La luz de las velas disimulaba las manchas de humedad y el papel pintado que se despegaba de la pared del comedor, pero un suave olor a moho nos siguió por el pasillo de bóveda arqueada. La mesa, no obstante, no mostraba ningún rastro del deterioro que asolaba al resto de la casa. Una vajilla de porcelana antigua e infinitud de copas de cristal resplandecían sobre un precioso mantel de encaje. Varios candelabros de plata flanqueaban un centro de mesa compuesto por flores silvestres de color púrpura. Ese ramo lila estaba en perfecta armonía con el vestido de Luna. Cualquiera habría pensado que había participado en la elección. Por supuesto, ninguna mujer de su posición social habría tenido el descaro de hacer tal cosa, pero Luna era un enigma. Me preguntaba si, al igual que las velas, su radiante aspecto ocultaba algún secreto.
La disposición de la mesa se veía demasiado lujosa y espléndida para los pocos invitados que habíamos asistido a la cena. Recordé entonces el comentario de Thane sobre la extravagancia de las estatuas que decoraban el cementerio, dinero que podría haberse invertido mejor en los vivos. No era ninguna experta en la materia, pero intuía que, en una subasta, tan solo bastaría una o dos de esas exquisitas piezas para reparar un techo con goteras. ¿Por qué habían permitido que la mansión Asher siguiera en tan mal estado?
Unas tarjetas escritas a mano indicaban dónde nos debíamos sentar cada uno. Tras unos momentos de alboroto, todos hallamos nuestro lugar. Pell Asher presidía la mesa, y, con paso nervioso, Maris se sentó en el extremo opuesto. Era innegable que habría preferido estar más cerca de su marido, pero el protocolo y la tradición prevalecían sobre su voluntad. Cuando nos hubimos sentado, me percaté de que Luna se las había arreglado para sentarse al lado de Hugh, cosa que me hizo pensar en si habría cambiado las tarjetas en el último momento. No me atreví a mirar a Maris para confirmar mis sospechas. Ahora que sabía del romance de su marido, me costaba una barbaridad mirarla, pero lo cierto era que su situación era mucho más delicada que la mía.
Yo estaba sentada a su derecha, y Catrice Hawthorne a su izquierda. En la otra punta de la mesa, Luna y Bryn acompañaban al mayor de los Asher. Thane y Hugh, en cambio, compartían el centro de la mesa, sentados el uno frente al otro. Aunque aquella disposición fastidiaba sobremanera a la pobre Maris, era la mejor elección para mí, con Bryn Birch y Thane cerca. Me habría exasperado pasar toda la velada al lado de Maris.
De todas formas, la cena era la menor de mis preocupaciones. La biblioteca me esperaba: me moría de ganas por entrar allí, sobre todo si los registros resultaban ser el tesoro oculto que Thane me había prometido. Como restauradora, procuraba ser lo más fiel posible a la visión y diseño originales de un cementerio. Por eso me pasaba horas releyendo periódicos viejos y libros eclesiásticos antes de arrancar un cardo. Pero no siempre tenía la oportunidad de examinar fotografías tan antiguas. La idea de estudiar esas imágenes históricas me emocionaba tanto como la posibilidad de descubrir información acerca de la tumba escondida.
Esa tumba. Me conocía lo bastante bien como para saber que no dormiría tranquila hasta que pudiera ponerle un nombre. Hasta que me asegurara de que se le otorgaba el respeto que se merecía. El emplazamiento era remoto y solitario. No lograba figurarme por qué descansaba en un lugar tan desolado. Con solo pensarlo, me entristecía.
Mientras meditaba sobre el mejor modo de obtener respuestas, caí en la cuenta de que quizá los recursos más fructíferos no eran los registros del cementerio, sino alguien sentado en aquella mesa. La tumba no era tan antigua. El funeral se habría celebrado durante la vida de alguno de los presentes, con la posible excepción de Thane. Y de mí, por supuesto.
