Puesto que el estatuario del cementerio era un tributo al ego del linaje Asher, imaginé que la casa sería todo un homenaje al orgullo desmedido de la familia. No andaba desencaminada. El edificio era descomunal, una bestia que se erigía sobre un escarpado acantilado. Los tres pisos estaban rodeados de balcones y porches, y la docena de columnas iluminadas sobre las que se alzaba la construcción parecía medir al menos un kilómetro. Esperaba encontrarme con una gran casa, pero no con algo tan monumental y desmesurado. También me sorprendió la ilusión flotante que creaba la luz de la luna junto con una iluminación deliberada.
Un camino circular me condujo hasta la entrada principal de la mansión. Mi primer impulso fue dar la vuelta a la plazoleta y hacer como si nada. Por una razón que todavía hoy no logro explicar, me sentí intimidada, y no entendí por qué. La posición social me importaba bien poco. Me había criado con una madre dulce y cariñosa que parecía la personificación de las cualidades más refinadas de una belleza sureña, pero también con un padre que había nacido en las montañas de Carolina del Norte y que trabajaba con las manos. Era una mezcla de ambos y me sentía orgullosa de ello. Así pues, ¿por qué estar nerviosa? ¿A qué venía esa premonición que me impulsaba a alejarme de esa casa y de los Asher?
Admiré la fachada del edificio mientras me apeaba del coche. El porche de la planta baja estaba bien iluminado, pero los balcones superiores estaban sumidos en la oscuridad. Sin embargo, creí avistar una sombra que me vigilaba desde una de esas ventanas. ¿Un fantasma? No me sorprendería. No en esa casa. No en ese acantilado. Toda esa zona parecía estar bajo un hechizo oscuro, algún encantamiento maligno. Cualquier persona que me oyera pensaría que me había vuelto loca, salvo mi padre. Pero no podía subestimar mis instintos. Ya me habían ocurrido varias cosas extrañas en los pocos días que llevaba en Asher Falls.
Subí la escalera y llamé al timbre. No llevaba el atuendo que exigía la ocasión, y eso me hacía sentir insegura. La única prenda decente que había traído era un vestido negro que solía llevar cuando me invitaban a dar una conferencia, o cuando daba alguna entrevista. Si hubiera estado en Charleston, me habría puesto pendientes de perla y unos buenos tacones, pero esa noche tuve que conformarme con zapatos planos y una chaqueta de punto.
Una criada ataviada con el clásico uniforme me abrió la puerta con una reverencia de cortesía y le entregué el bolso. Apenas tuve tiempo de contemplar las arañas de cristal que iluminaban una magnífica escalera de dos alas porque enseguida la criada me escoltó hacia un recibidor inmenso. Caminando junto a ella, no pude evitar deslizar la mirada hacia los retratos descoloridos que colgaban de la pared. Supuse que encarnaban las distintas generaciones del apellido. Me llamó la atención que el papel brocado que adornaba las paredes empezara a despegarse y que el techo mostrara manchas de humedad. A pesar de su grandeza, la casa olía a vejez y humedad, y la atmósfera se sentía tan fría como el interior de una tumba. En aquella mansión, el tiempo se había detenido. Era un hogar más apropiado para los muertos que para los vivos.
La criada se detuvo frente a una entrada arqueada y me hizo un gesto invitándome a entrar. En cuanto crucé el umbral, toda la sala se quedó en silencio. Busqué a Thane entre la multitud, pero enseguida vi a Luna Kemper, que estaba impresionante con aquel vestido de raso color lavanda. Sonrió y asintió, pero me dio la sensación de que no esperaba encontrarme allí. La acompañaban dos mujeres. De inmediato reconocí a la madre de Sidra, a quien había visto el día anterior, y a la pelirroja de la fotografía que Luna tenía sobre el escritorio. Aquella instantánea había captado un fantasma al fondo. De forma inconsciente, busqué ese semblante ceñudo en la ventana que había detrás de ellas. Pero lo único que vi fue el reflejo de la luz de las velas.
