Angus y yo fuimos al cementerio al día siguiente. El cielo estaba despejado y hacía un día tan caluroso y tranquilo que incluso me costaba creer todo lo que me había ocurrido desde la última vez que estuve en Thorngate. Ahora sabía que Freya había muerto asesinada. La habían enterrado embarazada de varios meses en la tumba que yacía en la cima de laureles.
Pero ¿qué podía hacer con esa información? Acudir a la policía era impensable, y no estaba preparada para iniciar una investigación sola. Mi interés por la muerte de Freya y esa tumba ya habían levantado sospechas, y me estaban vigilando. A partir de entonces, debía actuar con mucho mucho cuidado. La revelación del espectro de Freya había sido inesperada. No sabía qué hacer, así que tenía que continuar con la restauración, como si no supiera nada. Estaba ansiosa por regresar a la tumba oculta y buscar pistas, pero no me atrevía a escalar hasta la cima de laureles sola. Estaba demasiado apartada. «Hay rincones ahí arriba donde uno puede esconderse y donde podría pasar días sin que nadie lo encontrara. Puede que nunca lo hicieran».
Me abrí camino entre las lápidas con un ojo puesto en el mausoleo. Me puse a trabajar de espaldas a la puerta del cementerio, confiando en que Angus me alertaría si alguna criatura animal, humana o de cualquier tipo se acercaba por la carretera o rondaba agazapada tras los matorrales.
Armada con unas tijeras de podar y un machete, arrasé con ganas la maleza que crecía junto a la verja. Varios matorrales de kudzu se habían arrastrado desde la arboleda para ahogar a algunos de los monumentos. Los tallos más alargados habían conseguido enroscarse en varias ramas, formando así una espesa cortina de rosas salvajes casi impenetrable.
Enfrascada en mi tarea, oía a las ardillas rebuscando comida bajo las matas y a los pajarillos trinar desde las copas de los árboles. Pese a todo lo que había sucedido, empecé a relajarme. Al igual que mi padre, me encantaban los trabajos manuales. Nada me satisfacía más que arrancar la maleza que se había apoderado de lápidas e inscripciones.
Sin darme cuenta, me había adentrado en un inmenso matorral. De pronto, una sensación de claustrofobia me abrumó. La vegetación era densa e insidiosa. Aunque atizaba con el machete a diestro y siniestro, cada vez estaba más enredada. Las zarzas se enmarañaban alrededor de mis brazos, y unos pinchos gigantescos me rasgaban los pantalones. A medida que la flora me envolvía, el silencio se iba haciendo más profundo. Aquella quietud era perturbadora. Ahora no oía nada escabullirse bajo el sotobosque, y todos los pájaros parecían haber levantado el vuelo. El único sonido era mi jadeo constante y el latigazo de mi machete. Una sombra tapó el sol. Al levantar la mirada vi un cuervo surcando el cielo él solo. Entonces percibí el hedor de algo muerto, putrefacto.
Quise creer que un animal se habría metido en aquel matorral y habría muerto. Me acordé de aquel olor nauseabundo que se había colado por la ventanilla del coche cuando pasé junto al tipo que llevaba el abrigo de lana. Arrastraba un camión con un animal muerto, aunque ya entonces pensé que la peste provenía de su propia piel.
Me llevé una mano a la nariz, pero una zarza me arañó el brazo y me desgarró la camiseta. Enseguida presioné la herida con los dedos para detener el flujo de sangre.
Había algo extraño en aquel matorral, algo antinatural. Traté de salir de allí, pero varias zarzas se habían enroscado en mis tobillos y me impedían moverme. Me agaché para cortarlas. De repente, otra enredadera trepó por mi cuello. No sé cómo, pero me caí de bruces al suelo. Antes de que pudiera lanzar un chillido, algo empezó a arrastrarme hacia las profundidades del matorral. Las espinas de los arbustos me escocían la piel y tenía la ropa hecha jirones.
