—Levas la misma camisa y la misma corbata que ayer —comentó Pia con perspicacia cuando Bodenstein entró en la sala de reuniones, donde aún no había nadie—. Y no te has afeitado.
—Tu capacidad de observación es sensacional —contestó él con sequedad al tiempo que se dirigía a la cafetera—. Por desgracia, cuando me fui de casa deprisa y corriendo no me pude llevar todo el armario.
—¡Qué me dices! —Pia sonrió—. Te tenía por alguien que se cambia de ropa a diario incluso en las trincheras. ¿O acaso has seguido el buen consejo que te di?
—Por favor, no saques conclusiones descabelladas —contestó y, con rostro impenetrable, se echó algo de leche en el café. Pia iba a decir algo cuando Ostermann apareció en la puerta.
—¿Qué malas noticias nos trae, señor inspector? —preguntó Bodenstein.
Ostermann miró a su jefe y luego a Pia con perplejidad. Ella se limitó a encogerse de hombros.
—Ayer por la noche, Tobias Sartorius llamó a su padre. Está en un hospital de Suiza —contó el aludido—. De Amelie, Thies o la doctora Lauterbach seguimos sin saber nada.
Tras él entró Kathrin Fachinger, seguida de Nicola Engel y Sven Jansen.
—Buenos días —saludó la comisaria jefe—. Traigo los refuerzos prometidos. El inspector Jansen formará parte del equipo de la K 11 provisionalmente, Bodenstein. Si está usted de acuerdo.
—Lo estoy, sí. —Bodenstein saludó con un gesto al compañero de la sección de robos y atracos, que el día anterior había acompañado a Pia a casa de los Terlinden, y se sentó a la mesa. Los demás siguieron su ejemplo a excepción de Nicola Engel, que se disculpó y se dirigió a la salida. Una vez allí, se volvió.
—¿Puedo hablar un momento con usted a solas?
Bodenstein se levantó, salió tras ella al pasillo y cerró la puerta.
—Behnke ha conseguido un auto provisional contra la suspensión y ha presentado la baja por enfermedad a la vez —contó Nicola Engel en voz baja—. Lo representa un abogado del bufete de Anders. ¿Cómo se lo puede permitir?
—Anders hace esas cosas por gusto, aunque sea sin dinero —replicó Bodenstein—. A él lo que le importan son los titulares.
—Bueno, vamos a esperar hasta ver qué pasa. —Nicola Engel escrutó a Bodenstein—. Acabo de enterarme de otra cosa. La verdad es que quería decírtelo en un momento más adecuado, pero antes de que la noticia se filtre y te enteres por otro…
Bodenstein la miró con atención. Podía pasar cualquier cosa, desde su suspensión hasta la novedad de que ella asumiría la dirección de la Comisaría General de Policía Judicial. Uno de los rasgos característicos de Nicola era que nunca dejaba ver sus cartas.
—Enhorabuena por el ascenso —anunció para su sorpresa—. Jefe de la Brigada de Homicidios Oliver von Bodenstein. Con el correspondiente aumento de sueldo. ¿Qué me dices?
Le sonrió, expectante.
—¿Debería tener ahora la sensación de que se trata de un favor sexual? —contestó.
La comisaria jefe sonrió, pero después se puso seria.
—¿Te arrepientes de lo de esta noche? —quiso saber.
Bodenstein ladeó la cabeza.
—Ahora mismo, cualquiera dice que sí —repuso—. ¿Y tú?
—Yo tampoco. Aunque por regla general no me gusta repetir.
Él sonrió, y ella dio media vuelta, dispuesta a irse.
—Por cierto, comisaria jefe…
Ella se detuvo.
—Podríamos…, no sé, repetirlo de vez en cuando.
Nicola Engel sonrió.
—Me lo pensaré, jefe de brigada. Hasta luego.
La siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido y a continuación apoyó la mano en el pomo de la puerta. De repente y cuando menos se lo esperaba lo invadió una sensación de dicha casi dolorosa. No por haberse vengado y haber engañado a Cosima —y para colmo con su jefa, por quien ella sentía un profundo desprecio—, sino porque en ese segundo se sintió más libre que nunca antes en su vida. Esa noche había visto su futuro con una claridad meridiana, había visto posibilidades insospechadas después de pasarse semanas mortificándose y compadeciéndose, vegetando en un valle de lágrimas. No es que junto a Cosima se hubiese sentido como si le hubieran cortado las alas, pero ahora intuía que el fracaso de su matrimonio no significaba el final de todo. Al contrario. No a todo el mundo se le presentaba una nueva oportunidad con casi cincuenta años.
Amelie tenía las piernas congeladas, y pese a todo le sudaba el cuerpo entero. Intentaba con todas sus fuerzas mantener la cabeza de Thies por encima del agua. Ya solo la fuerza del agua, que para entonces había subido más de cuarenta centímetros por encima de la última balda, le había permitido sentar a su amigo. Por suerte, la estantería estaba firmemente afianzada al muro, de lo contrario lo más probable es que ya se hubiera ido abajo. Amelie respiró hondo, jadeante, y trató de relajar los contraídos músculos. Sostenía a Thies con el brazo derecho, y con la mano izquierda intentaba tocar el techo. Quedaba como medio metro de aire, no más.
—Thies —musitó, sacudiéndolo con suavidad—. Despierta, Thies.
No reaccionó. Amelie no podía tirar más de él, no tenía fuerzas, pero dentro de unas horas su cabeza estaría bajo el agua. Amelie estaba a punto de darse por vencida. ¡Hacía tanto frío! Y le daba tanto miedo ahogarse… A su mente acudían una y otra vez imágenes de Titanic. Había visto la película media docena de veces y llorado a moco tendido cuando Leonardo DiCaprio resbalaba de la tabla e iba a parar a las profundidades del mar. Seguro que las aguas del Atlántico Norte no estaban mucho más frías que el agua apestosa de aquel sitio.
Hablaba sin cesar a Thies con labios temblorosos, le suplicaba, lo zarandeaba, le pellizcaba el brazo. ¡Tenía que despertar, despertar como fuera!
—No quiero morir —sollozó, apoyando la cabeza en la pared, agotada—. No quiero morir, maldita sea.
El frío le paralizaba los movimientos y el cerebro. Haciendo un gran esfuerzo movía las piernas a un lado y otro en el agua, pero llegaría un momento en que ya no sería capaz. ¡No podía quedarse dormida! Si soltaba a Thies, se ahogaría, y ella con él.
Claudius Terlinden levantó la vista de mala gana de los expedientes que tenía delante, en la mesa, cuando su secretaria hizo pasar a su despacho a Bodenstein y Pia.
—¿Han encontrado a mi hijo?
No se levantó de la silla ni tampoco se esforzó en disimular su antipatía. De cerca, Pia reparó en que los acontecimientos de los últimos días habían dejado huella en Terlinden, aunque por fuera se mostrara impasible. Estaba pálido y tenía ojeras. ¿Se refugiaba en la rutina para olvidar sus preocupaciones?
—No —se lamentó Bodenstein—. Por desgracia, no. Pero sabemos quién lo sacó del psiquiátrico.
Claudius Terlinden le dirigió una mirada inquisitiva.
—Gregor Lauterbach ha confesado que asesinó a Stefanie Schneeberger —prosiguió Bodenstein—. Su mujer lo encubrió para protegerlo y salvaguardar su carrera. Sabía que Thies había visto el crimen, así que amenazó a su hijo y estuvo durante años administrándole psicofármacos que no le hacían ninguna falta. Cuando le entró miedo de que Amelie Fröhlich y su hijo pudieran ser peligrosos para su marido y para ella misma, se vio obligada a actuar. Tememos que les haya hecho algo a ambos.
Terlinden lo miró fijamente, con semblante pétreo.
—¿Quién creía usted que había asesinado a Stefanie? —quiso saber Pia. Claudius Terlinden se quitó las gafas y se pasó la mano por el rostro. Después respiró hondo.
—Creía que había sido Tobias, la verdad —admitió al cabo de un rato—. Supuse que vio a Gregor con la chica y se volvió loco de celos. Tenía claro que mi hijo Thies debía de haber visto algo, pero como no habla, nunca supe de qué se trataba. Ahora entiendo algunas cosas, claro. Por eso Daniela siempre se preocupaba tanto por él. Y por eso Thies le tenía tanto miedo.
—Lo amenazaba con meterlo en un manicomio si decía algo —añadió Pia—. Pero probablemente ni siquiera ella supiera que Thies tenía oculto el cuerpo de Stefanie en el sótano del invernadero. Eso debió de averiguarlo por Amelie. Por eso la doctora Lauterbach le prendió fuego. No quería destruir los cuadros, sino la momia de Blancanieves.
—¡Dios mío! —exclamó Terlinden.
Se levantó de la silla y se acercó a mirar por el ventanal. ¿Se olía lo fina que era la capa de hielo sobre la que se movía? Bodenstein y Pia se miraron tras él. Tendría que rendir cuentas por un sinfín de delitos, entre otros, por la magnitud del soborno que había destapado Gregor Lauterbach en su cobarde tentativa de justificarse. De eso, Claudius Terlinden aún no sabía nada, pero sin duda poco a poco se iría dando cuenta de la enorme deuda que había contraído con su política de silencio y encubrimiento.
—Lutz Richter intentó quitarse la vida ayer cuando nuestros compañeros detuvieron a su hijo —comentó Bodenstein en el silencio reinante—. Hace once años fundó una especie de milicia para encubrir los verdaderos acontecimientos. Laura Wagner todavía estaba viva cuando el hijo de Richter y sus amigos la arrojaron al depósito vacío del aeródromo de Eschborn. Richter lo sabía y cegó el depósito.
—Y cuando Tobias salió de la cárcel, Richter volvió a hacerse cargo de la situación y organizó el ataque —añadió Pia—. ¿Fue usted quien lo dispuso?
Terlinden se volvió.
—No. Incluso lo prohibí terminantemente —respondió con voz ronca.
—Manfred Wagner empujó a la madre de Tobias desde el puente —continuó ella—. Si no hubiese obligado usted a su hijo Lars a callar la verdad, nada de esto habría sucedido. Es posible que su hijo siguiera vivo, la familia Sartorius no estaría arruinada, los Wagner habrían podido zanjar este asunto. ¿Es usted consciente de que es el único culpable del dolor que han sufrido estas familias? Eso, por no hablar ya de su propia familia, que por su cobardía está pasando por un infierno.
—¿Yo? —Terlinden sacudió la cabeza confuso—. Yo solo he procurado minimizar los daños.
Pia no daba crédito a lo que oía. A todas luces, Claudius Terlinden había encontrado la manera de justificar lo que había hecho y lo que había dejado de hacer y se engañaba a sí mismo desde hacía años.
—Y dígame, ¿cuáles de esos daños terribles quería minimizar? —preguntó con sarcasmo.
—La comunidad amenazaba con desmoronarse —respondió Terlinden—. Sobre mi familia pesa una gran responsabilidad en este pueblo desde hace décadas, si no siglos. Y yo debía asumirla. Los muchachos cometieron una estupidez, estaban borrachos y la chica los había estado provocando. —Empezó con voz insegura, pero ahora hablaba con firme convencimiento—. Creía que Tobias había matado a Stefanie, de manera que iría a la cárcel de todas formas. ¿Qué importancia podría tener que lo condenaran por uno o por dos delitos? Y a cambio de que sus cuatro amigos no se vieran involucrados, siempre he ayudado a su familia y me he preocupado…
—¡Basta ya! —lo interrumpió Bodenstein—. Usted solo quería proteger a su hijo Lars. Lo único que le importa es su buen nombre, que habría llegado irremisiblemente a oídos de la prensa de haber estado relacionado Lars con los asesinatos. Los muchachos y los vecinos le traían completamente sin cuidado. Y la evidencia de que también le daba lo mismo la familia Sartorius lo demuestra el mero hecho de que abriera usted el Zum Schwarzen Ross para que le hiciera la competencia al Zum Goldenen Hahn y luego se lo arrendase al cocinero de Sartorius.
