MATRICARIA Y MIJO SALVAJE
El 18 de agosto, doce días después de que estalló la bomba, el padre Kleinsorge partió a pie desde el noviciado hacia Hiroshima, con su maleta de papier-mâché en la mano. Había llegado a pensar que esta maleta, en la cual había guardado sus objetos de valor, tenía cualidades de talismán debido a la forma en que la había encontrado el día de la explosión: con la manija hacia arriba y como parada en la entrada de su habitación, mientras el escritorio bajo el cual la había escondido estaba hecho astillas y desparramado por el piso. Ahora la usaba para llevar los yenes de la Compañía de Jesús a la sucursal en Hiroshima del Banco de la Moneda de Yokohama, que ya había vuelto a abrir las puertas de su derruido edificio. Era cierto que los cortes menores que había sufrido no sanaron en tres o cuatro días, como tan decididamente había prometido, después de examinarlas, el rector del noviciado, pero el padre Kleinsorge se había tomado una semana de descanso y consideraba que ya estaba de nuevo listo para trabajar duro. Ya se había acostumbrado a las escenas terribles que tenía que atravesar de camino a la ciudad: las franjas marrones sobre el gran campo de arroz cerca del noviciado; las casas de las afueras, todavía en pie pero decrépitas, sus ventanas rotas y sus baldosas alborotadas; y luego, de repente, el comienzo de los seis kilómetros cuadrados de cicatriz entre rojiza y marrón donde casi todo había sido quemado o destruido: línea tras línea de manzanas destruidas con crudos letreros puestos aquí y allá, sobre pilas de ladrillo y cenizas («Hermana, ¿dónde estás?», o «Todos a salvo y viviendo en Toyosaka»); árboles desnudos y postes de teléfono inclinados; escasos edificios, de pie pero destripados, que acentuaban la horizontalidad de lo demás (el Museo de la Ciencia y de la Industria, con su domo reducido a su marco de acero, como dispuesto para una autopsia; el moderno edificio de la Cámara de Comercio, cuya torre permanecía, después de la explosión, tan fría, rígida e inexpugnable como antes; el Ayuntamiento, inmenso, bajo y camuflado; la hilera de bancos desagraciados, caricatura de una economía conmocionada); y en las calles, un tráfico macabro: cientos de bicicletas abolladas, carrocerías de tranvías y automóviles, todos detenidos en pleno movimiento. Durante el camino el padre Kleinsorge pensó que todo aquel daño había sido causado en un instante y por una bomba. Para cuando llegó al centro de la ciudad, el día se había calentado mucho. Se dirigió al banco Yokohama, que funcionaba temporalmente en una cabaña de madera en la planta baja del edificio, depositó el dinero, pasó por la misión sólo para ver los destrozos de nuevo, y luego regresó al noviciado. A medio camino empezó a tener sensaciones curiosas. La maleta más o menos mágica ahora estaba vacía, pero parecía más pesada. El padre sentía debilidad en las rodillas. Estaba terriblemente cansado. Alcanzó a llegar al noviciado haciendo un gasto de energía considerable. No pensó que valiera la pena mencionar su debilidad a los demás jesuitas. Pero un par de días después, mientras intentaba dar la misa, sufrió un desmayo; e incluso después de tres intentos se sintió incapaz de continuar el servicio. A la mañana siguiente el rector, que había examinado cada día los cortes aparentemente desdeñables (pero que todavía no sanaban) del padre Kleinsorge, le dijo: «¿Qué se ha hecho en sus heridas?». De repente, se habían abierto y estaban inflamadas.
La mañana del 20 de agosto, mientras se vestía en casa de su cuñada en Kabe, la señora Nakamura —que no había sufrido corte ni quemadura alguno, aunque había sentido náuseas durante toda la semana en que ella y sus niños fueron huéspedes del padre Kleinsorge y los otros católicos del noviciado— notó al peinarse que el cepillo se llevaba un manojo entero de pelo; la segunda vez, ocurrió lo mismo, así que de inmediato dejó de peinarse. Pero durante los tres o cuatro días que siguieron, su pelo siguió cayéndose solo, hasta que se quedó casi calva. Comenzó a vivir dentro de la casa, prácticamente escondida. El 26 de agosto, tanto ella como su hija Myeko se despertaron sintiéndose débiles y muy cansadas, y se quedaron en cama. Su hijo y su otra hija, que habían compartido con ella todo lo ocurrido durante y después de la bomba, se sentían perfectamente.
Casi al mismo tiempo —había trabajado tan duro para construir un lugar temporal de culto en una casa alquilada de las afueras, que había perdido por completo la noción de los días—, el señor Tanimoto cayó repentinamente enfermo: sentía malestar general, cansancio y fiebre; y también él prefirió quedarse en su estera, sobre el suelo de la casa semidestruida de un amigo en el suburbio de Ushida.
Ninguno de los cuatro lo sabía entonces, pero comenzaba a afectarlos la extraña y caprichosa enfermedad que después sería conocida como radiotoxemia.
La señorita Sasaki yacía en medio de constantes dolores en la Escuela Primaria de Nuestra Señora de la Caridad, en Hatsukaichi, la cuarta estación en tren eléctrico al suroeste de Hiroshima. Una infección interna impedía aún la debida manipulación de la fractura múltiple de su pierna izquierda. Un joven que estaba en el mismo hospital y que parecía haberse encariñado con ella a pesar de su incesante preocupación con su propio sufrimiento —o era simplemente que le tenía lástima—, le prestó una traducción japonesa de Maupassant, y ella trató de leer los relatos, pero sólo lograba concentrarse durante cuatro o cinco minutos seguidos.
