LOS DETALLES ESTÁN SIENDO INVESTIGADOS
La mañana en que explotó la bomba, muy temprano, una lancha naval japonesa recorría lentamente y de arriba abajo los siete ríos de Hiroshima. Se detenía aquí y allá para anunciar algo: a lo largo de los atestados bancos de arena, donde yacían cientos de heridos; en los puentes, donde otros más se agolpaban; y eventualmente, al caer la tarde, enfrente del parque Asano. Un joven oficial se paraba en la lancha y gritaba a través de un megáfono: «¡Paciencia! ¡Un barco hospital vendrá a hacerse cargo de ustedes!». La visión de la lancha limpia y ordenada sobre el fondo de estragos; el joven sereno en su pulcro uniforme; y sobre todo la promesa de ayuda médica —la primera palabra de auxilio posible que habían oído en casi doce horas—, todo ello levantó tremendamente los ánimos de la gente del parque. La señora Nakamura acomodó a su familia para pasar la noche con la seguridad de que un doctor vendría y podría detener sus arcadas. El señor Tanimoto reanudó los transportes de heridos a través del río. El padre Kleinsorge se recostó y rezó un padre nuestro y un ave maría por él mismo, y se durmió de inmediato; pero en ese mismo instante la señora Murata, la diligente ama de llaves, lo sacudió y le dijo: «¡Padre Kleinsorge! ¿Se ha acordado de decir sus oraciones?». Él respondió malhumoradamente: «Por supuesto», y trató de volver a conciliar el sueño, sin lograrlo. Era como si eso fuera exactamente lo que quería la señora Murata, porque comenzó a conversar con el exhausto sacerdote. Una de las preguntas que hizo fue cuándo llegarían los padres del noviciado —a quienes el padre Kleinsorge había mandado llamar a media tarde, por medio de un mensajero— para evacuar al padre La Salle y al padre Schiffer.
El mensajero del padre Kleinsorge —el estudiante de teología que había estado viviendo en la misión— había llegado a las colinas del noviciado, que estaban a casi cinco kilómetros de distancia, a las cuatro y media. Los dieciséis sacerdotes del lugar habían estado haciendo trabajos de rescate en las afueras; se habían preocupado por sus colegas de la ciudad, pero no habían sabido cómo ni dónde empezar a buscarlos. Ahora se dieron prisa en armar dos camillas con postes y tablas, y el estudiante condujo a seis de ellos a la zona devastada. Se abrieron paso a lo largo del Ota y a través de la ciudad; dos veces, el calor del fuego los obligó a zambullirse en el río. En el puente Misasa encontraron una fila de soldados que abandonaba los Cuarteles Regionales del Ejército en Chugoku marchando de una manera forzada y estrafalaria. Todos tenían quemaduras graves, y se apoyaban sobre travesaños de sillas o se recostaban sobre el vecino. Sobre el puente había caballos cabizbajos, enfermos y quemados. Cuando el grupo de rescate llegó al parque ya era oscuro, y la tarea se dificultó debido a las marañas de árboles que habían sido derribados por el torbellino de esa tarde. Al fin pudieron llegar a donde estaban sus amigos —no mucho después de que la señora Murata había formulado su pregunta— y les dieron vino y té fuerte.
Los sacerdotes discutieron la forma de llevar al padre Schiffer y al padre La Salle al noviciado. Tenían miedo de que dar tumbos por el parque los sacudiera demasiado sobre las camillas; tenían miedo de que los heridos perdieran demasiada sangre. El padre Kleinsorge pensó en el bote del señor Tanimoto, y lo llamó. Cuando el señor Tanimoto llegó a la orilla, dijo que con gusto llevaría a los heridos y a sus portadores a un lugar río arriba desde donde podrían encontrar un camino más despejado. Los socorristas pusieron al padre Schiffer sobre una de las camillas y lo bajaron hasta el bote, y dos de ellos subieron a bordo para ir con él. El señor Tanimoto, que aún carecía de remos, empujó la batea río arriba. Regresó una media hora después, y nerviosamente pidió a los demás sacerdotes que lo ayudaran a rescatar a dos niños que había visto hundidos hasta los hombros en el río. Un grupo acudió en su ayuda; eran dos niñas que habían perdido a sus padres y ambas tenían quemaduras graves. Los curas las acostaron sobre el suelo, junto al padre Kleinsorge, y enseguida embarcaron al padre La Salle. El padre Cieslik se creía capaz de llegar caminando al noviciado, así que subió a bordo con los demás. El padre Kleinsorge se sentía demasiado débil; decidió esperar en el parque hasta el otro día. Pidió a los hombres que trajeran una carretilla cuando regresaran, para poder llevar a la señora Nakamura y a sus niños enfermos al noviciado.
El señor Tanimoto partió de nuevo. Conforme avanzaba el cargamento de sacerdotes, se escuchaban débiles gritos de auxilio. Sobresalía especialmente la voz de una mujer: «¡Hay gente aquí a punto de ahogarse! ¡Ayúdennos! ¡El nivel del agua está subiendo!». Los sonidos llegaban de uno de los bancos de arena, y los de la batea podían ver, en la luz reflejada de los fuegos todavía encendidos, a varios heridos acostados en la orilla del río y parcialmente cubiertos por la marea. El señor Tanimoto quería prestarles ayuda, pero los sacerdotes tenían miedo de que el padre Schiffer fuera a morir si no se daban prisa, y le pidieron al barquero que avanzara. Este los dejó donde había dejado al padre Schiffer, y después emprendió solo el camino de regreso.