—Además, se aprovechó vilmente de las circunstancias —terció Pia—. Albert Schneeberger no quería venderle su empresa, pero lo presionó usted de tal modo cuando él se hallaba en una situación terrible que acabó haciéndolo. Después, en contra de lo que habían acordado, despidió a los trabajadores y desmanteló la empresa. Usted es el único que sacó tajada de tanta desgracia, se mire por donde se mire.
Claudius Terlinden adelantó el labio inferior y dirigió una mirada hostil a Pia, que no se dejó arredrar.
—Pero le ha salido el tiro por la culata —prosiguió—. Los vecinos de Altenhain no esperaron a recibir más órdenes, sino que actuaron a su antojo. Para colmo, después apareció Amelie y se puso a investigar por su cuenta y riesgo, y sin querer, medio pueblo se vio obligado a actuar. Y hacía tiempo que usted ya no tenía bastante poder como para detener la avalancha que desencadenó la vuelta de Tobias.
El semblante de Terlinden se ensombreció. Pia cruzó los brazos y lo fulminó a su vez con la mirada, sin pestañear. Le había dado en el punto flaco con absoluta precisión.
—Si Amelie y Thies mueren —agregó con un tono amenazador—, usted será el único responsable.
—¿Dónde pueden estar? —preguntó Bodenstein—. ¿Dónde está la doctora Lauterbach?
—No lo sé —masculló entre dientes Claudius Terlinden—. Maldita sea, les digo que no lo sé.
Los nubarrones bajos que se cernían sobre el Taunus auguraban nieve. En las últimas veinticuatro horas, las temperaturas habían bajado casi diez grados. Ahora la nieve se asentaría. Pia atravesó la zona peatonal de Königstein haciendo caso omiso de las miradas enojadas de los escasos transeúntes. Aparcó delante de la joyería sobre la que se hallaba la consulta de la doctora Daniela Lauterbach. Una auxiliar de mediana edad defendía el fuerte con valentía, contestando pacientemente a un teléfono que no paraba de sonar y dando largas a todos los pacientes descontentos que tenían cita ese día.
—La doctora Lauterbach no está —respondió la mujer a la pregunta de Bodenstein—, y no la localizo al teléfono.
—Pero tampoco está en el congreso de Múnich.
—No, eso era solo el fin de semana. —La mujer alzó las manos con desamparo cuando el teléfono volvió a sonar—. Tenía intención de volver hoy. Ya ve el jaleo que hay aquí.
—Sospechamos que ha puesto pies en polvorosa —apuntó Bodenstein—. Probablemente sea la responsable de la desaparición de dos personas y sepa que andamos tras su pista.
La auxiliar sacudió la cabeza, con ojos desorbitados.
—No puede ser —objetó—. Llevo doce años trabajando para la doctora, y ella jamás le haría daño a nadie. Me refiero a… a que la conozco.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a la doctora Lauterbach o que habló con ella? Estos últimos días, ¿se comportó de manera distinta o estaba fuera más a menudo? —Bodenstein echó una ojeada a la identificación del bolsillo derecho del pecho de la almidonada y blanca bata—. Señora Wiesmeier, por favor, piénselo bien. Es posible que su jefa haya cometido un error, aunque obrara con buena intención. Puede usted ayudarla antes de que suceda algo peor.
El hecho de que se dirigiera a ella por su apellido y el tono perentorio en la voz de Bodenstein surtieron efecto. Waltraud Wiesmeier se estrujó la cabeza de tal modo que la frente se le llenó de arrugas.
—Me extrañó que la semana pasada la doctora cancelara todas las visitas a la villa de la señora Scheithauer —repuso al cabo de un rato—. Llevaba meses procurando encontrar un comprador para el viejo caserón, y finalmente había un interesado que pretendía venir el jueves desde Dusseldorf. Sin embargo tuve que cancelar por teléfono la cita con él y con dos agentes inmobiliarios. Me pareció extraño, la verdad.
—¿Qué casa es esa?
—Una villa antigua en Grünen Weg con vistas al valle Woogtal. La señora Scheithauer fue paciente suya durante años. No tenía herederos, y cuando murió, en abril, legó su fortuna a una fundación, y a la doctora Lauterbach le dejó la casa. —La mujer esbozó una sonrisa cohibida—. Creo que la jefa habría preferido que hubiera sido al contrario.
«Un portavoz del Ministerio de Educación y Ciencia explicó en una rueda de prensa esta mañana la sorprendente dimisión del ministro Gregor Lauterbach aduciendo motivos personales…», dijo la voz del locutor desde la radio del coche cuando Pia entraba en Grünen Weg desde Ölmühlweg. Pasó despacio por delante de las construcciones nuevas y se metió en un callejón sin salida que moría ante una gran puerta de hierro forjado.
«La Cancillería todavía no se ha pronunciado oficialmente. El portavoz del Gobierno…»
—Debe de ser aquí.
Bodenstein se desabrochó el cinturón y se bajó apenas Pia se detuvo. La puerta estaba asegurada con una cadena y un candado con pinta de nuevo, de la villa solo se veía el tejado. Pia sacudió los barrotes y miró a izquierda y derecha. El muro, de dos metros, estaba reforzado con remates puntiagudos de hierro.
—Llamaré a un cerrajero y pediré refuerzos.
Bodenstein sacó el móvil. Si Daniela Lauterbach se encontraba allí, era de suponer que no se daría por vencida sin oponer resistencia. Entre tanto, Pia recorrió el muro de la extensa propiedad, pero solo vio una puertecita cerrada cubierta de maleza espinosa. Minutos después llegó un cerrajero, y dos coches patrulla de la comisaría de Königstein se detuvieron algo más arriba en la calle. Los agentes se acercaron a pie.
—En la casa no vive nadie desde hace unos años —informó uno de los agentes—. La anciana señora Scheithauer vivía en Rosenhof, en Kronberg. Tenía más de noventa años cuando murió, en abril.
—Y le dejó esta propiedad a su médico —observó Pia—. ¿Por qué algunos tienen tanta suerte?
El cerrajero había hecho su trabajo y quería marcharse, pero Bodenstein le pidió que esperara un momento. Caían los primeros copos de nieve, minúsculos, cuando echaron a andar por el camino de gravilla. El castillo en ruinas de enfrente había desaparecido entre las nubes, era como si alrededor el mundo entero se hubiese evaporado. Otro coche patrulla los adelantó con lentitud y paró a la entrada. La puerta también estaba cerrada; el cerrajero se puso manos a la obra.
—¿Oís eso? —inquirió Pia, los ojos y los oídos de lince.
Bodenstein aguzó al máximo el oído, pero solo oyó el murmullo del viento entre los altos abetos del caserón. Sacudió la cabeza. La puerta se abrió y accedió a un recibidor grande y lóbrego. Olía a vacío y a moho.
—Aquí no hay nadie —constató decepcionado.
Pia pasó por delante de su jefe y encendió la luz. Se oyó un chasquido y del interruptor saltaron chispas, y los dos agentes de la comisaría de Königstein sacaron el arma. A Bodenstein casi se le sale el corazón por la boca.
—Un cortocircuito —explicó ella—. Perdón.
Fueron de habitación en habitación. Los muebles estaban tapados con sábanas blancas; los postigos de las altas ventanas, echados. Bodenstein cruzó la amplia estancia, que se unía al recibidor por la izquierda. El suelo de parqué crujió bajo sus pies. Apartó las cortinas de terciopelo, húmedas y apolilladas, pero apenas entró luz.
—Se oye un murmullo —aseguró Pia desde la puerta—. No hagáis ruido.
Los agentes enmudecieron. Y, en efecto, ahora Bodenstein también lo oyó. Abajo, en el sótano, corría agua. Bodenstein retrocedió y siguió a Pia hasta llegar a una puerta que había por debajo de la sinuosa escalinata.
—No tendréis una linterna, ¿verdad? —inquirió ella al tiempo que intentaba abrir la puerta, que no se movió ni un milímetro. Un agente le dio una linterna—. No está cerrada, pero no se abre.
Pia se agachó e iluminó el suelo.
—¡Mirad! —exclamó—. Alguien ha puesto silicona. ¿Por qué será?
Uno de los compañeros de Königstein se puso de rodillas y rascó la silicona con una navaja. Pia sacudió la puerta hasta que cedió. El murmullo se intensificó. Cinco o seis sombras ágiles pasaron a toda velocidad por delante y desaparecieron en las profundidades de la casa.
—¡Ratas!
Bodenstein dio un salto hacia atrás y chocó con el agente con tal fuerza que a este le faltó poco para caerse al suelo.
—No por eso tiene que dejarme KO —se quejó el compañero—. Ahora, si no le importa dejar de pisarme…
Pia no los escuchaba; su cabeza estaba en otra parte.
—¿Por qué han sellado la puerta del sótano con silicona? —se preguntó en voz alta cuando bajaba la escalera, alumbrando delante con la linterna. Al llegar al décimo peldaño se quedó petrificada—. ¡Maldita sea! —exclamó—. Se ha roto una tubería. De ahí el cortocircuito. Probablemente el cuadro eléctrico esté abajo.
—Llamaré a la compañía para que corten el suministro —se ofreció uno de los policías de Königstein.
—Será mejor que avise también a los bomberos. —Bodenstein miraba receloso por si había más ratas—. Vámonos, Pia. La doctora Lauterbach no está aquí.
Ella no le hizo caso. En su cabeza se habían disparado todas las alarmas. La casa estaba vacía y era de Daniela Lauterbach, que la semana anterior había cancelado de golpe y porrazo unas citas concertadas hacía tiempo con posibles compradores. Y ello no se debía a que quisiera ocultarse en esa casa. En vista de que ya tenía mojados tanto los zapatos como los pantalones, Pia siguió bajando. El agua borboteaba, y el frío la dejó noqueada.
—¿Qué haces? —le preguntó Bodenstein—. Sal de ahí, vamos.
Pia se inclinó y barrió la oscuridad con la linterna. El agua se hallaba a apenas veinticinco centímetros del techo. Bajó un peldaño más, agarrándose con fuerza al pasamanos. El agua le llegaba por la cadera.
—¡Amelie! —gritó, los dientes castañeteándole—. ¿Amelie? ¿Hola?
Contuvo la respiración y aguzó el oído; el frío hacía que se le saltaran las lágrimas. De pronto se quedó de una pieza. La adrenalina le recorrió el cuerpo como si se tratara de una descarga eléctrica.
—¡Ayuda! —se oyó gritar a alguien por encima del murmullo uniforme del agua—. ¡Ayuda! ¡Estamos aquí!
Pia caminaba arriba y abajo en el recibidor, fumando con impaciencia. El nerviosismo hacía que apenas notara la humedad en la ropa y los zapatos. Bodenstein prefirió esperar delante de la casa, en medio de la nevada, hasta que por fin se pudiera acceder al sótano inundado. La idea de convivir bajo el mismo techo con un ejército de ratas le causaba desazón. La empresa había cortado el suministro, y los miembros del retén de Königstein achicaban con todas las mangueras disponibles el agua del sótano, que iba a parar, pendiente abajo, al abandonado jardín. Gracias a un generador de emergencia, se disponía de luz. Habían llegado tres ambulancias, y la Policía procedió a acordonar el terreno.
—Todas las claraboyas por las que habría podido salir el agua han sido cegadas y selladas con silicona —informó el jefe de bomberos—. Increíble.
Pero cierto. Bodenstein y Pia no tenían la menor duda de quién había sido la responsable.
—Podemos entrar —anunció uno de los bomberos, que al igual que dos de sus compañeros, llevaba unos pantalones impermeables que le llegaban por el ombligo.
—Yo también voy —decidió Pia; tiró el cigarrillo al parqué sin miramientos y lo pisó.
—No. ¡Tú te quedas aquí! —gritó Bodenstein desde la puerta—. Te pillarás una buena.
—Póngase al menos unas botas de goma —terció el jefe de bomberos—. Espere, ahora le traigo unas.
