Se sobresaltó. El corazón le latía ruidosamente; miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, pero aquello estaba tan oscuro como siempre. ¿Qué la había despertado? ¿De verdad había oído un ruido o solo lo había soñado? Amelie clavó la vista en la oscuridad y aguzó el oído. Nada. Habían sido imaginaciones suyas. Suspiró y se incorporó en el colchón mohoso, se agarró los tobillos y se frotó los pies para quitarse el frío. Aunque no paraba de decirse que alguien la encontraría, que sobreviviría a esa pesadilla, en el fondo había perdido la esperanza. Quienquiera que la hubiese encerrado allí, no tenía pensado soltarla. Hasta entonces, Amelie había podido resistir los ataques de pánico que la asaltaban con regularidad, pero ahora se desalentaba cada vez con mayor frecuencia, y se limitaba a quedarse tumbada esperando la muerte. A veces, cuando estaba furiosa, le decía a su madre «¡Ojalá estuviera muerta!», pero solo ahora entendía cuán frívola había sido. Hacía tiempo que lamentaba amargamente lo que le había hecho a su madre con su porfía y su indiferencia. Si salía con vida de allí, lo haría todo, todo, todo de manera distinta. Mejor. Nada de malas contestaciones, nada de volver a irse de casa o ser desagradecida.
Aquello debía tener un final feliz por fuerza. Siempre lo había. O al menos, casi siempre. Se estremeció al recordar la cantidad de noticias que aparecían en los periódicos y la televisión que no tenían un final feliz. Chicas muertas enterradas en el bosque, metidas en cajas, violadas, torturadas. No, no y no. Ella no quería morir, no en ese agujero apestoso, en la oscuridad, sola. De hambre no moriría tan pronto, pero sí de sed. Ya no había nada más para beber, racionaba el agua.
De repente se asustó. ¡Ruidos! No eran imaginarios. Pasos, al otro lado de la puerta. Se acercaron más y más, cesaron. A continuación, una llave se introdujo en la cerradura entre chirridos. Amelie quiso levantarse, pero tenía el cuerpo entumecido por el frío y por la humedad, que al cabo de tantos días y noches de aislamiento a oscuras se le había metido en los huesos. Un resplandor entró en la estancia, iluminándola unos segundos y cegándola a ella. Amelie entrecerró los ojos, pero no vio nada. La puerta volvió a cerrarse, la llave giró con un rechinar y los pasos se alejaron. La decepción le tendió sus enfermizos brazos, la agarró con fuerza. ¡Nada de agua fresca! De repente creyó oír respirar a alguien. ¿Había alguien más en la habitación aparte de ella? El vello de la nuca se le erizó, el corazón se le aceleró. ¿Quién sería? ¿Una persona? ¿Un animal? El miedo amenazaba con cortarle la respiración. Se pegó a la húmeda pared y después de unos instantes hizo acopio de valor.
—¿Quién hay ahí? —requirió con voz bronca.
—¿Amelie?
Tomó aire. No, aquello no podía ser verdad. Su corazón dio un salto de alegría.
—¿Thies? —susurró, y fue avanzando a tientas por la pared. No era nada fácil mantener el equilibrio a oscuras, aunque para entonces ya se conocía cada milímetro cuadrado de la habitación. Dio dos pasos con los brazos extendidos y se estremeció al tocar un cuerpo caliente. Oyó la respiración tensa y agarró el brazo de Thies. En lugar de retroceder, él le cogió la mano y la asió con fuerza—. ¡Thies! —Amelie no pudo contener las lágrimas—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Thies, Thies, me alegro tanto de verte! ¡Tanto!
Se arrimó a él, lo abrazó y dio rienda suelta a las lágrimas. Las piernas se le aflojaron, tan grande era el alivio al ver que por fin, por fin no estaba sola. Thies se dejó abrazar. No solo eso. De pronto ella notó que también la abrazaba. Con cuidado y torpemente, pero después la estrechó con fuerza y apoyó una mejilla en su pelo. Y de repente ella ya no tuvo miedo.
De nuevo lo despertó el móvil. Esta vez era Pia, esa madrugadora despiadada que le comunicaba a las seis y veinte de la mañana que Thies Terlinden había desaparecido del psiquiátrico por la noche.