Era una noche caliente, y parecía aún más caliente por los fuegos recortados sobre el cielo, pero la más joven de las dos niñas que el señor Tanimoto y los curas habían rescatado se quejó de tener frío. El padre Kleinsorge la cubrió con su chaqueta. Ella y su hermana mayor habían estado metidas en el agua salada durante un par de horas antes de ser rescatadas. La pequeña tenía grandes quemaduras en carne viva; el agua salada debió de causarle un dolor espantoso. Comenzó a temblar y a repetir que tenía frío. El padre Kleinsorge tomó prestada la cobija de un vecino y la envolvió con ella, pero la niña se sacudía más y más, diciendo «Tengo tanto frío», y de repente dejó de temblar y murió.
Sobre el banco de arena, el señor Tanimoto encontró unos veinte hombres y mujeres. Acercó el bote a la arena y les pidió que subieran a bordo de inmediato. Pero no se movieron, y él se dio cuenta de que estaban demasiado débiles para levantarse. Se agachó y tomó a una mujer de la mano, pero su piel se desprendió en pedazos grandes, como un guante. Esto lo afectó tanto que tuvo que sentarse un momento. Después regresó al agua; a pesar de ser un hombre pequeño, él solo levantó a varios hombres y mujeres que estaban desnudos y los llevó a su bote. Sus espaldas y sus pechos eran pegajosos, y el señor Tanimoto recordó con desazón las quemaduras que había visto a lo largo del día: amarillas primero, luego rojas e hinchadas y la piel desprendida, y al final de la tarde supurando, olorosas. Ahora que había subido la marea, su poste de bambú se quedaba corto y tenía que avanzar remando todo el tiempo. Sobre la otra orilla, en un arenal más alto, levantó los cuerpos viscosos y aún vivos y los subió por la pendiente para alejarlos del agua. Tenía que hacer un esfuerzo consciente por repetirse: «Son seres humanos». Fueron necesarios tres viajes para llevarlos a todos al otro lado del rio. Cuando hubo terminado, decidió que debía descansar un poco, y regresó al parque.
Caminando en la oscuridad, el señor Tanimoto se tropezó con alguien, y alguien más dijo con enojo: «¡Cuidado! Ahí está mi mano». Avergonzado de haber hecho daño a una persona herida, apenado por ser capaz de caminar erguido, el señor Tanimoto pensó de repente en el barco hospital que no llegaba aún (nunca llegaría), y sintió por un instante una ira ciega contra la tripulación del barco y luego contra todos los doctores. ¿Por qué no venían a ayudar a esta gente?
El doctor Fujii pasó la noche acostado, en medio de un terrible dolor, sobre el suelo de la casa destechada de su familia. Con la luz de una linterna había logrado examinarse, y se encontró la clavícula izquierda rota; abrasiones y laceraciones múltiples en la cara y el cuerpo, e incluso cortes profundos sobre el mentón, la espalda y las piernas; extensas contusiones en pecho y torso; un par de costillas posiblemente fracturadas. Si no estuviera tan maltratado, habría podido ir al parque Asano para atender a los heridos.
Para cuando se hizo de noche, diez mil victimas de la explosión habían invadido el hospital de la Cruz Roja, y el doctor Sasaki, agotado, se movía sin rumbo fijo por los corredores malolientes llevando fajos de vendas y botellas de mercurocromo, y, todavía con los lentes que le había quitado a la enfermera herida, iba vendando las peores heridas a medida que las encontraba. Otros doctores ponían compresas de solución salina sobre las quemaduras más graves. Era todo lo que podían hacer. Cuando se hizo de noche empezaron a trabajar con la luz de los fuegos de la ciudad y de velas que las enfermeras sostenían. El doctor Sasaki no había echado un vistazo fuera del hospital en todo el día; la escena al interior era tan horrible y tan imperiosa que no se le había ocurrido hacer preguntas acerca de lo sucedido más allá de esas paredes. Habían caído techos y tabiques; por todas partes había yeso, polvo, sangre y vómito. Cientos y cientos de pacientes morían, pero no había nadie que llevara los cadáveres afuera. Parte del personal del hospital repartía galletas y bolas de arroz, pero el olor a osario era tan fuerte que muy pocos conservaban el apetito. Para las tres de la mañana siguiente, después de diecinueve horas seguidas de horripilante trabajo, el doctor Sasaki se sentía incapaz de tratar una herida más. Junto a otros sobrevivientes del personal del hospital, el doctor Sasaki tomó unas esteras de paja y salió a la calle —en el patio y en la entrada había miles de pacientes y cientos de muertos—, le dio la vuelta al hospital y se escondió donde pudiera dormir un poco. Pero en menos de una hora lo habían encontrado; un círculo de reclamantes se formó alrededor de él: «¡Ayúdenos, doctor! ¿Cómo puede echarse a dormir?». El doctor Sasaki se puso de pie y regresó al trabajo. Poco antes había pensado por primera vez en su madre, que vivía en la casa de campo de la familia en Mukaihara, a cuarenta y ocho kilómetros de la ciudad. Él acostumbraba ir a casa cada noche. Temió que su madre lo creyera muerto.
Cerca del lugar al cual Tanimoto llevó a los sacerdotes había una gran caja de pasteles de arroz, que evidentemente había sido traída por un grupo de rescate pero que no se había distribuido entre los heridos. Antes de evacuar a los sacerdotes, los demás se repartieron los pasteles entre ellos. Pocos minutos después se acercó un grupo de soldados, y uno de ellos, al escuchar a los sacerdotes hablar un idioma extranjero, desenvainó su espada histéricamente y preguntó quiénes eran. Uno de los sacerdotes lo calmó y explicó que eran alemanes: es decir, aliados. El oficial se disculpó y dijo que tenían noticias de que paracaidistas norteamericanos habían aterrizado.