Cinco minutos después, Pia seguía a los tres bomberos por el sótano, con el agua aún a la altura de las rodillas. A la luz del reflector portátil fueron abriendo puertas hasta dar con la definitiva. Pia giró la llave en la cerradura y se apoyó contra la puerta, que se abrió hacia dentro con un chirrido agudo. Su corazón estaba a punto de estallar, y las piernas se le aflojaron de alivio cuando el haz de luz del reflector iluminó el rostro blanco y sucio de una chica. Amelie Fröhlich entrecerró los ojos, cegada. Pia descendió a trompicones los dos escalones que bajaban al cuarto, situado en un nivel inferior, extendió los brazos y atrajo hacia sí a la muchacha, que sollozaba histérica.
—Tranquila —la calmó al tiempo que le acariciaba el cabello enmarañado—. Ya pasó, Amelie. No tengas miedo.
—Pero… pero Thies —musitó ella—. Creo que ha muerto.
El alivio que experimentaron todos los integrantes de la Policía Judicial de Comandancia fue inmenso. Amelie Fröhlich había aguantado los diez días en el sótano del antiguo caserón de Königstein sin sufrir daños importantes. Estaba exhausta, deshidratada y escuálida, pero desde el punto de vista físico, la espeluznante vivencia no le dejaría secuelas. A ella y a Thies los habían llevado al hospital. El estado del hijo de Terlinden no era tan bueno. Se hallaba en muy malas condiciones físicas y padecía un fuerte síndrome de abstinencia. Después de la reunión que se celebró en la K 11, Bodenstein y Pia fueron al hospital de Bad Soden, y cuál sería su sorpresa al toparse en el vestíbulo con Hartmut Sartorius y su hijo, Tobias.
—Mi exmujer ha salido del coma —contó el padre—. Hemos podido hablar un momento con ella. Dadas las circunstancias, no está demasiado mal.
—Vaya, me alegro —sonrió Pia, y su mirada descansó en Tobias, que daba la impresión de haber envejecido unos años. Parecía enfermo y tenía ojeras.
—¿Dónde ha estado usted? —le preguntó Bodenstein—. Nos tenía muy preocupados.
—Nadja lo dejó abandonado en una cabaña en las montañas suizas —explicó por él su padre—. Mi hijo fue a pie por la nieve hasta el pueblo más cercano.
Puso una mano en el brazo de Tobias.
—Todavía no me puedo creer que me equivocara de tal modo con Nadja —murmuró este.
—Hemos detenido a la señora Von Bredow —informó Bodenstein—. Y Gregor Lauterbach ha confesado que mató a Stefanie Schneeberger. A lo largo de los próximos días presentaremos un recurso de revisión del proceso. Será usted absuelto.
Tobias se limitó a encogerse de hombros: a todas luces le era indiferente. Una absolución tardía no subsanaría ni los diez años perdidos ni la ruina de su familia.
—Laura seguía con vida cuando los tres muchachos la echaron al depósito —prosiguió Bodenstein—. Cuando sintieron remordimientos y quisieron ir a sacar a la chica, Lutz Richter se lo impidió y cubrió el depósito con una plancha y tierra. También fue él quien fundó una milicia ciudadana en Altenhain y se encargó de que todo el mundo mantuviera la boca cerrada.
Tobias no reaccionó; su padre, por el contrario, se puso blanco como la pared.
—¿Lutz?
—Sí. —Bodenstein asintió—. Richter también organizó el ataque a su hijo en el pajar, y él y su mujer están detrás de las pintadas de su casa y de los anónimos. Querían impedir por todos los medios que la verdad saliera a la luz. Cuando detuvimos a su hijo, Richter se pegó un tiro en la cabeza. Sigue en coma, pero sobrevivirá y será llamado a capítulo.
—¿Y Nadja? —musitó Hartmut Sartorius—. ¿Sabía todo esto?
—Ya lo creo —contestó Bodenstein—. Vio cómo Lauterbach mataba a Stefanie. Y antes les había ordenado a sus amigos echar a Laura al depósito. Podría haber impedido que condenaran a Tobias, pero guardó silencio. Durante once años. Cuando él salió de la cárcel, quiso evitar a toda costa que volviera a Altenhain.
—Pero ¿por qué? —inquirió Tobias con voz fosca—. No lo entiendo. Me… me estuvo escribiendo, me esperó al salir y…
Calló y meneó la cabeza.
—Nadja estaba enamorada de usted —contestó Pia—. Pero usted siempre la había rechazado. Le vino de maravilla que Laura y Stefanie desaparecieran del mapa. Probablemente no contase con que a usted acabaran condenándolo. Cuando fue así, decidió esperarlo y granjearse sus simpatías de ese modo. Pero entonces apareció Amelie. Nadja vio en ella a una rival, pero sobre todo una amenaza en toda regla, pues era evidente que Amelie había averiguado algo. Así que se disfrazó de policía para ir en busca de los cuadros de Thies a casa de los Fröhlich.
—Sí, lo sé. Pero no dio con ellos —dijo Tobias.
—Claro que sí —afirmó Bodenstein—. Pero los hizo pedazos, ya que usted se habría dado cuenta en el acto de que Nadja le había mentido.
Tobias miró fijamente al policía, sin entender nada. Tragó saliva a duras penas cuando comprendió la verdadera dimensión de las mentiras y los engaños de Nadja. Casi no pudo asimilarlo.
—Todo Altenhain sabía la verdad —añadió Pia—. Claudius Terlinden calló para proteger a su hijo Lars y su apellido. Como le remordía la conciencia, les echó una mano económicamente a usted y a sus padres y…
—Ese no fue el único motivo —la interrumpió Tobias. A su atónito rostro volvió la vida, y el muchacho miró a su padre—. Pero ahora lo voy entendiendo todo. Lo único que le importaba era su poder y…
—¿Y qué?
Tobias movió la cabeza en silencio.
Hartmut Sartorius flaqueó. Le resultaba descorazonador saber la verdad sobre sus vecinos y antiguos amigos. El pueblo entero había callado y mentido y, por motivos egoístas, presenció impasible el desmoronamiento de su existencia, de su matrimonio, de su reputación, de su vida entera. Se dejó caer en una de las sillas de plástico que había contra la pared y sepultó el rostro en las manos. En silencio, Tobias se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Pero también tenemos buenas noticias. —Solo entonces recordó Bodenstein la razón por la que él y Pia habían ido al hospital—. En realidad veníamos a ver a Amelie Fröhlich y Thies Terlinden. Los encontramos hoy a mediodía en el sótano de una casa de Königstein. La doctora Lauterbach los había secuestrado y escondido allí.
—¿Amelie está viva? —Tobias se irguió emocionado—. ¿Se encuentra bien?
—Sí. Acompáñenos. Amelie se alegrará de verlo.
Tobias vaciló un instante, pero después se levantó. También su padre alzó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa. Sin embargo, segundos después la sonrisa se borró, y el rostro se le torció en un gesto de odio y rabia. Se levantó de un salto y salió disparado, a una velocidad que sorprendió a Pia, hacia un hombre que acababa de entrar en el vestíbulo del hospital.
—¡No, papá! ¡No!
Cuando oyó decir eso a Tobias, entonces vio que el hombre era Claudius Terlinden, acompañado de su mujer y del matrimonio Fröhlich. Iban a visitar a sus respectivos hijos. Hartmut Sartorius agarró a Terlinden del cuello con intención de estrangularlo. Christine Terlinden, Arne y Barbara Fröhlich, a su lado, se quedaron como paralizados.
—¡Cerdo! —exclamó, iracundo, Sartorius—. ¡Maldito cerdo traidor! ¡Tú tienes la culpa de todo lo que le ha pasado a mi familia!
Claudius Terlinden, con el rostro casi morado, agitaba los brazos desesperado y le daba patadas a su agresor. Bodenstein se hizo cargo de la situación y se puso en marcha, Pia también quiso intervenir, pero Tobias la apartó bruscamente. Chocó contra Barbara Fröhlich, perdió el equilibrio y se cayó. La gente miraba boquiabierta. Tobias había llegado hasta su padre, e iba a agarrarlo por el brazo cuando Claudius Terlinden consiguió zafarse; el pánico que sentía le confirió una fuerza sobrehumana. Empujó a Sartorius. Pia se levantó y vio como a cámara lenta que Hartmut Sartorius se tambaleaba debido a la violencia del golpe y caía de espaldas contra una puerta cortafuegos que estaba abierta. Tobias empezó a gritar y se acercó a su padre. De pronto había sangre por todas partes. Pia despertó de su ensimismamiento, le quitó a Barbara Fröhlich el pañuelo que llevaba al cuello, se arrodilló junto a Sartorius a pesar de la sangre, que se extendía rápidamente, y presionó la pashmina azul celeste contra la herida abierta del cogote de Sartorius con la esperanza de detener la fuerte hemorragia. El hombre movía las piernas espasmódicamente y resollaba.
—¡Un médico! ¡Deprisa! —chilló Bodenstein—. Maldita sea, tiene que haber un médico en alguna parte.
Claudius Terlinden se alejó de la escena, tosiendo y respirando con dificultad, con las manos en el cuello. Los ojos se le salían de las órbitas.
—Yo no quería —balbuceaba sin parar—. Ha sido… ha sido sin querer. Ha sido… ha sido un accidente.
Pia oyó pasos y gritos lejanos. Tenía los vaqueros, las manos y la cazadora llenos de sangre. En su campo visual aparecieron unos zapatos y unas perneras blancos.
—Apártese —pidió alguien. Ella se echó hacia atrás, levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Bodenstein. Era ya demasiado tarde: Hartmut Sartorius había muerto.
—No pude hacer nada. —Pia cabeceó aturdida—. Todo fue tan rápido…
Todavía le temblaba el cuerpo entero, y apenas era capaz de sostener el refresco de cola que Bodenstein le había puesto en las manos ensangrentadas.
—No tienes nada que reprocharte —aseguró él.
—Sin embargo, lo hago, maldita sea. ¿Dónde está Tobias?
—Estaba aquí hace un momento…
Bodenstein miró a su alrededor. El vestíbulo estaba acordonado, aunque lleno de gente. Policías, médicos con el semblante tenso, conmocionado, y los agentes de la Unidad Central de Identificación con sus monos blancos veían cómo introducían el cuerpo de Hartmut Sartorius en un féretro de zinc. Para el padre de Tobias la ayuda había llegado demasiado tarde. Tras el empujón de Claudius Terlinden, al parecer, tuvo la mala suerte de chocar de tal modo contra la puerta de cristal que se había destrozado el cráneo. Nadie habría podido ayudarlo.
—No te muevas de aquí. —Bodenstein le puso un instante la mano en el hombro y se levantó—. Voy a ver dónde anda Tobias, yo me ocupo de él.
Pia asintió y clavó la vista en la sangre seca y pegajosa que tenía en las manos. Luego se enderezó y se concentró en su respiración. Poco a poco, su corazón se fue calmando y pudo volver a pensar con claridad. Reparó en Claudius Terlinden, que estaba hundido en una silla, con la mirada perdida; delante de él, una mujer policía intentaba obtener una declaración de lo sucedido. La muerte de Hartmut Sartorius había sido un accidente, de eso no cabía la menor duda. Terlinden había actuado en legítima defensa y sin intención de matarlo, y sin embargo, poco a poco parecía que iba comprendiendo todo lo que había hecho. Una médico joven se agachó al lado de Pia.
—¿Quiere que le dé algo para que se tranquilice? —preguntó preocupada.
—No, estoy bien —denegó—. Aunque eso sí, me gustaría lavarme las manos.
—Desde luego. Venga conmigo.
Pia la siguió con las piernas temblorosas. Buscó a Tobias Sartorius, pero no lo vio por ninguna parte. ¿Dónde estaba? ¿Cómo podría superar algo tan horrible, ver a su padre agonizando? Incluso en situaciones de crisis, Pia era capaz de mantener la distancia y la cabeza fría, pero la fatalidad de Tobias Sartorius la conmovía profundamente. Poco a poco, aquel muchacho había ido perdiendo todo cuanto alguien puede perder.
