreando, pero yo no podía dejar de pensar en mi madre. Tenía la cabeza recostada sobre el cojín y los ojos cerrados.

—Madre, ¿estás bien?

Dibujó una débil sonrisa.

—Estoy un poco cansada. No te molestaría que me fuera a descansar un ratito, ¿verdad?

Dejé el vaso sobre la mesa.

—Claro que no. ¿Te ayudo?

—No, cariño, estoy bien. Solo es que… no tengo mucha energía últimamente.

—Es la condenada quimio —gruñó mi tía mientras la ayudaba a levantarse—. No te preocupes, querida. Ahora te preparamos la cama para que puedas dormir una siesta.

—Puedo arroparme yo sola, Lyn. Quédate aquí con Amelia. Me siento fatal por dejaros solas justo cuando acaba de llegar.

—No pasa nada, madre. Puedo venir más tarde —propuse.

—¿Por qué no te quedas y almuerzas con nosotras? Saldremos a comer algo por ahí. No quiero castigar a tu pobre perro con la comida de Lynrose.

Sonreí.

—Me parece perfecto.

—Eh, ¿a qué viene eso? —la regañó mi tía—. No te he oído quejarte de mi comida últimamente.

—Porque no tengo apetito —la rebatió su hermana.

—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —pregunté.

—No, prefiero que paséis un buen rato juntas. Luego vuelvo.

Cuando se marchó, me giré hacia mi tía.

—Oh, tía Lyn, está muy frágil. La he visto más débil que la última vez que vine, y de eso hace solo una semana.

—Ha pasado unos días bastante malos, pero el médico es optimista con su progreso. Es normal que haya contratiempos o recaídas.

—Supongo. Pero la veo tan…, no sé…, mayor.

A mi tía se le encendieron los ojos.

—¡Ni te atrevas a decírselo!

—¡Por supuesto que no! Además, sigue tan hermosa como siempre.

A Lynrose se le endulzó la mirada.

—La chica más guapa del baile. Siempre lo fue.

Alargué la mano y le acaricié el brazo.

—Has cuidado muy bien de ella. Tiene mucha suerte de tenerte a su lado.

—Y yo de tenerla al mío. Si pasara algo…, no sé qué haría sin ella…

—No lo digas.

—Lo sé, lo sé. Va a superarlo. —Mi tía alzó la barbilla con ademán desafiante—. Pienso asegurarme de que así sea.

—Tía Lyn, ¿mi padre ha estado aquí esta mañana? De camino a Charleston, pasé con el coche por delante de casa y la puerta estaba cerrada con llave.

—Lo más seguro es que hubiera ido al pueblo a buscar algo, y por eso no le encontraste en casa.

—¿Alguna vez viene a verla?

—Ya conoces a Caleb. Vive en su propio mundo. Igual que tú. Etta solía decir que erais como dos gotas de agua —murmuró. Advertí una sombra tras su mirada y, por un momento, el aire tembló un secreto. Aunque no tenía lógica, sentí un pánico momentáneo. Así que tomé otro sorbo de té para tranquilizarme.

—¿Sabe ella dónde he estado trabajando estos últimos días?

Mi tía tenía los ojos pegados en una gota de agua que se deslizaba por su vaso.

—¿No se lo contaste tú? —preguntó.

—No, te llamé antes de irme, ¿recuerdas? Te dije que me había salido un proyecto y que estaría trabajando fuera de Charleston varias semanas. Ella estaba descansando, y me prometiste que se lo contarías. Pero no le has comentado nada, ¿me equivoco?

Lynrose se encogió de hombros.

—No lo sé. Tengo muchas cosas en la cabeza, como todo el mundo.

—La semana pasada te llamé varios días, y siempre me decías que estaba descansando o echándose una siesta. No me dejaste hablar con ella.

—¿Que nunca te dejé hablar con ella? Qué tontería. Lo dices como si hubiera intentado impedirte que hablaras con tu madre.

—Quizá no quisieras que se enterara de que estaba trabajando en Asher Falls.

—¿Y por qué diablos iba a querer eso? —respondió, ofendida. Sin embargo, no dejaba de juguetear con el collar de perlas.

—Tengo razón, ¿verdad?

—Tal como lo dices suena manipulador y siniestro —dijo enfadada—, y no fue en absoluto así. No quería preocuparla, eso es todo. Yo sabía dónde estabas, así que si sucedía algo, que Dios me perdone, sabía dónde encontrarte.

