Capítulo 24

Poco después salí de la biblioteca y pillé a Wayne Van Zandt fisgoneando alrededor de mi coche. Tenía la nariz pegada al cristal de la ventanilla trasera. Cuando se percató de que le estaba observando, se dio media vuelta. Me sonreía con superioridad, así que presumí que le importaba bien poco que le hubiera visto husmeando en mis cosas.

—¿Está buscando algo? —le pregunté de buenas maneras.

Sentía el impulso de mirarle las cicatrices que le cruzaban la cara, pero me obligué a centrarme en sus ojos. Aun así, no podía dejar de pensar en todo lo que Thane me había explicado sobre el ataque. Por lo visto, el comisario no recordaba nada, salvo que había ido a las cascadas para encontrarse con Luna.

Sentía una mirada clavada en la espalda, así que me giré. Presentía que me encontraría a Luna. Me sorprendió ver a Ivy bajo la sombra de la torre del reloj, observándonos. Al intercambiar una mirada, noté un escalofrío en la espalda. Wayne también se percató de su presencia y masculló algo que no entendí.

—¿Está buscando algo en mi coche? —insistí.

—Estaba esperándola, nada más —contestó.

—¿Por qué?

—Creí que le interesaría saber que encontré una perrera allí arriba, en la colina.

—¿Arrestó a alguien? —pregunté, ansiosa.

Se acarició una de las cicatrices.

—No fue necesario —respondió—. Alguien estuvo allí antes. Los chuchos habían desaparecido y un incendio había destrozado la perrera. Por lo visto, el propietario también se puso violento. Pero, como es de esperar, no me dijo una sola palabra —explicó. Hizo una pausa y, con los ojos entrecerrados, añadió—: Supongo que no sabe nada sobre ese incidente.

—¿Yo? —pregunté, haciéndome la sorprendida. Ahora entendía el corte en la sien y los nudillos amoratados de Thane—. ¿Cómo diablos voy a saber algo sobre eso?

Desvió la mirada hacia el otro lado de la calle.

—¿Aquel perro de pelea todavía merodea por la casa de Covey?

Aunque su tono sonó informal, casi distraído, me dio la impresión de que había preparado bien la pregunta.

Si pretendía cogerme con la guardia baja o provocar una reacción, se estaba equivocando de persona. No tenía la menor idea de con quién estaba hablando. Había crecido rodeada de fantasmas, así que había aprendido a ocultar cualquier emoción.

—Ya se lo dije el otro día, debe de estar muerto.

—Eso fue lo que me dijo —confirmó.

—Wayne, ¿qué demonios crees que estás haciendo? —exigió una voz que provenía de la acera.

Los dos nos giramos. Catrice Hawthorne había doblado la esquina y se dirigía furiosa hacia nosotros. Llevaba ropa vieja y raída, un atuendo muy distinto al elegante vestido de cóctel que había lucido durante la cena en casa de los Asher. El sombrero de paja y los pantalones pirata me recordaron la forma de vestir de los turistas que se agolpaban junto al paseo en verano, los mismos que, con exagerada avidez, tomaban fotografías de las mansiones y regateaban en el mercado.

—Esto no es asunto tuyo, Catrice. Déjame en paz y céntrate en tus buitres —espetó, molesto por la intromisión.

Pero Catrice estaba de tan buen humor que incluso le brillaban los ojos.

—Los buitres son aves carroñeras. No son mi especialidad, la verdad.

—Quizá no estaba refiriéndome a los pájaros —murmuró.

Catrice soltó una carcajada sincera.

—Me alegro de haberla encontrado, Amelia. Tengo el coche en el taller, y me preguntaba si le importaría llevarme a casa. Le coge de camino, se lo prometo.

—Por supuesto. Ningún problema.

—Me salva la vida. Si después nos sobra tiempo, puedo enseñarle el estudio.