Los sacerdotes decidieron que llevarían al padre Schiffer en primer lugar. Se preparaban para partir cuando el padre La Salle dijo que sentía un frío terrible. Uno de los jesuitas le dio su abrigo, otro le dio su camisa; en el bochorno de la noche, les dio gusto llevar menos ropa encima. Los portadores de la camilla partieron. El estudiante de teología caminaba a la cabeza del grupo, e intentaba prevenirlos si había obstáculos, pero uno de los padres se enredó el pie con un cable de teléfono, se tropezó y soltó su esquina de la camilla. El padre Schiffer cayó al piso, quedó inconsciente, luego despertó y vomitó. Los portadores lo levantaron y lo llevaron hacia las afueras, donde se habían citado con un relevo de sacerdotes; lo dejaron con ellos y regresaron en busca del Padre Superior.
La camilla de madera debió de haber resultado terriblemente dolorosa para el padre La Salle, en cuya espalda se habían incrustado pequeñas partículas de vidrio. Cerca de los límites de la ciudad, el grupo tuvo que pasar junto a un automóvil quemado que estorbaba en la calle angosta, y los portadores de un lado, que en la oscuridad no podían ver por dónde caminaban, cayeron a un hueco profundo. El padre La Salle salió despedido y la camilla se partió en dos. Uno de los curas se adelantó para pedir una carretilla en el noviciado, pero logró encontrar otra, cerca de una casa abandonada, y regresó rodándola. Los curas levantaron al padre La Salle, lo pusieron sobre la carretilla y lo llevaron empujado el resto del trayecto por un camino lleno de baches. El rector del noviciado, que había sido médico antes de tomar los hábitos, limpió las heridas de los dos sacerdotes y los acostó entre sábanas limpias, y ellos agradecieron a Dios el cuidado recibido.
Hubo miles de personas que no contaron con la ayuda de nadie. La señorita Sasaki fue una de ellas. Abandonada y sin recursos bajo el crudo cobertizo del patio de la fábrica, junto a la mujer que había perdido un seno y al hombre cuya cara quemada apenas parecía una cara, pasó la noche sufriendo de dolor por su pierna rota. No durmió ni un instante; tampoco conversó con sus insomnes compañeros.
En el parque, la señora Murata mantuvo al padre Kleinsorge despierto toda la noche, hablándole. Tampoco la familia Nakamura pudo dormir; los niños, a pesar de sentirse muy enfermos, se interesaban en todo lo que estaba ocurriendo. Les encantó que uno de los tanques de gas saltara en llamas con un tremendo estallido. Toshio, el niño, llamó a gritos a los demás para que se fijaran en el reflejo sobre el río. El señor Tanimoto, después de su larga carrera y sus muchas horas de trabajos de rescate, dormitaba nerviosamente. Al despertar se dio cuenta, con las primeras luces del alba, de que la noche anterior no había llevado los cuerpos flojos y purulentos tan arriba como era necesario. La marea había subido hasta donde los había puesto; los heridos no habían tenido fuerzas para moverse; seguramente se habían ahogado. Podía ver varios cuerpos flotando en el río.
En la mañana del 7 de agosto, la radio japonesa emitió por primera vez un breve anuncio que llegaron a escuchar muy pocas de las personas interesadas en su contenido: los sobrevivientes de Hiroshima. «Hiroshima sufrió daños considerables como resultado de un ataque realizado por varios B-29. Se cree que un nuevo tipo de bomba fue utilizado. Los detalles están siendo investigados». Tampoco es probable que ninguno de los sobrevivientes se encontrara en sintonía cuando la onda corta transmitió un anuncio extraordinario del presidente de los Estados Unidos, que identificaba la nueva bomba como atómica. «Esa bomba tenía más potencia que veinte mil toneladas de TNT. Tenía más de dos mil veces la potencia del Grand Slam británico, la bomba más grande jamás usada en la historia de las guerras». Las víctimas que eran aún capaces de preocuparse acerca de lo sucedido lo veían en términos bastante más primitivos e infantiles: gasolina rociada desde un avión, quizás, o algún gas combustible, o una bomba incendiaria de dispersión, o la labor de un paracaidista; pero incluso si hubieran conocido la verdad, casi todos estaban demasiado ocupados o demasiado cansados o demasiado heridos para que les importara haber sido objetos del primer gran experimento en el uso de la energía atómica, el cual (como lo anunciaba a gritos la onda corta) ningún país, salvo los Estados Unidos, con su saber industrial, su disposición a arrojar dos millones de dólares en una importante apuesta de guerra, habría podido desarrollar.
El señor Tanimoto todavía estaba enfadado con los doctores. Decidió encargarse personalmente de que alguno viniera al parque Asano, tirándolo del cuello si era necesario. Cruzó el río, pasó junto al templo Shinto en el cual se había encontrado brevemente con su esposa el día anterior, y caminó hasta la Plaza de Armas del Oriente. Pensó que aquí podría encontrar una estación de auxilio, puesto que el lugar había sido señalado con mucha anticipación como zona de refugio. Encontró la estación: la operaba una unidad médica del Ejército. Pero también encontró que sus doctores estaban completamente sobrecargados, con miles de pacientes desparramados a lo largo del campo, entre cuerpos sin vida. Sin embargo, se aproximó a uno de los médicos militares y le dijo, en tono enfático de reproche: «¿Por qué no han venido ustedes al parque Asano? Los necesitan con urgencia».
Sin siquiera levantar la cabeza de su trabajo, el doctor dijo, con voz cansada: «Mi estación esta aquí».
«Pero la gente se está muriendo en la orilla del río».
«La primera obligación», dijo el doctor, «es ocuparse de los heridos más leves».
«¿Por qué los más leves, cuando hay muchos gravemente heridos en la orilla?».
El doctor avanzó hacia otro paciente. «En una emergencia como esta», dijo como si recitara de un manual, «la primera tarea es ayudar al mayor número posible, salvar tantas vidas como sea posible. Para los heridos graves no hay esperanzas. Morirán. No podemos preocuparnos por ellos».