—Pero ¿por qué iba a afectarla tanto saber que estaba en Asher Falls? ¿Qué pasó allí, tía Lyn?

Buscó desesperada otra excusa, pero enseguida la vi desinflarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Oh, Amelia, ¿por qué no puedes dejarlo?

—¿Dejar el qué?

—Sabía que el hecho de que te mudaras allí arriba no traería nada bueno. Si hubiera encontrado un modo de pararte, lo habría hecho.

—Tía Lyn…

—Ocurrió hace muchísimos años, en una época ya olvidada, me atrevería a decir.

Le cogí la mano.

—¿No merezco saber la verdad?

Me acarició el dorso de la mano y cerró los ojos con un suspiro.

—Por supuesto que sí. Pero nunca quise ser yo quien te lo contara.

—¿Contarme el qué?

Me soltó la mano y se atusó el cabello.

—No es a mí a quien le corresponde esa tarea. Además, no conozco todos los detalles. Tu padre siempre ha sido muy reservado, pero, qué le vamos a hacer, es así. Prefiere guardarse las cosas para él. Si al menos Etta y él hubieran sido capaces de hablar de ello… Pero… —soltó otro suspiro—, pero eso es agua pasada.

La miraba con ansiedad.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Ya lo sé. —Se quedó en silencio unos segundos—. ¿Alguna vez tus padres te han explicado cómo se conocieron? No acostumbran a charlar sobre eso.

—Sé que se conocieron aquí, en Charleston.

Ella asintió distraída.

—Tu padre era uno de los conserjes de la iglesia de Saint Michael, y a Etta le encantaba pasear por los jardines. De hecho, antes de su boda se pasaba días enteros deambulando por allí.

—Pero no se casaron en Saint Michael.

—No me estaba refiriendo al matrimonio con tu padre. Etta se prometió con su amorcito del instituto antes de conocer a Caleb —confesó, y se llevó una mano al corazón—. Formaban una pareja encantadora. Encajaban a la perfección. Todo el mundo lo decía, y Etta, bendita sea, llegó a creer que estaba destinada a llevar una vida de cuento de hadas. Así que cuando él la abandonó, quedó destrozada. No la plantó en el altar, pero casi. Rompió con ella el día antes de la boda, y ninguno de nosotros fue capaz de consolarla. Puedes imaginarte la humillación. Y entonces apareció Caleb. Estaba perdidamente enamorado de Etta. Fue un consuelo y un bálsamo para su orgullo herido. Se fugaron juntos pocas semanas después.

No podía creer lo que me estaba contando. Nunca había oído la historia del noviazgo de mis padres. Un matrimonio precipitado no era propio de ninguno de los dos. Ambos eran tan precavidos y reservados. Tan… contenidos.

—¿Y qué tiene que ver todo lo que cuentas con Asher Falls? —pregunté por fin.

—A eso voy —dijo mi tía. Tras romper un hilo suelto que colgaba de su túnica, hizo acopio de fuerzas y añadió—: Tus padres… vivieron allí un tiempo.

Casi me ahogo.

—¿En Asher Falls?

—Fue hace muchos muchos años. Ese verano a Caleb le contrataron como picapedrero. Adoraba su trabajo, pero Etta detestaba vivir en las montañas. Odiaba aquel lugar. Decía que era agobiante, que jugaba con su mente. Aunque se esforzó por acostumbrarse, añoraba a su familia. Echaba de menos Chaa’stun. Así que regresó a casa. Al final, Caleb no tuvo más remedio que dejar el trabajo y seguirla. Se reconciliaron, pero las cosas nunca volvieron a ser lo que eran. He oído a gente decir que lo más duro es compartir tu vida con alguien a quien no amas, pero siempre he pensado que es mucho más difícil vivir con alguien que no te ama.

—¿Crees que tu hermana nunca quiso a mi padre?

—A su manera, supongo que sí. Pero Caleb no iba a ser el amor de su vida, y él era plenamente consciente de ello. Es un golpe duro para el orgullo de cualquier hombre. No sería tan descabellado pensar que podría fijarse en otra mujer.

—¿Mi padre tuvo una aventura?

No podía creérmelo.