Aquella simpatía volvió a tomarme por sorpresa. Era una mujer mucho más agradable que sus amigas, Bryn y Luna. Es más, era más amable que cualquier otra persona de Asher Falls, tal vez con la excepción de Thane.

Señaló a Wayne con el dedo y añadió:

—Sé que es pedirte demasiado, pero procura cambiar esa actitud. Amelia se va a llevar una impresión equivocada, y lo último que queremos es que la asustes.

Wayne se limitó a mirarnos. Subimos al coche y nos marchamos.

Catrice ajustó el espejo retrovisor para echar un último vistazo al comisario.

—Espero no haberme metido donde no me llaman.

—En absoluto.

—Al verla, me dio la sensación de que necesitaba que la rescataran. Wayne puede ser un poco autoritario, en particular con los desconocidos. Ha tenido una vida muy difícil, así que la mayoría de nosotros somos muy tolerantes con él.

—Por lo que dice, le conoce desde hace mucho tiempo.

—Crecimos juntos…, todos… Wayne, Luna, Bryn, Edward, Hugh y servidora. De niños éramos una piña.

Se quitó el sombrero de paja y lo dejó sobre el salpicadero. Los rayos de sol que bañaban el parabrisas incendiaban su cabellera pelirroja.

—Entonces enviaron a Hugh y a Edward a un internado, la familia de Wayne se mudó a Woodberry durante un tiempo y las tres chicas nos quedamos solas.

—¿Bryn, Luna y tú?

Sonrió.

—Hermanas de sangre, así nos gustaba llamarnos. Éramos unas exploradoras de manual. Hubo una época en que nos conocíamos esas montañas mejor que nuestros propios jardines.

—¿Y Freya Pattershaw? —pregunté sin apartar la vista de la carretera. Pero por el rabillo del ojo vi que Catrice me estaba estudiando.

—¿Qué sabe de ella? —respondió tras una breve pausa.

«Su fantasma me acecha».

—En la casa Asher había una fotografía donde aparecían Luna, Bryn y usted. Freya estaba al fondo.

—¿Cómo supo que era ella?

—Thane me lo dijo.

—¿Y él cómo lo sabía? —murmuró con la frente arrugada—. Murió mucho antes de que él se trasladara a vivir aquí.

—Es un pueblo pequeño. Estoy segura de que ha oído hablar de Freya. Quizás haya visto más fotografías de ella —dije, encogiendo los hombros.

Suspiró y miró por la ventanilla.

—Pobre Freya. Siempre merodeando al fondo, siempre tratando de encajar en un lugar al que no pertenecía. Ya de pequeña sospechaba que esa inseguridad le venía por no tener un padre.

—¿Qué le pasó?

—Nadie lo sabe. Tilly nunca se casó. El pasado de esa mujer es bastante misterioso, y creo que eso le gusta. Nunca ha querido revelar nada de su vida. Es una excéntrica. Freya, en cambio, era todo lo contrario. No había nada en el mundo que deseara más que pertenecer a algún lado. Habría hecho cualquier cosa para encajar aquí —dijo. Y después se inspeccionó las manos—. A pesar de todas sus indiscreciones, había en ella una inocencia muy seductora. Encandilaba a todos los hombres, pero las mujeres la odiaban.

—¿Usted la odiaba?

Se revolvió en el asiento.

—¿Yo? No, al contrario. Como ya le he dicho, ese encanto ingenuo era entrañable.

—¿Cuántos años tenía cuando murió?

—Diecisiete.

De inmediato sentí una opresión en el pecho.

—¿Tan joven? No tenía ni idea.

—Sí. Recuerdo que todavía íbamos al instituto. Ocurrió el mismo fin de semana que el baile de graduación. De nuestra graduación, no de la suya.

—¿Asistía a otra escuela?

—Iba a la escuela pública, antes de que la cerraran. Creo que se habría apuntado a la escuela de Woodberry con todos los demás si no hubiera…

—¿Qué?