Durante las primeras semanas después de la bomba, los hospitales y las estaciones de ayuda alrededor de Hiroshima estuvieron tan atestados —y su personal, dependiendo de su salud y de la llegada imprevisible de ayuda externa, cambió con tanta frecuencia—, que los pacientes eran trasladados constantemente de un lado al otro. La señorita Sasaki, que ya había sido trasladada tres veces —dos de ellas por barco—, fue llevada a finales de agosto a una escuela de ingeniería, también en Hatsukaichi. Puesto que su pierna no mejoraba, sino que se inflamaba más y más, los doctores de la escuela la envolvieron con tablillas ordinarias, y el 9 de septiembre la llevaron en coche al hospital de la Cruz Roja en Hiroshima. Por primera vez podía ver las ruinas de Hiroshima; la última vez que la habían llevado por las calles de la ciudad, la señorita Sasaki había estado al borde de la inconsciencia. Aunque le habían descrito los destrozos, y aunque todavía la atormentaba el dolor, la vista la sorprendió y la aterrorizó, y en particular notó algo que le causó escalofríos. Cubriéndolo todo —sobre los restos de la ciudad, las alcantarillas y las orillas de los ríos, enredado con baldosas y tejas de estaño, sobre los troncos carbonizados de los árboles— había una cobija de un verde fresco, vivido, lozano, optimista; el verdor se levantaba incluso de los cimientos de casas en ruinas. La hierba ya escondía las cenizas, y entre los huesos de la ciudad florecían flores silvestres. La bomba no sólo había dejado intactos los órganos subterráneos de las plantas; los había estimulado. Por todas partes había violetas y bayonetas, sarrión, campanillas y lirios, flores de soya, verdolagas y bardanas y sésamo y matricaria y mijo salvaje. En un círculo del centro, especialmente, había un caso extraordinario de regeneración: la brusquilla no sólo florecía entre los restos carbonizados de la misma planta sino que se abría paso en nuevos lugares, entre ladrillos y a través de las grietas del asfalto. Parecía como si una carga de semillas de brusquilla hubiera sido arrojada junto con la bomba.
En el hospital de la Cruz Roja, la señorita Sasaki fue puesta al cuidado del doctor Sasaki. Ahora que había pasado un mes después de la explosión, un cierto orden se había restablecido en el hospital: los pacientes que todavía yacían en el corredor tenían ahora esterillas para dormir, y el suministro de medicamentos, que se había agotado en los primeros días, había sido reemplazado —si bien de forma inadecuada— por contribuciones de otras ciudades. El doctor Sasaki, que la tercera noche había dormido diecisiete horas en su casa, había descansado desde entonces seis horas por noche, y eso sobre una estera y en el hospital; su pequeño cuerpo había perdido nueve kilos; todavía usaba las gafas prestadas.
Puesto que la señorita Sasaki era una dama y además estaba tan enferma (y, según aceptó después el doctor, puesto que su apellido era Sasaki), el doctor Sasaki la acomodó sobre una estera en una habitación semiprivada que en ese momento sólo albergaba a ocho personas más. La entrevistó y escribió su informe con el alemán correcto y apretado en que los escribía todos: «Mittelgrosse Patientin in gutem Ernährungszustand. Fraktur am linken Unterschenkelknochen mit Wunde; Anschwellung in der linken Unterschenkelgegend. Haut und sichtbare Schleimhäute mässig durchblutet und kein Oedema», anotando que se trataba de una paciente de talla mediana en buena condición general; que tenía una fractura múltiple en la tibia izquierda con inflamación de la parte inferior de la pierna izquierda; que su piel y sus membranas mucosas visibles estaban bastante afectadas de petechiae, hemorragias del tamaño de un grano de arroz o incluso tan grandes como uno de soya; que su cabeza, ojos, garganta, pulmones y corazón se encontraban en estado normal; y que tenía fiebre. Quería acomodar su fractura y enyesar su pierna, pero el yeso de París se le había acabado tiempo atrás, así que simplemente la acostó sobre una estera y le recetó aspirina para la fiebre, y glucosa intravenosa y diastasa oral para su desnutrición (que el doctor no anotó en el registro médico porque todo el mundo la sufría). La señorita Sasaki exhibía solamente uno de los síntomas extraños que tantos de sus pacientes comenzaban a mostrar: las manchas de hemorragia.
Al doctor Fujii aún lo perseguía la mala suerte, y esa mala suerte aún estaba relacionada con los ríos. Ahora vivía en la casa de verano del señor Okuma, en Fukawa. Esta casa se aferraba a los empinados bancos del río Ota. Aquí, sus heridas parecieron mejorar, y llegó incluso a tratar a refugiados del vecindario con provisiones médicas que había rescatado de un alijo suburbano. Notó en sus pacientes un curioso síndrome que surgió durante la tercera y la cuarta semana, pero poco pudo hacer más que vendar cortes y quemaduras. A principios de septiembre comenzó a llover constante, copiosamente. El río creció. El 17 de septiembre cayó un aguacero y luego hubo un tifón, y el agua subía más y más sobre el banco del río. El señor Okuma y el doctor Fujii se preocuparon y escalaron la montaña hasta llegar a la casa de un campesino. (Abajo, en Hiroshima, la inundación continuó el trabajo que la bomba había comenzado —barrió con puentes que habían sobrevivido a la explosión, minó los cimientos de los edificios que se mantuvieron en pie— y dieciséis kilómetros al oeste, el Hospital Militar Ono, donde un equipo de expertos de la Universidad Imperial de Kyoto estudiaba las afecciones retardadas de los pacientes, resbaló de repente por una hermosa ladera cubierta de pinos y fue a caer al mar Interior, y la mayoría de los investigadores se ahogaron junto con aquellos pacientes misteriosamente enfermos). Tras la tormenta, el doctor Fujii y el señor Okuma bajaron al río y encontraron que la casa de los Okuma había desaparecido por completo.
A causa de los repentinos malestares que habían comenzado a afectar a la gente casi un mes después de la bomba, un rumor desagradable comenzó a circular, y no tardó en llegar a la casa de Kabe donde la señora Nakamura yacía calva y enferma. El rumor decía que la bomba atómica había depositado en Hiroshima una especie de veneno que despediría emanaciones mortíferas durante siete años; en ese tiempo, nadie debía acercarse al lugar. Esto disgustó particularmente a la señora Nakamura: recordó que la mañana de la bomba, en un momento de confusión, había hundido el que era su único medio de subsistencia, su máquina de coser Sankoku, en un pequeño tanque de cemento frente a los restos de su casa; ahora nadie podría ir a pescarla. Hasta este momento, la señora Nakamura y sus familiares habían mantenido una posición resignada y pasiva frente a la cuestión moral de la bomba, pero este rumor despertó en ellos más odio, más resentimiento contra los Estados Unidos del que habían sentido durante la guerra.