Tiré del cepo que me tiraba del cuello y clavé los talones en el suelo en un intento desesperado de oponer resistencia. Me agarré de los zarzales sin prestar atención a los pinchazos de las espinas. El picor era insoportable. Mi esfuerzo no valió para nada porque seguía siendo arrastrada hacia el corazón del bosque…
Angus ladraba, pero el sonido se oía muy lejano. A mi alrededor tan solo veía sombras. Oscuridad. El hedor a podredumbre era más intenso. Oí un resuello, y advertí una silueta que se acercaba para remolcarme de nuevo entre los matorrales…
«Oh, Dios, ayúdame…, que alguien me ayude, por favor…»
De pronto, unas manos desconocidas me sujetaron por los tobillos. Noté un tirón, y después otro. Alguien me estaba empujando de nuevo hacia el matorral y, por un instante, me sentí atrapada en una terrible lucha. La enredadera que me estrangulaba se partió. Oí algo parecido a un chillido. Después silencio. Enseguida empecé a patear la maleza que me había inmovilizado las piernas.
—¡Para, chica! ¡Te arrancarás la piel a pedazos!
¿Tilly?
Se acuclilló a mi lado y me levantó la cabeza.
—¿Puedes caminar?
—Creo que sí.
—Levántate entonces. ¡Date prisa!
Esa brisa horripilante volvió a soplar. Ese frío húmedo que se me metía en los huesos, en el alma…
—Se acerca —susurró.
Me entregó un machete y las dos nos abrimos camino entre las zarzas. En la entrada del matorral, el perro trotaba de un lado al otro, ladrando como un loco.
—¡Angus, corre! —grité.
Agarré a Tilly de la mano y salí disparada tras él, mientras una alfombra de hojas secas se alborotaba bajo nuestros pies. Saqué el mando del bolsillo, abrí el coche y los tres entramos de un salto. Justo cuando me disponía a arrancar el motor, un cuervo aterrizó sobre el capó, seguido de un segundo cuervo. En un abrir y cerrar de ojos, el cielo se cubrió de esos animales.
—¿Qué está pasando? —pregunté, muerta de miedo.
—No te preocupes por los pájaros, chica. ¡Vámonos!
Giré la llave de contacto y apreté el acelerador, espantando a los cuervos. Los pájaros se esparcieron por el cementerio, posándose sobre las lápidas, monumentos y encima del formidable círculo de ángeles Asher.
Descendimos la colina a toda velocidad. Tilly se había acomodado en el asiento del copiloto. Angus viajaba detrás, pero tenía la cabeza apoyada entre las dos. Tomé la curva hacia la carretera principal sin aminorar.
—¡Más despacio, chica, o nos mataremos! —exclamó Tilly.
La obedecí y la miré de reojo.
—¿Qué ha sido eso?
Tenía las manos inmóviles sobre el regazo.
—No lo sé.
—Pero algo has tenido que ver.
—Tenías un montón de zarzas enredadas. Eso es lo que he visto.
Mi voz dejaba ver mi desesperación.
—Pero había algo ahí.
—Vamos a mi casa —respondió, impasible—. Tienes sangre por todas partes.
—Eso no tiene importancia.
—Oh, la tendrá cuando se te infecten las heridas.
—Tilly…
—A mi casa, chica. Cuando te cure esos arañazos, te contaré todo lo que sé.
No volvimos a cruzar palabra en el trayecto hasta su casa. Me dolía todo el cuerpo, y tampoco me apetecía charlar. Lo único que quería era meterme en una bañera de hielo para aliviar la inflamación de todos los arañazos.
—Túmbate aquí —murmuró cuando entramos en una habitación.
Me tumbé sobre las sábanas frescas sin protestar.
—¿Y Angus?
—Le dejaré en el jardín.
—A lo mejor se escapa. Me da miedo que se pierda en el bosque.
—Tranquila, ni se acercará.
Me recosté sobre los distintos cojines y cerré los ojos.
Se marchó y me dejó a solas en aquella habitación varios minutos. Cuando volvió percibí el suave aroma de hierbas silvestres. Me colocó un trapo húmedo y frío encima de la frente. Con sumo cuidado, me desabrochó la camisa para curarme los rasguños que tenía en el cuello y en los brazos.
—¿Qué es?
—Un viejo remedio de mi madre. Ahora descansa, chica. Esas hierbas tardan su tiempo en surtir efecto.
—Pero…
—Chis. Descansa. Ya hablaremos luego.
