Busqué entre la penumbra, pero no vi nada. Después un ligero movimiento. Y justo entonces distinguí la silueta de una silla de ruedas. Me pregunté cuánto tiempo llevaría ahí, envuelto de oscuridad. ¿Había estado observándonos durante todo ese tiempo?
Se deslizó hacia el salón. Las ruedas emitían un suave sonido sibilante sobre los lustrosos tablones de madera. A pesar de estar sentado, parecía alto y corpulento. Iba impecablemente vestido con un traje negro que resaltaba su cabello plateado. Tenía el rostro arrugado y la mirada más oscura que el hollín. Guardaba cierto parecido con su hijo, pero, a diferencia de Hugh, era mucho más imponente y atractivo. Y, pese a su edad, no había suavidad en su mandíbula ni otra debilidad más allá de las piernas que medio escondía bajo un chal de cachemira.
—Abuelo, me gustaría presentarte a Amelia Gray —dijo Thane.
Di un paso al frente para saludarle.
—¿Cómo está, señor Asher?
Sujetaba un libro de cubierta de cuero que dejó a un lado para estrecharme la mano. Vislumbré una estampación dorada sobre la cubierta, un emblema que despertó un recuerdo lejano y esquivo. Esa imagen desapareció en cuanto me rozó la mano. De repente, un curioso estremecimiento me heló toda la espalda, hasta la nuca. Mi primer impulso habría sido apartarme de él, pero no lo hice por educación.
—Déjanos a solas —ordenó.
—¿Perdone? —pregunté.
—Se refiere a mí —dijo Thane.
—Ah…
—¿Le apetece una copa? —preguntó con tono alegre, como si la brusquedad de su abuelo no le hubiera afectado en lo más mínimo—. ¿Qué le traigo?
—¿Vino blanco?
Miró a su abuelo.
—¿Abuelo?
El anciano respondió con un gesto imperioso y Thane se marchó. Me senté junto a la silla de ruedas, apoyándome en uno de los reposabrazos, tan incómoda como un conejo encerrado en una trampa.
—Así que usted es la restauradora de la que tanto he oído hablar —dijo—. La salvadora de nuestro pequeño cementerio.
Le miré con detenimiento, tratando de encontrar signos de resentimiento o sarcasmo, pero sus ojos negros tan solo transmitían una inmensa curiosidad.
—No sé nada de eso. Tan solo he venido a hacer el trabajo para el que me han contratado.
—¿Ya ha visto el cementerio?
Su voz traicionó su fragilidad. Sonaba quebradiza, una característica que no podía disfrazarse con un chal.
—Ya que lo menciona, he pasado el día allí, fotografiando lápidas.
—¿Y qué le ha parecido?
Era la pregunta que me había hecho Thane por la tarde. Tuve la misma corazonada. Thorngate tan solo era una excusa. Aquel tipo andaba detrás de otro asunto. Y entonces me inquieté. Quizá mi incomodidad, más que sus palabras, había creado una sospecha algo infundada.
—Esta misma tarde le he comentado a Thane cuánto me han impresionado las estatuas. Tienen rostros muy expresivos. Me han recordado a algunas estatuas que una vez vi en un cementerio de París.
—¿Père Lachaise?
—Sí —confirmé—. ¿Ha estado allí?
Asintió.
—Tiene usted muy buen ojo, querida. Muchas de las esculturas que adornan nuestro cementerio fueron esculpidas por artistas europeos. Su valor es incalculable.
—Dé gracias de que no hayan sufrido los destrozos de los vándalos —dije—. No se imagina el daño que puede provocar un bote de pintura.
—Nadie se atrevería a hacerlo.
Su comentario fue tan inesperado que casi paso por alto aquella arrogancia sin límites. Pero ahí estaba, en el brillo altanero de esos ojos de color obsidiana y también en la triste sonrisa, que me produjo otro escalofrío en la espalda. No había ido hasta allí con la expectativa de conocer a un Pell Asher encantador. Su avaricia había destruido un cementerio y, desde mi punto de vista, ese era un pecado imperdonable. Pero a pesar de sus hazañas pasadas y de la pomposidad de la velada, aquel anciano me intrigaba. Aunque había algo en él que me repelía, no podía dejar de sentirme atraída por su aura de misterio.