Físicos japoneses que conocían bien el tema de la fisión atómica (uno de ellos tenía un ciclotrón propio) se mostraban muy preocupados acerca de la radiación persistente en Hiroshima, y a mediados de agosto, poco después de que el presidente Truman reveló el tipo de bomba que se había arrojado, entraron a la ciudad para investigar. Lo primero que hicieron fue determinar a grandes rasgos un centro de impacto, con base en la inclinación de los postes de teléfono alrededor del corazón de la ciudad. Se decidieron por la puerta torii del templo Gokoku, justo al lado de la plaza de armas de los Cuarteles Generales del Ejército Regional de Chugoku. Desde allí recorrieron la ciudad de norte a sur con electroscopios Lauritsen, que son sensibles tanto a partículas beta como a rayos gamma. Los electroscopios indicaban que la mayor intensidad de radioactividad se daba cerca del torii, y era 4.2 veces mayor que el «escape» promedio de ondas ultracortas en la tierra de esa zona. Los científicos notaron que el resplandor de la bomba había decolorado el concreto hasta dejarlo de un rojo claro, había escamado la superficie del granito y chamuscado otros tipos de material de construcción, y en algunos lugares la bomba había dejado marcas correspondientes a las sombras de las formas que su luz había iluminado. Los expertos encontraron, por ejemplo, una sombra permanente proyectada sobre el techo de la Cámara de Comercio (a 200 metros del centro aproximado) por la torre rectangular de esa misma estructura; encontraron varias otras en el puesto de observación, en el último piso del edificio de la Electrificadora Chugoku (730 metros); otra más proyectada por la manija de una bomba de gas (2.400 metros); y varias más sobre tumbas de granito en el templo Gokoku (350 metros). Triangulando estas y otras sombras con respecto a los objetos que las causaron, los científicos determinaron que el centro exacto era un punto ciento cincuenta metros al sur del torii y pocos metros al sureste de la pila de ruinas que alguna vez había sido el Hospital Shima. (Algunas siluetas vagamente humanas fueron encontradas, y esto dio origen a leyendas que eventualmente llegaron a incluir detalles imaginativos y precisos. Una de las historias contaba que un pintor subido en su escalera había sido perpetuado, como monumento de bajorrelieve, en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura, sobre la fachada de piedra del banco que pintaba; otra, que en el centro de la explosión, sobre el puente que hay cerca del Museo de la Ciencia y la Industria, un hombre y su carruaje habían sido proyectados en forma de una sombra repujada que revelaba que el hombre había estado a punto de azotar a su caballo). Partiendo desde el centro hacia este y oeste, los científicos realizaron nuevas mediciones a principios de septiembre, y la radiación más alta que descubrieron esta vez era 3.9 veces superior al «escape» natural. Puesto que sería necesaria una radiación mil veces superior al «escape» natural para afectar seriamente al cuerpo humano, los científicos anunciaron que la gente podía regresar a Hiroshima sin peligro de ningún tipo.
Tan pronto como estas palabras tranquilizadoras llegaron a la casa en que se escondía la señora Nakamura (o en cualquier caso poco después de que su pelo comenzó a crecer de nuevo) su familia redujo su odio extremo contra los Estados Unidos, y la señora Nakamura mandó a su cuñado a buscar la máquina de coser. La encontró sumergida aún en el tanque de agua, y cuando la trajo a casa la señora Nakamura vio, para su gran disgusto, que estaba completamente oxidada e inservible.
Hacia fines de la primera semana de septiembre, el padre Kleinsorge se encontraba en cama en el noviciado, afectado por una fiebre de 39º, y, puesto que parecía estar empeorando, sus colegas decidieron mandarlo al Hospital Católico Internacional de Tokio. El padre Cieslik y el rector lo llevaron hasta Kobe y un jesuita de la localidad lo acompañó el resto del camino con un mensaje de un doctor de Kobe para la Madre Superiora del Hospital Internacional: «Piénselo bien antes de darle a este hombre transfusiones sanguíneas, porque no tenemos ninguna certeza de que los pacientes de la bomba atómica dejen de sangrar después de ser pinchados con una jeringa».
Cuando el padre Kleinsorge llegó al hospital, estaba pálido y terriblemente tembloroso. Se quejaba de que la bomba había alterado su digestión y le había provocado dolores abdominales. Su cuenta de glóbulos blancos era tres mil (lo normal es tener de cinco a siete mil), estaba seriamente anémico y la temperatura le había subido a 40º. Vino a verlo un doctor que no sabía demasiado acerca de estas extrañas manifestaciones —el padre Kleinsorge era apenas uno entre un puñado de pacientes de la bomba atómica que habían llegado hasta Tokio—, y frente al paciente se mostró muy optimista: «En dos semanas saldrá de aquí», le dijo. Pero al salir al corredor, le dijo a la madre superiora: «Morirá. Toda esta gente de la bomba muere, ya verá. Resisten un par de semanas y luego mueren».
El doctor prescribió sobrealimentación para el padre Kleinsorge. Cada tres horas lo obligaban a recibir huevos o carne en líquido, y le daban toda el azúcar que pudiera soportar. Le dieron vitaminas, pastillas de hierro y arsénico (en solución de Fowler) para la anemia. El padre contrarió las dos predicciones del médico: ni murió ni salió en dos semanas. A pesar de que el mensaje del doctor de Kobe lo privó de transfusiones —que hubieran sido la terapia más útil de todas—, la fiebre y los problemas digestivos sanaron rápidamente. Su cuenta de glóbulos blancos subió durante un tiempo, pero a principios de octubre volvió a bajar a 3.600; entonces, en espacio de diez días, subió a más de lo normal, 8.800, para establecerse después en 5.800. Sus ridículos rasguños seguían desconcertando a todo el mundo. Sanaban durante unos días, y luego, cuando el padre se movía un poco, volvían a abrirse. Tan pronto como comenzó a sentirse un poco mejor, el padre disfrutó inmensamente. En Hiroshima no había sido más que uno entre miles de afectados; en Tokio era una curiosidad. Médicos del Ejército norteamericano venían por docenas para verlo. Expertos japoneses lo interrogaban. Un diario lo entrevistó. Y una vez vino a verlo el doctor que se había equivocado, le dio un apretón de manos y dijo: «Es desconcertante, esta gente de la bomba atómica».
La señora Nakamura se mantenía con Myeko dentro de su casa. Las dos seguían enfermas, y aunque la señora Nakamura vagamente intuía que su malestar era consecuencia de la bomba, era demasiado pobre para consultar a un doctor, y nunca llegó a saber cuál era exactamente el problema. Sin recibir tratamiento de ningún tipo, simplemente descansando, poco a poco se empezaron a sentir mejor. Myeko perdió un poco de pelo y una herida pequeña que tenía en el brazo tardó meses en sanar. El niño, Toshio, y la niña mayor, Yaeko, parecían encontrarse bastante bien, aunque también ellos habían perdido un poco de pelo y sufrían de vez en cuando de fuertes dolores de cabeza. Toshio todavía tenía pesadillas: soñaba siempre con Hideo Osaki, el mecánico de diecinueve años, su héroe, a quien la bomba había matado.