—¡Tobi! —Amelie se incorporó en la cama y sonrió con incredulidad. En esos últimos días y noches terribles había pensado a menudo en él, hablado con él mentalmente, e imaginado una y otra vez cómo sería volver a verlo. El recuerdo del afecto que reflejaban sus ojos azul mar había impedido que se volviera loca, y ahora lo tenía delante en carne y hueso. El corazón le dio un vuelco de alegría—. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido a verme! Tengo tantas cosas que…
Su sonrisa se esfumó al ver en la penumbra el rostro descompuesto de Tobias. Este cerró la puerta de la habitación, se acercó con pasos vacilantes y se detuvo al pie de la cama. Tenía muy mal aspecto, el rostro cadavérico, los ojos inyectados en sangre. Amelie intuyó que debía de haber sucedido algo terrible.
—¿Qué ha pasado? —preguntó en voz queda.
—Mi padre ha muerto —musitó él con voz grave—. Abajo, en el vestíbulo… ahora mismo. Terlinden vino hacia nosotros… y mi padre y él…
Calló. Respiraba a trompicones, se llevó un puño a la boca e hizo un esfuerzo para no perder el control, en vano.
—Dios mío. —Amelie lo miró espantada—. Pero cómo… quiero decir, por qué…
Tobias hizo una mueca y se dobló sobre sí mismo, los labios temblorosos.
—Mi padre se abalanzó sobre ese… cerdo —dijo con voz inexpresiva—. Y él lo empujó… contra una puerta de cristal.
Se interrumpió; las lágrimas le corrían por el rostro demacrado. Amelie apartó la colcha y le tendió los brazos. Tobias se dejó caer pesadamente en el borde de la cama y dejó que Amelie lo abrazara. Enterró la cara en el hombro de ella, el cuerpo sacudido por violentos sollozos desesperados. Amelie lo abrazó con fuerza, y se le hizo un nudo en la garganta al comprender que, aparte de ella, Tobias ya no tenía a nadie en el mundo a quien confiar su enorme dolor.
Tobias Sartorius había desaparecido del hospital sin dejar rastro. Bodenstein mandó una patrulla a la casa de sus padres, pero por el momento allí no había ido. Claudius Terlinden se había marchado a su casa con su mujer. No era culpable de la muerte de Sartorius, había sido un accidente, un imprevisto aciago con un desenlace trágico. Bodenstein consultó el reloj. Era lunes, de manera que Cosima estaría con su madre. Las tardes de bridge en casa de los Rothkirch eran un ritual impuesto desde hacía décadas, de manera que podía estar bastante seguro de que no se la encontraría si iba a buscar ropa antes de volver a comisaría. Sucio y sudado, se moría de ganas de darse una buena ducha.
Para su alivio, la casa estaba a oscuras, solo había encendida la lamparita del aparador de la entrada. El perro lo recibió con efusividad, y Bodenstein lo acarició y echó un vistazo a su alrededor. Todo parecía estar como siempre y se le antojaba dolorosamente familiar, pero sabía que aquella ya no era su casa. Antes de que pudiera ponerse sentimental, subió la escalera con decisión para ir al dormitorio. Al dar la luz se asustó al ver a Cosima, sentada en el sillón al lado de la ventana. El corazón se le aceleró de repente.
—¿Por qué estás sentada aquí a oscuras? —preguntó, a falta de que se le ocurriera algo mejor.
—Quería pensar con calma. —Parpadeó con la claridad, se levantó y se situó tras el sillón, como si quisiera protegerse.
—Siento haber perdido el control de ese modo esta mañana —empezó él tras un breve titubeo—. Todo… me superaba.
—No importa. La culpa la tengo yo —replicó Cosima. Se miraron sin decir nada hasta que el silencio se volvió incómodo.
—Solo he venido a coger algo de ropa —explicó Bodenstein, y salió de la habitación.
¿Cómo podía ser que de pronto ya no sintiera nada por alguien a quien no había profesado más que cariño durante veinticinco años? ¿Se estaba engañando a sí mismo, era una especie de mecanismo de defensa, o lisa y llanamente la prueba de que lo que sentía por Cosima hacía tiempo que no era más que mera costumbre? Con cada una de las numerosas peleas de poca importancia de las semanas y los meses anteriores se había ido perdiendo poco a poco el afecto. Le extrañó la objetividad con que analizaba la situación. Abrió el armario empotrado del pasillo y observó con aire pensativo las maletas que había dentro. No quería llevarse ninguna de aquellas con las que su mujer había dado la vuelta al mundo, razón por la cual se decidió por dos maletas rígidas cubiertas de polvo, pero completamente nuevas que a Cosima le parecían demasiado voluminosas. Al pasar por delante del cuarto de Sophia, se detuvo. Tenía tiempo para ver un momento a la pequeña. Dejó las maletas en el suelo y entró en la habitación, iluminada por una lamparita que había junto a la cama. Sophia dormía plácidamente, el diminuto pulgar en la boca, rodeada de sus peluches. Contempló a su hija menor y suspiró. Luego se inclinó sobre la cama, extendió la mano y rozó el cálido rostro de la niña.
—Lo siento, cariño —musitó—. Pero ni siquiera por ti puedo hacer como si no hubiera pasado nada.
Ver a esa policía arrodillada en medio del gran charco de sangre fue algo que Tobias no olvidaría jamás. Él presintió que su padre había muerto antes de que nadie pronunciara la más definitiva de las palabras. Se quedó allí pasmado, aturdido e insensible, dejando que médicos, enfermeros y policías lo apartaran. Después de tantas noticias terribles, en su corazón ya no había cabida para ningún sentimiento. Al igual que el barco que hace agua, las últimas mamparas protectoras se habían cerrado para impedir que se hundiera.
Tobias se fue del hospital y echó a correr. Nadie intentó detenerlo. Atravesó la oscura calle Eichwald, y poco a poco el frío fue poniendo en orden el revoltijo de ideas. Nadja, Jörg, Felix, su padre. Todos lo habían abandonado, traicionado o decepcionado, ya no tenía a nadie a quien acudir. En el gris uniforme de su desamparo se mezclaban notas de ira de un rojo vivo. Con cada paso que daba aumentaba su odio hacia quienes le habían destrozado la vida, le cortaba el aire y hacía que se detuviera jadeando. El corazón le pedía a gritos venganza por todo lo que les habían hecho a él y a sus padres. No tenía nada que perder, nada en absoluto. En su cabeza iban encajando cada vez más piezas del puzle; de pronto todo tenía sentido. Tobias fue consciente de repente de que con la muerte de su padre, probablemente él fuese el último que estaba enterado del secreto de Claudius Terlinden y Daniela Lauterbach. Apretó los puños con fuerza cuando recordó lo que había sucedido veinte años antes, algo que su padre encubrió para ayudarlos a ambos.
Por aquel entonces él tenía siete u ocho años y, como tantas otras veces, había pasado la tarde en la pieza contigua al restaurante. Su madre no estaba, por lo cual nadie se había acordado de mandarlo a la cama. Acabó despertando en el sofá, en mitad de la noche. Se levantó, se dirigió a la puerta y escuchó una conversación que no supo explicarse. A la barra se hallaban sentados únicamente Claudius Terlinden y el anciano señor Fuchsberger, que cenaba casi todas las noches en el Zum Goldenen Hahn. Tobias había visto ya bastantes borrachos para saber que don Herbert Fuchsberger, el venerable notario, estaba como una cuba.
—¿Qué importancia tiene? —dijo Claudius Terlinden al tiempo que le hacía una señal a su padre para que llenara de nuevo el vaso del notario—. A mi hermano le traerá sin cuidado, está muerto.
—Me meteré en un lío —masculló Fuchsberger de manera casi ininteligible—. Si llegara a saberse…
—¿Y por qué iba a llegar a saberse? Nadie sabe que Willi cambió el testamento.
—No, no y no. No puedo —se lamentó el notario.
—Subo la oferta —replicó Terlinden—. No, no la subo, la duplico. Cien mil. No está mal, ¿eh?
Tobias vio que Terlinden le guiñaba un ojo a su padre. Así estuvieron un rato, hasta que el anciano se dio por vencido.
—Bien —accedió—. Pero tú te quedas aquí. No quiero que nadie te vea por casualidad en la notaría.
A continuación, el padre de Tobias se llevó al señor Fuchsberger mientras Claudius Terlinden permanecía en la barra. Tobias probablemente no hubiera entendido nunca lo que pasó esa noche de no haber encontrado años después en la caja de caudales del despacho de su padre un testamento cuando buscaba el justificante del seguro. Por un momento se preguntó qué hacía el testamento de Wilhelm Terlinden en la caja de su padre, pero la matriculación de su primer coche propio era mucho más importante. Tobias no volvió a pensar en ello en los años que transcurrieron, lo apartó de su cabeza y terminó olvidándolo, pero de pronto todo volvía a estar presente, como si el shock sufrido por la muerte de su padre hubiese abierto una cámara secreta en su cerebro.
—¿A dónde vamos?
La voz de Amelie sacó a Tobias de sus sombríos recuerdos. La miró, apoyó su mano en la de ella y se sintió reconfortado. Los oscuros ojos de la chica rebosaban auténtica preocupación por él. Sin todo ese metal en la cara y el peinado extravagante, era preciosa. Mucho más de lo que nunca lo había sido Stefanie. Amelie no había vacilado un segundo en abandonar el hospital con él de tapadillo cuando le dijo que aún tenía una deuda que saldar. Las maneras rudas y ariscas de la chica no eran más que una fachada, se había dado cuenta de ello nada más conocerla, en la iglesia. Tras sufrir tantos desengaños y traiciones, a Tobias le seguía sorprendiendo todavía la honradez desinteresada y la falta de premeditación de Amelie.
—Vamos un momento a mi casa, después he de hablar con Claudius Terlinden —le contestó—. Pero tú te quedas en el coche. No quiero que te pase nada.
—No pienso dejarte solo con ese cerdo —se opuso ella—. Si estamos juntos, no te hará nada.
Pese a todo, no pudo evitar sonreír. Además, la chica era valiente. En su corazón se encendió una minúscula llama de esperanza, como una vela cuya luz quisiera abrirse paso entre la niebla y la oscuridad. Después de todo, tal vez hubiese un futuro para él cuando aquello terminara de una vez.
Cosima no se había movido del sitio. Seguía tras el sillón, viendo cómo su marido abría las maletas y metía dentro su ropa.
—Esta es tu casa —dijo transcurrido un buen rato—. No tienes por qué irte.
—Aun así me voy. —No la miró—. Era nuestra casa. No quiero seguir viviendo aquí. Puedo irme a la vieja casa del cochero, en la finca, lleva vacía algún tiempo. Es la mejor solución. Así cuando te vayas, mis padres, o bien Quentin y MarieLouise podrán cuidar de Sophia.
—Menudas prisas —comentó, mordaz—. Ya veo que has hecho borrón y cuenta nueva.
Él lanzó un suspiro.
—No, yo no —repuso—. Has sido tú. Yo únicamente acepto tu decisión, como he hecho siempre, e intento adaptarme a la nueva situación. Te has decidido por otro, y yo no puedo hacer nada, pero tengo intención de seguir viviendo a pesar de todo.
Durante un segundo se planteó si contarle a Cosima que se había acostado con Nicola. Se acordó de algunas observaciones cáusticas que Cosima había hecho de esta desde que se enteró de que él trabajaba con su ex. Pero habría sido bajo y rastrero.
—Alexander y yo trabajamos juntos —dijo Cosima—. No me he… decidido por él.
Bodenstein siguió metiendo camisas en las maletas.
—Pero tal vez congenie más contigo que yo. —Levantó la mirada—. ¿Por qué, Cosima? ¿Tanta necesidad de aventuras tenías en tu vida?
—No, no es eso. —Se encogió de hombros—. No hay ninguna explicación racional. Ni tampoco excusas. Sencillamente, Alex se cruzó en mi camino en el momento equivocado. Estaba enfadada contigo, por lo de Mallorca.
—Y te metiste en la cama con él porque estabas enfadada conmigo. —Bodenstein sacudió la cabeza y cerró una de las maletas. Se irguió—. Pues qué bien.