—Cuénteme más sobre sus viajes —me animó—. Como puede imaginar, no viajo mucho. Ahora siempre dependo de alguien. Pero usted ha mencionado París. ¿Suele viajar al extranjero?
—Siempre que puedo. Pero visité París hace ya mucho tiempo. Fue un regalo de graduación de mi tía.
—Un regalo muy generoso, me atrevería a decir.
Ahora me sonreía con ternura, incluso con entusiasmo. De modo que no pude negarme a contestarle.
—Demasiado generoso, según mi padre.
Lo solté sin pensar.
Él levantó una ceja, con compasión.
—¿No quería que fuera?
—Siempre ha sido muy… protector.
Y me negué a hablar más del tema. Mi relación con mi padre era un asunto privado, pero aquella breve conversación había despertado ciertos recuerdos. Mi padre se había empecinado en no dejarme aceptar el regalo. Nunca lo había visto tan enfadado. Ahora, echando la vista atrás, por fin comprendía su reacción. La idea de que su pequeña se alejara tanto del campo sagrado del cementerio de Rosehill debía de aterrorizarle. Siempre me había vigilado muy de cerca, pero mi madre y mi tía Lynrose insistieron hasta el agotamiento. Ellas también se preocupaban por mí. Ni por asomo se figuraban que veía fantasmas, así que les costaba entender por qué una chica de mi edad se conformaba con encerrarse en un viejo cementerio con un puñado de libros como única compañía. Era el momento de vivir una aventura, o eso decían. Un poco de cultura. Así que me fui a París. Y mientras mi tía visitaba el Louvre y Notre Dame, yo me dediqué a pasear por los senderos del Père Lachaise, donde los cuerpos sin vida de Chopin, Jim Morrisson y Édith Piaf descansaban en paz. A pesar de los fantasmas que habitaban la capital francesa, disfruté como una niña. Cuando regresé a casa, el abismo que me separaba de mi padre se hizo todavía más grande. Ni siquiera hoy puedo entender el motivo de ese distanciamiento. Tampoco me explico por qué el primer día que vi un fantasma nuestra relación cambió para siempre.
El dolor se desvaneció cuando Thane me ofreció una copa de vino blanco. Le miré con una sonrisa.
—Gracias.
Me miraba con atención.
—¿Todo bien?
—Sí.
—¿Está segura?
Asentí con la cabeza.
—Deberías comprobar qué tal está Maris —dijo su abuelo con tono sombrío—. Ha empezado a beber. Todos sabemos que no tiene mesura con el alcohol. Por favor, ve y evita que quede en ridículo.
—Veré lo que puedo hacer —murmuró Thane.
Tomé un sorbo de vino, un Riesling seco y muy fresco. Saboreé la acidez mientras contemplaba a Thane desde la barandilla. Fue directo a Maris. Se inclinó para murmurarle algo al oído. La mujer dibujó una amplia sonrisa y asintió al mismo tiempo que jugueteaba con la manga de su camisa. Eso me hizo pensar en lo rápido que Angus se había encariñado de él. Por lo visto, tenía buena mano con las ovejas descarriadas. Me habría gustado saber si me veía como tal.
Hugh se había deslizado hacia el porche, donde estaba Luna. Puesto que las ventanas seguían abiertas, los vi charlando. No aprecié ningún detalle inapropiado en cómo la miraba. Nada particularmente íntimo en la embaucadora sonrisa de Luna. Pero, de repente, caí en la cuenta de que Hugh Asher era el hombre con quien había compartido aquella tórrida escena en la biblioteca. Reviví una vez más las risas y susurros cómplices, aquellos gemidos salvajes de placer. Su voz no se parecía a la de su sobrino, pero ambos tenían un acento similar, una entonación especial en las vocales que me llevó a una primera conclusión equivocada.
Desvié la mirada hacia Maris. ¿Se olía algo? Quizá por ese motivo se había agarrado tanto del brazo de Hugh en mi presentación. Pero ¿permitir que la amante de su marido entrara en su casa? No concebía peor humillación. Sin embargo, no era quién para juzgar su matrimonio ni su contención. Sentía compasión por esa pobre mujer. Y un creciente aprecio por Thane, quien se las había arreglado para sacarle una sonrisa y animarla un poco.