La madre de Sidra llevaba un vestidito blanco y varios collares de plata alrededor del cuello; la pelirroja lucía un vestido de cóctel de estilo vintage color verde esmeralda. Las tres me miraban cautelosas, como cuando uno echa un vistazo a lo que está creciendo en una placa de Petri. Entonces pillé a la madre de Sidra tocándole el brazo a Luna y murmurándole algo al oído. Me puse más nerviosa y me arrepentí de no haber seguido mi impulso inicial de dar media vuelta y regresar a casa. De eso y de no haber sido más cuidadosa con el maquillaje, de haberme hecho algo distinto en el pelo. Qué ridiculez, pensé. ¿Desde cuándo me preocupaba tanto mi aspecto físico? Al igual que mi padre, trabajaba con las manos, así que no necesitaba tener el armario lleno de ropa elegante. Los vestidos que lucían eran preciosos, pero estaba segura de que no me quedarían bien. De todos modos, en el fondo sabía que la tensión que me había causado ese nudo en el estómago poco tenía que ver con mi apariencia. Esa preocupación por mi sencilla vestimenta no era más que una manifestación del oscuro desasosiego que me acosaba.
El trío rodeaba a un tipo alto y de hombros anchos que estaba de espaldas a mí. Era la única persona de la sala que no se había girado cuando llegué. Había una cuarta mujer, pero pasaba muy desapercibida. Era esbelta y anodina, y su desafortunada elección de vestuario (un vestido de terciopelo marrón) la engullía. Era evidente que se sentía incómoda, fuera de lugar. No se imaginaba hasta qué punto la comprendía.
Tras esta breve valoración, Thane se materializó a mi lado, engalanado con un traje de color negro y una corbata estrecha de color turquesa que resaltaba su mirada.
—Nos ha encontrado —saludó.
—Por supuesto. Sus indicaciones han funcionado a la perfección. Además, sería muy difícil no ver esta casa —dije mirando a mi alrededor—. No he llegado tarde, ¿verdad?
—Justo a tiempo. Aunque debo admitir que estaba empezando a preocuparme. Por un momento pensé que había cambiado de opinión.
—He estado a punto.
—Por suerte para los dos, no lo ha hecho. Acompáñeme. Primero me encargaré de hacer las pertinentes presentaciones y después le serviré una copa.
Entrelacé mi brazo con el suyo y avanzamos hacia el otro lado de la sala. Los ventanales franceses estaban abiertos de par en par, dejando así que la brisa nocturna refrescara la sala. El aroma a flores silvestres me abrumó. ¿Era el perfume de Luna? Se separó del grupo y vino a saludarnos a solas. La tela liviana de su vestido ondeaba con elegancia a su paso. Me fascinó el corte de su vestido, con un hombro al descubierto. El contraste de su cabellera oscura con su tez blanquecina era hipnótico. Se había acicalado a conciencia. El peinado, el maquillaje, las uñas… Todo estaba perfecto. Sin embargo, había algo salvaje en su mirada y en su forma de caminar que me recordó a un gato montés jalando de un collar de piedras preciosas.
Me remonté a mi primer día en la casa de Covey. Luna había sufrido una completa transformación. La naturaleza que nos envolvía había realzado todos los rasgos de esa mujer. No me había olvidado de la actitud que mostró hacia el pobre Angus, por lo que, de inmediato, mi aprecio por ella se desvaneció.
—Ya conoce a Luna, por supuesto —comentó Thane.
Asentí con una sonrisa educada y forzada al mismo tiempo. Presentía que su saludo sería igual de tenso.
—Un placer volverla a ver, Amelia, aunque nunca me hubiera esperado encontrarla aquí —puntualizó, y dedicó a Thane una mirada inquisitiva—. No sabía que os conocierais.
—Nos conocimos en el ferri —dijo él.