—Oliver, por favor, no lo eches todo por la borda —dijo Cosima, suplicante—. He cometido un error, lo sé. Y lo siento mucho. Pero son tantas las cosas que nos unen…
—Y más aún las que nos separan —espetó él—. Nunca podré volver a confiar en ti, Cosima. Y yo sin confianza no puedo ni quiero vivir.
Bodenstein la dejó allí plantada y fue al cuarto de baño. Cerró la puerta, se desvistió y se metió en la ducha. Bajo el agua caliente, sus músculos agarrotados se relajaron, la tensión cedió. Se retrotrajo a la noche anterior y a las muchas noches que vendrían. No volvería a estar desvelado y muerto de preocupación por lo que Cosima estuviera haciendo en el otro hemisferio del mundo, si estaba bien o no, si corría algún peligro, había sufrido un accidente o estaba con otro en la cama. Le sorprendió que esa idea, en lugar de entristecerlo, le proporcionara un alivio inmenso. Ya no tenía por qué seguir viviendo conforme a las reglas de Cosima. Y en ese preciso instante se propuso firmemente que nunca más volvería a vivir conforme a las reglas de nadie salvo las suyas propias.
Esperaba no llegar demasiado tarde, pero apenas llevaban un cuarto de hora en el coche cuando apareció el Mercedes negro y se detuvo prácticamente delante del portón con remates puntiagudos del recinto empresarial de Terlinden. El portón se deslizó hacia un lado como por ensalmo, y las luces de freno del Mercedes se apagaron y él arrancó y desapareció.
—¡Ahora, deprisa! —siseó Tobias.
Se bajaron del coche y cruzaron la puerta justo antes de que se cerrara. La garita estaba desierta. De noche solo había cámaras de vigilancia, hacía tiempo que no había guarda, como antes, Tobias se había enterado por su amigo Michael, que trabajaba para Terlinden. Trabajaba antes, se corrigió mentalmente, pues ahora Michael estaba en la cárcel, al igual que Jörg y Felix y Nadja.
Había empezado a nevar ligeramente. Siguieron en silencio las huellas que habían dejado los neumáticos del Mercedes. Tobias aminoró ligeramente el paso. Iba agarrado a Amelie, que tenía la mano congelada. Durante los días de cautiverio había adelgazado mucho, y en realidad estaba demasiado débil para hacer lo que iban a hacer. Pero ella había insistido en acompañarlo. Pasaron por delante de las grandes naves industriales en silencio. Al doblar la esquina vieron que en la última planta del edificio de administración se encendía la luz. Abajo, a la entrada, estaba el Mercedes negro, bajo la luz anaranjada del alumbrado nocturno. Tobias y Amelie atravesaron el aparcamiento, que no estaba iluminado, y llegaron a la entrada del edificio.
—La puerta está abierta —susurró Amelie.
—Preferiría que esperaras aquí —dijo Tobias, mirándola.
Amelie, cuyos ojos parecían enormes en su rostro afilado y pálido, sacudió la cabeza con vehemencia.
—Ni hablar. Voy contigo.
—Está bien. —Él respiró hondo y le dio un abrazo breve y fuerte—. Gracias, Amelie. Gracias por todo.
—No digas bobadas —rechazó ella—. Vamos.
Tobias esbozó una sonrisa y asintió. Cruzaron el amplio vestíbulo, pasaron por delante del ascensor y subieron por la escalera, que tampoco estaba cerrada. Al parecer, Claudius Terlinden no tenía miedo de los ladrones. En la cuarta planta, Amelie estaba ya sin aliento, y se apoyó un momento en el pasamanos hasta que su respiración se hubo normalizado. La pesada puerta de cristal hizo un ruido sordo cuando Tobias la abrió. Se detuvo un instante para aguzar el oído en los oscuros pasillos, iluminados únicamente por lucecitas tenues situadas cerca del suelo. Avanzaron por el pasillo cogidos de la mano. Tobias notaba que el corazón le golpeaba en el pecho debido al nerviosismo. Paró al oír la voz de Claudius Terlinden a través de una puerta entreabierta al fondo del pasillo.
—… prisa. Si nieva más, tal vez el aparato no pueda despegar.
Tobias y Amelie se miraron un instante. Por lo visto, Terlinden estaba hablando por teléfono. Era evidente que habían llegado justo a tiempo, pues daba la impresión de que quería ir a alguna parte en avión. Siguieron andando. De pronto oyeron otra voz, y su timbre hizo que Amelie se estremeciera y cogiera de la mano a Tobias.
—¿Qué te pasa? —preguntó Daniela Lauterbach—. ¿A qué estás esperando?
La puerta se abrió por completo y una luz viva inundó el pasillo. Tobias pudo abrir la puerta de un despacho que tenía detrás justo a tiempo. Tiró de Amelie y se refugió en la oscuridad con ella, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
—¡Vaya! ¿Qué está haciendo esa aquí? —musitó Amelie desconcertada—. ¡Quiso matarnos a Thies y a mí! Y Terlinden lo sabe perfectamente.
Tobias asintió, tenso. Pensaba febrilmente cómo detenerlos. Debía impedir que se fueran y desapareciesen para siempre. De haber estado solo, sencillamente les habría pedido cuentas, pero no podía poner en peligro a Amelie bajo ningún concepto. Su mirada recayó en el escritorio.
—Escóndete ahí debajo —pidió con un susurro. Amelie iba a protestar, pero él se mantuvo en sus trece. Esperó a que ella estuviera bajo la mesa y acto seguido cogió el teléfono y se lo llevó al oído. Con la tenue luz de fuera apenas veía el aparato. Pulsó un botón con la esperanza de que fuese de una línea externa. ¡Bingo! Oyó la señal para marcar. Con dedos temblorosos marcó el 112.
Estaba delante de la caja fuerte, abierta, con una mano se masajeaba el cuello dolorido, absorto en sus pensamientos y con la mirada perdida. Desde el accidente en el hospital, estaba aturdido. No dejaba de pensar que el corazón le latiría a destiempo y se detendría. ¿Tendría que ver con la breve falta de oxígeno que había sufrido? Sartorius se había abalanzado sobre él como una fiera y le apretó el cuello con una fuerza inesperada, hasta el extremo de que llegó a ver puntitos centelleantes. Durante unos segundos tuvo la certeza de que le había llegado su hora. Nunca antes lo habían agredido físicamente, hasta ese día la expresión «morirse de miedo» carecía de significado para él. Sin embargo, ahora sabía qué se sentía al ver la muerte tan de cerca. No recordaba cómo había conseguido librarse de las garras de ese loco, pero de pronto, Sartorius estaba tendido en el suelo, en medio de un charco de sangre. Tremendo, absolutamente tremendo. Claudius Terlinden fue consciente de que seguía en estado de shock.
Observó a Daniela, que estaba arrodillada bajo su mesa, atornillando la carcasa del ordenador con cara de concentración. El disco duro, que había cambiado por otro, ya estaba en una de las maletas. Daniela había insistido en ello, aunque él no lo consideraba necesario, ya que no había guardado nada en el ordenador que pudiera interesarle a la Policía. Nada había salido como él planeara. A posteriori, Claudius Terlinden tuvo que admitir que haber encubierto la participación de Lars en el asesinato de Laura Wagner había sido un gravísimo error. No sopesó lo bastante las consecuencias que se derivarían del hecho de apartar a su hijo de la línea de fuego. Esa decisión, en sí misma insignificante, hizo luego necesarias muchas más. La red de mentiras acabó por volverse tan densa e intrincada que había provocado unos daños colaterales lamentables, pero inevitables. Si esos aldeanos idiotas le hubieran hecho caso en lugar de actuar por su cuenta, no habría pasado nada. Pero la pequeña grieta que se había abierto con el regreso de Tobias Sartorius se convirtió en un agujero enorme, un abismo negro. Y toda su vida, sus normas, los rituales cotidianos que le proporcionaban seguridad, todo eso se había visto arrastrado por aquella vorágine de acontecimientos infernales.
—¿Qué te pasa? ¿A qué estás esperando?
La voz de Daniela lo arrancó de sus pensamientos. Daniela se puso de pie con un ¡ay! y lo escrutó con una expresión desdeñosa. Claudius Terlinden se dio cuenta de que aún tenía la mano en el cuello y se volvió. Sin duda ella debía de contar desde hacía tiempo con que la cosa pudiera salir mal. Su plan de fuga era perfecto, estaba pensado hasta el más mínimo detalle. A él, por el contrario, lo había pillado por sorpresa. ¡Nueva Zelanda! ¿Qué iba a hacer allí? El centro de su vida estaba aquí, en el pueblo, en ese edificio, en esa habitación. No quería irse de Alemania, aun cuando en el peor de los casos ello significara pasar unos años en la cárcel. La idea de instalarse en un país extranjero con una identidad falsa le desagradaba, es más, le daba miedo. En Altenhain era alguien, la gente lo conocía y lo respetaba, y sin duda las aguas volverían a su cauce. En Nueva Zelanda sería un don nadie, un fugitivo anónimo para siempre.
Su mirada se paseó por la espaciosa estancia. ¿De verdad sería la última vez que viera ese despacho? ¿No volvería a entrar en su casa, ni a visitar las tumbas de sus padres y sus abuelos en el cementerio, ni vería las familiares vistas del Taunus? La idea se le antojó insoportable. Luchó tanto para engrandecer aún más la obra de sus antepasados… y ahora ¿debía dejarlo todo?
—Por favor, Claudius, date prisa. —La voz de Daniela sonó cortante—. Cada vez nieva más. Tenemos que irnos.
Él introdujo en la caja fuerte los documentos que dejaría allí, y al hacerlo su mano rozó la caja donde guardaba la pistola.
No me quiero ir. Antes me pego un tiro, se dijo.
Se quedó helado. ¿Cómo se le pasaba tal cosa por la cabeza? Él nunca había entendido que alguien pudiera ser tan cobarde para ver el suicidio como la única salida. Pero todo había cambiado desde que la muerte lo miró a la cara.
—¿Hay alguien más en el edificio aparte de nosotros? —quiso saber Daniela.
—No —repuso Terlinden con voz grave al tiempo que sacaba de la caja el estuche con el arma.
—Pues una de las líneas externas está ocupada. —Se inclinó sobre el teléfono, que ocupaba el centro de la mesa—. El terminal 23.
—Eso es contabilidad. Y ya no hay nadie.
—¿Echaste la llave al entrar?
—No.
Terlinden despertó de su ensimismamiento, abrió la caja y sacó el estuche con la Beretta.
El restaurante que había algo más arriba del Opelzoo estaba lleno. Era oscuro y ruidoso y hacía calor, algo que en ese momento a Pia le venía bien. Christopher y ella ocupaban una mesa junto al ventanal, pero Pia no tenía ganas ni de escuchar lo que los de Gerencia habían dicho ese día ni de disfrutar de las luces de Kronberg ni del centelleante horizonte de Frankfurt a lo lejos. Delante, en el plato, tenía un solomillo de ternera que despedía un aroma tentador, en su punto, pero ella tenía el estómago encogido.
Se marchó directamente a casa desde el hospital, había metido la ropa en la lavadora y después se estuvo duchando hasta que se acabó toda el agua caliente del termo. Pese a todo, seguía sintiéndose sucia y manchada. Pia estaba acostumbrada a ver cadáveres, pero no a que alguien muriera en sus brazos. Para colmo, un hombre al que conocía, con quien había estado hablando un minuto antes y que le inspiraba una profunda compasión. Se estremeció al evocar lo sucedido.
—¿Prefieres que nos vayamos a casa? —le preguntó en ese instante Christoph.
La preocupación que se reflejaba en sus ojos oscuros llevó a Pia al límite de su autocontrol. De pronto luchaba por no llorar. ¿Dónde estaría Tobias? Esperaba que no hubiese hecho ninguna tontería.
—No, no importa. —Se obligó a sonreír, pero al ver el filete ante ella, le dieron arcadas. Apartó el plato—. Siento no ser muy buena compañía hoy. No dejo de reprocharme lo ocurrido.