Cerré los ojos. Aquella diminuta habitación era muy agradable, no hacía demasiado calor y se respiraba paz. Escuché a Tilly ocupándose de sus quehaceres diarios. Los pájaros piaban tras la ventana. Esos sonidos me reconfortaban. Me tranquilizaban. El insoportable escozor de los arañazos empezó a remitir, y por fin me liberé de la tensión. Allí me sentía a salvo.
Debí de quedarme dormida al menos una vez. Cuando me desperté, el sol de mediodía iluminaba de pleno la estancia. Permanecí en la cama unos instantes más, todavía somnolienta. Entonces me acordé de dónde estaba, y me incorporé. La toalla que Tilly me había colocado sobre la frente estaba seca, así que la aparté. Todavía tenía la piel irritada, pero al menos la inflamación había bajado. El remedio de su madre había funcionado a las mil maravillas.
Me desperecé, me senté en el borde de la cama y, después de abrocharme la camisa, miré a mi alrededor. Aquella habitación era entrañable; multitud de platos decorativos de varias tonalidades de azul destacaban sobre la pared pálida, y del techo colgaban varias jaulitas para pájaros pintadas de colores vivos. A los pies de la cama se extendía una colcha de patchwork, y sobre el suelo de madera había diversas alfombras cosidas a mano.
La habitación era acogedora…, pero demasiado impersonal. No había ninguna fotografía sobre la mesita de noche, ni barras de labios o perfumes sobre el tocador. Sin embargo, intuía que había sido la habitación de Freya. ¿Dónde estarían todas sus cosas? ¿Sus recuerdos de adolescencia? Entonces me acordé de que llevaba muerta más de veinticinco años. Aunque su fantasma aparentaba diecisiete, el tiempo en la Tierra había pasado. Tilly se habría deshecho de sus cosas hacía años.
Sobre el cabezal de madera de pino había una estantería con un único gorrión de porcelana. Tenía una de las alas rotas. ¿Por qué lo habría guardado? Quizá simbolizaba su trabajo con pájaros heridos. O, más probable, había sido un regalo de Freya, así que ahora Tilly lo exponía en un lugar honorífico, sobre la cama vacía de su difunta hija.
¿Sospechaba que Freya había sido asesinada? ¿Cómo ocultarle una verdad tan espantosa? Pero ¿serviría de algo?
Era un dilema terrible, desde luego. Mientras miraba el pájaro, algo se retorció en mi interior. Sabía que ciertas culturas consideraban el gorrión como el portador de las almas de los difuntos, pero en ese momento no quería pensar en más muertes, y menos en un asesinato, así que me deslicé hasta la ventana para echar un vistazo. Estábamos en pleno corazón del bosque. A pesar del cristal, podía percibir el aroma de los árboles perennes mezclado con la estela especiada que había dejado en la habitación el remedio de Tilly.
Me alejé de la ventana. A regañadientes, abandoné aquel santuario azul para buscarla. Tilly estaba en el porche trasero, ayudando a una paloma malherida.
Me asomé a la jaula.
—¿Qué le ha pasado?
—Un ala rota —respondió, y enseguida pensé en el gorrión marrón que adornaba la pequeña estancia azul.
—¿Va a ponerse bien?
—Si Dios quiere.
Había atado el ala herida al costado para mantenerla sujeta. La paloma me observaba con aquellos diminutos ojos negros, y de pronto empezó a batir el ala sana. Mantuve la distancia para no crearle un estrés innecesario.
—Tienes mucho mejor aspecto —dijo Tilly mientras rellenaba de pienso la diminuta cubeta de la jaula.
—Me siento mejor. Gracias. No sé qué habría hecho si no llegas a aparecer. Por lo visto, siempre vienes a mi rescate.
Tilly no respondió, así que, para romper ese silencio incómodo, admiré aquel porche tan hogareño. Había varias jaulas de pájaros colocadas al fondo del porche, un antiguo balancín de jardín y una mecedora muy cómoda. Fuera, docenas de casitas de pájaros descansaban sobre postes, y las copas de los árboles cobraban vida con el trino de multitud de aves. Me acerqué a la tela mosquitera de la puerta. En cuanto Angus me vio, salió disparado hacia el porche. Lloriqueó frente a la puerta para que le dejáramos entrar.