Acostado y con 40º de fiebre, el señor Tanimoto no dejaba de preocuparse por todos los funerales que debería estar celebrando para los difuntos de su iglesia. Había pensado que lo suyo era un simple cansancio por el demasiado trabajo que había llevado a cabo desde la bomba, pero después de que la fiebre persistiera durante varios días, hizo venir a un doctor. El doctor estaba demasiado ocupado para visitarlo en Ushida; envió a una enfermera que reconoció los síntomas de una radiotoxemia leve y regresó de vez en cuando para darle inyecciones de vitamina B1. Un monje budista, conocido del señor Tanimoto, lo llamó para decirle que una moxibustión podría aliviarlo, y le mostró cómo podía aplicarse a sí mismo el antiguo tratamiento japonés en el cual una ramita de moxa, la hierba estimulante, se ataba a la muñeca y se le prendía fuego. El señor Tanimoto comprobó que cada tratamiento con moxa reducía en un grado su fiebre. La enfermera le había recomendado comer todo lo que pudiera, y cada cierto tiempo su suegra le traía vegetales y pescado de Tsuzu, el lugar donde vivía, a treinta kilómetros de allí. El señor Tanimoto guardó cama durante un mes, y luego hizo un viaje de diez horas en tren para llegar al hogar de su padre en Shikoku. Allí se quedó un mes más.
El doctor Sasaki y sus colegas del hospital de la Cruz Roja observaron el despliegue de aquella enfermedad sin precedentes y luego desarrollaron una teoría sobre su naturaleza. Según decidieron, tenía tres etapas. La primera etapa ya había terminado para cuando los doctores se dieron cuenta de que se encontraban frente a una nueva enfermedad; era la reacción directa del cuerpo al ser bombardeado, en el momento de la explosión de la bomba, por neutrones, partículas beta y rayos gamma. Las personas aparentemente ilesas, pero que habían muerto tan misteriosamente en los primeros días después de la bomba, sucumbieron a esta primera etapa. En ella murió el noventa y cinco por ciento de la gente que se encontraba a un kilómetro del centro, y muchos miles de los que se encontraban más lejos. Retrospectivamente, los doctores se percataron de que, aunque estas víctimas probablemente habían sufrido quemaduras y efectos del impacto, habían absorbido suficiente radiación para matarlas. Los rayos, simplemente, destruían las células: causaban la degeneración de su núcleo y rompían sus membranas. Muchos de quienes no murieron de inmediato enfermaron de náuseas, jaquecas, diarrea, malestar general y fiebre, síntomas que duraban varios días. Los doctores nunca pudieron confirmar si estos síntomas eran consecuencia de la radiación o bien de una crisis nerviosa. La segunda etapa comenzaba diez o quince días después de la bomba. Su primer síntoma era la caída del pelo. Enseguida había diarrea y una fiebre que en ocasiones llegaba a los 41º grados. Veinticinco a treinta días después de la explosión, aparecían desórdenes sanguíneos: la encías sangraban, la cantidad de glóbulos blancos caía dramáticamente, y aparecían petechiae sobre la piel y las mucosas. La disminución de glóbulos blancos reducía la capacidad del paciente para resistir las infecciones; las heridas tardaban mucho en sanar, y muchos de los pacientes desarrollaban infecciones de garganta y de boca. Los dos síntomas clave en los cuales los doctores llegaron a basar su prognosis fueron la fiebre y la baja cantidad de glóbulos blancos. Si la fiebre se mantenía alta y constante, la posibilidad de supervivencia del paciente era poca. La cuenta de glóbulos blancos casi siempre bajaba a menos de cuatro mil; un paciente cuya cuenta bajara a menos de mil tenía poca esperanza de vida. Hacia el final de la segunda etapa —si sobrevivía el paciente— surgía una anemia, o baja cantidad de glóbulos rojos. La tercera etapa era la reacción que se desarrollaba cuando el cuerpo intentaba compensar sus males: por ejemplo, la cuenta de glóbulos blancos no sólo regresaba a la normalidad sino que la sobrepasaba. En esta etapa, muchos pacientes morían de complicaciones como infecciones en la cavidad pulmonar. La mayor parte de las quemaduras dejaban al sanar capas profundas de tejido cicatrizado de color rosa y de textura gomosa conocidas como tumores queloides. La duración de la enfermedad variaba dependiendo de la constitución del paciente y de la cantidad de radiación recibida. Algunas víctimas se recuperaban en una semana; para otras, la enfermedad tardaba meses en sanar.
A medida que se revelaban los síntomas iba quedando claro que muchos de ellos eran similares a los efectos de las sobredosis de rayos X, y los doctores basaron sus terapias en ese parecido. Le daban a las víctimas aceite de hígado, transfusiones de sangre y vitaminas, especialmente B1. La escasez de suministros y de instrumentos obstaculizó las terapias. Los doctores aliados que llegaron después de la rendición comprobaron la eficacia del plasma y de la penicilina. Puesto que los desórdenes sanguíneos eran, a largo plazo, el factor predominante de la enfermedad, algunos de los doctores japoneses desarrollaron una teoría con respecto a la razón de la enfermedad postergada. Pensaban que los rayos gamma, al penetrar el cuerpo en el momento de la explosión, volvían radioactivo el fósforo de los huesos de las víctimas, y que los huesos, a su turno, emitían partículas beta, las cuales, aunque no podían penetrar la carne, podían entrar en la médula ósea, donde la sangre se fabrica, y arruinarla gradualmente. Sea cual fuere su origen, la enfermedad tenía caprichos desconcertantes. No todos los pacientes exhibían los mismos síntomas básicos. Quienes habían sufrido quemaduras debido a la irradiación quedaron hasta cierto punto protegidos de la radiotoxemia. Los que mantuvieron cierto reposo durante los días (e incluso las horas) que siguieron a la explosión tenían menos posibilidades de enfermar que los más activos. El pelo gris rara vez se caía. Y, como si la naturaleza estuviera protegiendo al hombre de su propia inventiva, los procesos reproductivos quedaron afectados durante un tiempo; los hombres quedaron estériles, las mujeres sufrieron abortos y la menstruación se detuvo.
Durante los diez días siguientes a la inundación el doctor Fujii vivió en la casa del campesino, en la falda de la montaña sobre el río Ota. Fue entonces que oyó hablar de una clínica privada que estaba vacante en Kaitachi, un suburbio al este de Hiroshima. La compró de inmediato, se mudó allí y colgó un letrero escrito en inglés en honor de los conquistadores:
M. FUJII, M.D.
Medical & Venereal
Bastante recuperado de sus heridas, el doctor Fujii llegó muy pronto a levantar un consultorio sólido, y en las tardes le encantaba recibir a miembros de las fuerzas de ocupación, con quienes practicaba el inglés y no escatimaba el whisky.