—Eso sospechaba Etta. Había una mujer en Asher Falls… Nunca supe cómo se llamaba. No tenía familia ni marido ni hijos. Trabajaba de matrona, o eso creo recordar. Supongo que Caleb y esa mujer se sentían muy solos. Algo ocurrió entre ellos. Etta lo descubrió, pero prefirió pasar página en lugar de hablarlo con su marido. En aquel entonces tenía otras preocupaciones. Otras penas. Sufrió varios abortos naturales, todos devastadores para ella. Los años fueron pasando y se mudaron a Trinity. Al final, Etta optó por rendirse y desechar la idea de formar una familia. Ella decía que era lo mejor. Además, estaban envejeciendo. Y entonces, diecisiete años más tarde, a Caleb le llamaron para hacer el turno de guardia. Volvió a casa a altas horas de la madrugada. Contigo.

El corazón me latía a mil por hora.

—¿Dónde me encontró?

Lynrose se estremeció.

—En aquel horrible lugar.

—¿Asher Falls?

—Eras tan pequeñita. Estabas muy triste; no paraste de llorar durante días.

—¿Por qué?

—Sufriste algún tipo de trauma. No conozco los pormenores de tu nacimiento. De hecho, no estoy segura de que Etta sepa todo lo que pasó. Pero lo que sucedió la noche en que tu padre te trajo a casa…, lo que descubrió en aquel pueblo…, lo cambió para siempre.

Llegada a este punto de la historia, mi tía se había puesto muy nerviosa. No dejaba de estrujarse las manos, lo cual no era típico de ella. Mi madre era la que tendía a subirse por las paredes. Lynrose siempre había sido su principal pilar.

Fue extraño, pero cuanto más agitada la notaba, más tranquila me sentía. Me daba la sensación de que estábamos hablando de un extraño, de alguien a quien apenas conocía.

—¿Quién es mi madre? Mi madre biológica —aclaré, porque, a pesar de lo que pudiera averiguar, la mujer que me había criado siempre sería mi madre.

—Nunca lo supe, y Dios sabe que digo la verdad. —Se mordió el labio—. Pero Etta y yo siempre tuvimos nuestras sospechas. Mira, la mujer con la creemos que Caleb mantuvo una aventura, la comadrona…, tuvo una hija.

—¿Cómo lo sabéis?

—Cierto día, tu madre encontró una fotografía entre las cosas de Caleb, mucho después de que te trajera a casa.

Sacudí la cabeza, confundida.

—Y la niña…

—Era la hija de Caleb. Tu madre.

—Pero si esa cría era mi madre, entonces mi padre…

A la tía Lynrose se le humedecieron los ojos. Se secó una lágrima que le caía por la mejilla con la mano y asintió.

Ese momento fue muy surrealista. Hasta más tarde no supe que jamás podría describirlo. Fue como si, de repente, todas las piezas de un rompecabezas encajaran. Si las sospechas de Lynrose eran ciertas, el hombre que había conocido como mi padre adoptivo, mi querido padre, era en realidad mi abuelo. Por eso los dos podíamos ver fantasmas. Había heredado esa habilidad de él.

Mi mente viajó hasta el día en que vi mi primer fantasma en el cementerio. Rememoré la expresión de mi padre cuando le pregunté sobre aquel espectro. Sus ojos transmitían arrepentimiento y lástima, porque ya entonces sabía cómo sería mi vida a partir de ese momento. Los años de soledad que me esperaban.

Me miré las manos. Las apretaba con tal fuerza que tenía los nudillos casi blancos.

—¿Y qué hay de mi padre biológico?

Lyn meneó la cabeza.

Pensé en el ala de porcelana que había encontrado entre los tesoros de mi padre y entonces supe que era verdad. Freya Pattershaw era mi madre, y Tilly, mi abuela.

—¿Por qué nunca me habéis contado nada de todo esto?

—Porque son recuerdos todavía muy dolorosos. Y porque… —No fue capaz de terminar la frase.

—¿Por qué?

De pronto, mi tía me agarró del brazo con tal ímpetu que me hizo daño.

—No puedes decir ni una palabra de lo que voy a contarte. Júrame que no se lo explicarás a nadie —susurró. Me clavó las uñas en la piel y, al mirarla, me fijé en que su tez había cobrado la misma palidez que la de mi madre enferma.

—¡Tía Lyn, suéltame! Me estás haciendo daño.