«Eso puede ser cierto, desde un punto de vista médico», comenzó el señor Tanimoto. Pero entonces miró hacia el campo, donde los muchos muertos yacían en una especie de intimidad junto a los que aún vivían, y se dio la vuelta sin siquiera terminar su frase, enfadado consigo mismo. No sabía qué hacer; había prometido a algunos moribundos del parque que les llevaría ayuda médica. Tal vez morirían sintiéndose engañados. Vio un puesto de racionamiento a un lado del campo, y fue a pedir pasteles de arroz y galletas, y los llevó al parque en vez de doctores.
De nuevo era una mañana caliente. El padre Kleinsorge fue a buscar agua para los heridos con una botella y una tetera que había tomado prestadas. Había escuchado que era posible conseguir agua fresca fuera del parque Asano. Al atravesar los jardines, tuvo que escalar por encima y gatear por debajo de los pinos caídos; se sintió débil. Había muchos muertos en los jardines. Cerca de un hermoso puente de medialuna encontró a una mujer desnuda que parecía estar quemada de la cabeza a los pies, y todo su cuerpo estaba colorado. Un médico militar estaba trabajando cerca de la entrada del parque, pero no tenía más que yodo, y lo aplicaba sobre heridas, raspaduras, quemaduras pegajosas; y ahora todo lo que había cubierto con yodo aparecía lleno de pus. Del otro lado de las puertas del parque el padre Kleinsorge encontró un grifo que aún funcionaba —parte de la tubería de una casa desaparecida—, llenó sus recipientes y regresó. Cuando hubo dado agua a los heridos, hizo un segundo viaje. Esta vez encontró a la mujer del puente muerta. Regresando con el agua se perdió en un desvío alrededor de un tronco caído, y al buscar el camino entre los árboles escuchó una voz que venía desde los arbustos y le preguntaba: «¿Tiene algo de beber?». El padre Kleinsorge vio un uniforme. Pensando que se trataba de solamente un soldado, se acercó con el agua. Cuando entró en los arbustos se dio cuenta de que había unos veinte hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas. (Debieron de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal antiaéreo). Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no soportaban abrir lo necesario para recibir el pico de la tetera. Así que el padre Kleinsorge tomó una gruesa hoja de hierba y le sacó el tallo para hacer una pajita, y en esa forma les dio de beber. «No puedo ver», dijo uno de ellos. El padre Kleinsorge repuso tan alegremente como pudo: «Hay un doctor a la entrada del parque. Ahora está ocupado, pero pronto vendrá, y sin duda podrá ocuparse de sus ojos».
Desde ese día, el padre Kleinsorge ha recordado los mareos que sentía en presencia del dolor, la forma en que un corte en el dedo de otra persona solía provocarle desmayos. Y sin embargo allí, en el parque, estaba tan anestesiado que inmediatamente después de aquella horrible escena se detuvo en un sendero, cerca de una de las piscinas, y discutió con un hombre levemente herido acerca de la conveniencia de comerse una gruesa carpa de casi un metro de largo que flotaba muerta sobre el agua. Decidieron, después de ciertas consideraciones, que sería poco prudente.
El padre Kleinsorge llenó por tercera vez los contenedores y regresó a la orilla del río. Allí, entre muertos y moribundos, vio a una joven que intentaba arreglar con aguja e hilo su kimono rasgado. El padre Kleinsorge bromeó con ella. «Pero si eres una dandi», le dijo. Ella rio.
Se sintió cansado y se recostó un instante. Comenzó a hablar con dos niños encantadores a quienes había conocido la tarde anterior. Su apellido era Kataoka; la niña tenía trece años, el niño cinco. La niña había estado a punto de partir hacia una barbería cuando cayó la bomba. Cuando la familia empezó a caminar hacia el parque Asano, la madre decidió volverse a buscar algo de comida y ropa de recambio; en medio de la multitud que huía, los niños quedaron separados de su madre, y no la habían visto desde entonces. De vez en cuando se detenían, en medio de un juego perfectamente alegre, y se ponían a llorar por ella.
A todos los niños del parque les resultaba difícil mantener el sentido de tragedia. Toshio Nakamura se emocionó cuando vio a su amigo Seichi Sato montado en un bote con su familia, y corrió a la orilla y lo saludó y gritó: «¡Sato! ¡Sato!».
El otro niño se dio vuelta y preguntó: «¿Quién está ahí?».
«Nakamura».
«¡Hola, Toshio!».
«¿Estáis todos a salvo?».
«Sí. ¿Y vosotros?».
«Sí, estamos bien. Mis hermanas vomitan todo el tiempo, pero yo estoy bien».
En aquel calor terrible, el padre Kleinsorge comenzó a sentir sed, y no tenía ánimos para ir a buscar agua de nuevo. Poco antes del mediodía vio que una mujer japonesa repartía algo. Pronto llegó a donde él estaba y le dijo con voz amable: «Son hojas de té. Mastíquelas, joven, y se le pasará la sed». La gentileza de la mujer hizo que al padre Kleinsorge le dieran ganas de llorar. Durante semanas se había sentido oprimido por el odio que, cada vez más, los japoneses mostraban hacia los extranjeros, e incluso en compañía de sus amigos japoneses se había sentido incómodo. El gesto de la extraña lo hizo sentirse un poco nervioso.