Minutos antes, me había mostrado reacia a revelar mi hallazgo, pero ahora no veía nada malo en preguntar ciertas cosas. Después de todo, no era como si alguien hubiera utilizado el sepulcro para deshacerse de un cadáver. Aunque era un lugar recóndito y aislado, no se había hecho nada para camuflar su majestuoso aspecto. Más bien al contrario; el pequeño montículo estaba decorado con guijarros y caracolas; en el centro se alzaba una lápida. Y, además, alguien se había dejado la piel en arrancar toda la maleza que rodeaba el sepulcro.
—Está muy callada —opinó Thane cuando nos sirvieron el primer plato, una deliciosa sopa de calabacín sazonada con una pizca de curry—. Mi abuelo no la habrá incomodado, ¿verdad?
—¿Por qué dice eso?
—A veces puede ser muy difícil.
—¿De veras? Me ha parecido un hombre encantador.
Thane sonrió.
—No sé si me está tomando el pelo o no… Sospecho que sí.
Me encogí de hombros.
—Puede que un poco. Hemos estado hablando de cementerios.
Con la tenue luz de las velas, su mirada verde era chispeante.
—¿Eso es todo?
—Prácticamente sí.
Me lanzó una mirada curiosa, pero optó por dejar el tema y entablar conversación con Bryn. Traté de charlar con Maris, pero, tras un par de intentos fallidos, me metí de nuevo en mi caparazón y dejé que Catrice llevara la voz cantante de la conversación. Se la veía feliz parloteando acerca de los patrones migratorios de la población de aves locales mientras mordisqueaba una generosa porción de paletilla de cerdo crujiente.
El sermón sobre pájaros migratorios me hizo pensar en el desgraciado cuervo que había chocado con mi parabrisas el día anterior. Se me ponía la piel de gallina cada vez que recordaba el cadáver inmóvil de aquel pobre pájaro, por no mencionar la imagen de incontables aves observándome desde las copas de los árboles. Me pregunté qué opinaría Catrice de aquella extraña reunión. Quería saber si creía que se trataba de una especie de augurio o si su sabiduría de ornitóloga podría proporcionar una justificación lógica que explicara el peculiar comportamiento de los pájaros.
—En mi opinión, es por culpa de todos los forasteros que se están mudando a la zona —dijo—. El balance natural es desproporcionado.
Levanté la mirada, convencida por un instante de que había dicho en voz alta mis pensamientos. Pero enseguida reparé en que Catrice se estaba refiriendo a la migración de personas. En particular, estaba hablando de la cantidad de personas que se mudaban en bandada a Asheville, Carolina del Norte, donde, por lo visto, era socia de una galería de arte.
—No me malinterpretéis. La afluencia de personas es ideal para los negocios, pero, en términos creativos, es perjudicial —comentó. Probó un trozo de remolacha asada y prosiguió—. Ahora la llaman la nueva Sedona. Varios místicos afirman que contiene más vórtices geológicos que cualquier otra zona del país.
—¿Qué es un vórtice? —preguntó Thane.
—Un portal, si crees en ese tipo de cosas.
—¿Un portal adónde? —insistió Thane, a quien parecía divertirle el rumbo de la conversación.
—Al otro mundo —intervino Bryn—. Al reino de los muertos.
A Catrice se le iluminaron los ojos.
—¿Ha estado allí últimamente?
—¿En… Asheville? Estuve de niña, pero no he vuelto. Mi padre nació por allí cerca. Recuerdo que una vez pasamos en coche por delante —respondí.
—¿Notó la transformación? —preguntó.
—¿Transformación?
—Esa sensación de ligereza absoluta cuando paseas por las calles. Es como volar —murmuró, como si estuviera soñando despierta.
Pell Asher la fulminó con la mirada desde el extremo de la mesa.
—¿Ligereza absoluta? Tontería absoluta, diría yo.
Impertérrita, Catrice se inclinó sobre la mesa y sonrió.
—Por favor, Pell. Tú sabes tan bien como yo que esas montañas albergan secretos. Míralas —dijo señalando los ventanales que había detrás de mí.
