EL FUEGO
Inmediatamente después de la explosión, tras escapar corriendo de la propiedad de Matsui y de haber visto con asombro los soldados sangrando en la boca del refugio, el reverendo Kiyoshi Tanimoto se unió a una anciana que caminaba, sola y aturdida, sosteniéndose la cabeza con la mano izquierda, llevando sobre su espalda a un niño de tres o cuatro años y gritando: «¡Estoy herida! ¡Estoy herida! ¡Estoy herida!». El señor Tanimoto cargó al niño, tomó de la mano a la mujer y la condujo a través de una calle oscurecida por lo que parecía ser una columna de polvo del lugar. Llevó a la mujer a una escuela de gramática no lejos de allí, previamente designada para servir como hospital en caso de emergencia. Mediante esta acción servicial, el señor Tanimoto se liberó del miedo. En la escuela lo sorprendió encontrar vidrios en el suelo y cincuenta o sesenta personas esperando ya para ser atendidas. Pensó que, aunque la sirena de despeje había sonado y no se habían escuchado aviones, varias bombas debieron de ser arrojadas. Recordó un pequeño montículo en el jardín del hombre de los rayones desde el cual se podía ver todo Koi —de hecho, toda Hiroshima— y corrió de vuelta a la propiedad.
Desde el montículo, el señor Tanimoto vio un panorama que lo dejó estupefacto. No sólo una zona de Koi, como había creído, sino también la parte entera de Hiroshima que podía ver a través del aire turbio despedían un miasma denso y espantoso. Aquí y allá, macizos de humo habían comenzado a abrirse paso a través del polvo. Se preguntó cómo daños semejantes podían haber salido de un cielo silencioso; incluso unos pocos aviones volando alto hubieran sido detectados. Las casas vecinas se quemaban; cuando comenzaron a caer gotas de agua del tamaño de una canica, el señor Tanimoto creyó que venían de las mangueras de los bomberos que luchaban contra el incendio. (En realidad, eran gotas de humedad condensada que caían de la turbulenta torre de polvo, aire caliente y fragmentos de fisión que ya se había elevado varios kilómetros sobre Hiroshima).
El señor Tanimoto se alejó de la escena cuando escuchó que lo llamaba el señor Matsuo, preguntando si se encontraba bien. El señor Matsuo había permanecido a salvo, protegido por la ropa de cama, dentro de la casa que se caía, y había conseguido abrirse paso hacia fuera. El señor Tanimoto apenas contestó. Pensaba en su esposa y su bebé, su iglesia, su hogar, sus parroquianos, todos hundidos en aquella oscuridad horrible. Una vez más comenzó a correr de miedo: pero esta vez corría hacia la ciudad.
Después de la explosión, la señora Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre, salió con gran esfuerzo de entre las ruinas de su casa, y al ver a Myeko, la menor de sus tres hijos, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse, se arrastró entre los escombros y empezó a tirar de maderos y a arrojar baldosas en un esfuerzo por liberar a la niña. Entonces escuchó dos voces pequeñas que parecían venir de cavernas profundas: «Tasukete! Tasukete! ¡Auxilio! ¡Auxilio!». Pronunció los nombres de su hijo de diez años, de su hija de ocho: «¡Toshio! ¡Yaeko!».
Las voces que venían de abajo respondieron.
La señora Nakamura abandonó a Myeko, que al menos podía respirar, y frenéticamente lanzó los destrozos por los aires. Los niños habían estado durmiendo a más de tres metros el uno del otro, pero ahora sus voces parecían provenir del mismo lugar. El niño, Toshio, tenía al parecer cierta libertad de movimiento, porque su madre lo podía escuchar socavando la montaña de madera y baldosas al tiempo que ella trabajaba desde arriba. Cuando por fin lo vio, se apresuró a tomarlo de la cabeza para sacarlo. Un mosquitero se había enredado intrincadamente en sus pies como si alguien los hubiera envuelto con cuidado. Dijo que había saltado por los aires a través de la habitación, y que bajo los escombros había permanecido sobre su hermana Yaeko. Ahora ella decía, desde abajo, que no podía moverse porque había algo sobre sus piernas. Escarbando un poco más, la señora Nakamura abrió un hueco encima de la niña y empezó a tirar de su brazo, «Itai! ¡Duele!», exclamó Yaeko. La señora Nakamura gritó: «No hay tiempo de ver si duele o no», y jaló a la niña entre lloriqueos. Entonces liberó a Myeko. Los niños estaban sucios y magullados, pero no tenían ni una cortada, ni un rasguño.
La señora Nakamura los sacó a la calle. No tenían nada puesto, salvo sus interiores, y, aunque el día era cálido, confusamente se preocupó de que fueran a pasar frío, así que regresó a los destrozos y hurgó en ellos buscando un atado de ropas que había empacado para una emergencia, y vistió a los niños con pantalones, camisas, zapatos, cascos de algodón para bombardeos llamados bokuzuki e incluso, absurdamente, con abrigos. Los niños estaban callados, salvo Myeko, la de cinco años, que no paraba de hacer preguntas: «¿Por qué se ha hecho de noche tan temprano? ¿Por qué se ha caído nuestra casa? ¿Qué ha pasado?». La señora Nakamura, que ignoraba qué había pasado (¿acaso no había sonado la sirena de despeje?), miró a su alrededor y a través de la oscuridad vio que todas las casas de su barrio se habían derrumbado. La casa vecina, la que estaba siendo demolida por su dueño para abrir un carril cortafuegos, había sido completamente demolida (si bien de forma algo rudimentaria); el dueño, que había querido sacrificar su hogar por la comunidad, yacía muerto. La señora Nakamoto, esposa del jefe de la Asociación de Vecinos local, cruzó la calle hacia ella con la cabeza cubierta de sangre, y dijo que su niño tenía cortes graves; ¿tenía la señora Nakamura algún tipo de vendas? La señora Nakamura no tenía vendas, pero volvió a los restos de su casa y sacó de entre los escombros una tela blanca que había utilizado en su trabajo como costurera, la cortó en tiras y se la dio a la señora Nakamoto. Al buscar la tela, vio por casualidad su máquina de coser; regresó por ella y la arrastró afuera. Pero, como era evidente, no pudo llevarla consigo, así que arrojó el símbolo de su sustento en el recipiente que durante semanas había sido el símbolo de su seguridad: un tanque de agua enfrente de su casa, el tipo de tanque que se le había ordenado construir a todas las familias en previsión de un probable ataque aéreo.