Pell Asher me dijo algo, pero estaba tan absorta en mis pensamientos que no le escuché.
—Lo siento. Estaba admirando este salón. La casa es increíble. Ni punto de comparación con mi modesto apartamento.
Se ajustó el chal sobre las piernas.
—Thane me ha comentado que es usted de Charleston.
—Ahora vivo allí, pero me crie en Trinity. Es un pueblecito al norte de…
—Ya sé dónde está Trinity —me cortó—. Una buena amiga mía vivió allí muchos años. Cuando murió, solía ir a visitar su tumba bastante a menudo.
—¿Dónde la enterraron? —pregunté.
—En el cementerio de Rosehill. ¿Lo conoce?
Arqueé las cejas, perpleja.
—Mi padre trabajó como conserje de Rosehill durante años. Crecí en la casita blanca que hay junto a la valla.
Esbozó otra de aquellas extrañas sonrisas.
—Recuerdo aquel cementerio como si hubiera estado ayer. Siempre se veía muy cuidado. Cada vez que iba me preguntaba cuántas horas de extenuante trabajo se necesitarían para mantener aquellas lápidas tan prístinas.
—Y no era el único cementerio del que se ocupaba —comenté orgullosa—. Pero Rosehill era, sin duda, el más grande.
—Si no me falla la memoria, le vi en varias de mis visitas —murmuró Pell Asher—. Alto, con los hombros caídos y el pelo tan blanco como el algodón. Un día hablamos. Un tipo muy serio.
—Sí, ese es mi padre —admití sintiendo una pizca de soledad.
—A veces le acompañaba una niña. Una cría rubia muy formal que parecía sentirse como pez en el agua paseándose entre los muertos.
Qué forma tan peculiar de decirlo, pensé. Y qué inquietante que un desconocido fuera testigo de mi infancia. Aquella conversación empezaba a ser surrealista. Había conocido a Pell Asher por casualidad hacía muchísimos años.
—¿Sus padres aún están vivos? —quiso saber.
—Sí. Mi padre está jubilado, pero sigue ayudando en el cementerio de vez en cuando.
—Puede considerarse afortunada por tenerlos tan cerca. Charleston está…, ¿a cuánto? ¿A una hora en coche de Trinity?
—No llega, pero no voy todo lo que me gustaría. Incluso cuando trabajo en Charleston, las horas se hacen muy largas.
—Pues debería encontrar tiempo. Sin el apoyo de la familia, la vida se desequilibra.
—Supongo que tiene razón.
—Desde luego que tengo razón —contestó—. La sangre y la tierra son los lazos más fuertes. Son constantes. El amor romántico, en cambio, es efímero.
No estaba del todo de acuerdo, probablemente porque no tenía lazos de sangre y la única tierra por la que sentía cierto apego era suelo sacro. De amor, en cambio, sí sabía algo. La unión que había sentido con Devlin había sido tan inmediata e irrevocable que incluso ahora, meses después, no podía dejar de pensar en él. De desearle. De quererle. Era un dolor constante.
Miré a Pell Asher por el rabillo del ojo. Me observaba con atención. Una vez más noté aquel extraño estremecimiento por todo el cuerpo.
—Sangre y tierra —repitió—. Por eso valoramos tanto nuestro cementerio. Muertos o vivos, los Asher estamos obligados a volver a casa.
Me llamó la atención que no se refiriera al cementerio por su nombre. Era evidente que Thorngate era un lugar muy apreciado. De hecho, Pell Asher lo había regalado para expiar sus pecados. No sabía si la familia se encargaba del mantenimiento, pero, en ese instante, se me ocurrió que el abuelo Asher podía ser el benefactor secreto. ¿Quién, si no, estaría dispuesto a donar una suma tan cuantiosa a las Hijas de Nuestros Valientes Héroes para una restauración? ¿Quién aparte de él tendría la discreción necesaria para evitar abrir viejas heridas?
—Es un lugar de descanso muy bonito —murmuré, sin saber qué más añadir.
—¿Ha estado en el mausoleo?
—Me asomé, aunque no bajé a la tumba. Por experiencia, es mejor no explorar aposentos subterráneos a solas. Uno nunca sabe si son estables.
Entre otros peligros.