Alrededor de las doce del día los sacerdotes del noviciado llegaron con la carretilla. Habían ido al terreno de la misión y recuperado algunas maletas que estaban guardadas en el refugio antiaéreo, y habían recogido también los restos de cálices derretidos de entre las cenizas de la capilla. Ahora apilaron sobre la carretilla la maleta del padre Kleinsorge, las pertenencias de la señora Murata y las de los Nakamura, pusieron a las dos niñas Nakamura encima y se prepararon para partir. Entonces uno de los jesuitas, un hombre muy práctico, recordó que un tiempo atrás les habían notificado que si sufrían daños a la propiedad a manos del enemigo podían presentar una solicitud de compensación a la prefectura de policía. Los religiosos discutieron el asunto allí mismo, en medio del silencio de los heridos, y decidieron que sería el padre Kleinsorge, como antiguo residente de la misión destruida, quien presentaría la solicitud. Así que mientras los demás se iban con la carretilla el padre Kleinsorge se despidió de los niños Kataoka y empezó a caminar hacia una estación de policía. Los policías que estaban a cargo venían de otra ciudad, llevaban un uniforme impecable y tenían aspecto descansado. Una multitud de ciudadanos sucios y desesperados se agolpaba a su alrededor, la mayoría preguntando por familiares desaparecidos. El padre Kleinsorge llenó un formulario y empezó a caminar a través del centro de la ciudad, hacia Nagatsuka. Entonces se percató por primera vez de la magnitud del daño; manzana tras manzana, no encontraba más que ruinas[b], y, a pesar de todo lo que había visto en el parque, la escena le quitó el aliento. Para cuando llegó al noviciado se sentía exhausto. Lo último que hizo al desplomarse sobre la cama fue pedir que alguien fuera en busca de los huérfanos Kataoka.
En total, la señorita Sasaki permaneció dos días y dos noches bajo el trozo de tejado con la pierna rota y los dos desagradables acompañantes. Sólo lograba distraerse cuando grupos de hombres llegaban a los refugios antiaéreos de la fábrica —que ella alcanzaba a ver por debajo de una esquina de su refugio— y sacaban cuerpos de allí, arriándolos con sogas. Su pierna se puso descolorida, hinchada y pútrida. Todo este tiempo estuvo sin comida y sin agua. Al tercer día, 8 de agosto, unos amigos que la creyeron muerta vinieron a buscar su cuerpo, y la encontraron a ella. Le dijeron que su madre, su padre y su hermano pequeño, que al momento de la explosión se encontraban en el Hospital Pediátrico Tamura (en el cual el bebé estaba internado entonces), habían sido dados por muertos, puesto que el hospital había quedado completamente destruido. Sus amigos la dejaron para que reflexionara sobre la noticia. Más tarde unos hombres la tomaron de brazos y piernas y la cargaron durante una distancia considerable para llevarla a un camión. El camión se movió sobre un camino lleno de baches durante cerca de una hora, y la señorita Sasaki, que había llegado a convencerse de haber quedado completamente insensible al dolor, descubrió lo contrario. Los hombres la sacaron del camión en una estación de ayuda de la sección de Inokuchi, donde dos médicos militares la examinaron. En cuanto uno de ellos le tocó la herida, se desmayó. Se despertó a tiempo para escucharlos discutir si debían o no cortarle la pierna; uno dijo que había gangrena gaseosa en los labios de la herida y predijo que la paciente moriría si no amputaban, y el otro dijo que mala suerte, porque carecían de los instrumentos adecuados para la operación. Ella se desmayó de nuevo. Cuando recuperó la conciencia la llevaban a alguna parte sobre una camilla. La pusieron a bordo de una lancha en dirección de la isla vecina de Ninoshima, y allí la llevaron a un hospital militar. Otro doctor la examinó y dijo que ese no era un caso de gangrena gaseosa, aunque sí había una fractura múltiple de mucho cuidado. Dijo con frialdad que lo sentía mucho, pero aquel era un hospital para casos de cirugía exclusivamente, y, puesto que la paciente no tenía gangrena, tendría que regresar a Hiroshima esa misma noche. Pero entonces el doctor le tomó la temperatura, y lo que vio en el termómetro le hizo permitir que la paciente se quedara.
Ese día, 8 de agosto, el padre Cieslik fue a la ciudad para buscar al señor Fukai, el secretario japonés de la diócesis, que cuando la ciudad se quemaba había salido contra su voluntad sobre la espalda del padre Kleinsorge, y luego, en un acto de locura, había decidido regresar. El padre Cieslik comenzó la búsqueda en los alrededores del puente Sakai, donde los jesuitas habían visto al señor Fukai por última vez; fue a la Plaza de Armas del Oriente, la zona de evacuación a la cual habría podido dirigirse el secretario, y lo buscó entre los heridos y entre los muertos; fue a la prefectura de policía e indagó al respecto. No encontró rastro alguno del hombre. En la tarde, de regreso al noviciado, el estudiante de teología, que había compartido habitación con el señor Fukai en la misión, le dijo a los sacerdotes que poco antes de la bomba, durante una alarma de ataque aéreo, el secretario le había comentado: «El Japón se muere. Si llega a haber un bombardeo de verdad en Hiroshima, quiero morir con nuestra patria». Los sacerdotes concluyeron que el secretario había regresado a la ciudad para inmolarse entre sus llamas. Nunca lo volvieron a ver.
En el hospital de la Cruz Roja, el doctor Sasaki trabajó durante tres días seguidos con sólo una hora de sueño. El segundo día lo dedicó a coser las heridas más graves, y a través de la noche y durante el día siguiente las suturó. Muchas de las heridas se habían enconado. Afortunadamente, alguien había encontrado una provisión intacta de narucopon, un sedante japonés, y el doctor pudo repartirlo entre los más adoloridos. Empezó a correr el rumor dentro del personal del hospital de que había algo muy particular acerca de la gran bomba, porque al segundo día el subdirector del hospital bajó a la bóveda del sótano en la cual se conservaban las láminas de rayos X, y las encontró en su lugar, pero ya expuestas. Ese día, un nuevo doctor y tres enfermeras llegaron desde la ciudad de Yamaguchi trayendo vendajes de repuesto y antisépticos, y al tercer día otro médico y una docena de enfermeras llegaron desde Matsue, y aun así había solamente ocho doctores para diez mil pacientes. En la tarde del tercer día, agotado por su repugnante labor de costura, el doctor Sasaki se obsesionó con la idea de que su madre lo creía muerto. Obtuvo permiso para ir a Mukaihara. Caminó hasta los primeros suburbios, donde el servicio de tren eléctrico todavía funcionaba, y llegó a casa tarde en la noche. Su madre dijo que durante todo el tiempo había sabido que él se encontraba bien; una enfermera herida la había visitado para contárselo. El doctor se acostó y durmió diecisiete horas.