—Fue una tragedia muy triste. La pobre Tilly nunca lo superó. Siempre fue una mujer rara, pero la muerte de Freya la llevó al extremo. Me temo que cualquier día tendrán que internarla en un manicomio.

Mi mente voló hacia aquella noche, en mitad del bosque. Aquella mujer, armada con un cuchillo, había venido a rescatarme. La misma mujer que me había advertido de que me alejara de Asher Falls. Puede que estuviera loca, pero a mí me había parecido que estaba en sus cabales.

—Freya perdió la vida en un incendio, ¿no? Así se quemó Tilly las manos.

—Sí —murmuró Catrice. Se masajeó las manos, como si sintiera un dolor terrible—. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía me angustio cuando pienso en lo que pasó.

—¿Estaba usted allí?

—Todos estábamos allí. Todos lo vimos con nuestros propios ojos.

Se giró de nuevo hacia la ventanilla, y supe que no diría nada más. Por lo visto, Thane tenía razón. La gente era reacia a hablar de la muerte de Freya Pattershaw, y eso me intrigaba.

Conduje en silencio, hasta que Catrice anunció:

—Está ahí delante. ¿Ve el buzón rojo? Gire justo ahí. Vivo al final de la calle.

Al igual que la casa donde me hospedaba, el hogar de Catrice estaba bastante alejado de la carretera y rodeado de arboledas. Vivía en una pintoresca cabaña de madera de cedro. En el porche se balanceaban varias mecedoras de mimbre; en mitad del jardín, atada a dos robles, se columpiaba una cómoda hamaca. Me imaginaba a mí misma pasando largas tardes de verano holgazaneando en esa hamaca, observando las nubes. Esperando el crepúsculo, los fantasmas.

El estudio estaba situado en una caseta separada, al final de la propiedad. Se accedía por un caminito muy transitado. Seguí a Catrice por aquel sendero y no pude evitar alzar la cabeza. Un trío de cuervos sobrevolaban la casa. Los graznidos eran escalofriantes. El cielo estaba despejado y los rayos de sol que lograban filtrarse por el espeso follaje eran cálidos. Pero la sombra penetrante del bosque me abrumaba; la esencia a pino era ominosa. Me alegré cuando por fin dejamos los árboles atrás y bajamos hacia el estudio.

La estructura en sí misma era vulgar; una construcción destartalada a la orilla del río. Pero, dentro, el encanto rústico de las paredes de piedra concordaba con las vistas del lago, el bosque y las montañas. Frente a los ventanales se alzaba un caballete con un lienzo tapado. Apoyadas sobre la pared del fondo, había varias filas de cuadros acabados. Al parecer, Catrice llevaba años acumulando pintura. La mayoría consistía en paisajes naturales, aunque distinguí un puñado de retratos que enseguida captaron mi atención.

—Eche un vistazo —invitó Catrice—. Prepararé un poco de té.

—Gracias, pero no hace falta que se moleste. No me quedaré mucho rato.

Me regaló una sonrisa.

—No es ninguna molestia. No tardaré ni un minuto.

En cuanto salió por la puerta, inspeccioné los cuadros. Los paisajes eran hermosos, pero mi instinto me empujaba hacia los retratos. Los había pintado a todos, a Luna, a Bryn, a Hugh y a un tipo que intuí que era Edward. Supuse que los habría dibujado hacía mucho tiempo, porque se veían jóvenes y la técnica de Catrice no era muy depurada. Sin embargo, a pesar de su poca destreza, había conseguido captar la esencia de todos y cada uno de ellos; los rasgos salvajes de Luna, la frialdad de Bryn y la perfección casi perversa de Hugh. No obstante, fue el retrato de Edward el que más me fascinó. Tenía las características físicas de un Asher, pero percibí un brillo neurótico en su mirada.

—Son muy viejos —aclaró Catrice—. En aquel entonces era una novata, así que no son muy buenos.