—Me ha llamado la médico jefe —contó Pia—. Yo ya estoy aquí, y he hablado con el jefe de servicio y con la enfermera de noche. En la última ronda, a las 23.27, la enfermera fue a verlo y él estaba en la cama, dormido. La siguiente vez que acudió, a las 5.12, había desaparecido.
—¿Qué explicación dan?
A Bodenstein le costó salir de la cama. Tras tres horas escasas de descanso, estaba hecho polvo. Primero lo había llamado Lorenz, poco después de que se quedara dormido. Luego Rosalie, a la que logró disuadir a duras penas de que cogiera de nuevo el coche para ir a verlo. Con un suspiro ahogado consiguió enderezarse y ponerse en pie. En esa ocasión llegó al interruptor que había junto a la puerta sin chocar con nada.
—Ninguna. Lo han registrado todo y no está escondido en ningún sitio. La puerta de su habitación estaba cerrada. Es como si se lo hubiera tragado la tierra, igual que a los demás. Menudo desastre, oye.
No había ni rastro de Lauterbach, ni de Nadja von Bredow ni de Tobias Sartorius, a pesar de que la noticia había aparecido en la prensa, la radio y la televisión de todo el territorio federal.
Bodenstein fue dando traspiés al cuarto de baño, donde por la noche había tenido la precaución de encender la calefacción y cerrar la ventana basculante. Su rostro no le ofreció una imagen alentadora en el espejo. Mientras escuchaba a Pia, se devanaba los sesos. Había supuesto alegremente que Thies se hallaba a salvo en el psiquiátrico, y eso que debería haber sabido el peligro que se cernía sobre él. Tendría que haberle puesto vigilancia para protegerlo. Su segundo error grave en veinticuatro horas. Como siguiera así, sería el siguiente en ser suspendido. Puso fin a la conversación, se quitó la camiseta sudada y los calzoncillos y se dio una buena ducha. Se quedaba sin tiempo. El caso entero amenazaba con írsele de las manos. Pero ¿qué hacer en primer lugar? ¿Por dónde empezar? Nadja von Bredow y Gregor Lauterbach parecían ser los personajes clave en esa tragedia. Era preciso encontrarlos.
Claudius Terlinden se tomó la noticia del suicidio de su hijo Lars sin mostrar ninguna emoción. Al cabo de cuatro días y tres noches detenido, su afabilidad había dado paso a un silencio obstinado. El jueves su abogado había interpuesto un recurso, pero Ostermann había logrado convencer al juez del posible peligro de encubrimiento. Sin embargo, no podrían retenerlo mucho más, a no ser que encontraran pronto pruebas más concluyentes que el hecho de que careciera de coartada para el lapso de tiempo en que desapareció Amelie.
—El chico siempre fue demasiado blando —fue el único comentario de Terlinden, quien, con el cuello de la camisa desabrochado, la barba incipiente y el cabello desgreñado, tenía el carisma de un espantapájaros. Pia intentó acordarse, en vano, de qué había sido lo que tanto le había cautivado de él.
—Usted, en cambio, es duro, ¿no? —comentó con sarcasmo—. Tan duro que le da absolutamente igual lo que ha ocasionado con sus mentiras y sus maquinaciones. Lars se ha suicidado porque no podía aguantar más los remordimientos, a Tobias le ha robado diez años de su vida y a Thies lo ha amedrentado de tal forma que ha estado cuidando de una chica muerta once años.
—Jamás he amedrentado a Thies. —Claudius Terlinden miró a Pia por vez primera esa mañana. A sus enrojecidos ojos afloró de súbito una expresión vigilante—. Por cierto, ¿de qué chica muerta me está hablando?
—Por favor, no me venga con esas. —Pia cabeceó enfadada—. No pretenderá hacerme creer que usted no sabía lo que había en el sótano del invernadero de su jardín.
—Pues no. Hace veinte años que no entro en ese sitio.
Pia apartó una silla de la mesa y se sentó frente a él.
—En el sótano que hay debajo del estudio de Thies encontramos ayer el cadáver momificado de Stefanie Schneeberger.
—¿Cómo? —Sus ojos reflejaron por primera vez incertidumbre. En su planta serena aparecían las primeras grietas.
—Hace once años, Thies vio quién mató a las dos chicas —continuó sin perder de vista a Terlinden—. Alguien lo averiguó y amenazó a Thies con meterlo en un manicomio si decía algo. Y yo estoy firmemente convencida de que ese alguien fue usted.
