Cuando llegué a casa fui directa al porche trasero a ver a Angus. Me estaba esperando junto a la puerta para recibirme. Le saludé con varios mimos antes de dejarle salir. Me recompensó meneando la cola, cosa que todavía no había visto en él. Tenía mucho mejor aspecto. Incluso me pareció que, bajo la luz plateada de la luna, su pelaje relucía. Pero no fue más que una ilusión óptica. Su respuesta a mi dosis de cariño sí que no fue fruto de mi imaginación. Angus se aferró a mí, mirándome con aprecio.
—Uno de estos días tendré que darte un buen baño, señorito —le dije—. Ya te he consentido bastante. ¿Quién sabe? Puede que te guste.
Angus contestó pasándome el hocico húmedo por la barbilla.
—Ya basta. Salgamos a dar un paseo para que pueda acostarme lo antes posible.
Ahogué un bostezo y le seguí hacia la puerta principal. Me quedé en el último peldaño mientras él trotaba por el jardín. Se lo estaba pasando en grande, olisqueaba cada matorral y, de vez en cuando, pateaba algo enterrado entre la maleza. No me gustaba meterle prisa. Según lo que había leído sobre peleas de perros, probablemente se había pasado la mayor parte de su vida encerrado en jaulas demasiado estrechas de perreras mugrientas antes de que lo arrojaran al bosque a morirse de hambre. Ahora que gozaba del lujo de tener siempre la panza llena, quería que disfrutara de su libertad. Pero ya era medianoche, y el lago seguía allí. Me giré para echar una ojeada a la superficie. Una nube estaba tapando la luna, cubriendo así todo el paisaje con una sombra tenebrosa. La noche había enmudecido. El silencio era tan pesado que incluso oía el murmullo de una suave brisa escurriéndose entre las hojas y el repentino martilleo de mi corazón. El fantasma estaba ahí, escondido en la más profunda oscuridad. Sentía el frío de su presencia reptando por mi espalda. Por un segundo, llegué a creer que me había tocado…
Freya.
El nombre me vino a la mente de inmediato. Me sobresaltó la certeza de que era ella. No me moví, por supuesto, ni mostré ningún tipo de reacción. Me quedé anclada sobre el peldaño, con la mirada fija en el lago. Las sienes me latían al mismo ritmo que el corazón. El esfuerzo de contener un escalofrío me estaba mareando. ¿Por qué tenía una reacción tan fuerte con este fantasma en particular? ¿Por qué era tan distinta del resto? En algún lugar a mi izquierda, Angus gruñó. Él también podía verla. O, por lo menos, sentir su presencia. Utilicé su gruñido como excusa para girarme hacia él. Le llamé varias veces. Por suerte, después de tantos años viendo fantasmas, no me tembló la voz.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
Estaba justo ahí. Detrás de mí.
Dios mío. Estaba tan cerca que se me heló el aliento. El frío que emanaba de su silueta nebulosa era casi insoportable. Me costó una barbaridad evitar que me castañetearan los dientes.
Quería preguntarle por qué, de entre todos los lugares posibles, había decidido aparecer justo allí. ¿Qué quería de mí? Pero silencié esas preguntas. Ya había quebrantado las normas de mi padre y había vivido en mi propia piel las terribles consecuencias, así que no estaba dispuesta a demostrarle a Freya que podía verla.
Debió de adivinar mi reticencia, porque un segundo después se acercó. ¿Le atraía mi calor humano? ¿Mi energía? Al igual que los demás espectros que se colaban por el velo, ¿ansiaba lo que jamás podría volver a tener? Deseaba con desesperación que esa sencilla explicación justificara su presencia allí, pero entonces empecé a sentir los tentáculos gélidos de esa extraña telepatía por todo mi cuerpo. Freya quería comunicarse conmigo. Estaba haciendo todo lo que estaba en su poder para forzarme a admitir que la veía.
Al menos eso fue lo que interpreté. Ella no habló ni trató de rozarme, pero, de repente, me vinieron a la mente varias imágenes que no me pertenecían. Un revoltijo de visiones espantosas que no tenía lógica alguna. Y mucha oscuridad. Y soledad. Fue como asomarme al otro lado del velo. Ese vistazo fue aterrador, pero, aun así, me resultó seductor…
De hecho, creo que llegué a aproximarme a ella porque Angus se puso a rezongar como un loco. Estaba agazapado en un rincón del porche.