El 23 de octubre, tras ponerle a la señorita Sasaki una dosis de procaína como anestesia local, el doctor Sasaki hizo una incisión en su pierna para drenar la infección, que persistía aún once semanas después de la herida. Durante los días que siguieron se formó tanto pus que el doctor tuvo que vendar la herida cada mañana y nuevamente en la tarde. Una semana después la señorita se quejó de que le dolía mucho, así que el doctor hizo una nueva incisión; cortó por tercera vez el 9 de noviembre y el 26 amplió este corte. Mientras tanto, la señorita Sasaki se debilitaba más y más, y su ánimo decaía. Un día vino a visitarla el joven que le había prestado su copia de Maupassant en Hatsukaichi; le dijo que estaba a punto de viajar a Kyushu pero que le gustaría verla de nuevo cuando regresara. Ella no se inmutó. Su pierna había estado tan hinchada y dolorosa que el doctor ni siquiera había intentado acomodar la fractura y, aunque unos rayos X tomados en noviembre mostraban que el hueso comenzaba a sanar, por debajo de la sábana la señorita Sasaki podía ver que su pierna izquierda era casi diez centímetros más corta que la derecha y que su pie izquierdo se estaba volteando hacia adentro. A menudo pensaba en el hombre con quien se había comprometido. Alguien le dijo que había regresado del extranjero, y ella se preguntaba qué le habrían dicho sobre sus heridas para mantenerlo alejado de esa forma.
El padre Kleinsorge fue dado de alta en el hospital de Tokio el 19 de diciembre, y tomó un tren hacia su casa. Dos días después, en Yokogawa, la última estación de la ruta antes de Hiroshima, el doctor Fujii abordó ese tren. Era la primera vez que los dos hombres se veían después del bombardeo. Se sentaron juntos. El doctor Fujii dijo que se dirigía a la reunión anual de su familia en el aniversario de la muerte de su padre. Cuando comenzaron a hablar de sus experiencias, el doctor explicó con mucha gracia cómo todos los lugares en que había vivido insistían en caerse a ríos. Entonces le preguntó al padre Kleinsorge cómo se encontraba, y el jesuita habló de su estadía en el hospital. «Los doctores me ordenaron prudencia», dijo. «Me ordenaron tomar una siesta de dos horas cada tarde».
El doctor Fujii dijo: «Es difícil ser prudente en Hiroshima estos días. Todo el mundo parece estar tan ocupado».
Un nuevo gobierno municipal, conformado bajo dirección de un gobierno militar aliado, comenzó por fin a trabajar en el ayuntamiento. Miles y miles de ciudadanos que se habían recuperado de diversos grados de radiotoxemia comenzaban a regresar —para el 1 de noviembre, la población, agolpada principalmente en las calles, era de 137.000, más de un tercio de la cantidad máxima de tiempos de guerra— y el gobierno diseñó todo tipo de proyectos para ponerlos a trabajar en la reconstrucción de la ciudad. Se contrató a hombres que limpiaran las calles, otros que recogieran los trozos de hierro, los clasificaran y apilaran frente al ayuntamiento. Algunos residentes que regresaban se ocuparon de construir sus propias chabolas y cabañas y de plantar junto a ellas pequeños jardines de trigo invernal, pero la ciudad también autorizó y construyó cuatrocientos «barracones» unifamiliares. Los servicios fueron reparados: brillaron de nuevo las luces eléctricas, los tranvías comenzaron a circular y los empleados del acueducto arreglaron setenta mil escapes de agua en la red principal y en las tuberías. Bajo el consejo de un joven y entusiasta oficial del gobierno militar, el teniente John D. Montgomery de Kalamazoo, una Conferencia de Planificación empezó a considerar qué tipo de ciudad debería ser la nueva Hiroshima. La ciudad en ruinas había florecido —y se había vuelto un atractivo blanco militar— básicamente porque se había transformado en uno de los centros de comunicación y de mando militar de Japón, y habría sido cuartel general del Imperio en caso de que las islas hubieran sido invadidas y Tokio tomado. Ahora no habría grandes establecimientos militares para ayudar a revivir la ciudad. La Conferencia de Planificación, sin saber muy bien qué importancia podría ser asignada a Hiroshima, se apoyó en proyectos más bien vagos de pavimentación y de cultura. Se dibujaron mapas con avenidas de 90 metros de ancho y se pensó seriamente en erigir un grupo de edificios como monumento al desastre y en bautizarlos como Instituto Internacional de Concordia. Los expertos de la estadística recopilaron cuantas cifras pudieron acerca de los efectos de la bomba. Informaron que 78.150 personas habían muerto, 13.983 habían desaparecido y 37.425 habían sido heridas. Nadie en el gobierno municipal pretendía que esas cifras fueran exactas —aunque los norteamericanos las aceptaran como oficiales— y a medida que pasaban los meses, y más y más cuerpos eran encontrados bajo las ruinas, y a medida que el número de urnas sin dueño en el templo Zempoji de Koi llegaba al millar, los encargados de las estadísticas comenzaron a decir que al menos cien mil personas habían muerto durante el bombardeo. Puesto que muchos murieron debido a una combinación de causas, era imposible saber cuántos habían muerto debido a cada causa, pero se calculó que alrededor de un veinticinco por ciento murió debido a quemaduras directas provocadas por la bomba, y un veinte por ciento debido a efectos de la radiación. Las estadísticas relacionadas con los daños a la propiedad eran más confiables: de noventa mil edificios, sesenta mil fueron destruidos, y seis mil más recibieron daños irreparables. En el corazón de la ciudad se encontraron sólo cinco edificios que pudieran ser utilizados de nuevo sin reparaciones mayores. La cifra no era en absoluto responsabilidad de defectos en la construcción japonesa. De hecho, desde el terremoto de 1923 las normas de construcción japonesas requerían que el techo de cada gran edificio fuese capaz de soportar una carga mínima de aproximadamente treinta y dos kilos por cien metros cuadrados, mientras que las normas norteamericanas no especifican más que dieciocho kilos por cada cien metros cuadrados.