La señora Hataya, una vecina nerviosa, le propuso a la señora Nakamura escapar hacia los bosques del parque Asano, una propiedad junto al río Kyo perteneciente a la familia Asano, los adinerados dueños de la línea de vapores Kisen Kaisha. El parque había sido señalado como zona de evacuación para su vecindario. Pero la señora Nakamura había visto un incendio en una ruina cercana (excepto en el centro, donde la bomba había causado algunos incendios, casi todas las conflagraciones en Hiroshima fueron causadas por destrozos inflamables que caían sobre estufas y cables eléctricos), y sugirió acudir a apagarlo. La señora Hataya dijo: «No seas tonta. ¿Y si vienen más aviones y arrojan más bombas?». Así que la señora Nakamura se dirigió al parque con sus hijos y la señora Hataya, llevando su atado de ropa de emergencia, una sábana, un paraguas y una maleta de cosas que había escondido en su refugio antiaéreo. Al pasar junto a varias de las ruinas alcanzaron a escuchar gritos ahogados de auxilio. El único edificio que estaba aún de pie era la casa de la misión jesuita, que quedaba junto al jardín infantil católico al cual la señora Nakamura había enviado a Myeko durante largo tiempo. Al pasar junto al edificio vio al padre Kleinsorge salir corriendo, en calzoncillos cubiertos de sangre y con una maleta pequeña en la mano.
Justo después de la explosión, mientras el padre Wilhelm Kleinsorge, S. J., deambulaba por el jardín en ropa interior, el padre superior La Salle apareció desde una esquina del edificio a oscuras. Su cuerpo, y en particular su espalda, sangraban; el resplandor lo había hecho darse la vuelta, y trozos de cristal de su ventana salieron disparados sobre él. El padre Kleinsorge, todavía perplejo, alcanzó a preguntar: «¿Dónde están todos?». Entonces aparecieron los otros dos sacerdotes que vivían en la misión —el padre Cieslik, ileso, sostenía al padre Schiffer, muy pálido y cubierto por la sangre que manaba de un corte en su oreja izquierda—. El padre Cieslik estaba bastante orgulloso de sí mismo: después del resplandor se había protegido bajo el marco de una puerta —el lugar que, según había pensado previamente, sería el más seguro del edificio—, y la explosión no le causó heridas. El padre La Salle le dijo al padre Cieslik que llevara al padre Schiffer a un doctor antes de que muriera desangrado, y sugirió dos posibilidades: el doctor Kanda, que vivía en la esquina, o el doctor Fujii, a seis calles de allí. Los dos hombres salieron del complejo y caminaron calle arriba.
La hija del señor Hoshijima, catequista de la misión, corrió a buscar al padre Kleinsorge y le dijo que su madre y su hermana estaban enterradas bajo las ruinas de su casa, detrás del complejo jesuita, y al mismo tiempo los sacerdotes se percataron de que la casa de la profesora del jardín infantil, al frente del complejo, le había caído encima a su propietaria. Mientras el padre La Salle y la señora Murata, el ama de llaves de la misión, sacaban a la profesora de entre los escombros, el padre Kleinsorge se dirigió a la casa del catequista y empezó a quitar cosas de la parte superior de la pila. No salía sonido alguno de debajo; estaba seguro de que las Hoshijima estaban muertas. Por fin, bajo lo que había sido una parte de la cocina, vio la cabeza de la señora Hoshijima. Empezó a tirarla de los cabellos, convencido de que estaba muerta, pero de repente ella gritó: «Itai! Itai! ¡Duele! ¡Duele!». Escarbó un poco más y logró sacarla. También logró encontrar a su hija entre los escombros y la liberó. Ninguna de las dos tenía heridas graves.
Junto a la misión, un baño público se había incendiado; pero, puesto que allí el viento soplaba del sur, los sacerdotes confiaron en que la casa se salvaría. Como medida de precaución, sin embargo, el padre Kleinsorge entró a buscar algunas cosas que quería rescatar. Su habitación estaba en un estado de extraña, ilógica confusión. Un botiquín de primeros auxilios colgaba de un gancho en la pared, tal cual había estado siempre; pero sus ropas, que colgaban de otros ganchos cercanos, habían desaparecido. Su escritorio estaba roto en pedazos y desparramado por la habitación, pero una simple maleta de papier-mâché que había escondido bajo el escritorio estaba al lado de la puerta, donde no hubiera podido no verla, con la manija hacia arriba y sin un rasguño. Después, el padre Kleinsorge empezó a considerar estos hechos como una especie de interferencia divina, en cuanto a que la maleta contenía su breviario, los libros de contabilidad de la diócesis entera y una considerable cantidad de dinero en efectivo perteneciente a la misión y del cual él era responsable. Salió corriendo de la casa y depositó la maleta en el refugio antiaéreo de la misión.
Más o menos al mismo tiempo, el padre Cieslik y el padre Schiffer —de cuya herida todavía salía sangre a borbotones— regresaron diciendo que la casa del doctor Kanda estaba en ruinas y que el fuego les había impedido salir de lo que parecía ser el círculo local de destrucción para llegar al hospital privado del doctor Fujii, sobre la orilla del río Kyo.
El hospital del doctor Masakazu Fujii ya no estaba sobre la orilla del río Kyo; estaba dentro del río. Tras la caída, el doctor Fujii quedó tan estupefacto y aprisionado tan firmemente entre las vigas que tenía sobre el pecho que al principio fue incapaz de moverse, y durante veinte minutos se quedó allí, en medio de la mañana oscurecida. Entonces algo se le ocurrió —que muy pronto la corriente entraría por los estuarios y su cabeza quedaría sumergida—, y esto lo llenó de energía temerosa; se volteó, retorció y ejerció tanta fuerza como pudo (aunque su brazo izquierdo, debido al dolor en el hombro, no le servía de nada), y poco después ya se había liberado de la tenaza. Tras un rato de descanso escaló la pila de maderos y, al encontrar uno que se inclinaba hacia la orilla, trepó, adolorido, sobre él.