—Lo entiendo, pero ¿qué habrías podido hacer? —Christoph se inclinó hacia delante, alargó la mano y le acarició la mejilla—. Tú misma has dicho que todo sucedió muy deprisa.
—Sí, ya. Es una tontería. No podía hacer nada de nada. Pero a pesar de todo… —exhaló un hondo suspiro—. En momentos así, odio mi trabajo con toda mi alma.
—Venga, cariño. Nos vamos a casa, abrimos una botella de vino tinto y…
El tono del móvil de Pia lo hizo callar. Estaba de servicio.
—Me interesa saber lo que viene después del «y» —le dijo Pia, y esbozó una sonrisa débil, y Christoph enarcó las cejas de manera elocuente. Luego ella contestó al teléfono.
—Hace siete minutos, alguien llamado Tobias Sartorius ha hecho una llamada a los servicios de emergencia —le comunicó el agente de servicio de la central—. Está en el edificio de la empresa Terlinden, en Altenhain, y ha dicho que la señora Lauterbach se encuentra allí. Ya he mandado una patrulla…
—¡Maldita sea! —cortó Pia a su compañero. La asaltó un sinfín de interrogantes: ¿qué hacía Daniela Lauterbach en la empresa de Claudius Terlinden? ¿Por qué estaba Tobias allí? ¿Querría vengarse? Estaba claro que, después de todo lo que había ocurrido, Tobias Sartorius era una bomba de relojería. Se levantó de un salto—. Llama enseguida a los muchachos. Por el amor de Dios, que no vayan con la luz y la sirena. Y que nos esperen a Bodenstein y a mí.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Christoph. Pia se lo explicó en pocas palabras mientras marcaba el número de Bodenstein. Para alivio suyo, segundos después tenía a su jefe al teléfono. Entre tanto, Christoph le indicó al dueño del restaurante, a quien conocía bien, por ser el director del vecino zoo, que se pasaría a pagar después—. Te llevo —ofreció a Pia—. Voy por los abrigos, tardo tres segundos.
Ella asintió, salió y esperó impaciente ante la puerta del restaurante, en medio de la fuerte nevada. ¿Por qué había llamado Tobias a emergencias? ¿Le habría pasado algo? ¡Ojalá no llegaran demasiado tarde!
—¡Maldita sea! —musitó Tobias con una ira sorda. Claudius Terlinden y Daniela Lauterbach habían salido del despacho e iban por el pasillo cargados con maletas y maletines, camino del ascensor. ¿Qué podía hacer para detenerlos? ¿Cuánto tardarían los polis en llegar? ¡Maldita sea! Se volvió hacia Amelie, que asomaba la cabeza bajo la mesa—. Tú te quedas aquí —dijo con tono brusco a causa de la tensión.
—¿Adónde vas?
—Tengo que entretenerlos hasta que llegue la Policía.
—No, por favor, no lo hagas, Tobi. —Amelie abandonó su escondite. Con la tenue luz exterior sus ojos parecían enormes—. Por favor, Tobi, deja que se vayan. Tengo miedo.
—No puedo permitir que se larguen sin más, después de todo lo que han hecho. Tienes que entenderlo —repuso él con vehemencia—. Quédate aquí, Amelie. Prométemelo.
Ella tragó saliva, lo abrazó y asintió sin mucha convicción. Tobias inspiró aire y puso la mano en el pomo de la puerta.
—Tobi.
—¿Sí?
Amelie se acercó a él y le acarició la mejilla.
—Ten cuidado —susurró, y se le cayó una lágrima.
Tobias la miró fijamente. Durante una décima de segundo estuvo tentado de estrecharla entre sus brazos, besarla y quedarse allí con ella, pero pudo más el deseo feroz de venganza que lo había llevado hasta allí. No podía dejar escapar a Terlinden y Lauterbach. ¡De ninguna manera!
—Vuelvo ahora mismo —aseguró. Y antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión, salió al pasillo y echó a correr. El ascensor ya bajaba, de manera que abrió la puerta de la salida de emergencia y bajó por la escalera, salvando tres o cuatro peldaños cada vez. Llegó al vestíbulo justo cuando ellos dos salían del ascensor—. ¡Alto! —gritó, y oyó el eco de su voz.
Ambos se volvieron pasmados y lo miraron incrédulos. Terlinden soltó las maletas. Tobias se percató de que le temblaba todo el cuerpo. Aunque le habría gustado abalanzarse sobre ellos y liarse a golpes, debía controlarse y mantener la calma.
—¡Tobias! —Claudius Terlinden fue el primero en reaccionar—. Lo… lo siento, siento mucho lo que ha pasado. De veras, tienes que creerme, no quería…
—¡Cállese! —chilló él al tiempo que describía un semicírculo alrededor de los dos, sin perderlos de vista—. Estoy harto de tanta mentira obscena. Usted tiene la culpa de todo. Usted y esa… esa mala pécora. —Señaló con un dedo acusador a Daniela Lauterbach—. Siempre tan comprensivos…, claro, como que en todo momento sabíais la verdad. Pese a lo cual permitisteis que me metieran en la cárcel. Y ahora queréis poner tierra por medio, ¿no? A mí me trae sin cuidado, pero de eso ni hablar. He llamado a la Policía, no tardará en llegar. —No se le escapó la mirada rápida que intercambiaron Terlinden y Lauterbach—. Les contaré todo lo que sé de vosotros. Y no es poco, desde luego. Mi padre ha muerto, ya no puede decir nada, pero yo también sé lo que hicisteis en el pasado.
—Tranquilízate, ¿quieres? —dijo Daniela Lauterbach, y esbozó aquella sonrisa amable con la que había logrado engañar al mundo entero—. ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Estoy hablando de su primer marido. —Tobias se acercó más y se paró justo frente a ella. Sus fríos ojos marrones se clavaron en los del chico—. De Wilhelm, Willi, el hermano mayor de Claudius, y de su testamento.
—Ya. —Daniela Lauterbach seguía sonriendo—. ¿Y por qué crees que podría interesarle a la Policía?
—Porque ese no era el testamento auténtico —contestó Tobias—. Porque el auténtico se lo dio a mi padre Fuchsberger después de que Claudius lo emborrachara y le prometiese cien mil marcos.
A Daniela Lauterbach se le heló la sonrisa en los labios.
—Su primer marido estaba moribundo, pero no le hizo ninguna gracia que usted lo hubiera engañado con su hermano; por eso, dos semanas antes de morir cambió el testamento y los desheredó a ambos. Nombró única heredera a la hija de su chófer, ya que poco antes de fallecer se enteró de que Claudius la había dejado a usted embarazada en mayo de 1976 y usted había abortado por orden de él.
—¿Te contó tu padre esa ridiculez? —terció Claudius Terlinden.
—No. —Tobias no perdía de vista a Daniela Lauterbach—. No hizo falta. Fuchsberger le dio el testamento, se suponía que mi padre tendría que haberlo destruido, pero no lo hizo. Lo conservó hasta el día de hoy. —Miró a Claudius Terlinden—. Por eso se aseguró usted de que no se fuera de Altenhain, ¿no es cierto? Porque lo sabía todo. En realidad, ni la empresa ni la casa le pertenecen. Y de haber sido por su primer marido, la doctora Lauterbach tampoco tendría la casa y el dinero que tiene. Según el testamento, todo es de la hija del antiguo chófer de Wilhelm Terlinden, Kurt Cramer… —Tobias resopló—. Por desgracia, mi padre no tuvo el valor de sacar a la luz el testamento. Una lástima, la verdad…
—Sí, una verdadera lástima —afirmó Daniela Lauterbach—. Pero ahora acabo de recordar una cosa.
Terlinden y la doctora Lauterbach se hallaban de espaldas a la escalera, de forma que no pudieron ver a Amelie cuando salió por la puerta, pero sí repararon en que la atención de Tobias se desviaba un momento. Daniela Lauterbach se apoderó de la caja que Terlinden sostenía bajo el brazo y de pronto Tobias se vio ante el cañón de una pistola.
—Casi había olvidado esa noche fatídica, de no habérmela recordado tú ahora mismo. ¿Te acuerdas, Claudius, de que Wilhelm apareció de repente en la puerta de la habitación y nos apuntó con esta misma pistola? —Sonrió a Tobias—. Gracias por darme la idea, idiota.
Sin vacilar un segundo, Daniela apretó el gatillo. Un ruido ensordecedor rompió el silencio. Tobias notó un fuerte golpe y tuvo la sensación de que el pecho le iba a estallar. Miró sin podérselo creer a la médico, que ya estaba dando media vuelta. Oyó que Amelie pronunciaba su nombre desesperada, con voz aguda, fue a decir algo, pero no le llegó el aire. Las piernas le fallaron, y no se dio cuenta de que caía desplomado en el piso de granito. Todo a su alrededor era negro y silente.
Estaban barajando cómo entrar en la fortaleza del recinto empresarial de Terlinden cuando vieron que por el otro lado del portón se aproximaba un vehículo oscuro a gran velocidad y con unos faros cegadores. La puerta se abrió sin hacer ruido.
—¡Es él! —exclamó Pia, y les hizo una señal a sus compañeros.
Claudius Terlinden, que iba al volante del Mercedes, tuvo que frenar en seco cuando de pronto dos coches patrulla le cerraron el paso.
—Está solo en el coche —constató Bodenstein. Pia se situó a su lado con el arma preparada, y le indicó a Terlinden que bajara la ventanilla. Dos agentes recalcaron la orden de Pia rodeando el Mercedes mientras apuntaban con el arma al conductor.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó él. Estaba tieso, con las manos aferradas al volante, y a pesar del frío que hacía, tenía el rostro bañado en sudor.
—Salga del coche y abra todas las puertas y el maletero —ordenó Bodenstein—. ¿Dónde está Tobias Sartorius?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Dónde está la doctora Lauterbach? ¡Y bájese!
Terlinden no se movió. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban auténtico pánico.
—No va a bajar —se oyó decir desde dentro a alguien que se ocultaba tras los cristales tintados.
Bodenstein se inclinó un tanto hacia delante y vio a Daniela Lauterbach en el asiento trasero. Y la pistola con la que apuntaba al cogote a Terlinden.
—Déjennos pasar o le pego un tiro —amenazó.
Bodenstein notó que también él rompía a sudar. No dudaba de la determinación de Daniela Lauterbach. La doctora tenía un arma en la mano y nada que perder, una combinación de lo más peligroso. En ese modelo de Mercedes, las puertas se cerraban automáticamente por dentro tras haber recorrido unos metros de distancia, de manera que ni Bodenstein ni los policías que se encontraban al otro lado tenían la posibilidad de abrir sin más las portezuelas y reducir a la mujer.
—Creo que va en serio —musitó Terlinden con voz grave. El labio inferior le temblaba, era evidente que estaba conmocionado.
Bodenstein se devanaba los sesos. No podrían escapar. Con el tiempo que hacía, ni siquiera un Mercedes Clase S con neumáticos de invierno superaría los 120 kilómetros por hora.
—Está bien, váyase —dijo—. Pero dígame primero dónde está Tobias.
—Probablemente en el cielo, con su padre —contestó Daniela Lauterbach por Terlinden, y rio con frialdad.
Bodenstein y un coche patrulla siguieron al Mercedes negro, que salió de la zona industrial y se dirigió a la B 8, mientras Pia pedía refuerzos por radio y solicitaba una ambulancia. Terlinden torció a la derecha y puso rumbo a la autopista por la nacional, que ahora contaba con cuatro carriles. En Bad Soden se les unieron dos coches patrulla más, y escasos kilómetros más allá aparecieron otros tres. Por suerte, la jornada laboral ya había terminado y no había tráfico. En caso de atasco, la cosa podía complicarse con facilidad, aunque Daniela Lauterbach difícilmente le pegaría un tiro en la cabeza a su chófer mientras el coche estaba en marcha. Bodenstein miró por el retrovisor: para entonces ya los seguía una docena de vehículos con la luz azul encendida, bloqueando tres carriles a los coches que iban detrás.
