Esa noche me levanté de la cama y fui hacia la ventana para admirar la oscuridad. La luna seguía en lo más alto, impregnando de un tinte plateado los pinos del bosque. Su reflejo titilaba sobre el lago. Cuando levanté la mirada para admirar las cumbres lejanas, tuve una sensación de déjà vu. Veía mi imagen plasmada en el cristal, y eso me recordó aquel ejército de ángeles de piedra con la mirada puesta en las montañas. Vigilando y esperando, tal como esa entidad llevaba eones haciendo.
Según Thane, siempre había estado allí, pululando por su mente como una araña. Era una entidad tan ancestral como el propio paisaje, una oscuridad que agitaba a los muertos y desataba deseos impronunciables.
«Asher Falls es un pueblo fantasma».
La conversación que había mantenido con Sidra el primer día tan solo había infundido una mera sospecha, hasta que el redoble de campanas me despertó en mitad de la noche. Entonces vislumbré las siluetas diáfanas moviéndose entre la niebla. Vi con mis propios ojos cómo aquellas manos fantasmales trataban de alcanzarme. No me había inventado aquella presencia en el viento ni aquel terrible aullido. Y, aun así, había preferido quedarme en Asher Falls porque creía en el destino.
Me gustara o no, estaba conectada con aquel terrible lugar.
Me aparté de la ventana, pero algo captó mi atención y volví a pegar la nariz al cristal. ¿El asesino de Freya estaría ahí, en el lindero del bosque?
Vigilé el jardín durante un buen rato, pero no se movió ni una hoja. Pensé que habría sido un árbol o una sombra. Angus estaba durmiendo plácidamente a los pies de mi cama. Si algo o alguien hubiera estado merodeando por ahí fuera, se habría puesto a ladrar enseguida.
O eso quise creer.
Me metí en la cama y me acurruqué bajo las sábanas, pero no quería quedarme dormida. Estaba decidida a permanecer ahí tumbada, a esperar a que amaneciera. Pero tras unos minutos empezaron a pesarme los ojos, y cada cinco minutos me dormía y me despertaba con un sobresalto. Durante esos breves sueños me abordaron varias imágenes. Soñé con Devlin y Mariama. Me vi flotando con fantasmas y destruyendo símbolos de maleficio.
Y soñé que regresaba a las cataratas y me tumbaba sobre el suelo, rodeada de rostros desconocidos. Aquellas criaturas intermedias salían de sus madrigueras para contemplar el espectáculo. Noté algo húmedo en el cuello. Tenía los dedos cubiertos de sangre.
—Ya está hecho —susurró alguien, y entonces oí el llanto desconsolado de un bebé.
Me desperté con lágrimas en los ojos. No comprendí por qué aquel sueño me había afectado tanto, pero no volví a cerrar los ojos en toda la noche.
Con los primeros rayos del alba, me levanté, cargué el coche con las maletas, y Angus y yo cogimos el primer ferri a tierra firme. Estaba lloviendo a cántaros cuando salimos de casa. Por un segundo creí que el aguacero inundaría aquel maldito pueblo. El capó del todoterreno me protegía de la lluvia, y poco a poco fui dejando las montañas atrás. Sin embargo, no me tranquilicé hasta que el diluvio empezó a amainar y nos dirigimos hacia el este, directos al sol.
La luz que se filtraba por el parabrisas era cálida, revitalizante. Sentí que me quitaba un peso de encima. Enchufé el iPod y tarareé las canciones que iban sonando. Las faldas de las montañas empequeñecían a nuestras espaldas y por fin condujimos por el hermoso paisaje de Piedmont.
Angus contemplaba las vistas con un interés ávido, así que decidí bajar la ventanilla para que pudiera disfrutar del aire fresco. No había nada que deseara más que seguir conduciendo hasta alcanzar la costa. No quería que se acabara esa sensación de ligereza de la que tanto Angus como yo estábamos disfrutando.
Hice una parada en Columbia para poner gasolina y desayunar. Pero cuando me aproximé a la salida de Trinity, me volvieron a asaltar las dudas. Sentí aquella necesidad de averiguar mis orígenes para entender mi lugar en este mundo… y en el otro. No quería ser un fantasma viviente. No quería que el Mal me acechara. Quería ser una chica normal.
El plan original consistía en conducir directa hasta Charleston, pero a medio camino decidí tomar el desvío hacia Trinity para visitar el cementerio de Rosehill, donde había visto por primera vez un espectro.
La casita blanca donde me había criado no había cambiado mucho con los años. Las sombras de varios robles de al menos cien años la mantenían fría y húmeda, incluso durante los meses de verano, convirtiéndola así en un refugio más que agradable para mi padre, que se pasaba el día trabajando bajo un sol abrasador. El porche siempre había pertenecido a mi madre. En cada rincón se olía el perfume de las rosas que rodeaban el cementerio. Junto con mi tía, las dos se habían pasado horas allí sentadas, tomando té y cuchicheando.