—No, creo que captó su naturaleza a la perfección —dije—. ¿Todavía pinta retratos?

—De vez en cuando, pero solo por diversión. Me gano el pan dibujando paisajes. Tengo suerte de que se estén vendiendo tan bien en la galería.

—No creo que sea cuestión de suerte. Tiene usted mucho talento.

Encogió los hombros.

—Es un don, así que no puedo atribuirme el mérito.

—Pero ha desarrollado ese don.

—Usted también tiene un don —dijo, y por un instante pensé que se refería a mi habilidad de ver fantasmas—. Sus restauraciones pueden ser tan inspiradoras como mis cuadros. O incluso más, quién sabe.

Sorprendida, arqueé una ceja.

—¿Conoce mi trabajo?

¿Acaso era ella la patrocinadora anónima?

—En la cena comenté que había visitado su página web. Eché un vistazo a la galería de fotografías y leí varios artículos de su blog. Su trabajo me tiene fascinada. Es evidente que tiene vocación —susurró—. Un propósito. Todos lo tenemos.

De repente, una sombra que descendió en picado tras el cristal me sobresaltó.

—¿Qué ha sido eso?

—Venga a verlo —me animó Catrice.

Nos acercamos al ventanal. La vista panorámica era preciosa. Y entonces avisté un cuervo volando a ras de suelo, con las garras extendidas. En un abrir y cerrar de ojos, el pájaro agarró algo del césped y alzó el vuelo con un graznido triunfal. Aquella escena me impactó, aunque era consciente de que era algo natural. La supervivencia de los más fuertes.

—Ese no ha durado mucho —dijo con regocijo.

—¿Perdón?

—El ratón —aclaró. Le brillaban los ojos—. Los cuervos son unos cazadores maravillosos, ¿no cree? Pueden localizar un animal tan diminuto como un roedor desde la rama más alta de un árbol. También son los reyes del cielo. Los demás pájaros los temen. ¿No se ha fijado en que el bosque estaba en silencio absoluto cuando hemos venido hasta aquí?

—¿Cómo ha adivinado que era un ratón? —pregunté en voz baja.

Catrice sonrió y ladeó la cabeza.

—Creo que está sonando la tetera —dijo, y se esfumó.

A su manera, también podía ser una mujer desagradable, como sus amigas. De repente, me acordé del apodo con el que Thane había bautizado a esas tres mujeres después de cenar, en la biblioteca de los Asher. Las brujas de Eastwick. «O mejor dicho, de Asher Falls».

Observé el cuervo unos segundos más y después regresé hacia el estudio. Justo en ese momento tuve la sensación de que alguien me estaba espiando. Era aquel retrato. La mirada penetrante de Edward Asher. Incluso sobre un lienzo, su rostro me perturbaba. Me paseé por el estudio. Habría jurado que una mirada invisible me perseguía. Preferí no mirar por encima del hombro. En algún rincón a mi derecha se oyó un chasquido muy débil. Alguien había cerrado una puerta con mucho sigilo.

Catrice se había marchado por la puerta que había junto a los ventanales, pero aquel sonido provenía del lado opuesto del estudio, donde se habían tallado tres nichos arqueados sobre la pared de piedra. Cuando me acerqué me percaté de que uno de ellos era, en realidad, una puerta. ¿Alguien me había estado vigilando todo ese tiempo?

Con sumo cuidado, deslicé el pestillo y empujé la puerta, que se abrió sin emitir ruido alguno. Entonces oí el lejano murmullo de unas voces. Estaba ansiosa por descubrir quién más había en el estudio. Procuré actuar con sensatez y cerrar la puerta. No era propio de mí husmear en casas ajenas. Esos modales habrían escandalizado a mi madre, sin duda. Sin embargo, pese a esa censura interna, me escabullí por la puerta y avancé por el oscuro pasadizo hasta llegar a otra puerta medio abierta. Me asomé por la ranura y vi a Catrice.