La ciudad fue invadida por los científicos. Algunos medían la fuerza que había sido necesaria para desplazar lápidas de mármol en los cementerios, para tumbar veintidós de los cuarenta y siete vagones de tren que había en los patios de la estación de Hiroshima, para levantar y mover la calzada de concreto de uno de los puentes y para llevar a cabo otros notables actos de fuerza, y concluyó que la presión ejercida por la explosión varió entre 5.3 y 8 toneladas por metro cuadrado. Otros encontraron que la mica (cuya temperatura de fundición es 900 °C) se había fundido con lápidas de granito a 350 metros del centro; que postes de teléfono fabricados en Cryptomeria japónica, cuya temperatura de carbonización es de 240 °C, se habían carbonizado a 4.000 metros del centro; y que la superficie de las baldosas de cerámica gris que se usaban en Hiroshima, cuya temperatura de fundición es de 1.300 ºC, se había derretido a 600 yardas; y, tras examinar otros restos de cenizas significativos, concluyeron que el calor despedido por la bomba a nivel de la tierra y en el centro del impacto debió de ser de 6.000 °C. Otras mediciones de la radiación —que incluyeron el raspado de desagües y abrevaderos de los techos, en lugares tan apartados como el suburbio de Tasaku, a poco más de 3.000 metros del centro, para obtener fragmentos de fisión— les dieron informaciones mucho más importantes acerca de la naturaleza de la bomba. Los cuarteles centrales del General MacArthur censuraron sistemáticamente toda mención de la bomba en publicaciones científicas japonesas, pero el fruto de los cálculos de los científicos pronto fue del dominio público entre los físicos japoneses, y también entre doctores, químicos, periodistas, profesores y, sin duda, entre los militares y hombres de Estado que estaban aún en actividad. Mucho antes de que se informará al público norteamericano, la mayor parte de los científicos y muchos de los no científicos del Japón sabían —a partir de los cálculos de los físicos nucleares japoneses— que una bomba de uranio había explotado en Hiroshima y otra más poderosa, de plutonio, en Nagasaki. También sabían que una bomba diez o veinte veces más poderosa podía ser desarrollada, por lo menos en teoría. Los científicos japoneses creían saber exactamente a qué altura había explotado la bomba de Hiroshima y el peso aproximado del uranio usado. Calculaban que, incluso en el caso de la bomba primitiva de Hiroshima, para proteger por completo a un ser humano de la radiotoxemia se necesitaba un refugio de concreto de ciento treinta centímetros de grosor. Los científicos consiguieron este y otros detalles que inmediatamente quedaron bajo seguridad en los Estados Unidos, impresos, mimeografiados y encuadernados en libros pequeños. Los norteamericanos sabían de su existencia, pero rastrearlos y asegurarse de que no cayeran en las manos equivocadas obligaría a las autoridades de la ocupación a montar un enorme sistema de policía en Japón, sólo para este propósito. A los científicos japoneses en general les divirtió, de alguna manera, el esfuerzo de sus conquistadores para mantener la seguridad sobre la fisión atómica.
A finales de febrero de 1946, un amigo de la señorita Sasaki buscó al padre Kleinsorge y le pidió que fuera al hospital a visitarla. Ella se estaba sintiendo cada vez más deprimida y mórbida; parecía tener poco interés en la vida. El padre Kleinsorge fue varias veces a verla. En su primera visita mantuvo la conversación a un nivel general, formal y vagamente comprensivo, y no tocó el tema de la religión. Fue la señorita Sasaki quien lo trajo a colación durante la segunda visita. Era evidente que había tenido charlas con un católico. No se anduvo con rodeos para preguntar: «Si su Dios es tan bueno y generoso, ¿cómo puede permitir que la gente sufra de este modo?». Su gesto incluyó a su pie encogido, a los otros pacientes de la sala y al resto de Hiroshima.
«Hija mía», dijo el padre Kleinsorge, «el hombre de ahora no está en la condición que Dios deseaba. Ha caído en desgracia a través del pecado». Y comenzó a explicar las razones de todo.
La señora Nakamura se enteró de que un carpintero de Kabe estaba construyendo una cantidad de chabolas de madera en Hiroshima, y arrendándolas por cincuentas yenes al mes: unos cincuenta centavos de dólar al cambio del momento. La señora Nakamura había perdido los certificados de sus bonos y otros ahorros que había hecho durante la guerra, pero afortunadamente había copiado todos los números días antes de la bomba y había llevado la lista a Kabe, y así, cuando su pelo había crecido lo suficiente para que se sintiera presentable, la señora Nakamura fue a su banco en Hiroshima, y un empleado le dijo que el banco le daría su dinero después de comparar sus números con los registros. Tan pronto como lo recibió, arrendó una de las cabañas del carpintero. Quedaba en Nabori-cho, cerca del emplazamiento de su antigua casa, y aunque su suelo fuera de tierra y estuviera oscuro adentro, la cabaña era al menos un hogar en Hiroshima, y ella no tendría que seguir dependiendo de la caridad de sus suegros. Durante el verano limpió unos destrozos cercanos y sembró un jardín de hortalizas. Cocinaba con utensilios y comía en platos que había escarbado de entre los escombros. Mandó a Myeko al jardín infantil que los jesuitas habían reabierto, y los dos niños mayores asistían a la Escuela Primaria de Nobori-cho, en la cual, a falta de construcciones, las clases se daban al aire libre. Toshio quería ser mecánico, como Hideo Osaki, su héroe. Pero los precios subían; para mitad del verano, los ahorros de la señora Nakamura habían desaparecido. Vendió algunas de sus prendas para comprar comida. Hubo un tiempo en que la señora Nakamura había tenido varios kimonos muy costosos, pero uno fue robado durante la guerra, otro se lo regaló a una hermana que había sido expulsada de Tokuyama por los bombardeos, otros dos los perdió con la bomba de Hiroshima, y ahora tuvo que vender el último. En junio buscó consejo del padre Kleinsorge acerca de cómo sobrevivir, y a principios de agosto todavía estaba considerando las dos posibilidades sugeridas por él: trabajar como empleada doméstica para las fuerzas aliadas de la ocupación o tomar prestada de sus familiares cierta cantidad de dinero, unos quinientos yenes —poco más de treinta dólares— para reparar su oxidada máquina de coser y reiniciar su trabajo como costurera.
Cuando el señor Tanimoto regresó de Shikoku, extendió una tienda sobre el techo dañado de la casa que había arrendado en Ushida. Todavía había goteras en el techo, pero el señor Tanimoto realizaba los servicios en medio del húmedo salón. Comenzó a pensar en recolectar fondos para reparar su iglesia de la ciudad. Se hizo muy amigo del padre Kleinsorge y visitaba con frecuencia a los jesuitas. Envidiaba la riqueza de su iglesia; los jesuitas parecían capaces de hacer lo que quisieran. En cambio, su único material de trabajo era su propia energía, que ya no era la que antes había sido.