Me obedeció, pero el furor de su mirada no menguó un ápice.

—La noche en que tu padre te trajo a casa…, estaba cubierto de sangre.

Cené temprano, en compañía de mi madre y de la tía Lynrose, y después me dirigí hacia la avenida Rutledge. No le había desvelado a mi madre ni una sola palabra de las revelaciones de aquella tarde. Jamás me habría arriesgado a angustiarla en el momento en que necesitaba toda su fuerza para luchar contra el cáncer. De modo que me coloqué una suerte de máscara y actué durante toda la cena.

Sin embargo, ahora que estaba sola en mi jardín, no podía dejar de darle vueltas a aquella conversación. Resulta que mi padre era mi abuelo biológico. Aunque seguía paralizada por la noticia, tenía sentido. Desde niña me había parecido un anciano. Hasta donde me alcanzaba la memoria, le recordaba con el cabello blanco y los hombros caídos. Mi madre también era mayor, pero lucía ese tipo de elegancia y belleza que tan bien armonizaban con la edad y que parecía intemporal.

Me senté en el columpio, perdida en mis pensamientos, mientras Angus se familiarizaba con su nuevo hogar. Era una noche fresca. El verano estaba empezando a ceder su lugar al otoño, y eso me hizo pensar en el amor perdido. En mi madre y en su novio del instituto. En mi padre y en Tilly Pattershaw.

De forma inevitable, pensé en Devlin. Me regodeé en mi desgracia durante un breve instante, pero enseguida lo aparté de mi mente.

Y después fue Thane Asher quien ocupó mis pensamientos.

A la mañana siguiente, me levanté convencida de que tenía que hablar con mi padre antes de regresar a Asher Falls. Si es que decidía volver, claro. Le había prometido a Thane que regresaría, pero, si existía un Mal que me acechaba, no teníamos ningún futuro juntos. Ni con él ni con nadie. Mi soledad, antaño una vieja amiga que me había protegido del mundo real, se había transformado en mi enemiga, en un monstruo que amenazaba con tragarme. Necesitaba encontrar una salida, por muy desesperada que fuera, porque no podía fiarme de mis propios pensamientos. Quizás el Mal seguía habitando en mi interior.

Esperaba encontrarme la casa como el día anterior, cerrada, pero la furgoneta de mi padre estaba aparcada justo enfrente. Llamé al timbre varias veces. Al ver que no aparecía por ningún lado, Angus y yo fuimos caminando hasta el cementerio para buscarle.

El perfume que emanaba de las rosas embriagaba la atmósfera. Nos abrimos paso entre los frondosos senderos cubiertos de hiedra y flox musgoso hasta dar con él. Estaba concentrado en los ángeles, una colección de cincuenta y siete estatuas que conmemoraban a los niños que habían perdido la vida en el incendio de un orfanato a finales del siglo pasado. Mi padre había invertido muchos años en restaurar esas figuritas angelicales. Me deslicé entre ellos y no pude evitar compararlos con aquellos rostros dulces y meditabundos que atestiguaban el orgullo desmedido de los Asher. Pero no quería malgastar un segundo en aquellos ángeles arrogantes que observaban las montañas. No era el momento más apropiado para pensar en lo que había sucedido entre Thane y yo en aquel círculo de ensueño. Ya tendría tiempo para meditar sobre ello.

Mi padre levantó la cabeza al reparar en mí, pero enseguida reanudó su tarea.

—No pareces muy sorprendido de verme —dije.

—Tu tía llamó —contestó con un hilo de voz.

Al acercarme comprobé que tenía la cara más arrugada de lo que recordaba. Pero el paso de los años no había reducido su dignidad silenciosa ni su lejanía. A pesar de estar apenas a un metro de mí, sentía que nos separaban un millón de kilómetros.

—Entonces sabrás por qué he venido.

—Sí, niña.

Temblorosa, tomé aliento.

—Tenemos que hablar, papá. No más secretos.

—Mantuvimos esos secretos para protegerte, Amelia.

—Lo sé. Pero, ahora, lo único que puede protegerme es la verdad.

En silencio, recogió su arsenal de herramientas y las guardó.

—Sentémonos un rato —me invitó.

Nos sentamos en el suelo, con los ángeles frente a nosotros y la puerta a nuestra espalda. Angus vino trotando y se acomodó a mis pies. De forma distraída, mi padre se inclinó para acariciarle el lomo.