—… Créeme, es ella —dijo.

—Ojalá estés equivocada —dijo alguien que no sabía quién era, aunque me pareció reconocer la voz de Bryn—, porque eso significaría…

—Oh, Dios mío, no lo digas, por favor —balbuceó Catrice—. Es horrible, no quiero ni pensarlo.

—Ya lo digo yo —espetó Luna—. Alguien lo sabe.

Minutos más tarde, cuando Catrice regresó de la cocina, yo ya estaba de vuelta frente al ventanal. Me di la vuelta con una sonrisa de disculpa.

—Lo siento, pero de veras tengo que irme.

—Oh, por lo menos pruebe el té —dijo un tanto ansiosa—. Es una infusión muy especial.

Contemplé la taza de porcelana humeante y tuve que disimular cierta aprensión. Después de la conversación que había escuchado, no confiaba en ella. Y me negaba a beber un solo sorbo de su té.

—Debo irme, de verdad —insistí, dirigiéndome hacia la puerta—. Lo probaré la próxima vez.

—Le tomo la palabra.

Dejó la bandejita con las tazas de té sobre una mesa y me acompañó hasta la puerta. En cuanto salimos al jardín, me fijé en que había levantado la vista. De inmediato supe que estaba observando los cuervos. Por algún motivo inexplicable, su expresión embelesada me asustó.

—¿Sabrá volver hasta el coche? —preguntó.

Forcé una sonrisa.

—Sin problemas. Seguiré el camino, y ya está.

Se quedó inmóvil frente a su estudio, hasta perderme de vista. No me atreví a mirar atrás, pero sabía que me vigilaba. Igual que sus dos amigas. Se me ocurrió la terrible idea de que se habían reunido en la caseta del estudio para espiarme, pero ¿por qué? Era imposible que supieran que llevaría a Catrice a su casa…, a menos que fuera algo premeditado.

Pero ¿por qué?

Avanzaba a toda prisa por el sendero cuando, de un modo inesperado, todas las terminaciones nerviosas me empezaron a vibrar. Fue como si un instinto que llevaba años hibernando cobrara vida de repente. La sensación era que el propio bosque quería alcanzarme. Una vez más oí las hojas susurrándome. Incluso los graznidos de los cuervos me parecían familiares.

Estaba tan en armonía con lo que había a mi alrededor que hasta el minúsculo chasquido de una rama me sobresaltó. Procuré convencerme de que no era nada, tan solo un animal jugueteando bajo la maleza. O a lo mejor un pájaro revoloteando por la copa de un árbol. Pero, por supuesto, no había sido nada de eso. Había alguien ahí.

Asustada, aguanté la respiración. El silencio era palpable. El corazón me golpeaba en el pecho, e incluso notaba el fuerte latido en los oídos. Se me pasaron varias ideas por la mente. La advertencia de Wayne sobre los animales salvajes. El rostro reflejado sobre la laguna, junto a la cascada. El frío del viento, aquel horripilante aullido. Presentía que me estaban acosando, pero quien me acechaba ¿era un humano, un animal… o alguna criatura del otro mundo?

Di unos pasos tentativos por el sendero; de inmediato, mi perseguidor agitó las hojas. Ahora estaba aterrorizada. Consideré la opción de dar media vuelta y correr hacia el estudio, pero ¿cómo podía estar segura de que no era una de ellas?

Tragué saliva e intenté tranquilizarme. Lo último que necesitaba era sucumbir a un ataque de pánico. Mi padre se había criado en un bosque parecido a este. Traté de recordar todo lo que me había contado sobre animales salvajes: «En cuanto perciben tu miedo, te convierten en su presa».

En su presa.

Aquella palabra me hacía temblar de miedo. Entonces no lo entendí, pero en ese momento lo comprendí perfectamente. Alguien me había estado vigilando en el cementerio y me había seguido por el bosque, hasta llegar a la cima de laureles. Y ahora algo me estaba acechando. Desde que puse un pie en Asher Falls, me había convertido en una presa.