Antes del amanecer del 8 de agosto, alguien entró en la habitación del noviciado donde el padre Kleinsorge descansaba, buscó la bombilla colgante y la encendió. La repentina ola de luz que se derramó sobre el padre Kleinsorge lo hizo saltar de la cama, listo para un nuevo estrépito. Cuando se dio cuenta de lo ocurrido, soltó una risa confusa y volvió a dormir. Se quedó en cama el resto del día.
El 9 de agosto el padre Kleinsorge aún estaba cansado. El rector le dio una mirada a sus heridas y dijo que ni siquiera valía la pena vendarlas, y que sanarían en tres o cuatro días si el padre Kleinsorge las mantenía limpias. El padre Kleinsorge se sentía incómodo; todavía no lograba comprender aquello por lo que había pasado; como si fuera culpable de algo terrible, sintió que debía regresar a la escena de la violencia que había experimentado. Salió de la cama y caminó hacia la ciudad. Estuvo un rato excavando en las ruinas de la misión, pero no encontró nada. Fue a los terrenos donde antes había dos escuelas y preguntó por gente que conocía. Buscó a algunos de los japoneses católicos de la ciudad, pero sólo encontró casas caídas. Regresó al noviciado, estupefacto y sin comprender nada nuevo.
Dos minutos después de las once de la mañana del 9 de agosto, la segunda bomba atómica cayó, esta vez sobre Nagasaki. Pasaron varios días antes de que los sobrevivientes de Hiroshima se enteraran de que tenían compañía, porque la radio y los diarios; japoneses eran extremadamente cautelosos en lo tocante a aquella extraña arma.
El 9 de agosto, el señor Tanimoto estaba todavía trabajando en el parque. Fue al suburbio de Ushida, donde su esposa se estaba quedando en casa de amigos, y tomó una tienda de campaña que había guardado allí antes de los bombardeos. La llevó al parque y la usó como refugio para los heridos que no podían ni desplazarse ni ser desplazados. Hiciera lo que hiciera en el parque, no dejaba de sentirse observado por la señora Kamai, la muchacha de veinte años que había sido su vecina y a quien había visto el día de la explosión de la bomba con su niño muerto en brazos. La señora Kamai había conservado el cuerpo muerto durante cuatro días, aunque al segundo día comenzara a oler mal. Una vez, el señor Tanimoto se sentó con ella, y ella le dijo que la bomba la había enterrado bajo su casa con el niño amarrado a su espalda con una correa, y cuando ella logró liberarse descubrió que el bebé tenía la boca llena de tierra y se ahogaba. Con su dedo pequeño limpió cuidadosamente la boca del niño, y logró que respirara bien durante un tiempo; entonces, de repente, el niño murió. La señora Kamai hablaba también del buen hombre que había sido su marido, y le rogaba al señor Tanimoto que fuera en su búsqueda. Puesto que el señor Tanimoto había recorrido toda la ciudad el primer día y había visto a soldados del cuartel de Kamai con quemaduras terribles, sabía que sería imposible encontrarlo, incluso si viviera; pero, por supuesto, no se lo dijo. Y cada vez que la mujer veía a Tanimoto le preguntaba si había encontrado a su marido. Una vez él trató de sugerir que quizá fuera tiempo de cremar al bebé, pero sólo logró que la señora Kamai se agarrara a él con más fuerza. Él empezó a alejarse de ella, pero cada vez que la miraba, ella lo estaba mirando a él, y sus ojos repetían la misma pregunta. Él intentó evitar su mirada dándole la espalda el mayor tiempo posible.
Los jesuitas llevaron a unos cincuenta refugiados a la exquisita capilla del noviciado. El rector les ofreció todo el cuidado médico de que era capaz, que consistía simplemente, en la mayoría de los casos, en limpiar el pus de las heridas. A cada uno de los Nakamura se le entregó una cobija y un mosquitero. La señora Nakamura y su hija más joven no tenían apetito, y no comieron nada; el hijo y la otra hija comieron —y vomitaron— todo lo que se les dio. El 10 de agosto, una amiga, la señora Osaki, vino a verlos para decirles que su hijo Hideo se había quemado vivo en la fábrica donde trabajaba. Hideo había sido una especie de héroe para Toshio, que lo había acompañado a la planta varias veces para verlo manipular su máquina. Esa noche, Toshio despertó gritando. Había soñado que veía a la señora Osaki salir con su familia de una apertura en la tierra, y luego vio a Hideo en su máquina, un aparato grande con un cinturón giratorio; él mismo se encontraba junto a Hideo y esto, por alguna razón, lo aterrorizaba.