—Tilly, ¿por qué había tantos pájaros en el cementerio?
—Sentémonos, chica —invitó. Se deslizó hacia el otro extremo del porche y se sentó en la mecedora, dejándome el balancín para mí.
—Me da la sensación de que siempre que estoy en peligro, tú lo sabes —dije, sin rodeos—. ¿Qué hacías en el cementerio esta mañana?
—Fui a preguntar por un trabajo. Me dijeron que necesitabas ayuda.
—¿Y quién te lo dijo?
—¿Necesitas ayuda, sí o no? —espetó.
—Nunca va mal un par de manos extra, pero me temo que no puedo permitirme pagar mucho.
—No exijo mucho.
Contemplé el jardín, repleto de frondosa vegetación y de plantas exuberantes. Los crisantemos estaban floreciendo. La rica fragancia del romero se colaba por los diminutos agujeritos de la tela metálica.
—Tu casa es muy tranquila —dije.
—Es mi hogar.
Apoyé la espalda sobre el respaldo del balancín y agarré la cadena con la mano.
—¿Podemos hablar de lo que ha ocurrido en el cementerio? —pedí—. Había algo. Lo sé.
Tilly recostó la cabeza sobre la mecedora y soltó un profundo suspiro.
—No tengo todas las respuestas que buscas, chica. Solo sé que es ancestral. Es más antiguo que las montañas. Puede que esté aquí desde el inicio de los tiempos, esperando la oportunidad de manifestarse.
—¿Es un fantasma?
—No, aunque quizá se mezcle con ellos en el otro lado. Algunos lo llaman el Demonio. Otros, la Bestia. Yo prefiero el Mal. Es pura maldad.
Intercambiamos una mirada, y en sus ojos me pareció ver algo firme, reluciente y decidido. Algo que podía estar al borde de la locura.
—Domina esta isla, pero aquí tiene que persuadir a los débiles. Se alimenta de su miedo, de su odio, de su avaricia.
—Por eso dijiste que debía tener miedo de lo que había en mi interior —recapacité, con voz trémula.
Asintió.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Noto cosas —contestó—. Presiento cosas. Desde muy pequeña podía prever cualquier catástrofe, igual que mi madre. La gente nos temía por eso.
—Eso fue lo que te empujó a venir a buscarme al bosque la otra noche. No has venido al cementerio a buscar trabajo. Presentiste que estaba en peligro.
—En cuanto pusiste un pie en Asher Falls supe que corrías peligro. Todo cambió cuando viniste.
—¿Cómo? —pregunté, temerosa.
Desvió la mirada hacia el jardín.
—Hace mucho que vivo aquí. He visto cosas en estos bosques, he oído cosas que no se pueden explicar. No son de este mundo —dijo. Se le oscureció la expresión y volví a vislumbrar ese punto de demencia en sus ojos, aunque debía reconocer que había visto y oído lo mismo que ella—. Siempre supe que este lugar estaba podrido. Lo supe el primer día, lo noté en el viento. Me asustaba salir después del anochecer, y nunca volvía tarde a casa. Sabía que había algo ahí…, vigilando, esperando… —explicó. Cogió aire y continuó—: Pero todo empeoró cuando se inundó el cementerio. Los animales se pusieron agresivos. Algunos desconocidos venían hasta el pueblo y deambulaban por las calles de noche. La gente se volvía en contra de sus vecinos. Hubo quien prefirió mudarse de ciudad; quien se quedó no tuvo más remedio que aprender a guardarse las espaldas. Y también hubo quien acogió el Mal.
—¿Acogerlo? ¿Cómo?
Se llevó una mano al corazón.
—Le dejaron entrar porque les permitía hacer cosas horribles.
¿Como un asesinato?
—¿En qué ha cambiado? —inquirí. Al ver que no contestaba, rogué—: Por favor, dímelo, Tilly. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué quiere de mí?
—Te quiere a ti, chica.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Abrí los ojos como platos, presa del pánico.
—¿Por qué?
—Eres especial, pero tú todavía no te has dado cuenta. Puedes caminar por ambos lados del velo, y eso te convierte en una chica peligrosa. Le asustas, y por eso quiere dominarte.
—¿Cómo?
—Consiguiendo que le dejes entrar. Animándote a hacer cosas terribles.