El doctor Fujii estaba en ropa interior, y ahora se encontraba sucio y empapado. Su camiseta interior estaba rota, y había sangre resbalando desde heridas graves en el mentón y en la espalda. Confundido, salió al puente Kyo, junto al cual había estado su hospital. El puente no se había caído. Sin sus lentes, el doctor lograba ver poco más que borrones, pero veía lo suficiente como para sorprenderse de la cantidad de casas caídas que había alrededor. Sobre el puente se encontró con un amigo, un doctor llamado Machii, y le preguntó desconcertado: «¿Qué crees que fue?».
El doctor Machii dijo: «Debió de ser un Molotoffano hanakago», una canasta de flores Molotov, delicado nombre japonés para la «canasta de pan» o bomba de dispersión automática.
Al principio el doctor Fujii podía ver dos incendios, uno cruzando el río desde el terreno de su hospital y el otro bastante lejos hacia el sur. Pero al mismo tiempo, el doctor y su amigo observaron algo que los dejó perplejos y que, en tanto que médicos, discutieron: aunque todavía hubiera pocos incendios, gente herida atravesaba el puente en un interminable desfile de miseria, y muchos de ellos presentaban quemaduras terribles en la cara y en las manos. «¿A qué crees que se deba?», preguntó el doctor Fujii. Incluso una hipótesis era suficiente ese día para reconfortarlos, y el doctor Machii se apegó a ello. «Quizá fue una canasta Molotov», dijo.
No había soplado la brisa esa madrugada (cuando el doctor Fujii había llegado a la estación a despedir a su amigo) pero ahora soplaban vientos rápidos en todas las direcciones; aquí, en el puente, el viento soplaba del este. Brotaban nuevos fuegos y se propagaban con velocidad, y en poco tiempo ráfagas terribles de aire caliente y lluvias de ceniza hicieron que permanecer sobre el puente fuera imposible. El doctor Machii corrió hacia el lado opuesto del río y por una calle que aún no se había encendido. El doctor Fujii descendió al río y se refugió en el agua bajo el puente, donde una veintena de personas —entre ellas sus sirvientes, que habían escapado de los destrozos— ya se habían refugiado. Desde allí, el doctor Fujii vio a una enfermera colgando por las piernas de los maderos de su hospital, y otra inmovilizada dolorosamente por un madero que había sobre su pecho. Reclutó a varios ayudantes y liberó a ambas. Por un momento creyó escuchar la voz de su sobrina, pero no pudo encontrarla; nunca volvió a verla. Cuatro de sus enfermeras y dos de sus pacientes también murieron. El doctor regresó al agua y esperó a que el fuego cediera.
La suerte que corrieron los doctores Fujii, Kanda y Machii —y, puesto que sus casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médicos y cirujanos de Hiroshima—, con sus oficinas y hospitales destruidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos incapacitados en grados diversos, explicó las razones de que después de la explosión se haya dejado de atender a tantos heridos que hubiesen podido sobrevivir, pero murieron. De ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco murieron, y los demás estaban heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado heridas para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, sólo seis doctores de treinta eran capaces de trabajar, lo mismo que sólo diez enfermeras entre más de doscientas. El único médico ileso del personal de la Cruz Roja era el doctor Sasaki. Tras la explosión, se apresuró a la despensa para buscar vendajes. Como todas las que había visto mientras corría por el hospital, esta habitación estaba en total caos: botellas de medicina despedidas desde las estanterías y rotas, ungüentos salpicados sobre las paredes, instrumentos desparramados por todas partes. Cogió varios vendajes y una botella de mercurocromo que no estaba rota, volvió a la sala de cirugía y vendó sus heridas. Entonces salió al corredor y comenzó a parchar a los pacientes heridos, a las enfermeras y a los doctores. Pero cometía tantos errores que tomó un par de lentes de la cara de una enfermera herida, y, aunque sólo compensaban parcialmente los defectos de su visión, eran mejor que nada. (Habría de depender de ellos durante más de un mes).
El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a aquellos que tuviera más cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con las excoriaciones y las laceraciones que la mayoría de pacientes había sufrido, el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el doctor comenzó a postergar a los heridos más leves; decidió que lo único que podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada. Poco después había pacientes acuclillados sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas las otras habitaciones, y en los corredores, y en las escaleras, y en el zaguán de entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las escaleras de piedra del frente, y en la entrada y en el patio, y sobre varias manzanas en ambas direcciones de la calle. Los heridos ayudaban a los mutilados; familias desfiguradas se apoyaban entre ellas. Muchos vomitaban. Numerosas alumnas —algunas de aquellas que habían salido de sus clases para trabajar en la apertura de corredores cortafuegos— llegaban al hospital arrastrándose. En una ciudad de doscientos cuarenta y cinco mil, cerca de cien mil personas habían muerto o recibido heridas mortales de un solo golpe; cien mil más estaban heridas. Al menos diez mil de los heridos se las arreglaron para llegar al mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura de semejante invasión, pues tenía sólo seiscientas camas, y todas estaban ocupadas. En la multitud sofocante del hospital los heridos lloraban y gritaban, buscando ser escuchados por el doctor Sasaki: «¡Sensei! ¡Doctor!». Los más leves se acercaban a él y tiraban de su manga para que fuera a atender a los más graves. Arrastrado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por la cantidad de gente, pasmado ante tanta carne viva, el doctor Sasaki perdió por completo el sentido del oficio y dejó de comportarse como un cirujano habilidoso y un hombre comprensivo; se transformó en un autómata que mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba.
Algunos de los heridos de Hiroshima no pudieron disfrutar del cuestionable lujo de la hospitalización. En lo que había sido la oficina de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, la señorita Sasaki yacía inconsciente, aplastada por la tremenda pila de libros, madera, hierro corrugado y yeso. Permaneció completamente inconsciente (según calculó después) durante unas tres horas. Su primera sensación fue de un terrible dolor en la pierna izquierda. Estaba tan oscuro debajo de los libros y los desechos que la frontera entre conciencia e inconsciencia era muy tenue; debió de cruzarla varias veces, porque el dolor parecía ir y venir. En los momentos de dolor más agudo, sentía que le habían cortado la pierna por debajo de la rodilla. Después, escuchó que alguien caminaba sobre los destrozos, encima de ella, y voces de angustia comenzaron a gritar a su alrededor: «¡Auxilio, por favor! ¡Sáquennos de aquí!».