—Van a la ciudad —afirmó Pia cuando el Mercedes negro se mantuvo a la derecha en el nudo Eschborner Dreieck. Haciendo caso omiso de la prohibición de fumar en los coches patrulla, encendió un cigarrillo. Por la radio se oía un caos de voces acaloradas. Los compañeros de Frankfurt estaban informados e intentarían despejar las calles en caso de que Terlinden decidiera atravesar la ciudad.
—Puede que quiera llegar al aeropuerto —reflexionó en voz alta Bodenstein.
—Esperemos que no —le contestó ella, que esperaba noticias de Tobias Sartorius.
Bodenstein miró de reojo deprisa a su compañera, que estaba blanca de la tensión. ¡Menudo día! Apenas había aflojado la enorme presión de las semanas pasadas al encontrar a Thies y Amelie, los acontecimientos se precipitaron. ¿De veras había despertado esa misma mañana en la cama de Nicola?
—¡Se dirigen a la ciudad! —decía Pia por radio en ese preciso instante, ya que Terlinden enfilaba Westkreuz en lugar de meterse en la A 5—. ¿Qué pretenden?
—Quieren dejarnos atrás en el centro —aventuró Bodenstein.
Los limpiaparabrisas despejaban el cristal a toda velocidad. La nieve había dado paso a una lluvia intensa, y Terlinden conducía a una velocidad muy superior a la permitida. Difícilmente se detendría ante un semáforo en rojo, y solo les faltaba que a algún peatón se le ocurriera cruzar la calle.
—Ha llegado al recinto ferial, tuerce a la derecha en la Friedrich-Ebert-Anlage —avisó Pia—. Va por lo menos a ochenta, ¡despejad las calles!
Bodenstein tenía que concentrarse. El firme mojado reflejaba las luces de freno rojas de los vehículos que se habían pegado al borde de la calzada y la luz azul de los coches patrulla, que, en efecto, bloqueaban el tráfico de todas las bocacalles.
—Creo que dentro de poco voy a necesitar gafas —musitó, y aceleró para no perder a Terlinden, que se saltaba el tercer semáforo en rojo. ¿Qué se proponían? ¿A dónde querían ir?
—¿Te has parado a pensar que igual esa mujer…? —empezó Pia, pero entonces chilló—: ¡Tuerce! ¡A la derecha! ¡Ha girado!
De manera totalmente inesperada, sin reducir la velocidad ni poner el intermitente, en la plaza de la República Terlinden se había metido en la Mainzer Landstrasse, una arteria de la ciudad. Bodenstein dio un volantazo a la derecha y apretó los dientes cuando el Opel derrapó y estuvo a punto de estamparse contra un tranvía.
—Maldita sea, qué poco ha faltado —gruñó—. ¿Adónde ha ido? ¡Ya no lo veo!
—¡A la izquierda, a la izquierda! —Con los nervios, a Pia se le había olvidado cómo se llamaba la calle, aunque había trabajado muchos años justo enfrente, en la antigua Jefatura. Comenzó a mover un dedo ante la cara de Bodenstein—. Se ha metido por ahí, ¡por ahí!
—¿Dónde? —se oyó preguntar por radio—. ¿Dónde están?
—Se han metido por la Ottostrasse —contestó Bodenstein—. Ya los veo; no, no son ellos. ¡Maldita sea!
—¡Que el resto vaya directo a la estación! —dijo Pia por radio a voz en grito—. Puede que solo quiera librarse de nosotros.
Se inclinó hacia delante.
—¿Derecha o izquierda? —preguntó él al llegar a la calle Poststrasse, en la parte norte de la estación central. Tuvo que pisar el freno a fondo, ya que por la derecha venía lanzado un coche. Aceleró de nuevo, profiriendo imprecaciones como un poseso, y decidió instintivamente girar a la izquierda.
—Madre mía —comentó ella sin apartar la vista de la calzada—. No sabía que conocieras semejantes expresiones.
—Tengo hijos —respondió Bodenstein al tiempo que reducía la velocidad—. ¿Tú ves el coche?
—Aquí hay cientos de coches —se quejó Pia. Había bajado la ventanilla y oteaba la oscuridad. Más adelante había coches patrulla con la luz azul parpadeando, y a pesar de la lluvia torrencial que estaba cayendo, los transeúntes se detenían a curiosear—. ¡Ahí! —gritó Pia tan de repente que Bodenstein se llevó un susto de muerte—. ¡Ahí están! ¡Saliendo del aparcamiento!
¡En efecto! Segundos después, el Mercedes negro volvía a estar delante de ellos y aceleraba por la calle Baseler de tal modo que a Bodenstein le costó lo suyo no quedarse atrás. Cruzaron a toda velocidad la plaza Baseler hacia el puente Friedensbrücke, y Bodenstein rezó en silencio. Pia seguía informando de su posición. El Mercedes enfiló el paseo Kennedyallee a 120 kilómetros por hora, seguido de una hilera de coches patrulla. Ahora también había compañeros delante, aunque no intentaron detenerlo.
—Se dirigen al aeropuerto —dijo Pia a la altura del hipódromo de Niederrad.
Apenas lo dijo, Terlinden atravesó los tres carriles de la calzada de derecha a izquierda, rozó el bordillo y derrapó un instante en los raíles del tranvía. Pia casi no pudo dar cuenta del cambio de sentido a la misma velocidad que lo hizo Terlinden. Los coches patrulla que lo precedían ya iban por el carril del aeropuerto y no pudieron girar, pero Bodenstein y Pia continuaron detrás cuando el coche, en una arriesgada maniobra, invadió la Isenburger Schneise. En esa carretera, recta, Terlinden aceleró sin miramientos, y Bodenstein sudó tinta cuando se vio obligado a imitarlo. Sin embargo, de pronto ante él se iluminaron las luces de freno, el pesado Mercedes dio un bandazo y se metió en el carril contrario. Bodenstein pisó el freno de tal forma que también su coche patinó. ¿Le habría pegado un tiro Lauterbach a su rehén en plena marcha?
—¡Una rueda trasera ha reventado! —exclamó Pia, que comprendió en el acto la situación—. Así no llegarán muy lejos…
Así fue. Tras la demencial carrera, Terlinden puso el intermitente izquierdo y giró en dirección a Oberschweinstiege. Atravesó el bosque a cuarenta, cruzó las vías y finalmente se detuvo en el aparcamiento del bosque, a unos cientos de metros. Bodenstein también paró, y Pia se bajó del vehículo a toda velocidad, indicó a los compañeros de los coches patrulla que formaran un círculo alrededor del Mercedes y se subió de nuevo al coche. Bodenstein dio orden por radio de permanecer en los vehículos. Daniela Lauterbach aún iba armada, y no quería correr un riesgo innecesario y poner en juego la vida de nadie, tanto más cuanto que en breve entraría en acción una Unidad de Intervención Policial. Sin embargo, de repente se abrió la puerta del conductor del Mercedes. Bodenstein contuvo la respiración y se irguió. Terlinden se bajó del automóvil. Tambaleándose ligeramente, se agarró a la puerta del coche y echó un vistazo a su alrededor. Después levantó las manos y permaneció inmóvil a la luz de los faros.
—¿Qué está pasando? —farfulló alguien por radio.
—Se ha detenido y se ha bajado del coche —informó Bodenstein—. Vamos a salir.
Le hizo una señal a Pia y ambos se bajaron y se acercaron a Terlinden. Pia apuntaba con el arma al Mercedes, preparada para apretar el gatillo al menor movimiento.
—No hace falta que dispare —indicó Claudius Terlinden al tiempo que bajaba los brazos.
Pia tenía los nervios de punta cuando abrió la portezuela trasera del Mercedes y apuntó al interior. La tensión cedió y dio paso a una gran decepción: en el asiento no había nadie.
—De pronto apareció en mi despacho y me amenazó con una pistola —Claudius Terlinden explicó entrecortadamente. Estaba sentado a la estrecha mesa de uno de los coches celulares, pálido y contrito, al parecer en un fuerte estado de shock.
—Continúe —pidió Bodenstein.
Terlinden iba a pasarse la mano por la cara cuando advirtió de nuevo que iba esposado. A pesar de su alergia al níquel, pensó Pia con cinismo, observándolo sin ninguna lástima.
—Me… me obligó a abrir la caja fuerte —prosiguió Bodenstein con voz trémula—. Ya no recuerdo exactamente qué pasó. Abajo, en el vestíbulo, apareció de pronto Tobias. Con la chica. El…
—¿Con qué chica? —lo interrumpió Pia.
—Con… con…, ahora mismo no recuerdo su nombre.
—¿Amelie?
—Sí, eso, creo que se llama así.
—Bien. Continúe.
—Daniela disparó a Tobias sin vacilar, y luego me obligó a subir al coche.
—¿Qué fue de Amelie?
—No lo sé. —Terlinden se encogió de hombros—. No sé nada más. Me limité a conducir sin parar, tal como me ordenó ella.
—Y en la estación central se bajó —razonó Bodenstein.
—Sí. Me dijo: «Ahora a la derecha». Y luego: «Ahora a la izquierda». Yo hice exactamente lo que me decía.
—Comprendo. —Bodenstein asintió y después se inclinó hacia delante. Su voz se tornó cortante—. Lo que no entiendo es por qué no se bajó usted en la estación. ¿A qué vino esa peligrosa carrera por la ciudad. ¿Tiene usted idea de lo fácilmente que podría haberse producido un accidente?
Pia se mordía el labio inferior sin perder de vista a Terlinden. Justo cuando Bodenstein se volvió hacia ella, Claudius Terlinden cometió un error. Hizo algo que no habría hecho nadie en un fuerte estado de shock: consultó el reloj.
—¡Miente usted más que habla! —espetó Pia enfadada—. ¡Están conchabados! Solo quiere ganar tiempo. ¿Dónde está Lauterbach?
Terlinden aún trató por unos minutos de mantener la tapadera, pero Pia no cejó en su empeño.
—Tiene razón —admitió el detenido al fin—. Queríamos irnos juntos. El avión sale a las 23.45. Si se dan prisa, quizá la cojan.
—¿Dónde? ¿Adónde pensaban ir? —Pia tuvo que hacer un esfuerzo para no agarrar a Terlinden por los hombros y zarandearlo—. ¡Hable de una vez! ¡Esa mujer ha disparado a una persona! Eso se llama asesinato. Y si no empieza a soltar la verdad, le juro que va a saber usted lo que es bueno. ¡Así que hable! ¿Qué avión pretende coger Daniela Lauterbach? ¿Con qué nombre?
—El de São Paulo —musitó Terlinden, cerrando los ojos—. Como Consuelo la Roca.
—Yo voy al aeropuerto —decidió Bodenstein fuera, delante del coche celular—. Tú continúa con Terlinden.
Pia asintió. Le estaba destrozando los nervios el hecho de no saber nada de los compañeros de Altenhain. ¿Qué sería de Amelie? ¿Le habría disparado Lauterbach también a la chica? Pidió a uno de los agentes que se informara sobre su estado y subió de nuevo al Volkswagen.
—¿Cómo ha podido hacerlo? —inquirió Pia—. Daniela Lauterbach ha estado a punto de matar a su hijo Thies, después de tenerlo completamente drogado durante años.
Terlinden cerró un momento los ojos.
—Usted no lo entiende —replicó cansado, y desvió la mirada.
—Pues entonces explíquemelo. Explíqueme por qué Daniela Lauterbach maltrató de tal forma a Thies y le prendió fuego al invernadero.
Claudius Terlinden abrió los ojos y los clavó en Pia. Pasó un minuto, dos.
—Me enamoré de Daniela la primera vez que mi hermano la trajo a casa —dijo de pronto—. Un domingo, el 14 de junio de 1976. Fue amor a primera vista. A pesar de todo, un año más tarde se casó con mi hermano, aunque no tenían nada que ver. Fueron muy desgraciados. Daniela triunfaba en su profesión, mi hermano estaba a su sombra. Él la maltrataba cada vez más a menudo, incluso delante del personal. El verano de 1977 sufrió un aborto, al año otro, y luego otro más. Mi hermano quería un heredero, estaba furioso y le echaba la culpa a ella. Luego, cuando mi mujer tuvo gemelos, la cosa ya se salió de madre.