La Compañía de Jesús había sido la primera institución en construir una cabaña relativamente permanente sobre las ruinas de Hiroshima. Se había llevado a cabo mientras el padre Kleinsorge estaba en el hospital; tan pronto como regresó comenzó a vivir en la chabola, y en compañía de otro sacerdote, el padre Laderman (que se había unido a la misión), coordinó la compra de tres de los «barracones» estandarizados que la ciudad estaba vendiendo a siete mil yenes la unidad. Hicieron una bonita capilla juntando dos de ellos, y comían en el tercero. Cuando hubo materiales disponibles, encargaron a un contratista que construyera una casa misión de tres pisos exactamente como la que había sido destruida por el fuego. En el complejo los carpinteros cortaban madera, abrían boquetes para las entalladuras, daban forma a los espaldones, tallaban montones de estacas de madera y abrían huecos para ellas, hasta que todas las partes de la casa formaron una pila bien ordenada; entonces, en tres días, armaron la casa entera, como un rompecabezas oriental, sin utilizar ni una puntilla. Al padre Kleinsorge le estaba costando mucho trabajo tomar sus siestas, tal y como lo había previsto el doctor Fujii. Todos los días salía caminando en busca de católicos japoneses y de posibles conversos. A medida que pasaban los meses, empezó a sentirse más y más cansado. En junio leyó un artículo en el Chugoku de Hiroshima que recomendaba a los supervivientes no trabajar demasiado duro, pero ¿qué podía hacer él? En julio ya se sentía agotado, y a principios de agosto, casi exactamente el día del aniversario de la bomba, regresó al Hospital Internacional Católico, en Tokio, para tomarse un mes de descanso.
Las respuestas del padre Kleinsorge a las preguntas de la señorita Sasaki podían ser o no verdades absolutas y definitivas, pero lo cierto fue que parecieron llenarla de fortaleza física. El doctor Sasaki lo notó y felicitó al padre Kleinsorge. Para el 15 de abril la temperatura y la cuenta de glóbulos blancos habían vuelto a la normalidad y la infección de la herida comenzaba a desaparecer; para el 20 casi no había pus, y por primera vez la señorita salió al corredor y dio algunos pasos torpes sobre muletas. Cinco días después, la herida comenzó a sanar, y el último día del mes la señorita fue dada de alta.
A principios del verano se preparó para su conversión al catolicismo. Durante ese tiempo tuvo buenos y malos días. Sufría de depresiones profundas. Sabía que había quedado lisiada para toda la vida. Su prometido nunca vino a verla. No tenía nada que hacer excepto leer y divisar, desde la colina de Koi donde estaba su casa, las ruinas de la ciudad en la que su hermano y sus padres habían muerto. Estaba alterada, y cualquier sonido repentino la hacía llevarse las manos a la garganta. Todavía le dolía la pierna; la señorita Sasaki se la frotaba con frecuencia y le daba palmaditas como consolándola.
Al hospital de la Cruz Roja, volver a la normalidad le tomó seis meses; al doctor Sasaki le tomó incluso más tiempo. Hasta que la energía eléctrica fue reparada en la ciudad, el hospital tuvo que arreglárselas con la ayuda de un generador del ejército japonés instalado en el patio. Todo lo que fuera complicado y esencial —las mesas de operación, las máquinas de rayos X, las sillas de odontología— llegaba de otras ciudades en pequeñas dosis de caridad. En Japón la apariencia es importante, incluso para las instituciones, y mucho antes de que el hospital de la Cruz Roja hubiera recuperado el equipo médico básico, sus directores mandaron levantar una nueva fachada revestida de ladrillo amarillo, así que el hospital se transformó en el edificio más bello de Hiroshima —visto desde afuera, eso sí—. Durante los primeros cuatro meses, el doctor Sasaki fue el único cirujano del hospital, y casi nunca salió del edificio; después, poco a poco, comenzó a recuperar el interés por su propia vida. Se casó en marzo. Recuperó el peso que había perdido, pero su apetito seguía siendo modesto; antes del bombardeo solía comer cuatro bolas de arroz con cada comida, pero un año después sólo era capaz de comer dos. Se sentía cansado constantemente. «Pero tengo que darme cuenta», decía, «de que la comunidad entera se siente cansada».
Un año después de la bomba, la señorita Sasaki había quedado lisiada; la señora Nakamura se encontraba en la indigencia; el padre Kleinsorge estaba de nuevo en el hospital; el doctor Sasaki era incapaz de hacer el trabajo que antes hacía; el doctor Fujii había perdido el hospital de treinta habitaciones que tantos años le costó adquirir, y no tenía planes de reconstruirlo; la iglesia del señor Tanimoto estaba en ruinas, y él ya no contaba con su excepcional vitalidad. Las vidas de estas seis personas, que se contaban entre las más afortunadas de Hiroshima, habían cambiado para siempre. La opinión que cada uno tenía de la experiencia y del uso de bombas atómicas no era la misma, por supuesto. Sin embargo, parecían compartir una forma curiosa y eufórica de espíritu comunitario, algo así como el de los londinenses después del bombardeo de su ciudad: un orgullo por la forma en que ellos y sus conciudadanos habían hecho frente a una dura prueba. Poco antes del aniversario, el señor Tanimoto escribió, en carta a un norteamericano, algunas palabras que expresaban este sentimiento:
¡Qué escena tan desgarradora aquella de la primera noche! A la medianoche llegué a la ribera. Había tanta gente herida en el suelo que me abrí paso caminando sobre ellos. Repitiendo «Disculpe», avancé con una jarra de agua y le daba un vaso de agua a cada uno de ellos. Los heridos levantaban la parte superior del cuerpo y aceptaban el vaso de agua con una venia y bebían en silencio, derramaban los restos y me devolvían la copa con sentida expresión de gratitud, y decían: «Yo no pude ayudar a mi hermana enterrada bajo la casa porque tuve que ocuparme de mi madre que tenía una herida profunda en el ojo y nuestra casa se incendió muy pronto y a duras penas logramos escapar. Mire, he perdido mi hogar, mi familia, y al final yo mismo herido gravemente. Pero ahora yo pongo mi mente a dedicar lo que tengo a completar la guerra por amor de nuestra patria». Así me juraban, incluso las mujeres y los niños hacían lo mismo. Me sentía completamente cansado y me recosté en el suelo entre ellos pero no pude dormir. A la mañana siguiente encontré a muchos de los hombres y mujeres muertos, a quienes había dado agua la noche anterior. Pero, para mi gran sorpresa, nunca escuché que nadie gritara, aunque sufrieran tan grande agonía. Murieron en silencio, sin rencor, apretando los dientes para soportarlo. ¡Todo por la patria!