Con algunas vendas que el doctor Fujii le había dado unos días antes, el padre Kleinsorge paró como pudo el sangrado de la herida del padre Schiffer. Cuando terminó, corrió a la misión y encontró la chaqueta de su uniforme militar y un viejo par de pantalones grises. Se los puso y salió. Una vecina se le acercó corriendo y le dijo que su marido estaba enterrado bajo su casa y su casa se incendiaba; el padre Kleinsorge tenía que venir a salvarlo.
El padre Kleinsorge, que ya comenzaba a sentirse apático y aturdido por los disgustos acumulados, dijo: «No tenemos mucho tiempo». A su alrededor las casas se quemaban, y el viento soplaba con fuerza. «¿Sabe exactamente en qué parte de la casa se encuentra enterrado?», preguntó.
«Sí, sí», dijo ella. «Venga, dese prisa».
Dieron la vuelta a la casa, cuyos restos llameaban con violencia, pero cuando llegaron resultó que la mujer no tenía idea alguna de dónde estaba su marido. El padre Kleinsorge gritó varias veces: «¿Hay alguien ahí?». No hubo respuesta. El padre Kleinsorge dijo a la mujer: «Tenemos que irnos o moriremos todos». Regresó al complejo católico y le dijo al Padre Superior que el fuego se acercaba llevado por un viento que había cambiado de dirección y ahora soplaba del norte; era tiempo de que todos se fueran.
En ese instante, la profesora del jardín infantil señaló al señor Fukai, secretario de la diócesis, que estaba de pie junto a su ventana del segundo piso, de cara al lugar de la explosión, llorando. El padre Cieslik, pensando que las escaleras del edificio habían quedado inservibles, corrió a la parte trasera de la misión para buscar una escalera de mano. Escuchó gritos de ayuda que venían desde abajo de un techo caído. Pidió ayuda para levantarlo a los transeúntes que corrían por la calle, pero nadie le hizo caso, y tuvo que dejar que los enterrados murieran. El padre Kleinsorge entró corriendo a la misión, subió con dificultad por las escaleras torcidas y cubiertas de yeso y madera, y llamó al señor Fukai desde la puerta de su habitación.
El señor Fukai, un hombre pequeño de unos cincuenta años, se volvió lentamente y dijo, con una mirada extraña: «Déjeme aquí».
El padre Kleinsorge entró en la habitación, tomó al señor Fukai por el cuello de su abrigo y le dijo: «Venga conmigo o morirá».
«Déjeme morir aquí», dijo el señor Fukai.
El padre Kleinsorge comenzó a empujar y a arrastrar al señor Fukai para sacarlo de la habitación. Entonces llegó el estudiante de teología, tomó al señor Fukai por los pies y el padre Kleinsorge lo tomó de los hombros, y juntos lo cargaron escaleras abajo. «¡No puedo caminar!», gritó el señor Fukai. «¡Déjenme aquí!». El padre Kleinsorge tomó su maleta de dinero y llevó al señor Fukai a cuestas, y el grupo se dirigió a la Plaza de Armas del Oriente, el «área de refugio» de su barrio. Al cruzar el portón el señor Fukai daba golpes de niño pequeño sobre la espalda del padre Kleinsorge y decía: «No me iré. No me iré». El padre Kleinsorge se dio vuelta hacia el padre La Salle y, sin que viniera al caso, le dijo: «Hemos perdido todo lo que teníamos, salvo el sentido del humor».
La calle estaba atestada con partes de casas, con cables y postes de teléfono caídos. Cada dos o tres casas les llegaban las voces de gente enterrada y abandonada que invariablemente gritaba, con cortesía formal: «Tasukete kure! ¡Auxilio, si son tan amables!». Los sacerdotes reconocieron varias ruinas: eran hogares de amigos, pero debido al fuego era ya demasiado tarde para ayudar. Durante todo el camino el señor Fukai se quejaba: «Dejen que me quede». El grupo dobló a la derecha al llegar a una manzana de casas caídas que formaba una gran llamarada. En el puente Sakai, que les permitiría cruzar hacia la Plaza de Armas del Oriente, vieron que la comunidad entera del otro lado del río era una cortina de fuego; no se atrevieron a cruzar y decidieron refugiarse en el parque Asano, a su izquierda. El padre Kleinsorge, que en los últimos días se había sentido debilitado por la diarrea, comenzó a trastabillar bajo el peso de su quejumbrosa carga, y, mientras intentaba escalar los destrozos de varias casas que bloqueaban su camino al parque, se tropezó, dejó caer al señor Fukai, y se fue de bruces contra el borde del río. Cuando logró levantarse, vio al señor Fukai escapar corriendo. El padre Kleinsorge llamó a doce soldados que estaban junto al puente para que detuvieran a aquel hombre. Cuando comenzó a regresar para buscar al señor Fukai, lo llamó el padre La Salle: «¡Apúrese! ¡No pierda tiempo!». Así que el padre Kleinsorge se limitó a pedirle a los soldados que cuidaran del señor Fukai. Dijeron que lo harían, pero el destrozado hombrecito logró escapar, y la última vez que los sacerdotes lo vieron estaba corriendo hacia el fuego.
El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta: la autopista Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la piel les colgaba de la cara y de las manos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados en el aire, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones: tiras de ropa interior y suspensorios, y, sobre la piel de algunas mujeres —puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel— se veían las formas de las flores de sus kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin expresión alguna en el rostro.
Tras cruzar el puente Koi y el puente Kannon, después de haber corrido todo el camino, el señor Tanimoto vio al aproximarse al centro que todas las casas habían sido aplastadas y muchas estaban en llamas. Los árboles no tenían hojas y sus troncos estaban carbonizados. El señor Tanimoto trató en diversos puntos de penetrar las ruinas, pero las llamas siempre lo detuvieron. Bajo muchas casas la gente pedía ayuda a gritos, pero nadie ayudaba; en general, los supervivientes ayudaban a sus familiares o vecinos más próximos, porque no podían ni tolerar ni comprender un círculo de miseria más amplio. Los heridos pasaban cojeando junto a los gritos, y el señor Tanimoto pasó corriendo junto a ellos. Como cristiano, se sintió lleno de compasión por los que estaban atrapados, y como japonés se sintió abrumado por la vergüenza de estar ileso, y rezaba mientras corría: «Dios los ayude y los saque del fuego».