—La entiendo —dijo—, pero, si le preocupa bajar allí, pídale a Thane que la acompañe. No puede perderse las criptas. La de Julia, mi esposa, es preciosa. Estoy convencido de que mi nieto querrá mostrarle la Novia Durmiente.
—¿Es otra estatua?
—No, querida, la Novia Durmiente es mi tía abuela, Emelyn Asher, la hermana pequeña de mi abuelo. Falleció el día de su boda, pisoteada por una tropilla de caballos desbocados. La familia decidió guardar su cuerpo en un ataúd de cristal, donde todavía yace, tan perfecta como el día en que murió. Thane le contará el resto de la historia. Le fascinaba cuando era niño.
Y no era de extrañar.
—¿Se crio aquí?
—Se mudó conmigo cuando tenía siete años. Su madre estuvo casada con mi hijo Edward un tiempo. Cuando falleció, Thane se quedó con mi hijo porque no tenía dónde ir. Pero Edward tampoco permaneció mucho tiempo en este mundo. —Su voz transmitía un dolor profundo—. Después de su diagnóstico, trajo a Thane aquí. Con el tiempo, llegué a quererlo como si fuera de mi sangre. Dios sabe que ha hecho más para restaurar las propiedades familiares que mi propio hijo.
Desvié la mirada hacia Thane. Su abuelo había descrito a una persona muy distinta de la que conocí en el ferri. Apenas había cruzado más de cuatro palabras con Thane, pero le consideraba un tipo superficial y sin rumbo, propenso a la bebida y a esperar que su abuelo muriera. Ahora, en cambio, empezaba a verle desde un ángulo completamente diferente.
—Es muy joven, pero ha sufrido mucho.
Tomé otro sorbo de vino y opté por no contestar. Estábamos adentrándonos en un terreno que no quería explorar. La historia familiar de los Asher no era asunto mío. Me horrorizaría enterarme de que mi madre o mi padre habían explicado a alguien detalles de mi vida personal. Sabía que no lo harían. Los Gray éramos muy reservados, incluso entre nosotros. A pesar de mi incomodidad, escuchaba con atención. Aquellos ojos negruzcos resplandecían, como si notara mi desasosiego y disfrutara con ello.
—Thane perdió a su madre y al único padre que había conocido cuando no era más que un crío. Se recuperó, por supuesto, porque está hecho un superviviente. Pero entonces murió Harper…
Estaba segura de que se había quedado callado a propósito, para avivar mi interés. Pell Asher era consciente de lo que estaba haciendo, igual que yo, pero decidí morder el anzuelo.
—¿Harper?
—La chica con la que quería casarse. Fueron inseparables durante un tiempo. Pero esa pareja estaba condenada.
Aquello me sonó de lo más prepotente y desconsiderado.
—¿Qué le ocurrió?
—Sufrió un accidente de coche. Conducía demasiado rápido y llovía a cántaros…, no vio una curva y… —Suspiró—. Esa noche había venido a ver a Thane. Se sintió culpable por dejarla marchar con la tormenta que estaba cayendo. Pero Harper era una chica testaruda, por decirlo de manera educada. En realidad, era una desequilibrada. Aquella insensata estaba tan fuera de control que era un peligro para todos. Thane se negaba a verlo, como era de esperar, y sus padres eran unos completos inútiles. Podrían haberla ayudado años antes, pero prefirieron mirar hacia otro lado e ignorar el problema. Para ellos era más cómodo que otro se responsabilizara de los problemas de su hija. Me alegro de que no se llevara a Thane esa noche.
—Por lo que cuenta, la conocía bien.
—La conocía demasiado bien —musitó, o al menos eso fue lo que entendí.
Seguía observándome con esa mirada negra. Me dio la impresión de que estaba tratando de leer mis pensamientos. No me explicaba cómo me había relatado un capítulo tan personal de la vida de su nieto con tanta franqueza, pero intuía que aquel hombre no hacía nada sin meditarlo antes. No podía imaginarme qué quería de mí.
Me tranquilicé cuando por fin Thane se unió a nosotros.
—Abuelo, ya has acaparado lo suficiente a Amelia por esta noche —dijo, y me cogió de la mano—. Le prometí que le enseñaría la biblioteca.
—Mucho me temo que eso tendrá que esperar.
Pell Asher tenía la mirada clavada en la puerta arqueada, donde un segundo después apareció la criada para anunciar la cena.