El doctor Y. Hiraiwa, profesor de la Universidad de Literatura y Ciencia de Hiroshima, y uno de los miembros de mi iglesia, fue sepultado por la bomba bajo los dos pisos de su casa, junto con su hijo, un estudiante de la Universidad de Tokio. Para ambos era imposible moverse bajo la presión del terrible peso. Y la casa se incendió en ese mismo instante. Su hijo le decía: «Padre, poco podemos hacer excepto decidirnos ya y consagrar nuestras vidas a la patria. Cantemos Banzai para el Emperador». Entonces el padre siguió al hijo, «Tenno heika, Banzai, Banzai, Banzai!». En el resultado, según dijo el doctor Hiraiwa, «es extraño decirlo, pero me sentí calmado y lúcido y en espíritu de paz en mi corazón, cuando canté Banzai para Tenno». Después su hijo salió y escarbó y sacó a su padre y así se salvaron. Pensando en su experiencia de ese momento el doctor Hiraiwa repetía: «¡Qué fortunados que somos japoneses! Fue la primera vez que probé el gusto de un espíritu tan bello, cuando decidí morir por nuestro Emperador».
La señorita Kayoko Nobutoki, estudiante de una escuela para chicas, Hiroshima Jazabuin, y además hija de un miembro de mi iglesia, estaba descansando con sus amigas junto a la pesada cancela del templo budista. Cuando cayó la bomba atómica, la cancela cayó sobre ellas. No podían moverse ni un poco bajo esa cancela tan pesada y entonces entró el humo incluso por las grietas y ahogaba su respiración. Una de las chicas comenzó a cantar Kimi ga yo, himno nacional, y otras le hicieron coro y murieron. Mientras tanto una de ellas encontró una grieta y se esforzó por salir. Cuando la llevaron al hospital de la Cruz Roja contó cómo habían muerto sus compañeras, rastreando con su memoria el canto en coro del himno nacional. Tenían sólo 13 años de edad.
Sí, la gente de Hiroshima murió valientemente en el bombardeo atómico, confiando en que lo hacían por amor del Emperador.
Una cantidad sorprendente de habitantes de Hiroshima mantuvo una cierta indiferencia frente a la ética del uso de la bomba. Era posible que se sintieran demasiado aterrorizados incluso para pensar en ella. No fueron muchos los que se molestaron en averiguar siquiera cuál era su aspecto. Era típica la concepción —y el respetuoso miedo— que la señora Nakamura tenía de ella. «La bomba atómica», decía cuando se le preguntaba al respecto, «es del tamaño de una cajetilla de fósforos. El calor que desprende es seis mil veces mayor que el del sol. Explotó en el aire. Dentro de ella hay algo de radio. No sé bien cómo funciona, pero cuando el radio se une, la bomba explota». En cuanto al uso de la bomba, decía: «Estábamos en guerra y teníamos que estar preparados». Y añadía: «Shikata ga nai», una expresión japonesa equivalente a la palabra rusa nichevo, «Nada que hacer, mala suerte», y tan común como ella. Una tarde, el doctor Fujii dijo al padre Kleinsorge aproximadamente lo mismo, y en alemán: «Da ist nichts zu machen. No hay nada que hacer al respecto».
Y sin embargo muchos ciudadanos de Hiroshima continuaron sintiendo hacia los norteamericanos un odio imborrable. «Veo», dijo una vez el doctor Sasaki, «que están llevando a cabo un juicio contra los criminales de guerra en Tokio. Me parece que deberían juzgar a quienes decidieron que la bomba fuera arrojada, y deberían ahorcarlos a todos».
El padre Kleinsorge y los otros jesuitas alemanes, de quienes se esperaba que, como extranjeros, tuvieran un punto de vista relativamente imparcial, discutían a menudo la ética implícita en el uso de la bomba. Uno de ellos, el padre Siemes, que se encontraba en Nagatsuka en el momento del ataque, escribió en un informe para la Santa Sede en Roma: «Para algunos de nosotros, la bomba tiene la misma categoría que el gas venenoso, y nos oponíamos a su utilización contra la población civil. Otros opinaban que en una guerra total, como la que estaba llevando a cabo Japón, no había diferencia entre civiles y soldados, y que la bomba en sí misma era una fuerza efectiva capaz de terminar con el derramamiento de sangre al advertir a Japón que debía rendirse y evitar así la destrucción total. Parece lógico que aquel que apoya los principios de una guerra total no puede quejarse de una guerra contra los civiles. El meollo del asunto es si resulta justificable una guerra total en su forma presente, aun cuando sirve a un propósito justo. ¿Acaso no tiene como consecuencia un mal material y espiritual que por mucho excede cualquier bien que se logre? ¿Cuándo nos darán nuestros moralistas una clara respuesta al respecto?».
Sería imposible saber qué horrores quedaron grabados en la memoria de los niños que vivieron el día del bombardeo de Hiroshima. Superficialmente, sus recuerdos, meses después del desastre, parecían ser los de una excitante aventura. Toshio Nakamura, que tenía diez años en el momento de la bomba, fue capaz muy pronto de hablar con libertad, incluso con desparpajo, acerca de la experiencia, y algunas semanas antes del aniversario escribió, para su profesor de la Escuela Primaria de Nobori-cho, un ensayo en el cual se ceñía a los hechos: «El día antes de la bomba fui a nadar un rato. En la mañana estaba comiendo cacahuetes. Vi una luz. Caí sobre el lugar donde dormía mi hermana pequeña. Cuando nos salvaron, yo sólo alcanzaba a ver hasta el tranvía. Mi madre y yo comenzamos a empacar nuestras cosas. Los vecinos caminaban por ahí heridos y sangrando. Hataya-san me dijo que huyera con ella. Dije que quería esperar a mi madre. Fuimos al parque. Hubo un torbellino. En la noche se quemó un tanque de gas y yo vi el reflejo en el río. Pasamos una noche en el parque. Al día siguiente fui al puente Taiko y me encontré con mis amigas Kikuki y Murakami. Buscaban a sus madres. Pero la madre de Kikuki estaba herida y la madre de Murakami, lamentablemente, estaba muerta».