Pensó que bordearía el fuego por la izquierda. Corrió de vuelta al puente Kannon y durante un tramo siguió el recorrido de uno de los ríos. Ensayó varias calles transversales, pero todas estaban bloqueadas; así que dobló a la izquierda y empezó a correr hacia Yokogawa, una estación sobre una línea ferroviaria que le daba la vuelta a la ciudad en un amplio semicírculo, y siguió los rieles hasta llegar a un tren incendiado. Para entonces estaba tan impresionado por la vastedad del daño que corrió más de tres kilómetros hacia el norte, hacia Gion, un suburbio al pie de las colinas. Durante todo el camino se cruzó con gente terriblemente quemada y lacerada, y era tanta su culpa que se volteaba a derecha y a izquierda para decirles: «Perdonen que no lleve una carga como la suya». Cerca de Gion empezó a encontrar gente de campo que se dirigía a la ciudad para prestar su ayuda y que al verlo exclamaron: «¡Miren! Uno que no está herido». En Gion, se abrió pasó hacia la orilla derecha del río principal, el Ota, y siguió su curso hasta encontrar incendios de nuevo. No había fuego en el otro lado del río, así que se quitó la camisa y los zapatos y se zambulló. A medio camino, donde era más fuerte la corriente, el cansancio y el miedo le dieron alcance —había corrido unos once kilómetros—, y su cuerpo se volvió fláccido y se dejó llevar por el agua. «Por favor, Dios, ayúdame a cruzar», rezó. «Sería absurdo que me ahogara, yo que soy el único que no está herido». Dio unas brazadas más y logró llegar a un banco de arena río abajo.
El señor Tanimoto subió por el banco de arena y lo bordeó hasta que encontró fuego de nuevo, junto a un templo Shinto; al darse vuelta para flanquearlo se topó, en un golpe de suerte increíble, con su esposa. Ella llevaba a su niña en brazos. El señor Tanimoto estaba emocionalmente tan agotado que nada podía sorprenderlo. No abrazó a su esposa; simplemente le dijo: «Ah, estás a salvo». Ella le contó que había regresado de Ushida justo a tiempo para la explosión; había quedado enterrada bajo la parroquia con el bebé en sus brazos. Contó cómo los destrozos la habían aplastado, cómo había llorado la niña. Había visto una grieta de luz y con una mano la alcanzó y la fue agrandando poco a poco. Después de una media hora, le llegó el chisporroteo de la madera quemándose. Al fin logró ampliar la apertura lo suficiente para sacar al bebé, y enseguida salió también ella, arrastrándose. Dijo que ahora se dirigía de nuevo a Ushida. El señor Tanimoto dijo que quería ver su iglesia y ayudar a la gente de la Asociación de Vecinos. Se separaron tan casualmente —y tan perplejos— como se habían encontrado.
La ruta que siguió el señor Tanimoto alrededor del fuego lo llevó a la Plaza de Armas del Oriente, la cual, al ser una zona de evacuación, era ahora escenario de una situación truculenta: fila tras fila de quemados y ensangrentados. Los quemados gemían: «Mizu, mizu! ¡Agua, agua!». El señor Tanimoto encontró un tazón en una calle vecina y localizó una llave de agua que todavía funcionaba en la estructura aplastada de una casa, y comenzó a llevar agua a los desconocidos. Cuando hubo dado de beber a unos treinta de ellos, se percató de que aquello le tomaba demasiado tiempo. «Discúlpenme», dijo en voz alta a los que ya alargaban la mano hacia él gritando de sed. «Tengo mucha gente que cuidar». Entonces fue de nuevo al río, con el tazón en la mano, y saltó a un banco de arena. Allí vio a cientos de personas tan gravemente heridas que no podían ponerse de pie para alejarse de la ciudad en llamas. Cuando veían a un hombre ileso y erguido, el canto comenzaba de nuevo: «Mizu, mizu, mizu». El señor Tanimoto no podía soportarlo; les llevó agua del río, lo cual fue un error, pues eran aguas turbias y salobres. Dos o tres botes pequeños llevaban a los heridos a través del río desde el parque Asano, y, cuando uno de ellos llegó al banco de arena, el señor Tanimoto pronunció de nuevo su discurso arrepentido y se subió al bote. En el parque, entre la maleza, encontró a varios de sus cargos de la Asociación de Vecinos, que habían llegado allí siguiendo sus instrucciones, y vio a muchos conocidos, entre ellos el padre Kleinsorge y los demás católicos. Pero echó en falta a Fukai, que había sido un buen amigo suyo. «¿Dónde está Fukai-san?».
«No ha querido venir con nosotros», dijo el padre Kleinsorge. «Se ha regresado».
Cuando la señorita Sasaki escuchó las voces de quienes estaban atrapados con ella en las ruinas de la fábrica de estaño, empezó a hablarles. Descubrió que su vecino más próximo era una joven estudiante de bachillerato que había sido preparada para trabajos de fábrica, y que decía tener la espalda rota. La señorita Sasaki repuso: «Yo no me puedo mover. Me han amputado la pierna izquierda».
Poco tiempo después volvió a oír que alguien caminaba por encima, enseguida se movía hacia un lado y —quien quiera que fuese— empezaba a escarbar. El excavador liberó a varias personas, y cuando hubo descubierto a la estudiante, ella descubrió que su espalda no estaba rota, y que podía arrastrarse hacia fuera. La señorita Sasaki le habló al socorrista, y él empezó a abrirse paso hacia ella. Quitó una buena cantidad de libros hasta que logró abrir un túnel. Ella vio entonces la cara sudorosa que le dijo: «Salga, señorita». Lo intentó. «No puedo moverme», dijo. El hombre excavó un poco más y le dijo que intentara salir con todas sus fuerzas. Pero los libros sobre sus caderas eran muy pesados, y el hombre acabó por ver que una estantería se inclinaba sobre los libros y una viga pesada hacía presión sobre la estantería. «Espere», dijo entonces. «Voy a buscar una palanca».