Alguien le contó al padre Kleinsorge que el doctor Fujii había resultado herido, y había acabado por irse a la casa de verano de un amigo de nombre Okuma, en el pueblo de Fukawa. El 10 de agosto, el padre Kleinsorge pidió al padre Cieslik que fuese a ver cómo estaba el doctor Fujii. El padre Cieslik fue a la estación de Misasa, en las afueras de Hiroshima, viajó durante veinte minutos en un tren eléctrico y luego caminó una hora y media bajo un sol terrible hasta llegar a la casa del señor Okuma, que estaba al pie de una montaña, junto al río Ota. Encontró al doctor Fujii en kimono, sentado en una silla y aplicándose compresas en la clavícula rota. El doctor le contó al padre Cieslik acerca de la pérdida de sus lentes y dijo que los ojos empezaban a molestarle. Le mostró al cura las franjas azules y verdes de las partes de su cuerpo donde las vigas lo habían magullado. Le ofreció al jesuita un cigarrillo primero y un whisky después, aunque fueran tan sólo las once de la mañana. El padre Cieslik aceptó, porque pensó que eso satisfaría al doctor Fujii. Un sirviente trajo un poco de whisky Suntory, y el jesuita, el doctor y el anfitrión tuvieron una agradable conversación. El señor Okuma había vivido en Hawai y contó algunas cosas acerca de los norteamericanos. El doctor Fujii habló un poco del desastre. Dijo que el señor Okuma y una enfermera habían traído de las ruinas del hospital una caja fuerte que el doctor había guardado en su refugio. La caja contenía instrumentos de cirugía, y el doctor Fujii le dio al padre Cieslik un par de tijeras y unas pinzas para el rector del noviciado. El padre Cieslik se moría por hablar de una información que tenía, pero esperó a que la conversación llegara naturalmente al tema misterioso de la bomba. Entonces dijo saber de qué tipo de bomba se trataba; había recibido el dato de la mejor fuente: un periodista japonés que había llegado al noviciado. La bomba, dijo, no era para nada una bomba; era una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera, y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión del sistema eléctrico de la ciudad. «Eso quiere decir», dijo el doctor Fujii —perfectamente satisfecho, pues la información venía de un periodista—, «que sólo puede ser usada contra ciudades grandes y sólo durante el día, cuando las líneas del tranvía y esas cosas están funcionando».
El 11 de agosto, después de cinco días de ocuparse de los heridos en el parque, el señor Tanimoto regresó a su parroquia y se puso a escarbar en las ruinas. Recuperó algunos diarios y registros de la iglesia que se llevaban en libros y que apenas se habían quemado levemente en los bordes, y también algunos utensilios de cocina y piezas de cerámica. Mientras trabajaba se le acercó una señora Tanaka cuyo padre había estado preguntando por él. El señor Tanimoto tenía buenas razones para odiar a ese hombre: era un oficial retirado de una compañía transportadora que solía hacer ostentación de su caridad al tiempo que se comportaba de forma notoriamente egoísta y cruel, y que días antes de la bomba había acusado en público al señor Tanimoto de ser un espía de los norteamericanos. Varias veces había ridiculizado el cristianismo y lo había llamado antijaponés. Cuando cayó la bomba, el señor Tanaka se encontraba caminando frente a la estación de radio de la ciudad. Recibió serias quemaduras, pero fue capaz de llegar andando a su casa. Se refugió en la Asociación de Vecinos y una vez allí trató de obtener ayuda médica. Estaba seguro de que todos los doctores de Hiroshima vendrían a verlo: después de todo, él era un hombre rico, y famoso por regalar su dinero a diestra y siniestra. Cuando no vino nadie, él mismo salió a buscar ayuda; apoyado en el brazo de su hija, caminó de hospital privado en hospital privado, pero todos estaban en ruinas, y tuvo que regresar al refugio. Ahora estaba muy débil, sabía que iba a morir. Estaba dispuesto a que cualquier religión lo consolara.
El señor Tanimoto acudió en su ayuda. Bajó a aquel refugio parecido a una tumba y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio al señor Tanaka, su cara y sus brazos inflados y cubiertos de sangre y pus, y sus ojos cerrados por la hinchazón. El viejo olía muy mal y se quejaba constantemente. Pareció reconocer la voz del señor Tanimoto. De pie en las escaleras del refugio, donde había un poco de luz, el señor Tanimoto leyó en voz alta un pasaje de una Biblia de bolsillo en japonés: «Pues mil años en Tu presencia son como el ayer cuando han pasado, como un centinela en la noche. Te llevas a los hijos de los hombres como un diluvio; ellos son como el sueño; en la mañana son como la verde hierba que crece. En la mañana florece y crece; en la tarde es cortada, y se marchita. Pues Tu ira nos consume y por Tu ira nos inquietamos. Ante Ti has llevado nuestras iniquidades; ante la luz de Tu rostro, nuestros pecados secretos. Pues en Tu ira pasan nuestros días todos: vivimos nuestros años como un cuento…».
El señor Tanaka murió mientras Tanimoto leía el salmo.
El 11 de agosto corrió un rumor en el Hospital Militar de Ninoshima. En el curso del día, un gran número de heridos militares llegaría a la isla desde los Cuarteles Generales del Ejército Regional en Chugoku, y sería preciso desalojar a todos los pacientes civiles. A la señorita Sasaki la pusieron en un barco aunque tuviera todavía una fiebre alarmante, y ahora yacía sobre la cubierta con una almohada bajo la pierna. Había toldos en la cubierta, pero el curso de la nave la puso de cara al sol. Sintió como si hubiera, entre ella y el sol, una lente de aumento. Su herida rezumaba pus, y pronto la almohada entera quedó cubierta. Desembarcó en Hatsukaichi, un pueblo varios kilómetros al sureste de Hiroshima, y fue llevada a la Escuela Primaria de Nuestra Señora de la Caridad, que había sido transformada en hospital. Allí se quedó durante varios días, hasta que un especialista en fracturas vino a verla desde Kobe. Para entonces, su pierna estaba roja e hinchada hasta la cadera. El doctor decidió que era imposible inmovilizarla. Hizo una incisión e instaló un tubo de caucho para drenar la infección.
En el noviciado no había quién consolara a los huérfanos Kataoka. El padre Cieslik se esforzaba en distraerlos. Les hacía adivinanzas: «¿Cuál es el animal más listo del mundo?», y después de que la niña de trece años hubiera dicho el mono, el elefante y el caballo, el padre decía: «No, es el hipopótamo», puesto que en japonés su nombre es kaba, que al revés es baka, «estúpido». Les contó historias de la Biblia, comenzando con la Creación. Les mostró un álbum de recortes con fotos tomadas en Europa. Y sin embargo los niños no dejaban de llorar por su madre.