—¡Angus! ¡Ven aquí!
Volvió a gruñir. A regañadientes, rodeó la silueta de Freya y se sentó a mi lado. Le achuché. Ahora era yo quien necesitaba sentir su calor.
Sin embargo, con todo, el fantasma se deslizó hacia mí. Freya se quedó suspendida ante mis ojos. Ya no transmitía confusión, sino una emoción mucho más oscura. Empezó a disiparse y percibí la intensidad de ese sentimiento como un golpe físico.
«¡Vete ahora!».
Subí a toda prisa la escalera del porche con Angus pisándome los talones.
Algo me despertó en mitad de la noche. Parpadeé varias veces antes de abrir los ojos. Me quedé tiritando bajo las sábanas, tratando de escuchar el sonido que me había desvelado. La casa estaba sumida en el silencio, pero de todas formas me levanté. Me puse un jersey sobre el camisón y crucé el pasillo. El suave resplandor que se filtraba por los ventanales me sirvió como guía hacia la puerta principal. Comprobé varias veces que había echado el pestillo y que había cerrado con llave. Después fui hasta la cocina para echar un vistazo por la puerta trasera.
La luna se reflejaba sobre el lago; la silueta de los pinos se erigía romántica hacia un cielo repleto de estrellas. El bosque que se extendía alrededor del lago era una mancha sólida. Y a lo lejos, el majestuoso perfil de las montañas. Admirando los picos iluminados por las estrellas, me acordé de algo que Catrice había dicho durante la cena: «Tú sabes tan bien como yo que esas montañas albergan secretos».
Secretos… y tumbas ocultas, por lo visto.
Todo parecía estar en orden ahí fuera, así que decidí regresar a la cama. De repente, se me puso la piel de gallina en los brazos y en la nuca, como si una corriente invernal se hubiera colado por una grieta. Me giré hacia la ventana. Quizá no todo estaba tan en orden. Angus habría acudido a toda prisa a la puerta trasera si me hubiera oído bajar las escaleras. Le llamé varias veces y vi que su cama provisional estaba vacía. ¿Dónde se había metido?
Abrí la puerta y salí. La noche se sentía fría.
—¿Angus?
No estaba en el porche. Controlé los nervios para evitar un ataque de pánico. Había encontrado una salida. No había otra explicación. A los perros se les daba muy bien eso. Pero había algo en su ausencia que, una vez más, me puso los pelos de punta.
Y entonces descubrí el agujero que había en la tela metálica de la puerta. Un hueco lo bastante grande para meter la mano y abrir el pestillo. Alguien había dejado suelto a Angus y yo no me había enterado de nada.
La puerta quedó balanceándose. Descalza, bajé los escalones del porche. Me detuve en el último peldaño y escudriñé la arboleda. Me sobresaltó un quejido débil pero espeluznante. Aquel llanto fue tan frágil que me convencí de que me lo había imaginado. Habría sido el viento soplando entre los árboles o el barco anclado en el muelle, rozando los pilotes de madera. Y lo escuché de nuevo, el agudo lamento de un animal angustiado. Angus.
Me giré de inmediato. El corazón me latía con tal fuerza que parecía que me iba a explotar el pecho, pero, incluso en ese momento de pánico, logré contener el impulso de correr a ciegas hacia el bosque. En lugar de eso, entré en casa, me calcé las botas a toda prisa y me armé con una linterna y el gas lacrimógeno que llevaba siempre en el bolsillo. No me consideraba una chica valerosa y atrevida. Había aprendido a rodearme de fantasmas por necesidad, no por valentía. Pero ahora avanzaba por esa casa con una determinación resuelta. Si Angus yacía malherido en mitad del bosque (y no podía quitarme esa imagen de la cabeza), tenía que encontrarlo.