—Eso lo explica todo —contestó Luna con una sonrisa tan amable y benévola como la brisa del ocaso.
Y justo en ese instante recordé algo más de Luna Kemper. Se puso como una furia cuando decidí llevarle la contraria sobre Angus. Era una mujer con carácter. Desde luego, no era alguien que quisiera como enemiga.
—¿Qué tal se encuentra en la casa de Covey? —preguntó—. Espero que no esté demasiado lejos del pueblo.
—No, es perfecta. Gracias por haberse encargado de eso. Aunque…
Ladeó la cabeza y me observó confundida, como si todavía no confiara en mí.
—¿Sí?
Quería preguntarle por qué no me había dicho desde un principio que estaba tan cerca del cementerio Thorngate original, pero no me atrevía a sacar el tema hasta que tuviera alguna explicación alternativa que justificara cómo me había enterado. Después de todo, no podía desvelarle que había oído el tintineo de las campanillas mientras almas agitadas deambulaban entre la niebla.
—Da lo mismo —murmuré—. No es importante.
—Si usted lo dice —replicó molesta, pero enseguida cambió de tema—. Por cierto, ¿ha pasado Tilly a verla?
—No que yo sepa.
Luna suspiró con fastidio.
—Le pedí expresamente que pasara por su casa…, por si necesitaba alguna cosa. Incluso pensé que le echaría una mano en el cementerio. Siempre está al acecho de trabajos extraños.
—No sería mala idea —opinó Thane—. Tilly es una trabajadora incansable. Hablaré con ella, si a usted le parece bien.
La mujer rubia se desplazó junto a Luna con la frente arrugada.
—Perdonadme… No he podido evitar oíros. Supongo que te estás refiriendo a Tilly Pattershaw. Puede que sea una trabajadora incansable, pero me preocupa su estabilidad mental.
—Bryn —reprendió Luna.
—No me regañes. Tan solo estoy diciendo lo que todos llevamos años pensando. Esa mujer es muy rara. Ha vivido demasiados años en ese bosque, y eso le ha afectado la cabeza. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la vio en el pueblo? No quiero ni pensar de qué vive.
—No hace daño a nadie —intercedió Thane—, así que no veo cuál es el problema.
—Quizá no sea un problema todavía, pero eso no significa que no haya estado cuerda desde…
—Por el amor de Dios, ¿dónde están mis modales? —interrumpió Luna—. Estamos aquí de cháchara y ni siquiera os he presentado. Amelia, me gustaría que conociera a una de mis mejores amigas de la infancia, Bryn Birch. El otro día, le presenté a su hija, Sidra, en la biblioteca.
Antes de que pudiera extender la mano, Bryn alzó la cabeza, como si me mirara por encima del hombro.
—De hecho, me da la sensación de que ya nos conocemos. Ayer trajo a mi hija a casa. Ivy y ella no dejaron de hablar de usted —dijo. Después miró a Luna de reojo y añadió—: Fingieron estar enfermas para salir antes de clase.
—Eso no es muy típico de Sidra —opinó Luna.
—Es esa chica —replicó Bryn con mordacidad. Luego se giró hacia mí—. Estoy segura de que usted no fue cómplice de su pequeña travesura.
—Lo único que hice fue llevarlas directamente a casa.
Detestaba sonar tan agresiva, pero Bryn Birch se lo merecía. Era una mujer hermosa, fría, arrogante y distante; encarnaba todas las cualidades que me resultaban intimidantes. La perfecta directora de colegio.
—¿Dónde las recogió?
—En el pequeño mercado que hay junto a la calle principal.
—¿Y no sabe dónde estuvieron toda la tarde?
—No me lo dijeron.
Intercambió otra mirada con Luna. No sabía si le habría desvelado el paradero de las dos muchachas aunque lo hubiera sabido. Tanto profesional como personalmente, tenía todo el derecho a estar preocupada, pero había algo extraño en aquel tercer grado al que me estaba sometiendo. En lugar de despertar mi empatía, estaba estimulando mis sospechas.