Claudius Terlinden meneó la cabeza.
—Thies ha desaparecido del psiquiátrico esta noche, después de confiarme lo que vio entonces.
—Miente. Thies no le ha contado nada.
—Cierto. Su relato de lo que presenció no fue verbal. Pintó unos cuadros que plasman lo sucedido con el mismo grado de detalle que si fueran fotos.
Por fin él reaccionó. Sus pupilas se movían, y sus inquietas manos denotaban nerviosismo. Pia se alegró por dentro. ¿Conseguirían por fin mediante esa conversación dar el paso que tanto necesitaban?
—¿Dónde está Amelie Fröhlich? —preguntó.
—¿Quién?
—¡Por favor! Si está sentado aquí delante es porque la hija de su vecino y empleado Arne Fröhlich ha desaparecido.
—Ah, sí. Por un momento lo había olvidado. No sé dónde está la chica. ¿Qué interés iba a tener yo en Amelie?
—Thies le enseñó a Amelie la momia de Stefanie y le dio los cuadros que pintó de los asesinatos. La chica estaba a punto de desvelar los oscuros secretos de Altenhain. Es evidente que eso a usted no podía hacerle gracia.
—No sé de qué me habla. ¡Oscuros secretos! —Logró soltar una risa burlona—. Creo que ve usted demasiados culebrones. Dicho sea de paso, pronto tendrá que dejarme marchar. A no ser que tenga alguna acusación contra mí, cosa que dudo.
Ella se mantuvo en sus trece.
—Por aquel entonces aconsejó a su hijo Lars que no admitiera que había tenido algo que ver con la muerte de Laura Wagner, aunque seguramente fuera un accidente. En este momento estamos sopesando si eso basta para prolongar la orden de detención.
—¿Por querer proteger a mi hijo?
—No. Por obstrucción a la justicia. Por falso testimonio. Escoja usted.
—Todo eso prescribió hace años.
Claudius Terlinden escrutó a Pia con frialdad. Era un hueso duro de roer; la confianza de ella se tambaleaba.
—¿Dónde estuvieron usted y Gregor Lauterbach después de salir del Ebony Club?
—Eso no es de su incumbencia. No vimos a la chica.
—¿Dónde estuvieron? ¿Por qué se dieron a la fuga? —La voz de Pia se volvió más dura—. ¿Tan seguro estaba de que nadie se atrevería a denunciarlo?
Claudius Terlinden no contestó. No se dejaba provocar por ningún comentario desconsiderado. ¿O acaso era inocente de verdad? La Científica no había encontrado en su coche nada que apuntara a Amelie. Un accidente tras el cual el conductor se había dado a la fuga no era motivo alguno para seguir reteniendo al hombre, y por desgracia, él estaba en lo cierto con lo de la prescripción. Maldita sea.
Avanzó por la calle principal, con la que a esas alturas ya se había familiarizado, dejó atrás la tienda de los Richter y el Zum Goldenen Hahn y al llegar al parque infantil giró a la izquierda en la Waldstrasse. Las farolas estaban encendidas, era uno de esos días en los que no acababa de clarear. Bodenstein abrigaba la esperanza de encontrar a Lauterbach en casa un sábado por la mañana temprano. ¿Por qué había inducido a Hasse a que destruyera las antiguas declaraciones? ¿Qué papel había desempeñado en septiembre de 1997? Se detuvo ante la casa del ministro y comprobó, enojado, que, en contra de lo que había dispuesto, allí no había ningún coche patrulla ni tampoco ningún coche de Policía sin identificación. Antes de que pudiera hablar con la central para decirles cuatro cosas, la puerta del garaje se abrió y las luces traseras de un coche se encendieron. Bodenstein se bajó del suyo y se acercó. El corazón le dio un brinco al ver a Daniela Lauterbach al volante del Mercedes gris oscuro. La mujer se detuvo a su lado y salió del coche. Su rostro revelaba que esa noche no había dormido mucho.
—Buenos días. ¿Cómo tan temprano por aquí?
—Quería preguntarle por la señora Terlinden. He estado pensando en ella toda la noche.