—Es Angus —dije.

—¿De dónde lo has sacado?

—De Asher Falls —contesté, y se estremeció—. Me han ocurrido muchas cosas extrañas allí arriba. Sentí una conexión inmediata desde el día que llegué, y ahora empiezo a entender por qué. —Hice una pausa y después pregunté—: ¿Quién soy, papá?

—Eres mi Amelia —susurró—. Y te quiero más que a nada en este mundo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Nunca me había dicho algo parecido. Desde el día en que apareció el primer fantasma, decidió encerrarse en sí mismo, y jamás me mostró el más mínimo afecto. Durante años me pregunté qué habría hecho mal. Pero ahora, al ver que le temblaba la voz y que su mirada emanaba una tristeza absoluta… no pude soportarlo y tuve que mirar hacia otro lado.

Me asaltaban multitud de preguntas, pero no estaba dispuesta a interrogarle sobre su época con Tilly. Eso les pertenecía solo a ellos. No aprobaba lo que había sucedido, después de todo era leal a mi madre, pero, en cierto modo, lo podía comprender. Eran dos personas solas y cargadas de secretos; mi padre con sus fantasmas; Tilly con sus premoniciones.

Encogí las piernas y posé una mejilla sobre las rodillas.

—¿Qué somos?

—Antiguamente, nos llamaban «nacidos en manto». Eran bebés que nacían tras el velo y que poseían la habilidad de ver más allá del mundo real, de vislumbrar el mundo espiritual. Hoy en día se considera un cuento de viejas, pero en nuestra familia ocurre en cada generación.

—¿Freya nació tras el velo?

—Sí. Tanto Tilly como ella tenían el don de predecir las cosas. Por lo que sé, debía de ser una niña extraordinaria.

Le miré de reojo.

—¿No la conociste?

Tenía la mirada clavada en el cementerio para impedirme que viera la desolación en sus ojos.

—Era mi niña, mi única hija, pero nunca la vi con vida.

Se me aceleró el pulso.

—¿Has visto su fantasma?

—Vi su cadáver —puntualizó. La melancolía con la que hablaba hizo que no pudiera evitar echarme a llorar.

Rebusqué el ala rota del gorrión en mi bolsillo y se la entregué.

—Encontré esto entre tus cosas. No debería haberlo cogido.

Envolvió el pedazo de porcelana entre sus dedos y cerró el puño. Y entonces empezó a contarme su historia. No había vuelto a tener noticias de Tilly desde que decidió volver con mi madre. Ni siquiera sabía de la existencia del bebé hasta que Tilly, diecisiete años más tarde, le llamó por teléfono en plena noche. Tras una breve conversación, cogió el coche y se marchó a Asher Falls, donde se enteró de que Freya, su única hija, había sido asesinada.

—¿Tilly sabía quién era el asesino?

—Nunca me lo dijo. Supongo que tenía miedo de mi reacción. Pero tuvo una visión de la muerte de su hija. Y eso fue lo que la guio hasta Freya.

—¿Encontró el cadáver?

Asintió.

—Pero si Freya murió asesinada, ¿por qué no acudió a la policía? ¿Por qué permitió que todo el mundo creyera que su hija había fallecido en un incendio?

—Porque no quería que nadie supiera que tú existías.

—¿Por qué?

—Naciste después de que Freya fuera asesinada.

El corazón empezó a martillearme el pecho.

—¿Después?

—Esa noche, la muchacha había salido de casa a hurtadillas para encontrarse con alguien. Tilly no se enteró de nada hasta que una terrible pesadilla la despertó. El sueño la condujo hasta la cima de laureles, donde encontró una tumba.

—La tumba de Freya.

—Y la tuya, niña.

Esas palabras me dejaron sin respiración, aunque tendría que haber presentido la verdad. Por eso me había abrumado tanto mi visita a aquel sepulcro. Ese era el motivo de los terribles sofocos que me oprimían el pecho y me imposibilitaban respirar. Me habían enterrado allí, junto con mi madre asesinada.

Angus también lo había sospechado. Eso explicaría cómo había encontrado la tumba. Aunque pareciera imposible, debió de oler mi esencia, no la de mi madre.

Le acaricié la cabeza y me respondió pasándome el hocico por la mano.