Varios días después, el padre Cieslik comenzó a buscar a la familia de los niños. Se enteró por la policía de que un tío había estado averiguando su paradero en Kure, una ciudad no lejos de allí. Después supo que un hermano mayor los había estado rastreando a través de la oficina de correos en Ujina, un suburbio de Hiroshima. Más tarde escuchó que la madre vivía y estaba en la isla de Goto, cerca de Nagasaki. Y por último, consultando periódicamente con la oficina de correos de Ujina, pudo contactar al hermano y devolver los niños a su madre.
Cerca de una semana después de que cayera la bomba, un rumor vago e incomprensible llegó a Hiroshima: la ciudad había sido destruida por la energía que se libera cuando los átomos, de alguna manera, se parten en dos. Estos informes, transmitidos de boca en boca, se referían al arma con el término genski bakudan, cuyas raíces pueden describirse como «bomba primogénita». Nadie entendió la idea, ni le dio más crédito del que se le daba al polvo de magnesio, por ejemplo. Los diarios que se traían de otras ciudades seguían ateniéndose a declaraciones extremadamente generales como la que hizo Domei el 12 de agosto: «No podemos más que reconocer el tremendo poder de esta bomba inhumana». Para este momento, físicos japoneses habían entrado en la ciudad con electroscopios Lauritsen y electrómetros Neher; habían entendido la idea perfectamente.
El 12 de agosto los Nakamura, aún bastante enfermos, viajaron al pueblo vecino de Kobe, y se alojaron en casa de la cuñada de la señora Nakamura. Al día siguiente la señora Nakamura regresó a Hiroshima, a pesar de encontrarse demasiado enferma para caminar; llegó en tranvía a los alrededores; desde ahí, continuó a pie. Durante la semana en el noviciado no había dejado de preocuparse por su madre, su hermano y su hermana mayor, que vivían en la parte de la ciudad llamada Fukuro; además sentía una especie de fascinación, tal como la había sentido el padre Kleinsorge. Descubrió que toda su familia había muerto. Regresó a Kabe tan asombrada y deprimida por lo que había visto y oído en la ciudad, que no dijo ni una palabra esa tarde.
Un orden relativo se fue estableciendo en el hospital de la Cruz Roja. El doctor Sasaki regresó de su descanso y empezó a clasificar a sus pacientes (que todavía se encontraban dispersos por todas partes, incluso en las escaleras). Poco a poco el personal del hospital barrió los escombros. Lo mejor de todo fue que las enfermeras y los ayudantes empezaron a retirar los cadáveres. El problema de los muertos, de darles una cremación decente y de su conservación ritual, es para un japonés una responsabilidad moral más importante que el cuidado de los vivos. La mayoría de los muertos del primer día fueron identificados por sus familiares dentro del hospital y en los alrededores. A partir del segundo día, cuando un paciente se encontraba moribundo se le ataba a la ropa una etiqueta con su nombre. La cuadrilla encargada de los cadáveres los llevaba a un claro de las afueras, los ponía sobre piras hechas con la madera de las casas destruidas, los quemaba, repartía las cenizas en sobres para placas de rayos X, marcaba los sobres con el nombre del muerto y los apilaba, ordenada y respetuosamente, en la oficina principal. En pocos días, las columnas de sobres cubrieron un lado entero del improvisado templo.
En Kabe, la mañana del 15 de agosto, el niño Toshio Nakamura escuchó que un avión se acercaba. Salió corriendo y con ojo experto lo identificó: era un B-29. «¡Ahí va el señor B!», exclamó.
Uno de sus parientes le gritó: «¿Es que no te cansas de señores B?».
En la pregunta había un cierto simbolismo. En ese mismo instante, la voz sosa y desanimada de Hirohito, el emperador Tenno, hablaba a través de la radio por primera vez en la historia. «Tras considerar profundamente las tendencias generales de este mundo y las condiciones actuales de nuestro imperio, hemos decidido liquidar la presente situación recurriendo a una medida extraordinaria…».
La señora Nakamura había vuelto a la ciudad para recuperar un poco de arroz que había enterrado en el refugio de su Asociación de Vecinos. Lo encontró y emprendió el camino de vuelta a Kabe. En el tranvía se topó, por casualidad, con su hermana menor, que el día de la bomba estaba fuera de Hiroshima. «¿Has oído las noticias?», preguntó su hermana.
«¿Qué noticias?».
«La guerra ha terminado».
«No digas tonterías».
«Pero si yo misma lo escuché en la radio». Y luego, en susurros: «Era la voz del Emperador».
«Ah», dijo la señora Nakamura (nada más necesitaba para renunciar a la posibilidad de que Japón ganara la guerra, a pesar de la bomba atómica), «en ese caso…».
Poco después, en carta a un norteamericano, el señor Tanimoto describió los eventos de esa mañana. «Al momento de después de la guerra, ocurrió la cosa más maravillosa en nuestra historia. Nuestro Emperador transmitió su propia voz por radio, para que la escucháramos nosotros, la gente común y corriente de Japón. El 15 de agosto nos dijeron que escucharíamos una noticia de gran importancia y que todos deberíamos escucharla. Entonces fui a la estación de trenes de Hiroshima. Allí habían puesto un altavoz en las ruinas de la estación. Muchos civiles, todos ellos vendados, algunos apoyándose en los hombros de sus hijas, otros sosteniéndose con bastones a causa de sus pies lastimados[c], escucharon la transmisión y, cuando se dieron cuenta de que era el Emperador, lloraron con los ojos llenos de lágrimas. “Qué bendición es que Tenno en persona nos hable y oigamos su propia voz. Nos sentimos plenamente satisfechos en tal sacrificio”. Cuando supieron que la guerra había terminado, o sea que Japón había sido derrotado, ellos, por supuesto, sintieron desilusión profunda, pero siguieron los preceptos de su emperador con el espíritu en calma, haciendo sacrificios de todo corazón para la paz del mundo, y Japón comenzó un camino nuevo».