Era una mentira pura y dura, pero sin duda su compasivo interés por la vecina le granjearía las simpatías de Daniela Lauterbach. No se equivocaba: los ojos marrones de ella se iluminaron, y una sonrisa asomó a su rostro cansado.
—Se encuentra mal. Perder a un hijo así es más que terrible. Y eso, añadido al incendio del estudio de Thies y al cadáver del sótano del invernadero… Ha sido demasiado para ella. —Sacudió la cabeza pesarosa—. He estado en su casa toda la noche hasta que ha llegado su hermana para ocuparse de ella.
—Admiro las molestias que se toma por sus amigos y sus pacientes, de veras —afirmó Bodenstein—. No hay muchas personas como usted.
El cumplido pareció alegrarla. Su sonrisa volvió, esa sonrisa afectuosa, maternal, capaz de despertar la necesidad de buscar consuelo entre sus brazos.
—A veces me intereso por los demás más de lo que me conviene. —Suspiró—. Pero no puedo evitarlo. Cuando veo a alguien sufrir, no puedo por menos de echar una mano.
Bodenstein se estaba quedando helado con el aire frío que hacía esa mañana, y ella se percató en el acto.
—Tiene frío. Entremos en casa, si quiere hacerme usted alguna pregunta.
La siguió por el garaje hasta una escalera que llevaba a un gran recibidor, reliquia de los años ochenta por su evidente falta de utilidad.
—¿Está su marido en casa? —le preguntó como de pasada, al tiempo que echaba un vistazo.
—No. —Durante una décima de segundo, Daniela vaciló—. Mi marido está fuera, por trabajo.
Si era una mentira, Bodenstein la aceptó por el momento, aunque quizá ella no supiera a qué jugaba su marido.
—Debo hablar con él urgentemente —aseguró—. Hemos averiguado que tuvo una aventura con Stefanie Schneeberger.
La expresión cordial desapareció de golpe y porrazo del rostro de Daniela Lauterbach, que se volvió.
—Lo sé —admitió—. Gregor me lo confesó entonces, aunque solo después de que desapareciera la muchacha. —Era evidente que le costaba hablar de la infidelidad de su esposo—. Le preocupaba que lo hubieran visto… echando una cana al aire en el pajar de Sartorius y pudieran sospechar de él. —Su voz estaba preñada de amargura, su mirada era sombría. La humillación aún le causaba dolor, y a Bodenstein le recordó sin querer su propia situación. Tal vez Daniela Lauterbach hubiera perdonado a su marido al cabo de once años, pero sin duda no había olvidado la ofensa—. Pero ¿qué importancia tiene eso ahora? —preguntó confusa.
—Amelie Fröhlich anduvo hurgando en lo que sucedió entonces y debió de averiguarlo. Si su marido lo sabía, tal vez viera en Amelie una amenaza.
Daniela Lauterbach miró a Bodenstein con incredulidad.
—¿No sospecharán que mi marido ha tenido algo que ver con la desaparición de Amelie?
—No, no sospechamos de él —la tranquilizó Bodenstein—. Pero queremos hablar con él cuanto antes, porque ha hecho algo que podría acarrearle consecuencias penales.
—¿Puedo saber de qué se trata?
—Su marido incitó a uno de mis hombres a sustraer de los autos las declaraciones policiales de 1997.
A todas luces, la noticia fue un golpe para ella. Palideció.
—No. —Meneó la cabeza con resolución—. No, no me lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacer eso?
—Eso es lo que quiero que me diga él. De manera que, ¿dónde puedo encontrarlo? Porque si no comparece en el acto, tendremos que dictar públicamente una orden de búsqueda contra él, y dada su posición me gustaría ahorrarle el mal trago.
Ella asintió. Respiró hondo, manteniendo bajo control sus emociones con un dominio férreo. Cuando volvió a mirar a Bodenstein, la expresión de sus ojos era otra. ¿Temor, ira o ambas?
—Lo llamaré para decírselo —aseguró, procurando sonar indiferente—. Tiene que ser un malentendido, sin duda.
—Yo también lo creo —convino él—. Pero cuanto antes lo aclaremos, mejor.