Bajé las escaleras de dos en dos, atravesé el jardín corriendo y seguí el sendero que se adentraba en el bosque, utilizando como única brújula esos gemidos desesperados. Pero no volví a llamar a Angus. No tenía la menor idea de lo que me esperaba entre esos árboles. El sigilo era mi único amigo. Mientras avanzaba por el sendero de tierra mantuve la linterna enfocada hacia el suelo. A excepción del rayo de luz eléctrica, todo a mi alrededor era como un abismo silencioso de negrura opaca. Habría agradecido oír el ulular de un búho o el crujir de las hojas bajo mis pies, pero incluso la brisa había enmudecido.
Tras adentrarme unos cien metros, observé que los árboles se estrechaban y crecían más altos. De pronto, avisté un pequeño claro en el bosque, iluminado por la luz de la luna. En mitad de ese círculo, me esperaba una forma oscura. Me repetí varias veces que no era más que una sombra o un matorral. Al moverse, me sobresalté. El corazón me dio un vuelco, literalmente. Y entonces orienté la linterna hacia el claro y reconocí el brillo de una mirada conmovedora.
—Angus —resoplé, aliviada.
Cuando le vi, estaba tumbado. Sin embargo, cuando escuchó mi voz se puso en pie y corrió hacia mí, pero tras unas veloces zancadas, algo le jaló del cuello y el perro aulló como protesta. Enseguida supe por qué. Lo habían atado al tronco de un árbol con una cuerda.
Me invadió el miedo. Era como si alguien también tirara de mí. Me temblaba todo el cuerpo y, por mucho que deseara ayudar a Angus, los músculos no me obedecían. Y es que nunca había estado tan asustada, lo cual puede sonar un tanto extraño teniendo en cuenta que veía fantasmas desde que era niña y que un asesino me había perseguido hacía poco más de un año. Sabía lo que era el miedo, pero el terror que me envolvía no era por mi seguridad física, ni siquiera por Angus. Me aterrorizaba algo… dentro de mí. Una parte desconocida de mí misma que estaba descubriendo ahora: la pieza del rompecabezas que me conectaba a ese lugar tan peculiar e inquietante.
Cogí aire y procuré tranquilizarme. Cuando noté que el pulso disminuía me obligué a andar hacia Angus. Pero, tras dar un paso, me quedé petrificada de nuevo. Esta vez no fue por el miedo, sino por el cosquilleo que me adormecía cada terminación nerviosa. No sabía qué había hecho saltar esa alarma. El gemido lastimoso de Angus. El viento gélido. Ese instinto dormido que se había despertado de repente. Fuera cual fuese el motivo, me quedé allí inmóvil, con un pie delante del otro. Iluminé el sendero con la linterna.
A punto estuve de no darme cuenta. El camuflaje de hojas y pinocha era perfecto. Fue una suerte que la linterna revelara un destello metálico en el suelo. Me había concentrado tanto en hallar una explicación para aquel misterio metafísico que me había olvidado por completo de seguir la pista de la verdadera amenaza. Alguien se había llevado a Angus del porche para atarlo a un árbol del bosque. No era un acto de crueldad cualquiera. Tras eso se escondía un propósito muy oscuro.
Recogí un palo del suelo y aparté la maleza que cubría el camino. Bajo la alfombra de hojas secas y agujas de pino descubrí una trampa metálica. Era enorme, mayor que la que se necesita para cazar una pierna humana. Pero en ese primer momento, no dudé de la intención de esa trampa. Estaba colocada al final del sendero, justo entre Angus y yo. El perro no era más que un señuelo para arrastrarme hasta allí.
Pero ¿por qué?
De inmediato pensé en aquella tumba oculta y en cómo había reaccionado la gente cuando lo conté. Nunca habría imaginado la tensión que se había creado entre los invitados, ni el intento exageradamente informal de Hugh de justificarlo. También me había sorprendido la respuesta de Luna. Había dejado caer un bombazo sobre la mesa y ahora todo el mundo se sentía amenazado.
Me aproximé a la trampa con la misma prudencia que a un nido de serpientes. Utilicé el extremo afilado para hacer saltar el muelle. Un segundo más tarde, las mandíbulas de hierro se cerraron de golpe produciendo un estrépito que me dejó aturdida. El sonido retumbó en todo el bosque, como si se tratara de un trueno inesperado. Los pájaros que descansaban en las ramas de los pinos empezaron a revolotear con histerismo.