Pia escuchaba en silencio, cuidándose mucho de interrumpir la confesión.
—Quizá Daniela se hubiese divorciado, pero unos años después mi hermano enfermó de cáncer. Incurable. Y en ese estado, ella ya no quiso abandonarlo. Murió en mayo de 1985.
—Qué oportuno para ustedes dos —observó Pia con sarcasmo—. Pero eso no explica por qué quería usted ayudarla a huir, a pesar de que hubiera secuestrado a Amelie y Thies y los encerrara en un sótano. De no haberlos encontrado nosotros por casualidad, se habrían ahogado, porque la señora Daniela Lauterbach inundó el sótano.
Claudius Terlinden alzó los ojos perplejo.
—¿De qué está hablando?
De repente, Pia cayó en la cuenta de que Terlinden tal vez no supiera lo que había hecho Daniela Lauterbach. Antes había ido al hospital a ver a su hijo, pero probablemente no llegaran a hablar debido al trágico incidente. Aparte de que Thies apenas habría podido contarle nada a su padre. De manera que Pia expuso a Claudius Terlinden con pelos y señales la tentativa a traición de Daniela Lauterbach de matar a Amelie y Thies.
—No es cierto —musitó él con creciente desconcierto.
—Lo es. Daniela Lauterbach quería matar a su hijo Thies porque él vio cómo su marido, Gregor, mataba a Stefanie Schneeberger. Y en cuanto a Amelie, tenía que morir porque había averiguado el secreto por boca de Thies.
—¡Dios mío! —Terlinden se pasó ambas manos por el rostro.
—Me da la impresión de que no conocía muy bien a su gran amor, si de verdad quería huir con ella. —Pia cabeceó.
Terlinden miraba al frente.
—Soy un idiota. Toda la culpa es mía. En su día, yo mismo le ofrecí la casa a Albert Schneeberger.
—¿Qué tiene que ver con esto Schneeberger?
—Stefanie volvió completamente loco a Thies. Estaba colado por ella, y un día la vio haciendo con Gregor… bueno…, ya sabe. Thies sufrió un acceso de rabia, atacó a Gregor y tuvimos que ingresarlo en el psiquiátrico. Una semana antes de la tragedia, mi hijo volvió a casa, de lo más cuerdo otra vez. La medicación había obrado un milagro en él. Después, Thies vio cómo Gregor mataba a Stefanie.
Pia se quedó sin aliento, casi con la boca abierta.
—Gregor quiso salir corriendo, pero de pronto, Thies se le plantó delante. Así, de repente, mirándolo y sin decir palabra, a su manera. Gregor echó a correr a casa despavorido, llorando como un niño. —La voz de Terlinden se tiñó de desdén—. Daniela me llamó, nos vimos en el pajar de Sartorius. Thies estaba sentado junto a la chica muerta. En ese momento me pareció que lo mejor sería ocultar el cuerpo en alguna parte, y solo se me ocurrió para ello el antiguo búnker que había bajo el invernadero. Pero no había manera de apartar a Thies: tenía fuertemente agarrada la mano de Stefanie. Entonces, a Daniela se le ocurrió la idea de decirle que él cuidaría de Stefanie. Era arriesgado, pero funcionó. Durante once años. Hasta que apareció la tal Amelie. Sí, esa pájara curiosa lo fastidió todo.
Así que él y Daniela habían sabido la verdad sobre Laura y Stefanie todos esos años y no habían dicho nada. ¿Cómo habían podido vivir sabiendo algo tan horrible?
—¿Y quién pensaba usted que había secuestrado a esa chica y a su hijo?
—Nadja —contestó Claudius Terlinden con tono desabrido—. La noche que Gregor mató a Stefanie la vi en el pajar, pero no se lo conté a nadie. —Lanzó un hondo suspiro—. Después hablé con ella —continuó—. Se mostró muy razonable, y cuando le conseguí un contacto en televisión gracias a un viejo amigo, me prometió no decir palabra jamás. Se fue de Altenhain, como siempre había querido, e hizo carrera. Así volvió la calma. Todo iba bien… —Se frotó los ojos—. No habría pasado nada si todo el mundo se hubiera atenido a las reglas del juego.
—Las personas no son piezas de ajedrez —espetó, seca, Pia.
—Al contrario —negó él—. La mayoría de las personas son felices y se sienten satisfechas cuando alguien asume la responsabilidad de su pobre vida y toma decisiones que ellas mismas no son capaces de tomar. Alguien ha de tener una visión de conjunto, manejar los hilos cuando es necesario. Y ese alguien era yo —concluyó, y a su rostro afloró una sonrisa de orgullo.
—Se equivoca —repuso fríamente Pia, una vez entendidos todos los nexos—. No era usted, sino Daniela Lauterbach. En su partida de ajedrez, usted solo fue un peón al que ella movía a su antojo. —La sonrisa de Terlinden se esfumó—. Rece para que mi jefe la coja en el aeropuerto. De lo contrario, será usted el único que ocupará grandes titulares y se pasará el resto de su vida en la cárcel.
—No hay quien lo entienda. —Ostermann sacudió la cabeza y miró a Pia—. Si no me equivoco, resulta que a la madre de Tobias le corresponde por derecho medio Altenhain.
—Exacto —asintió Pia. Delante de ellos, en la mesa, tenían las tres páginas de la última voluntad de Wilhelm Julius Terlinden, redactada y firmada por un notario el 25 de abril de 1985, en la cual desheredaba a su esposa, Daniela Terlinden, de soltera Kroner, y a Claudius Paul Terlinden, su hermano. Amelie le entregó a un compañero el documento en un abultado sobre antes de subirse a la ambulancia que llevó a Tobias Sartorius al hospital. Dentro de lo que cabía, el joven había tenido suerte, ya que el arma con la que le disparó Daniela Lauterbach no había sido letal debido al escaso poder de penetración de sus balas. Así y todo, Tobias había perdido mucha sangre y aun después de la operación de urgencia a que fue sometido, su estado seguía siendo crítico—. Lo que no acabo de entender es por qué el testamento de Wilhelm Terlinden estaba en manos de Hartmut Sartorius —comentó—. Se redactó tan solo unas semanas antes de que muriera.
—Probablemente se enterase entonces de que esos dos lo habían estado engañando durante años.
—Mmm.
A Pia le costó reprimir un bostezo. Había perdido la noción del tiempo, estaba agotada y a la vez en tensión. Tobias y su familia fueron víctimas de intrigas maliciosas, de la codicia y la sed de poder, pero gracias al testamento que conservó Hartmut, para Tobias y su madre al menos se vislumbraba un final relativamente bueno, aunque solo fuera en el aspecto económico.
—Venga, vete —le dijo Ostermann a Pia—. El papeleo puede esperar a mañana.
—Pero ¿por qué Hartmut Sartorius no hizo valer nunca ese testamento? —preguntó Pia.
—Quizá temiera las consecuencias o tuviese algo que esconder. A saber cómo llegó el testamento a sus manos, seguro que no por la vía legal —contestó Ostermann—. Además, en un pueblo así imperan otras leyes. Me consta.
—¿Y eso?
Ostermann rio y se levantó.
—No creo que quieras oír la historia de mi vida a las tres y media de la madrugada, ¿verdad?
—¿Las tres y media? Madre mía, es tardísimo… —Pia bostezó—. ¿Tú sabías que a Frank lo abandonó su mujer? ¿O que Hasse es amigo del ministro de Educación y Ciencia?
—Lo primero sí, lo otro no —respondió él mientras apagaba el ordenador—. ¿Por qué lo preguntas?
—La verdad es que no lo sé. —Pia se encogió de hombros con aire pensativo—. Pero uno pasa más tiempo con sus compañeros que con su pareja, y sin embargo no sabe nada de ellos. ¿Por qué? —Su móvil sonó con el tono que le tenía asignado a Christoph. La estaba esperando abajo, en el aparcamiento. Pia se levantó con un suspiro y cogió el bolso—. Es algo a lo que no paro de darle vueltas.
—Anda, no te pongas filosófica ahora —dijo Ostermann desde la puerta—. Mañana te cuento todo lo que quieras saber de mí.
Pia le dirigió una sonrisa cansada.
—¿Todo? ¿De veras?
—Claro, mujer —contestó Ostermann mientras pulsaba el interruptor—. No tengo nada que ocultar.
En el breve trayecto de Hofheim a Unterliederbach a Pia se le cerraban los ojos de agotamiento. No se enteró de que Christoph se bajaba a abrir el portón. Cuando le tocó el hombro con suavidad y la besó en la mejilla, abrió los ojos sobresaltada.
—¿Quieres que te lleve en brazos? —se ofreció él.
—Mejor no. —Pia bostezó y sonrió a la vez—. Si te hernias, la semana que viene tendré que cargar yo con las alforjas.
Se bajó y fue hasta la puerta dando traspiés. Los perros la saludaron con ladridos de alegría y pidieron su ración de caricias. Solo cuando se quitó la cazadora y las botas recordó Pia la cita con Gerencia.
—Por cierto ¿qué sacaste en claro? —inquirió.
Christopher encendió la luz de la cocina.
—Por desgracia, nada bueno —respondió él con gravedad—. Ni la casa ni el pajar estaban autorizados, y por otra parte, es prácticamente imposible conseguir un permiso a posteriori debido a las líneas de alta tensión.
—No puede ser. —Pia tuvo la sensación de que el suelo se abría bajo sus pies. Esa era su casa, su hogar. ¿A dónde iba a ir con los animales? Miró a Christoph traumatizada—. ¿Y ahora? ¿Qué va a pasar ahora?
Él la atrajo hacia sí y la abrazó.
—La orden de derribo sigue en pie. Podemos interponer un recurso y retrasarlo durante un tiempo, pero no eternamente, claro. Además, hay otro problemilla.
—Por favor, no —musitó Pia, al borde del llanto—. ¿Qué más?
—Lo cierto es que el estado de Hesse tiene derecho de preferencia en el terreno, ya que está previsto que por aquí pase un acceso a la autopista —le respondió.
—Estupendo. Encima me van a expropiar. —Pia se zafó del abrazo y se sentó a la mesa de la cocina. Uno de los perros le dio con el morro, y ella le acarició la cabeza distraídamente—. Todo el dinero a la porra.
—No, no, escúchame. —Christoph se sentó frente a ella y le cogió la mano—. También hay una noticia muy buena: tú pagaste tres euros por metro cuadrado, y el Estado te dará cinco.
Pia levantó la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, conozco a mucha gente, y hoy he hecho unas cuantas llamadas. —Sonrió—. Y gracias a eso, me he enterado de algunas cosas interesantes.
Pia no pudo por menos de sonreír también.
—Conociéndote como te conozco, seguro que ya has encontrado otro sitio.
—Veo que me conoces bien —replicó él divertido, aunque enseguida se puso serio—. Resulta que el veterinario que se ocupaba antes de los animales del zoo quiere vender su antigua clínica veterinaria de caballos, en el Taunus. Yo vi la finca hace algún tiempo, porque buscábamos un lugar en donde poner en cuarentena a unos animales, y aunque para eso no vale… para los dos y para tus animales sería perfecta. Hoy he ido a por las llaves. Si quieres, mañana vamos a echarle un vistazo, ¿eh?
Pia lo miró a los oscuros ojos y de pronto la invadió una profunda y cálida sensación de dicha. Pasara lo que pasase, aunque tuvieran que derribar la casa e irse de Birkenhof, no estaba sola. Christoph se encontraba a su lado, cosa que Henning jamás había hecho. Él nunca la dejaría en la estacada.
—Gracias —dijo bajando la voz mientras alargaba el brazo hacia él—. Gracias, cariño. Eres increíble.
Él le cogió la mano y se la llevo a la áspera mejilla.
—Solo lo hago porque quiero irme a vivir contigo —repuso risueño—. Espero que así sepas que ya no te vas a librar de mí tan fácilmente.
A Pia se le hizo un nudo en la garganta.
—Espero que nunca —musitó, sonriendo.