Hacía mucho que no dormía tan profundamente y sin que lo atormentaran los sueños como esa noche. Tobias se tumbó boca arriba y se incorporó bostezando. Tardó un momento en caer en la cuenta de dónde se encontraba. El día anterior habían llegado tarde allí arriba. Pese a la fuerte nevada que caía, Nadja había dejado la autopista en Entrelagos. En un momento dado se había detenido y, después de poner las cadenas, prosiguió infatigable, subiendo por la empinada carretera serpenteante, cada vez más arriba. Él estaba tan cansado y agotado que apenas se había fijado en cómo era la cabaña. Tampoco tenía hambre, de manera que se limitó a subir tras ella por una escalera y luego, a meterse en la cama, que ocupaba toda la superficie del altillo. Nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó dormido. No cabía duda de que ese descanso profundo le había venido bien.
—¿Nadja?
Nada. Tobias se puso de rodillas y miró por la ventana diminuta que había sobre la cama. Se quedó sin aliento al ver el cielo azul oscuro, la nieve y el impresionante paisaje montañoso al fondo. Él nunca había estado en la montaña: cuando era pequeño nadie iba de vacaciones a esquiar, como tampoco se iba a la playa. De pronto le entraron unas ganas locas de tocar la nieve. Bajó la escalera. La cabaña era pequeña y acogedora, las paredes y el techo revestidos de madera, en un rincón un banco corrido ante una mesa con el desayuno preparado. Olía a café, y en la chimenea crepitaba la leña. Tobias sonrió. Se puso unos pantalones vaqueros, un jersey, una cazadora y unos zapatos, abrió la puerta y salió al aire libre. Durante un instante se quedó allí quieto, cegado por la resplandeciente claridad. Aspiró hondo el aire límpido, glacial. Una bola de nieve le dio en plena cara.
—¡Buenos días!
Nadja reía y lo saludaba con la mano. Estaba unos metros por debajo de la escalera, tan radiante como la nieve y el sol. Él sonrió, bajó deprisa los peldaños y se hundió hasta la rodilla en la nieve recién caída. Ella fue a su encuentro, las mejillas rojas, el rostro más bello que nunca bajo la capucha guarnecida de pieles.
—¡Guau, esto es genial! —exclamó, entusiasmado.
—¿Te gusta?
—Mucho. Solo lo había visto en la tele.
Dio la vuelta a la cabaña, que se arrimaba a la pronunciada pendiente con su tejado casi vertical. La nieve, de varios metros, crujía bajo sus zapatos. Nadja lo cogió de la mano.
—Mira —le dijo—, esas de ahí son las cumbres más famosas de los Alpes berneses: la Jungfrau, el Eiger y el Mönch. Ah, cómo me gusta esta vista.
Después señaló abajo, hacia el valle. En la parte más baja, difícil de distinguir a simple vista, había una agrupación de casas, y algo más allá brillaba al sol un extenso lago azul.
—¿A qué altura estamos? —se interesó él.
—A 1.800 metros. Por encima de nosotros solo hay glaciares y rebecos.
Nadja rompió a reír, le echó los brazos al cuello y lo besó con unos labios fríos, delicados. Él la abrazó con fuerza y le devolvió el beso. Se sentía tan aliviado y libre como si hubiese dejado muy abajo, en los valles, todas las preocupaciones de los años pasados.
El caso le exigía tanto que no le quedaba tiempo para rumiar sus propias miserias. Y se alegraba de ello. Desde hacía años, Bodenstein se enfrentaba casi a diario con abismos humanos, y por primera vez veía en su persona paralelismos ante los cuales previamente había cerrado los ojos. Daniela Lauterbach parecía saber tan poco de su marido como él de Cosima. Era espantoso, pero a todas luces se podían pasar veinticinco años con alguien, dormir en una misma cama y tener hijos sin conocer de verdad a ese alguien. Se daban casos en los cuales los familiares habían convivido durante años con asesinos, pedófilos y violadores sin sospechar nada y se quedaban estupefactos cuando averiguaban la terrible verdad.
Bodenstein dejó atrás la casa de los Fröhlich y la entrada trasera de la de los Sartorius, siguió hasta el final de la Waldstrasse para dar la vuelta y entró en la propiedad de los Terlinden. Una mujer le abrió la puerta. Debía de ser la hermana de Christine Terlinden, aun cuando él no supo ver ningún parecido. La mujer era alta y delgada, y su forma de escudriñarlo denotaba seguridad en sí misma.