Preferí no mirar hacia arriba. Seguí con la mirada fija en el claro del bosque. ¿El autor andaría por ahí cerca, esperando a oír ese sonido?
Con tan solo el bote de gas lacrimógeno como defensa, me sentía vulnerable y expuesta. Se me ocurrió que quizá lo más sensato era cobijarme entre los árboles y esperar si aparecía alguien. Pero tenía que salvar a Angus y, además, quien fuera que hubiera puesto esa trampa ya estaría muy lejos de ahí. Su objetivo era dejarme ahí tirada hasta la mañana siguiente para que los animales salvajes siguieran el rastro de mi sangre.
Respiré hondo e iluminé con la linterna el camino que continuaba más allá del claro, en dirección a la casa de Tilly Pattershaw. El sendero estaba despejado, así que aparté la luz, pero, por algún motivo, recapacité y fijé el rayo de luz sobre un montículo de hojas y agujas de pino que delataba otra trampa. Entré en el claro y dibujé lentamente un círculo con la linterna en la mano. Había trampas por todos lados.
Y entonces lo vi claro. Alguien había utilizado a Angus como cebo para llamar la atención de algo que acechaba esos bosques. Algo que podía venir de cualquier dirección. «Algo lo bastante grande como para arrastrar un cadáver sin dejar rastro».
Se levantó una repentina brisa que arrastraba esa terrible humedad. El frío de un demonio ancestral que hiela hasta los huesos. A mi alrededor, las hojas empezaron a murmurar y suspirar, como si liberaran un aliento hasta entonces reprimido: «Amelia… Amelia…».
El silencio era sepulcral. Tan solo se oía ese murmullo y el rugido de la sangre fluyendo por mis oídos. Y de pronto una violenta ráfaga de viento agitó y removió las hojas secas que yacían sobre el suelo. Por fin me deshice de esa parálisis que me mantenía inmóvil. Corrí hacia Angus y me desplomé a su lado. No estaba herido, pero cuando me acarició con el hocico, distinguí un olor químico en su aliento. Quizá lo habían drogado para llevarlo hasta allí. Eso explicaría que se lo hubieran llevado sin despertarme.
Pero… no era el momento de pensar en eso. En el aire se olía un terror fresco. Ese viento huracanado provenía del corazón del bosque. A Angus se le encrespó el pelo de la espalda y se giró para gruñir a la oscuridad.
—No pasa nada —repetía entre susurros mientras intentaba liberarle.
La cuerda que le sujetaba por el cuello estaba atada con varios nudos, y no era capaz de desatar ninguno. A pesar del frío, me sudaba la espalda por el miedo y la tensión. Me maldije por mi falta de previsión, por no haber cogido la navaja multiusos que guardaba en el bolsillo de mis pantalones.
—Vamos, vamos.
Se me partieron todas las uñas, pero seguía sin poder quitar esos malditos nudos.
A mi espalda, una de las trampas se cerró bruscamente. Asustada, me giré y perdí el equilibrio. Una sombra avanzaba entre la más profunda oscuridad del bosque hacia el claro. Angus se agazapó, pero ni siquiera intentó atacar a la silueta.
Tras cada paso, la sombra tomaba una forma más precisa. Al principio la confundí con el espectro de un fantasma, pero a medida que se acercaba a la luz de la luna, vislumbré un rostro envejecido y una cabellera gris y despeinada. Enseguida supe quién era: Tilly Pattershaw.
Como yo, llevaba botas y un camisón de lino blanco. También se había abrigado con una chaqueta de lana. Era una mujer menuda y frágil, o esa fue mi primera impresión. Empuñaba un cuchillo, un puñal gigantesco y aterrador que hizo girar sobre su cabeza mientras agarraba la cuerda para tensarla. Cortó la cuerda de un solo hachazo. Su inesperada aparición me dejó de piedra. No me había movido ni había hecho ruido alguno. Con torpeza, me levanté. Ahora, el viento bramaba con más fuerza.
Tilly escudriñó los árboles que se alzaban a mi espalda. Me pareció que estaba temblando.
—¡Sal de este bosque, chica!
La ventisca le alborotó su larga cabellera plateada y le levantó la falda del camisón.