—El asesino no se había molestado en enterrar el cadáver como es debido —prosiguió—. Cuando Tilly llegó, debería llevar minutos allí. Todavía tenía la piel caliente. Tilly rezó para que siguiera con vida. Pero cuando apartó la tierra que cubría el cuerpo de su pequeña, no oyó el latido del corazón. No tenía pulso. Lo único que podía hacer era intentar salvar al bebé.

Me habían enterrado viva. Me dio a luz una mujer muerta. No era de extrañar, entonces, que mi vida estuviera repleta de cosas extrañas.

—No respirabas, ni siquiera cuando Tilly apartó el velo. Te resucitó. Te llenó los pulmones de oxígeno y te ayudó a cruzar desde el otro lado.

Me ayudó a cruzar desde el otro lado.

Se me congelaron todas las terminaciones nerviosas.

—Y entonces me entregó a ti —dije en voz baja.

—Sí, pero, antes de llevarte a casa, quise ver a mi hija. Me sentía en la obligación de ofrecerle un entierro digno para que pudiera descansar en paz.

Pero mi pobre madre no había podido descansar; opté por no contárselo. Quería que, cuando menos, tuviera ese consuelo.

Al menos ahora sabía por qué cuando me llevó a casa estaba manchado de sangre.

—Te has estado ocupando de su tumba durante todos estos años.

—Es lo único que puedo hacer por ella.

—Pero ¿por qué la enterraste con esa orientación? Estoy segura de que no fue porque…

—No quería que mirara esas montañas —me interrumpió.

Contuve el aliento.

—Tú también lo notaste.

El viento, la humedad. Ese aullido terrible.

—Sí, lo noté. Al igual que tu madre cuando vivimos allí. Tilly también lo sintió. —Desvió la mirada hacia los ángeles—. Estaba allí cuando naciste. Estaba contigo al otro lado. Tilly lo vaticinó esa misma noche. Dijo que se produjo un tremendo forcejeo.

Recordé el día en que Tilly me había sacado a rastras de aquella maraña de zarzas y malas hierbas.

—Luchaste con todas tus fuerzas, Amelia. Batallaste para volver a este mundo, pero, tras tu primer aliento, Tilly supo que no había acabado. Temía por tu vida porque creía que vendría a por ti. Sabía que tenía que sacarte de Asher Falls y creyó que conmigo estarías a salvo.

Me abracé las rodillas.

—¿Por qué me excluiste de tu vida, papá? ¿Por qué me diste la espalda cuando más te necesitaba?

Parecía derrotado, exhausto.

—Me daba miedo que el fantasma que vimos aquel día hubiera venido para vigilarte. Me asustaba que el Mal te hubiera encontrado y que utilizara mi devoción por ti, mi debilidad, para llegar a ti.

No podía dejar de temblar. Angus se dio cuenta de mi agitación y empezó a gimotear.

—¿Todo esto porque regresé del otro lado?

—Y porque el poder que sería capaz de ejercer a través de ti en este mundo sería inmenso.

—¿Por qué?

—Eres la última de la estirpe Asher —dijo.

Enterré la cara entre los brazos, abrumada por una tormenta de emociones.

—¿Quién es mi padre? —pregunté temerosa.

—Edward Asher.

—¿Era una persona malvada? ¿Estaba confabulado con los demás?

—No lo sé, pero su sangre corre por tus venas. Por eso el vínculo que te une a ese lugar es tan fuerte. Por esa razón volviste allí.

—Pero ¿por qué ahora?

—Las reglas te mantuvieron a salvo, pero las quebrantaste. Ahora que la puerta se ha abierto, eres más vulnerable. Tu entorno más cercano se ha convertido en un peligro, porque el Mal tratará de utilizarlo para debilitarte. Te engañará, te embaucará, te mentirá. No puedes permitírselo. Y bajo ningún concepto puedes regresar a Asher Falls.

Levanté la cabeza.

—Que me tema significa que existe un modo de vencerlo. No puedo vivir así. No puedo convivir con esta soledad. A veces creo que estaría mejor con los muertos.

—¡No digas eso! Ni siquiera lo pienses.

—Entonces ayúdame a destruirlo.

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —me amonestó. Apartó la mirada, pero, aun así, logré vislumbrar esa misma expresión de lástima y arrepentimiento en su mirada.