Y con esa idea, toda intención de mantenerme serena se fue al traste. Así que miré hacia delante y salí disparada. Las zancadas parecían estar perfectamente coordinadas con el ritmo de mis latidos. No estaba segura de si me estaban persiguiendo, pero creí oír algo correteando por el bosque. Sin embargo, no tenté al destino, y no miré atrás hasta que rodeé la curva que había antes de llegar a la casa de Catrice.

Apareció de la nada.

En un segundo de distracción, se plantó en mitad del camino. Al verme correr a toda prisa, extendió las manos para frenarme.

Gracias a años de práctica, controlé el miedo. De lo contrario, me habría puesto a chillar como una loca. Pero logré tragarme los gritos y le esquivé. Le escuché reírse y, en el estado de conmoción en el que me encontraba, aquella carcajada me pareció siniestra. No obstante, cuando habló, su voz sonó agradable.

—Vaya —dijo Hugh—. ¿Dónde está el incendio?

—Yo…

Me miraba como si aquello le divirtiera.

—¿Se encuentra bien?

Incluso a plena luz del día, el aspecto de Hugh Asher me dejó sin palabras. Todo en él, desde el atuendo informal pero elegante hasta su forma de caminar, era excesivamente perfecto.

Y, como el día en que le conocí, busqué algún defecto. En esta ocasión me resultó bastante sencillo. Tenía una pequeña mancha amarilla bajo la mandíbula, el vestigio de un antiguo moratón, así como una herida en la ceja izquierda. Se habría metido en algún lío, supuse, aunque me pareció algo raro. Recordé el corte en la sien de Thane, sus nudillos amoratados. ¿Se habían peleado?

Desvié la mirada hacia otro lado.

—Vengo del estudio de Catrice, pero me ha parecido oír algo moviéndose por el bosque.

Hugh escudriñó el sendero.

—Lo más probable es que haya sido un ciervo. Quizás un coyote, aunque no salen a corretear hasta el anochecer.

Como los fantasmas.

—Soy una chica de ciudad —dije, fingiendo normalidad—. No estoy acostumbrada a la vida salvaje.

—A muchos les cuesta tiempo acostumbrarse.

Su modo de mirarme me hacía sentir incómoda. Me preguntaba qué estaría haciendo allí. ¿Acaso también había venido a espiarme?

—¿Cómo va la restauración? —preguntó sin abandonar su amabilidad. Sin embargo, por muy agradable y encantador que se mostrara, no me apetecía entablar una conversación con él. Lo único que quería era irme a casa.

—Bien.

El tipo seguía allí plantado, aunque no parecía tan relajado como creía. Le brillaban los ojos de tensión, de emoción.

—Cuando era niño me encantaba jugar al escondite en aquella colina. No es un juego apto para cardiacos. Reconozco que por la noche me daba miedo.

—Me imagino.

—Hay rincones ahí arriba donde uno puede esconderse y donde podría pasar días sin que nadie lo encontrara. Puede que nunca lo hicieran.

Como la cima de laureles, pensé.

—Y hablando del cementerio…, debería irme —dije. Fue la primera excusa que me vino a la mente.

—No la entretendré. ¿Por qué no viene a cenar una noche? Maris estará fuera unos días, y la casa es demasiado grande para tres hombres solos.

—Estoy segura de que Luna estará más que encantada de hacerle compañía —le solté. No podía dar crédito a lo que acababa de decir.

Hugh arqueó una ceja, divertido.

—Creo que mi padre la ha subestimado —murmuró.

—¿A qué se refiere?

Una sombra le oscureció la cara.

—No lo sabe, ¿verdad?

—No tengo la menor idea de a qué se refiere. Si me disculpa…, tengo trabajo que hacer.

Así que me aparté y caminé hacia el coche. Esta vez miré atrás, pero Hugh Asher se había esfumado.