En ese instante, la pelirroja se unió a nosotras. De inmediato, me estrechó la mano.
—¡Amelia, bienvenida! Soy Catrice Hawthorne —se presentó. El saludo fue cálido y firme, un alivio después del interrogatorio de Bryn. Sus ojos marrones destellaban buen humor—. Luna nos dijo que vendría. Tenía unas ganas locas de conocerla.
—Ah…, bueno…, gracias.
Sus palabras efusivas me pillaron desprevenida.
—He estado leyendo su blog —prosiguió—. Cavando tumbas…, qué nombre tan acertado. Por lo visto, usted es toda una celebridad.
—No es para tanto. Solo me dedico al blog en mi tiempo libre.
—Pues diría que su afición se ha convertido en todo un éxito. Uno de los vídeos que subió ha tenido más de un millón de visitas.
—Es de una entrevista que di en Samara, en Georgia —expliqué—. La cámara captó una luz que se reflejaba en el cementerio y colgaron el vídeo en distintas páginas de cazafantasmas. En realidad, no tenía nada que ver conmigo.
—Cat también es una celebridad por estos lares —apuntó Luna—. Es una ornitóloga destacada y una artista con mucho talento.
—Traducción: observadora de aves que pinta —bromeó Catrice, en un intento de quitarse importancia.
—No seas tan modesta —insistió Luna—. Uno de sus cuadros está colgado en la mansión del gobernador. Y eso es todo un honor.
—Me encantaría ver parte de su obra —dije.
—Pásese por mi estudio cuando quiera. Pero dejemos de hablar de mí —murmuró, y guiñó el ojo—. Creo que no conoce a Hugh y a su encantadora esposa.
Entonces noté la mano de Thane apretándome el codo.
—Amelia, me gustaría presentarle a mi tío, Hugh Asher.
Durante las presentaciones, me había fijado en el tipo que merodeaba por detrás del grupo, pero hasta ahora no había podido verle con claridad. Traté de no quedarme embobada, pero no fue sencillo. Tenía el aspecto sofisticado de las antiguas estrellas de cine: cabello oscuro, ojos penetrantes… Un Adonis maduro de sonrisa fácil y con una virilidad inquieta que de inmediato me puso alerta.
—Bienvenida a la mansión Asher —saludó. Una parte de mí esperaba que me cogiera la mano y la besara. Por suerte, no lo hizo.
—Gracias por invitarme.
Me desconcertaban sus rasgos, perfectos del primero al último. No pude resistir la tentación de buscar un defecto mientras me estrechaba la mano. Distinguí una imperfección en la suavidad de su mandíbula, así como una mínima hinchazón de las ojeras, lo que sugería que era propenso a la bebida.
—Mi esposa, Maris —dijo, y se hizo a un lado para presentar a la diminuta mujer que se escondía tras él.
Me llamó la atención que fuera más joven que su marido. Debía de rondar la edad de Thane. También me fijé en cómo se anclaba del brazo de Hugh mientras miraba a todas las mujeres de su alrededor, como si se sintiera amenazada.
—¿Nos perdonáis? —preguntó Thane, cogiéndome del brazo otra vez—. Amelia todavía no ha conocido al abuelo.
—Suerte con eso —farfulló Hugh Asher alzando la copa.
—¿Qué ha querido decir con eso? —pregunté mientras nos alejábamos.
—No le dé importancia —respondió Thane—. Mi abuelo y él tienen una relación muy complicada. De hecho, ahora que lo pienso, todos la tenemos…
Se quedó callado. Miró atrás y, en ese preciso instante, noté un extraño cosquilleo en la espalda. De forma instintiva, me giré hacia los ventanales franceses, que seguían abiertos de par en par. Algo se había deslizado con la brisa. Un murmullo perverso…