Contuve la respiración.
—¿Y si me resisto?
—Utilizará a todos los que te rodean para hacerte daño y debilitarte —contestó. Se inclinó hacia delante. En su mirada ardía el fervor de una predicadora—. Aléjate de Thane Asher, chica. ¿Me has oído?
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Los Asher están confabulados con él desde hace generaciones —reveló con los ojos centelleantes—. ¿Cómo crees que han conseguido amasar tanto dinero y poder?
—Pero Thane no nació siendo un Asher.
—Da lo mismo, chica. Codicia lo que nunca podrá tener, y eso le convierte en una persona susceptible al Mal. Le convierte en alguien peligroso para ti.
Me esforcé por no tiritar.
—No puedo creérmelo.
—Haz caso a lo que te digo, y aléjate de él. Thane Asher no es para ti.
—¿Por qué no dejas que sea ella quien lo decida?
No le había oído entrar. Cuando habló, no pude evitar dar un brinco sobre el balancín. Abrió la puerta y pasó hacia el porche. Llevaba una gigantesca bolsa de papel en cada mano. Las dejó en la cocina sin mediar palabra. Cuando volvió al porche, nos fulminó con la mirada.
—He dejado la compra encima de la mesa —le dijo con un murmullo a Tilly.
—Tienes las conservas donde siempre —contestó ella.
—Las cogeré antes de irme.
Me dio la impresión de que habían realizado ese mismo intercambio muchísimas veces.
Tras esa breve conversación, se aproximó a nosotras.
—Me conoces desde que era un crío, Tilly —dijo. En ningún momento alzó la voz, pero era evidente que estaba enfadado—. Hace mucho tiempo que somos amigos y sabes que nunca haría nada para hacer daño a Amelia.
Tilly levantó la barbilla.
—Siempre te he tenido en un pedestal. Creo que eres un gran hombre, Thane. Pero sigo opinando lo mismo de tu abuelo, y también de tu tío. Son unas sanguijuelas.
Thane le lanzó una mirada furiosa.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Te guste o no, eres parte de esa familia.
—¿Y esa es razón suficiente para condenarme?
Era evidente que mi vecina era una cabezota de primera.
—Es lo que pienso, y punto.
—¿Y ya está? —protestó él. Y después se dirigió a mí—. ¿Puedo hablar contigo?
—¿Nos disculpas, Tilly?
Quería decir algo más, pero cerró el pico, se levantó y se metió en la casa.
Thane abrió la puerta del porche y salimos al jardín.
—Jesús —exclamó al verme bajo la luz del sol—. ¿Qué te ha pasado en la cara?
Todavía estaba temblando por lo que Tilly me había dicho: «Eres especial, pero tú todavía no te has dado cuenta». Tuve que hacer un gran esfuerzo para apartar esos pensamientos.
—Me quedé atrapada en un zarzal.
—¿Otra vez? ¿Estás bien?
—Tilly me ha curado los arañazos, y ya no me duelen.
—Debes ir con más cuidado —me amonestó. Cogió una ramita de romero que crecía junto al porche y me la puso entre el cabello—. Para alejar a las brujas —dijo con una amplia sonrisa.
Su roce me estremeció.
—Gracias —murmuré, y señalé la casa con la barbilla—. Tilly se la tiene jurada a tu abuelo.
Thane se encogió de hombros.
—Mucha gente se la tiene jurada. Estoy seguro de que Tilly tiene sus razones.
—Pero no debería pagarlo contigo.
—Nunca lo había hecho. Supongo que eres especial.
—¿Qué quieres decir? —balbuceé.
—Tilly siempre ha sido una mujer reservada, pero contigo es muy protectora. Quizá le recuerdes a Freya.
—Quizá —dije—. ¿Crees que Tilly sabe lo del bebé?
Hasta ahora, Thane se había dedicado a admirar los gigantescos árboles que se alzaban a nuestro alrededor, pero, tras asimilar mi pregunta, se dio media vuelta.
—¿Qué bebé?
Ya era demasiado tarde cuando me percaté del error. Sabía que Freya había sido asesinada y que murió con un bebé en sus entrañas. Pero no tenía modo de saber si su embarazo había llegado a ser público, aunque intuía que ella habría preferido mantenerlo en secreto el máximo tiempo posible.