—¿Y tú?
Aunque bajo el resplandor nocturno su rostro podía confundirse con el de un antiguo chamán, su acento pertenecía, sin duda, a alguien que había crecido entre esas montañas.
—No viene a por mí.
Me di media vuelta y escruté el bosque. Hasta los árboles tiritaban de frío. El aire rezumaba una vibración inhumana.
—¡Vete! —exclamó.
—¡Angus, vamos!
El perro me obedeció sin rechistar y nos alejamos del claro.
—¡No te apartes del camino! —la oí chillar, pero el viento enseguida enmudeció sus gritos.
A ciegas, corrí a toda prisa por el sendero. Me tropecé con una raíz que a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Me ardía el tobillo, pero no estaba dispuesta a permitir que un esguince me parara. No con ese viento huracanado persiguiéndonos. Apreté los dientes para soportar el dolor y continué avanzando por el camino, con Angus a mi lado. Algo descendió en picado delante de nosotros; un murciélago, pensé. Y acto seguido cientos de pájaros empezaron a batir sus alas. No me atreví a mirar al cielo, pero presentía que una nube estaba cruzando la luna.
Avisté la última línea de árboles que anunciaba el término del bosque, así que cogí la cuerda que Angus todavía tenía atada al cuello y me preparé para ese tramo final hasta el jardín. Pero, en cuanto el lago se hizo visible a mi derecha, me flaquearon las fuerzas y tuve que dejar de correr.
Lo que fuese que había descendido de las montañas había sacudido las almas que yacían sin descanso en el fondo del lago. Las campanas tintineaban como un coro espeluznante desde las turbias profundidades del lago Bell. Los repiques discordantes quedaban amortiguados por el agua y por una miasma espesa que se retorcía hacia la orilla, reptando por las piedrecitas que conformaban el camino y deslizándose hacia el jardín donde estábamos Angus y yo.
Y, a través de ese muro de neblina, unos brazos diáfanos trataban de alcanzarme. Al igual que en la pesadilla recurrente de mi infancia. Manos que sobresalían de las paredes del túnel para agarrarme. Sabía que no podía dejar que me tocaran. Me arrastrarían hacia esa nube de niebla, me sumergirían en el lago y me empujarían hacia ese cementerio subacuático…
Los aullidos cada vez se oían más cerca. El corazón me iba a mil por hora. Habría jurado escuchar el aliento cansado de una criatura encarnizada trotando por el camino que acabábamos de andar. Enrosqué la cuerda alrededor de mi mano y tiré con fuerza.
—¡Corre!
No tuve que ordenárselo dos veces. Estimulado por el miedo y sus instintos, Angus saltó hacia delante con tanta fuerza que a punto estuve de caerme de bruces, pero conseguí mantener el equilibrio y seguirle el ritmo. No osé mirar atrás, pero ese frío paranormal parecía perseguirnos mientras cruzábamos el jardín, subíamos la escalera del porche y entrábamos en casa. Cerré de un portazo. Una vez dentro, me senté en el suelo y abracé a Angus. Le estreché con todas mis fuerzas mientras esperaba que el frío se filtrara por cada grieta de la casa. Pero esa casa nos protegía. El campo sagrado sobre el que estaba construida nos ofrecía un refugio seguro. Pasados unos minutos, me levanté y me asomé por la ventana. La neblina se había disipado. En el bosque reinaba el silencio más absoluto. El resplandor de la luna sobre el lago me pareció más hermoso que nunca.
Busqué la navaja multiusos y corté la cuerda que rodeaba el cuello de Angus. La tiré a la basura y miré si tenía alguna herida, pero, aparte de ese extraño aliento, parecía estar bien. Le di un poco de agua fresca. Después de lo ocurrido, era muy probable que tuviera el estómago revuelto, así que preferí no darle nada de comer.
—Hoy duermes dentro —murmuré.
Movió la cola a modo de agradecimiento y me siguió por el pasillo. Cogí una manta del armario y la extendí sobre el suelo, a los pies de mi cama. Se tumbó de cara a la puerta. Me descalcé las botas y me metí debajo de las sábanas. Aunque sabía que Angus vigilaba la puerta, no pegué ojo hasta el amanecer.