No pude evitar mirar por encima del hombro, pero la oscuridad nocturna cubría todo el paisaje. Tuve que imaginarme la lejana escarpadura que se erigía majestuosa entre la espesura del bosque y la neblina.
—Cat tiene razón —apuntó Bryn—. Los Apalaches son ancestrales, más antiguos que el Himalaya, y se respira la misma espiritualidad.
La conversación comenzaba a irritarme. Me daba la sensación de que me estaban poniendo a prueba, pero no lograba adivinar por qué.
Me vino a la mente el comentario de Ivy. Según ella, las cataratas eran un lugar angosto. La gente solía subir hasta allí con la esperanza de vislumbrar el Paraíso. Ahora, en cambio, nadie osaba acercarse porque todo el mundo tenía miedo.
¿Miedo de qué? ¿De la brisa endemoniada que hoy mismo había azotado ese lugar?
—Hablando de secretos —anuncié mientras alcanzaba mi copa de vino—, hoy he tropezado con algo bastante interesante.
—¿De veras? —inquirió Catrice.
—Descubrí una sepultura oculta.
Si me hubiera quitado la ropa y bailado desnuda sobre la mesa, mucho me temo que no habría conseguido dejarles más pasmados. De repente, toda la mesa se quedó en silencio, un silencio que tan solo rompió un suspiro. Miré a Luna. Tenía el rostro ensombrecido y los ojos perturbados. Habría jurado que en su interior revoloteaba el miedo. Durante un segundo, se le cayó la máscara y vislumbré el rostro arrugado y envejecido de una mujer mucho mayor. La ilusión fue transitoria y, sin duda, fruto de la luz parpadeante de las velas, pues, un instante después, estaba tan espectacular como siempre. Una vez más rememoré mi primera tarde en la casa de Covey. Luna pareció cambiar, transformarse, ante mis propios ojos.
Thane se giró hacia mí.
—¿Ha encontrado una sepultura oculta en el cementerio? ¿Dónde?
Aparté la vista de Luna.
—En el cementerio, no. Al otro lado de la colina, en la cima de laureles.
La tensión que se respiraba en el comedor era tan grande que se me erizó el vello de la nuca. Quizás había cometido un peligroso error de cálculo. Habría tenido que seguir mis instintos iniciales y no hacer ningún comentario sobre ese sepulcro.
—¿Y qué estaba haciendo allí? —exigió saber Pell Asher—. ¿Nadie le advirtió de ese lugar?
Alcé la mirada, atenta a cualquier matiz e interpretación de las preguntas.
—¿A qué se refiere?
—A la cima de laureles —aclaró Thane—. Esos lugares son verdaderos laberintos, así que es muy fácil perderse.
—Ah…, soy consciente de ello. Como le he dicho antes, mi padre creció entre estas montañas.
—Así pues, ¿cómo se ha atrevido a meterse ahí? —preguntó Hugh. De todos los comensales allí sentados, era el más difícil de descifrar, sin duda porque era irresistiblemente atractivo.
Pero… ¿cómo responder a su pregunta? Después de mi conversación con Wayne Van Zandt, me negaba a mencionar a Angus. Cuantos menos supieran de su existencia, mejor. Además, ante aquella serie de caras de desaprobación, me sentía un poco desafiante.
—Quería explorar un poco el terreno. Creí que la cascada estaba por ahí cerca. Luna me recomendó que fuera a verla —farfullé con una sonrisa, pero ella no me la devolvió.
—Hay un camino mucho más fácil para llegar a las cascadas —dijo Thane—. Si todavía le apetece ir, puedo acompañarla. Y en cuanto a esa tumba… —Su expresión se tornó seria—. ¿Por qué no me ha dicho nada esta tarde?
—Me pilló por sorpresa. Supongo que se me pasó.
—¿Llamó a Wayne Van Zandt?
—No pensé que fuera un asunto policial —me defendí. Todos los ojos estaban puestos en mí, una escena que evocó de nuevo el recuerdo de aquellos cuervos observándome desde las ramas de los árboles—. Debería aclarar algo. La tumba está en un lugar recóndito, pero no está escondida. Incluso tiene una lápida.