—Estaba pensando en los símbolos de la tumba oculta —rectifiqué—. La rosa y el pimpollo representan el entierro de una madre y su hijo.
—Freya está enterrada en Thorngate. Ya te lo dije.
«Sí, pero no es cierto».
—Pero no he sido capaz de reconocer su tumba. He buscado por todo el cementerio, así que, a menos que esté bajo esa maraña de zarzas, no está en Thorngate.
—Está ahí —insistió—. Solía ver a Tilly llevarle flores al menos una vez a la semana.
—¿Pasabas tanto tiempo en Thorngate?
—Me encantaba pasear por allí cuando era niño. Me sentía muy solo en la casa Asher, así que recorría el campo. Fue así como conocí a Tilly. Salí de excursión y llegué hasta su casa, y desde entonces la he estado ayudando con los pájaros.
Me quedé muda.
—¿A qué viene esa cara? —preguntó.
—Es que… no te pareces en nada al tipo que se me presentó en el ferri el primer día.
—¿Y cómo me presenté?
—Sabes perfectamente la impresión que tuve de ti. Me hiciste pensar que eras un hombre superficial, sin objetivos en la vida y que se dedicaba a matar el tiempo hasta que su abuelo muriera.
—¿Y cómo sabes que ese no es el verdadero Thane?
—Porque he visto cómo te comportas con Angus. Y con Tilly. Lo quieras admitir o no, tienes buen corazón.
—No para todo el mundo.
Alargó el brazo y me acarició la mejilla con el pulgar. A pesar de la advertencia de Tilly, aquello podía ser un punto de inflexión. Tenía dos opciones: o no hacer nada y dejar que el momento se esfumara, o dar un paso al frente, por muy pequeño que fuera, y salir del pasado.
Thane me sostuvo la cara con ambas manos y estudió mi mirada. Sus dedos olían a romero, así que cerré los ojos y disfruté de ese aroma. Con suma ternura, me ladeó la cabeza para examinar los rasguños de las mejillas.
—Lo digo en serio; debes ir con más cuidado —murmuró.
—Lo intentaré.
—Tilly no siempre estará ahí para salvarte.
—Ahora mismo lo está —bromeé.
—¿Te hago sentir incómoda?
Miré de reojo el porche.
—No querría disgustar a Tilly.
—Yo tampoco.
Pero los dos sabíamos que iba a besarme, con o sin la aprobación de Tilly. En ese momento no pensé en que ese hombre pudiera representar un peligro para mí. Me pasó una mano por el cabello y respiré hondo para tranquilizarme. Mis manos reptaron hasta su pecho y nos besamos. Su corazón latía bajo las palmas de mis manos. Aquella palpitación removió algo en mi interior, y enseguida me aparté.
—Aquí no.
—¿Dónde entonces?
El consejo de Tilly me martilleaba la cabeza: «Codicia lo que nunca podrá tener, y eso le convierte en una persona susceptible al Mal. Le convierte en alguien peligroso para ti».
Me froté las sienes para enmudecer su voz.
—No lo sé. No puedo pensar…
—Esta noche —dijo con urgencia.
—No puedo. He quedado con Sidra en la biblioteca.
—Después.
—Tengo que hacer la maleta. Me voy a Charleston a pasar el fin de semana.
—Entonces me pasaré por tu casa —sentenció—, puedes echarme de una patada cuando llegue, si eso es lo que quieres.
—Thane…
—Solo quiero verte antes de que te vayas —protestó—. Quiero asegurarme de que vas a volver.
—Apenas he empezado la restauración. Claro que voy a volver.
—¿Vas a quedar con él? —dijo con un tono duro.
Devlin. Cogí aire.
—No. Esa historia está acabada.
Angus se plantó junto a mí meneando la cola. Me agaché para rascarle el lomo y agradecí la distracción.
—¿Qué piensas hacer con Angus el fin de semana?
—Lo llevaré conmigo a Charleston, ¿por?
Me cogió y me estrechó entre sus brazos, y esta vez no pude resistirme.
—Esperaba poder convencerte de que lo dejaras aquí. Así me aseguro de que vas a volver —murmuró rozándome los labios.