El hombre estuvo ausente un buen tiempo, y estaba de mal humor cuando regresó, como si la situación de la señorita Sasaki fuera culpa de ella. «¡No tenemos personal para ayudarla!», le gritó a través del túnel. «Tendrá que arreglárselas usted misma para salir».
«Es imposible», dijo ella. «Mi pierna izquierda…». Pero el hombre ya se había ido.
Mucho después, varios hombres llegaron y la arrastraron fuera. Su pierna izquierda no había sido amputada, pero tenía cortes graves y colgaba, torcida, de la rodilla hacia abajo. La llevaron a un patio. Llovía. Ella se sentó sobre la tierra, bajo la lluvia. Cuando empezó a llover más fuerte, alguien dio instrucciones a los heridos para que se protegieran en los refugios antiaéreos de la fábrica. «Venga», le dijo una mujer desgarrada. «Puede caminar con un solo pie». Pero la señorita Sasaki no podía moverse, y se limitó a esperar en medio de la lluvia. Entonces un hombre apoyó una gran lámina de hierro corrugado sobre la pared para utilizarla como cobertizo, y tomó a la señorita Sasaki en brazos y la llevó hasta allí. Ella le estuvo agradecida hasta que el hombre trajo también a dos personas horriblemente heridas —una mujer a la cual le había sido arrancado un seno y un hombre cuya cara estaba en carne viva por una quemadura— para que compartieran la cabaña con ella. Nadie regresó. Cesó la lluvia, la tarde nublada era caliente; antes del anochecer, los tres grotescos personajes bajo el trozo de hierro inclinado empezaron a oler bastante mal.
El antiguo jefe de la Asociación de Vecinos de Nobori-cho a la cual pertenecían los sacerdotes católicos era un hombre enérgico llamado Yoshida. Cuando estaba a cargo de las defensas antiaéreas del barrio, se había jactado de que el fuego podría consumir toda Hiroshima pero no llegaría nunca a Nobori-cho. La bomba echó su casa abajo, y una viga sobre sus piernas lo dejó paralizado con una vista perfecta hacia la casa de la misión jesuita y hacia la gente que pasaba deprisa por la calle. En medio de la confusión, la señora Nakamura, sus niños y el padre Kleinsorge con el señor Fukai a cuestas, estuvieron a punto de no verlo al pasar; Yoshida era apenas una parte del borroso escenario de miseria a través del cual se movían. Sus gritos de auxilio no obtuvieron respuesta; había tanta gente pidiendo auxilio a gritos, que el grupo no pudo escucharlo a él por separado. Igual que ellos, los demás siguieron su camino. Nobori-cho quedó absolutamente desierto, barrido por el fuego. El señor Yoshida vio la misión de madera —el único edificio erguido de la zona— arder en una llamarada, y sintió un calor terrible en la cara. Entonces las llamas llegaron por su lado de la calle y entraron a su casa. En un paroxismo de fuerza aterrorizada se liberó y corrió por los callejones de Nobori-cho, encerrado por el fuego que, según había dicho, no llegaría nunca. Comenzó de inmediato a comportarse como un anciano. Dos meses después, su pelo estaba completamente blanco.
Mientras el doctor Fujii permanecía con el agua al cuello para evitar el calor del fuego, el viento empezó a soplar con más y más fuerza, y muy pronto, aunque la extensión de agua no era demasiado amplia, las olas crecieron tanto que a la gente bajo el puente le fue difícil conservar el equilibrio. El doctor Fujii se acercó a la orilla, se agachó y abrazó una piedra grande con su brazo útil. Después fue posible caminar por el borde del río, y el doctor Fujii, con sus dos enfermeras sobrevivientes, se desplazó poco menos de doscientos metros río arriba, hasta un banco de arena cerca del parque Asano. Muchos heridos yacían sobre la arena. El doctor Machii y su familia estaban allí; su hija, que estaba fuera de casa cuando estalló la bomba, tenía graves quemaduras en las manos y piernas, pero no en la cara, por fortuna. Aunque el hombro le dolía cada vez más, el doctor Fujii examinó con curiosidad las heridas de la joven. Después se recostó. A pesar de la miseria que lo rodeaba, lo avergonzaba su facha, y le comentó al doctor Machii que vestido así, con su ropa interior rasgada y ensangrentada, parecía un mendigo. Más tarde, cuando el fuego empezó a ceder, decidió ir a casa de sus padres, en el suburbio de Nagatsuka. Le pidió al doctor Machii que lo acompañara, pero este respondió que su familia y él pasarían la noche en el banco de arena, debido a las heridas de su hija. El doctor Fujii llegó caminando a Ushida junto con sus enfermeras, y encontró materiales de primeros auxilios en la casa, parcialmente dañada, de unos familiares. Las enfermeras lo vendaron; él las vendó a ellas. Continuaron su camino. Ahora no había demasiada gente caminando por las calles, pero muchos aparecían sentados o acostados sobre el pavimento, vomitando, esperando la muerte, muriendo. El número de cadáveres en el camino a Nagatsuka era mayor y más inquietante. El doctor se preguntaba: ¿es posible que una canasta Molotov cause todo esto?
El doctor Fujii llegó a la casa de su familia al atardecer. La casa estaba a ocho kilómetros del centro de la ciudad, pero su techo se había caído y todos los cristales estaban rotos.
La gente siguió llegando en tropel al parque Asano durante todo el día. Esta propiedad privada estaba a una buena distancia de la explosión, y sus bambúes, pinos, laureles y arces se habían mantenido con vida, y un lugar verde como ese era una invitación para los refugiados: en parte porque creían que si regresaban los norteamericanos bombardearían sólo edificios; en parte porque el follaje parecía un centro de frescura y vida, y los jardines de piedra, de una precisión exquisita, con sus silenciosas piscinas y sus puentes arqueados, eran muy japoneses, normales, seguros; y en parte debido a una urgencia irresistible y atávica de estar debajo de hojas. La señora Nakamura y sus hijos estuvieron entre los primeros en llegar, y se instalaron en el bosquecillo de bambú cerca del río. Todos estaban sedientos, y bebieron agua del río. De inmediato sintieron náuseas y comenzaron a vomitar, y todo el día sufrieron arcadas. Otros tuvieron náuseas también; pensaron (probablemente debido al fuerte olor de la ionización, un «olor eléctrico» producido por la fisión de la bomba) que era un gas lanzado por los norteamericanos lo que los hacía sentirse enfermos. Cuando el padre Kleinsorge y los otros sacerdotes llegaron al parque, saludando a sus amigos al pasar, los Nakamura estaban enfermos y abatidos. Una mujer llamada Iwasaki, que vivía en la vecindad de la misión y estaba sentada cerca de los Nakamura, se levantó y preguntó a los sacerdotes si debía quedarse donde estaba o ir con ellos. El padre Kleinsorge dijo: «No sé cuál sea el lugar más seguro». Ella se quedó donde estaba; más tarde, aunque no tenía ni heridas ni quemaduras visibles, murió.