Desde mi habitación veía Rosehill. Las vistas al cementerio nunca me habían molestado, ni siquiera cuando era niña, ni tan solo después de mi primer encuentro con un fantasma. Rosehill siempre había sido mi refugio, y el campo sagrado siempre me había protegido. Habían pasado muchos años, pero seguía sintiéndome segura. Ni siquiera mi santuario en Charleston me ofrecía tanta paz.
Una capa de polvo se había asentado sobre el suelo de hormigón del porche. Antes de que mi madre cayera enferma solía barrerlo al menos una vez al día. Se había convertido en casi una obsesión. El polvo, en especial la mugre que mi padre y yo traíamos del cementerio, la sacaba de quicio. Recuerdo que mi tía decía que era un ama de casa demasiado puntillosa, a lo que mi madre un día respondió que era una lástima que Lynrose no hubiera aprendido a pasar la aspiradora con la misma destreza que a meter la pata con su tremenda bocaza. Mi tía se quedó de piedra ante aquella réplica. Le encantaba sacar a mi madre de sus casillas, y por eso envidiaba su relación, porque bromeaban sin ofenderse. Nadie era capaz de hacer sonreír a mi madre como mi tía. Ni siquiera mi padre. Y, por supuesto, tampoco yo.
La casa estaba cerrada a cal y canto, lo que no era habitual. Mi padre jamás habría cerrado con llave la puerta principal a menos que planeara estar fuera varios días, así que deduje que no estaría trabajando en el cementerio ni en su estudio. Se respiraba desolación en el aire, como si hiciera tiempo que nadie pasaba por allí.
Por un instante, me asusté, pero enseguida cogí la llave que había escondida en un macetero y abrí la puerta. Lo más probable era que mi padre hubiera ido a Charleston a pasar unos días con mi madre. La habría añorado muchísimo durante los meses que había durado el tratamiento. A pesar de todo el tiempo que llevaban juntos, nunca les había visto abrazarse, y mucho menos besarse, así que podría decirse que eran una pareja poco efusiva. Sin embargo, quería creer que los unía algo más que la mera costumbre. Y también algo más que los secretos.
Dejé a Angus descansando en el porche y entré. El sosiego que percibí nada más cruzar el umbral me dejó perpleja. Di una vuelta por la planta baja para asegurarme de que todo estaba en orden y después subí las escaleras. Me asomé a mi antigua habitación, pero solo eché un vistazo rápido. Continué por el pasillo, hasta llegar a la puerta de las escaleras que conducía a la buhardilla. Encendí la luz y subí los peldaños sin pensármelo dos veces. El desván nunca me había asustado. En los días de lluvia, cuando ya me había hartado de hojear los álbumes de fotografías familiares, me encantaba subir allí. Mi madre guardaba casi todos sus vestidos del instituto, y me lo pasaba pipa revolviendo los viejos baúles. A pesar del estatus de clase media de la familia, la tía Lynrose y mi madre habían sido las reinas del instituto.
Mi padre almacenaba sus recuerdos en un cubo metálico. Siempre había estado cerrado con candado. Siempre. Desde pequeña había sentido curiosidad por ese cubo, pero jamás me habría atrevido a intentar abrir el candado. Ahora dejé a un lado todos mis escrúpulos y utilicé una horquilla para hacer saltar las clavijas. Tenía la corazonada de que, si en esa casa había información sobre mi nacimiento, estaría escondida en esa vasija.
Cuando por fin pude destaparlo, encontré la parafernalia normal que cualquier hombre de la edad de mi padre habría acumulado a lo largo de los años: medallas de servicio al Ejército y distinciones militares enmarcadas que atestiguaban su paso por la armada; un par de botas; una vieja navaja de bolsillo; una caja de puros con fotografías.
El modo más eficiente de iniciar la búsqueda era sacándolo todo. Fui muy cuidadosa y fui colocando todos los objetos en orden para guardarlo de nuevo tal y como lo había encontrado. No me gustaba hurgar en las cosas de mi padre. Era un hombre muy reservado, así que fisgar entre sus tesoros y recuerdos era una violación semejante a la profanación de una tumba. Pero no dejé que mi conciencia me detuviera. Procedí con mi búsqueda porque no podría descansar hasta encontrar algo.
Ya casi me había rendido cuando me topé con una cajita azul atada con un lazo blanco. Asumí que en su interior habría otra medalla del Ejército… o los gemelos que utilizó el día de su boda.
Pero no.
Envuelto en algodones había un pedazo de porcelana marrón. Jamás habría adivinado qué era si no hubiera visto aquel pequeño gorrión en la habitación azul de Freya Pattershaw. No sabía cómo lo había conseguido, pero era obvio que mi padre había guardado el ala rota del gorrión entre sus posesiones más preciadas.