Martes, 25 de noviembre

Eran poco más de las cinco de la madrugada cuando Bodenstein salió del hospital. Ver a Amelie, que no se separó en ningún momento de la cama de Tobias Sartorius hasta que este despertó de la anestesia, lo conmovió profundamente. Se subió el cuello del abrigo y fue hacia el coche. Había logrado detener a Daniela Lauterbach en el último segundo. No iba a Sudamérica, sino a Australia. Rodeó el hospital sumido en sus pensamientos. La nieve recién caída crujía bajo sus pies. Era como si hubieran pasado meses desde el día en que encontraron el esqueleto de Laura Wagner en el viejo aeródromo de Eschborn. Mientras que antes consideraba cada caso desde la perspectiva objetiva del espectador que se asoma a la vida de auténticos desconocidos, ahora tenía la impresión de haberse involucrado personalmente en los acontecimientos. Algo en su forma de pensar había cambiado, y sabía que ya nada volvería a ser como antes. Se detuvo delante del coche. Le daba la sensación de que la tranquila y aburrida corriente de su vida se había precipitado de pronto por una catarata, y ahora se deslizaba por unas aguas distintas, más turbulentas, en una dirección completamente nueva. La idea se le antojaba inquietante y emocionante a un tiempo.

Bodenstein se subió al coche, arrancó y esperó a que los limpiaparabrisas retiraran la nieve acumulada. El día anterior, al despedirse, le había prometido a Cosima que se pasaría a desayunar para hablar de todo tranquilamente si el trabajo se lo permitía. Constató asombrado que ya no le guardaba rencor y estaba en condiciones de hablar con total imparcialidad de la situación. Sacó el coche del aparcamiento y enfiló la Limesspange hacia Kelkheim cuando el móvil, sin cobertura en todo el ámbito del hospital, emitió un pitido. Se sacó el teléfono del bolsillo y pulsó el símbolo de los mensajes: a las 3.21 alguien lo había llamado desde un móvil desconocido. Marcó de inmediato el número que aparecía en la pantalla. Oyó la señal de llamada.

—¿Dígame? —contestó una voz de mujer adormilada para él desconocida.

—Bodenstein —respondió—. Mire, disculpe que la llame a estas horas, pero tengo una llamada perdida suya y creí que tal vez pudiera ser urgente.

—Ah… hola —saludó la mujer—. Fui con mi hermana al hospital a ver a Thies y acabo de volver a casa. Bueno, solo quería darle las gracias.

Entonces supo quién se hallaba al otro lado de la línea, y su corazón dio un salto de alegría.

—¿Las gracias por qué? —quiso saber.

—Le salvó la vida a Thies —manifestó Heidi Brückner—. Y probablemente también a mi hermana. Hemos visto en televisión que han detenido a mi cuñado y a la doctora Lauterbach.

—Ah, sí.

—Bueno. —De repente parecía cohibida—. Eso era lo que quería decirle. Han… han sido unos días duros, probablemente esté usted cansado y…

—No, no —se apresuró a decir Bodenstein—. Estoy completamente despierto, pero llevo sin comer ni se sabe cuánto y quería ir a desayunar.

Se hizo una pausa breve, y empezó a temerse que la llamada se hubiera cortado.

—A mí tampoco me vendría mal desayunar —respondió ella entonces. Bodenstein casi la vio sonriendo y sonrió a su vez.

—¿Le apetece que vayamos a tomar café a algún sitio? —propuso él, esperando que sonara relajado. En el fondo estaba cualquier cosa menos relajado, tenía la sensación de sentir los latidos del corazón hasta en las puntas de los dedos. Casi era como si estuviese haciendo algo prohibido. ¿Cuánto hacía que no tenía cita con una mujer atractiva?

—Me parece estupendo —repuso Heidi Brückner para su alivio—. Pero por desgracia estoy en casa, en Schotten.

—Mejor ahí que en Hamburgo. —Bodenstein sonrió y esperó con nerviosismo su respuesta—. Aunque ahora mismo, por un café iría incluso a Hamburgo.

—En ese caso, venga mejor a Vogelsberg —propuso ella.

Bodenstein redujo la velocidad, ya que delante tenía una quitanieves. En el kilómetro siguiente, a la derecha, estaba la salida a la B 8, a Kelkheim. A casa de Cosima.

—Eso es un poco impreciso —replicó él, aunque en realidad tenía su dirección gracias a la tarjeta de visita—. No puedo recorrerme Vogelsberg entero buscándola, compréndalo.

—Cierto, sería una lástima a esta hora. —Se rio—. Schlossgasse, 19. En pleno casco antiguo.

—De acuerdo, lo encontraré.

—Perfecto, hasta luego entonces. Y conduzca con cuidado.

—Lo haré. Hasta ahora.

Bodenstein puso fin a la conversación y exhaló un suspiro. ¿Sería aquello una buena idea? En el despacho lo esperaba un montón de papeleo; y en casa, Cosima. La quitanieves seguía delante. A la derecha se iba a Kelkheim.

Para el trabajo había tiempo; y para hablar con Cosima largo y tendido, más. Tomó aire y accionó el intermitente. A la izquierda. En dirección a la autopista.