Los sacerdotes avanzaron junto al río y se acomodaron entre unos arbustos. El padre La Salle se recostó e inmediatamente se quedó dormido. El estudiante de teología, que llevaba sus sandalias puestas, había traído consigo un atado de ropas en el cual había empacado dos pares de zapatos de cuero. Cuando se sentó con los demás, se percató de que el atado se había roto y dos zapatos se habían perdido: ahora sólo le quedaban los dos izquierdos. Volvió sobre sus pasos y encontró uno derecho. Cuando regresó junto a los sacerdotes, dijo: «Es gracioso ver que las cosas ya no importan. Hasta ayer, estos zapatos fueron mis pertenencias más apreciadas. Hoy, ya no me importan. Un par es suficiente».
El padre Cieslik dijo: «Lo sé. Yo empecé a empacar mis libros, y después me dije: “Este no es momento para libros”».
Cuando llegó el señor Tanimoto, todavía con su tazón en la mano, el parque estaba repleto de gente y no era fácil distinguir a los vivos de los muertos, pues la mayoría tenían los ojos abiertos y estaban inmóviles. Para un occidental como el padre Kleinsorge, el silencio en el bosquecillo junto al río, donde cientos de personas gravemente heridas sufrían juntas, fue uno de los fenómenos más atroces e imponentes que jamás había vivido. Los heridos guardaban silencio; nadie lloraba, mucho menos gritaba de dolor; nadie se quejaba; de los muchos que murieron, ninguno murió ruidosamente; ni siquiera los niños lloraban; pocos hablaban siquiera. Y cuando el padre Kleinsorge dio a beber agua a algunos cuyas caras estaban cubiertas casi por completo por las quemaduras, bebían su ración y enseguida se levantaban un poco y hacían una venia de gratitud.
El señor Tanimoto dio la bienvenida a los sacerdotes y miró alrededor, buscando a otros amigos. Vio a la señora Matsumoto, esposa del director de la Escuela Metodista, y le preguntó si tenía sed. Ella dijo que sí, y él le trajo agua en su tazón desde una de las piscinas de los jardines de piedra. Entonces decidió que intentaría regresar a su iglesia. Entró en Nobori-cho por el camino que los sacerdotes habían tomado al escapar, pero no llegó lejos; el fuego en las calles era tan feroz que se vio obligado a regresar. Fue a la orilla del río y empezó a buscar un bote en el cual pudiera llevar a los heridos más graves al otro lado, lejos del fuego que seguía propagándose. Pronto encontró una batea de buen tamaño arrimada a la arena, pero su interior y sus alrededores formaban una escena horrible: allí había cinco hombres casi desnudos y gravemente quemados que debían de haber muerto más o menos al mismo tiempo, porque la posición de sus cuerpos sugería que entre todos habían intentado empujar el bote hacia el río. El señor Tanimoto los alzó y los sacó del bote, y experimentó tal horror por el hecho de molestar a los muertos —impidiéndoles echar su nave al agua y emprender su fantasmal camino— que dijo en voz alta: «Por favor, perdonen que me lleve este bote. Lo necesito para ayudar a otros que están vivos». Era una batea pesada, pero el señor Tanimoto se las arregló para deslizaría dentro del agua. No tenía remos, y lo único que pudo encontrar para impulsarse fue un poste seco de bambú. Llevó el bote río arriba hasta la zona más poblada del parque y empezó a transportar a los heridos. Podía llenar el bote con diez o doce para cada trayecto, pero en el centro el río era demasiado profundo, y el señor Tanimoto se veía obligado a remar con el bambú, por lo cual en cada viaje tardaba mucho tiempo. Así trabajó durante varias horas. En las primeras horas de la tarde, el fuego irrumpió en los bosques del parque Asano. El señor Tanimoto se percató de ello cuando vio desde su bote que mucha gente se había acercado a la orilla. Apenas hubo alcanzado la arena, subió para investigar, y al ver el fuego gritó: «¡Que vengan conmigo todos los hombres que no estén malheridos!». El padre Kleinsorge acercó al padre Schiffer y al padre La Salle a la orilla y le pidió a los demás que los llevaran al otro lado del río si el fuego se acercaba demasiado, y enseguida se unió a los voluntarios de Tanimoto. El señor Tanimoto mandó a algunos en busca de baldes y cuencos y a otros les dijo que golpearan con sus ropas los arbustos incendiados; cuando hubo utensilios a mano, Tanimoto les hizo formar una cadena de baldes desde una de las piscinas del jardín de piedra. El equipo luchó contra el fuego durante más de dos horas, y poco a poco apagaron las llamas. Mientras los hombres del señor Tanimoto trabajaban, en el parque la gente atemorizada se acercaba más y más al río, y finalmente la muchedumbre comenzó a empujar al agua a los desafortunados que estaban en la orilla. Entre los que fueron empujados al agua y se ahogaron estaban la señora Matsumoto, de la Escuela Metodista, y su hija.
Cuando el padre Kleinsorge regresó de apagar el fuego, encontró al padre Schiffer todavía sangrando y terriblemente pálido. Algunos japoneses lo rodeaban, mirándolo fijamente, y el padre Schiffer susurró con una débil sonrisa: «Es como si ya me hubiera muerto». «Todavía no», dijo el padre Kleinsorge. Había traído consigo el botiquín de primeros auxilios del doctor Fujii, y había notado que entre la multitud se encontraba el doctor Kanda, así que lo buscó y le pidió que vendara las heridas del padre Schiffer. El doctor Kanda había visto a su mujer y a su hija muertas en las ruinas del hospital; ahora estaba sentado con la cabeza entre las piernas. «No puedo hacer nada», dijo. El padre Kleinsorge envolvió con más vendas la cabeza del padre Schiffer, lo llevó a un lugar empinado y lo acomodó de manera que su cabeza quedara levantada, y pronto disminuyó el sangrado.