—¿Hay una inscripción? —preguntó Thane de inmediato.
—Por desgracia, no. No se lee ningún nombre, ni fecha de nacimiento o muerte. Pero sí se esculpieron ciertos símbolos: una rosa y un pimpollo. La aparición de ambos a veces representa el entierro de una madre y un hijo. Y la presencia de un tallo con espinas puede indicar una muerte repentina o inesperada.
Hice una pausa, pero nadie articuló palabra. Por un momento pensé que estaban conteniendo la respiración.
—Pero más interesante aún es su disposición —continué—. Tradicionalmente, en especial aquí, en el sur, se entierra a los difuntos mirando hacia el amanecer. Hubo un tiempo en que la orientación norte-sur estaba reservada para marginados e indeseables, condenados al ostracismo por sus defectos morales.
—Un estigma para toda la eternidad —resumió Bryn. Creí percibir una nota de burla en su voz, pero opté por hacer caso omiso.
—Supongo que es una forma de decirlo. —Miré a todos los allí presentes a los ojos y pregunté—: ¿Nadie conocía la existencia de esa tumba?
—¿Le extraña? —dijo Hugh, que sonó demasiado casual—. Usted misma lo ha dicho, está en un lugar recóndito. Es posible que lleve allí décadas. Si se adentra en esas colinas, es más que probable que se encuentre con otras tumbas antiguas.
—Pero esta no es histórica —puntualicé—. Apostaría a que no tiene más de veinte o treinta años.
Hugh parecía escéptico.
—¿Y cómo ha llegado a esa conclusión? Acaba de decir que no hay inscripción.
—Mi teoría se basa en el estilo y en las condiciones de la lápida. Y déjeme que le diga algo más sobre esa tumba…: alguien sabe de su existencia. Alguien se ha encargado de mantenerla a lo largo de los años.
—¿Mantenerla? ¿Cómo? —saltó Luna.
—Alguien ha limpiado el suelo, lo cual es muy curioso, porque no es una tradición muy habitual por aquí.
—Fascinante —susurró Bryn.
De repente, Maris se puso en pie. Me sobresalté cuando arrastró la silla sobre el suelo de madera: me había olvidado por completo de ella.
Catrice le tocó el brazo.
—¿Te encuentras bien? Estás pálida.
Maris se llevó una mano a la frente.
—Tendréis que perdonarme…, se avecina una migraña.
Y, sin mediar palabra, se dio media vuelta y huyó a toda prisa del comedor.
Hubo un silencio algo incómodo, pero sentí que, con su partida, la tensión se había rebajado un poco. Aunque intuía que no tenía mucho que ver con la ausencia de Maris. Cualquier interrupción habría sido bienvenida.
—¿Y bien? ¿A qué estás esperando? —espetó Pell Asher a su hijo—. Acompaña a tu esposa.
A juzgar por su reacción, Hugh habría preferido enfrentarse a un cuerpo de bomberos, pero asintió y, con suma educación, se disculpó y se marchó. No podía despegar los ojos de Luna. No la conocía lo suficiente como para leer su expresión, pero, si hubiera tenido que aventurarme, habría dicho que parecía más que satisfecha consigo misma.
Thane aprovechó la interrupción para excusarnos.
—Se está haciendo tarde. Le prometí a Amelia que le mostraría la biblioteca.
—Volverá —sentenció Pell Asher.
No fue una pregunta ni una invitación, sino una conclusión ineludible que, una vez más, me puso a la defensiva.
«Eso ya lo veremos», pensé.
Agaché la cabeza y murmuré un buenas noches. Al salir del comedor, no pude contener las ganas y miré atrás. Luna, Catrice y Bryn se habían agolpado alrededor del anciano, tal y como habían hecho horas antes con Hugh. Una le estaba acariciando el brazo mientras otra le llenaba la copa de vino. Aquella escena me pareció inquietante, perturbadora, así que aparté la mirada rápidamente, por miedo a ver demasiado.