Entonces se oyó el rugido de aviones acercándose. Alguien en la multitud que estaba cerca de la familia Nakamura gritó: «¡Son Grummans que vienen a bombardearnos!». Un panadero llamado Nakashima se puso de pie y ordenó: «Todos los que estén vestidos de blanco, quítense la ropa». La señora Nakamura les quitó las camisas a sus niños, abrió su paraguas y los obligó a meterse debajo. Muchas personas, incluso las que tenían quemaduras graves, se arrastraron bajo los arbustos y allí se quedaron hasta que el murmullo, evidentemente producido por una ronda de reconocimiento o de aviones meteorológicos, acabó por extinguirse.
Comenzó a llover. La señora Nakamura mantuvo a sus niños bajo el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes para ser normales, y alguien gritó: «Los norteamericanos están arrojando gasolina. ¡Nos van a quemar!». (Esta alarma nació de una de las teorías que circulaban en el parque acerca de las razones por las cuales Hiroshima había ardido de esa manera: un solo avión había rociado gasolina sobre la ciudad y luego, de alguna forma, le había prendido fuego en un instante). Pero las gotas eran de agua, evidentemente, y mientras caían el viento sopló con más y más fuerza, y de repente —quizá debido a la tremenda convección generada por la ciudad en llamas— un remolino atravesó el parque. Árboles inmensos fueron derribados; otros, más pequeños, fueron arrancados de raíz y volaron por los aires. En las alturas, un despliegue enloquecido de cosas planas se revolvía dentro del embudo serpenteante: pedazos de un tejado de hierro, papeles, puertas, trozos de esteras. El padre Kleinsorge cubrió con una tela los ojos del padre Schiffer, para que el pobre hombre no creyera que estaba enloqueciendo. El vendaval arrastró por el terraplén a la señora Murata —el ama de llaves de la misión, que estaba sentada cerca del río—, la llevó contra un lugar pando y rocoso, y ella salió del agua con los pies descalzos cubiertos de sangre. El vórtice se trasladó al río, donde absorbió una tromba y eventualmente se extinguió.
Después de la tormenta, el señor Tanimoto comenzó de nuevo a transportar gente, y el padre Kleinsorge le pidió al estudiante de teología que cruzara el río, fuera hasta el noviciado jesuita en Nagatsuka, a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad, y pidiera a los sacerdotes del lugar que trajeran ayuda para el padre Schiffer y el padre La Salle. El estudiante subió al bote del señor Tanimoto y partió con él. El padre Kleinsorge preguntó a la señora Nakamura si le gustaría ir a Nagatsuka con los curas cuando ellos vinieran. Ella dijo que tenía demasiado equipaje y que sus niños estaban enfermos —aún vomitaban de vez en cuando, y, para ser exactos, también ella—, y temía por lo tanto que no sería capaz. Él dijo que quizá los padres del noviciado podrían venir a buscarla al día siguiente con un carrito.
Al final de la tarde, cuando pudo quedarse durante un rato en la orilla, el señor Tanimoto —de cuya energía muchos habían llegado a depender— escuchó que había gente suplicando por algo de comer. Consultó con el padre Kleinsorge, y decidieron regresar a la ciudad para traer arroz del refugio de la misión y también de la Asociación de Vecinos. El padre Cieslik y otros dos o tres los acompañaron. Al principio, cuando se vieron entre las filas de casas postradas, no supieron bien dónde se encontraban; el cambio había sido demasiado repentino: de una ciudad activa de doscientos cincuenta mil habitantes en la mañana, a un mero patrón de residuos en la tarde. El asfalto de las calles estaba aún tan caliente y tan blando debido a los incendios, que caminar sobre él resultaba incómodo. Sólo se toparon con una persona, una mujer que les dijo al pasar: «Mi marido está en esas cenizas». Al llegar a la misión —aquí, el señor Tanimoto se separó del grupo—, el padre Kleinsorge sintió consternación al ver el edificio arrasado. En el jardín, de camino al refugio, se fijó en una calabaza asada sobre la enredadera. El padre Cieslik y él mismo la probaron, y sabía bien. Su propia hambre los sorprendió, y se comieron un buen pedazo. Sacaron varias bolsas de arroz y recogieron varias calabazas asadas y excavaron algunas patatas que se habían cocinado bajo tierra. En el camino de regreso los alcanzó el señor Tanimoto. Una de las personas que lo acompañaban llevaba utensilios de cocina. En el parque, el señor Tanimoto organizó a las mujeres con heridas más leves para que se hicieran cargo de la cocina. El padre Kleinsorge le ofreció un poco de calabaza a la familia Nakamura, y ellos la probaron, pero no pudieron evitar vomitarla. El arroz resultó suficiente para alimentar a cien personas.
Antes de que anocheciera el señor Tanimoto se topó con una joven de veinte años, la señora Kamai, vecina de los Tanimoto. Estaba de cuclillas sobre la tierra con el cuerpo de su niña pequeña en los brazos. Era evidente que el bebé había estado muerto todo el día. La señora Kamai se levantó de un brinco al ver al señor Tanimoto y le dijo: «¿Podría usted tratar de ubicar a mi marido, por favor?».
El señor Tanimoto sabía que el marido había sido reclutado por el Ejército el día anterior; en la tarde, los Tanimoto habían recibido a la señora Kamai, y habían intentado hacerla olvidar lo sucedido. Kamai se había presentado en los Cuarteles Regionales del Ejército en Chugoku —cerca del antiguo castillo en medio de la ciudad— donde unos cuatro mil soldados habían sido apostados. A juzgar por los muchos soldados mutilados que el señor Tanimoto había visto durante el día, supuso que los cuarteles habían sufrido daños graves a causa de lo que fuera que había golpeado a Hiroshima. Supo que no tenía la más mínima posibilidad de encontrar al marido de la señora Kamai, incluso si emprendía su búsqueda. Pero quiso levantarle el ánimo. «Lo intentaré», dijo.
«Tiene que encontrarlo», dijo ella. «Él quería mucho a nuestra niña. Quiero que la vea por última vez».