—¿Sí? —La mirada de sus ojos verdes era directa e inquisidora. Bodenstein se presentó y expresó su deseo de hablar con Christine Terlinden—. Voy a llamarla —respondió ella—. Por cierto, soy Heidi Brückner, la hermana de Christine.
Debía de tener diez años menos como mínimo, y a diferencia de su hermana, no parecía nada artificiosa. Llevaba el brillante cabello castaño recogido en una coleta; el rostro, terso y armonioso, de pómulos altos, sin maquillar. Lo dejó pasar y cerró la puerta.
—Espere un momento, por favor.
Se fue y pasó un buen rato. Bodenstein observó detenidamente los cuadros de las paredes, que sin lugar a dudas eran de Thies. Se parecían a los del despacho de Daniela Lauterbach en esa tenebrosidad tan apocalíptica: rostros deformes, bocas que chillaban, manos atadas, ojos llenos de miedo y angustia. Se oyeron pasos que se aproximaban y se volvió. Christine Terlinden tenía el aspecto que él recordaba: cabello rubio perfectamente peinado, una sonrisa indiferente en un rostro sin arrugas.
—La acompaño en el sentimiento —dijo Bodenstein al tiempo que le tendía la mano.
—Gracias, es muy amable por su parte.
No parecía guardarle rencor por tener detenido a su marido desde hacía días, y el suicidio de su hijo parecía haber pasado por ella sin dejar huellas externas, al igual que el incendio del estudio y el hallazgo de la momia de Stefanie Schneeberger. Increíble. ¿Era un as de la contención o se hallaba bajo la influencia de unos tranquilizantes tan fuertes que ni siquiera se había enterado de lo que había pasado?
—Thies desapareció de madrugada del psiquiátrico —informó él—. No habrá venido a casa por casualidad, ¿no?
—No —negó con voz intranquila, pero no especialmente preocupada. Todavía no se lo habían dicho, cosa que a Bodenstein le extrañó. Le pidió que le hablara de Thies, y ella lo llevó hasta su cuarto del sótano. Heidi Brückner, la hermana, los seguía a cierta distancia, muda y atenta.
La habitación de Thies era agradable y luminosa. Dado que la casa se hallaba en la pendiente, desde los grandes ventanales se disfrutaba de una bonita vista del pueblo. En los estantes había libros; en un sofá, peluches. La cama estaba hecha, no había nada tirado por el suelo. Era la habitación de un niño de diez años, no la de un hombre de treinta. Lo único extraordinario eran los cuadros de las paredes. Thies había retratado a su familia, y allí se ponía de manifiesto el gran artista que era. En los retratos no había captado solo el rostro de las personas, sino también su personalidad de una manera sutil. Claudius Terlinden sonreía con amabilidad a primera vista, pero su postura, la expresión de sus ojos y los colores del fondo conferían algo amenazador al lienzo. Para la madre había empleado tonos rosados y claros, y el cuadro era plano y bidimensional a un tiempo. Un lienzo sin profundidad para una mujer sin verdadera personalidad. Interesante. En cuanto al tercero, en un principio Bodenstein creyó que era un autorretrato, hasta que recordó que Lars era el hermano gemelo de Thies. El estilo era muy distinto, casi borroso, y mostraba a un joven con los rasgos del rostro aún por definir y mirada vacilante.
—Está desamparado —repuso Christine Terlinden a la pregunta de Bodenstein de cómo era Thies—. No es capaz de valerse solo en la vida, y nunca lleva dinero. Tampoco sabe conducir. No pudo sacarse el carné debido a su enfermedad, y es mejor así. No sabe calibrar los peligros.
—¿Qué hay de las personas? —Bodenstein miró a Christine Terlinden.
—¿A qué se refiere? —sonrió confusa.
—A si sabe juzgar a las personas. ¿Sabe quién se le acerca con buenas intenciones y quién no?
—Eso… no se lo puedo decir. Thies no habla. Evita el contacto con los demás.
—Sabe perfectamente quién le quiere bien y quién no —terció Heidi Brückner desde la puerta—. Thies no es disminuido psíquico. A decir verdad, ni siquiera sabéis a ciencia cierta qué es lo que tiene exactamente.
Bodenstein se quedó sorprendido, y Christine Terlinden no dijo nada. Estaba junto a la ventana, contemplando el día gris y oscuro de noviembre.
—El autismo es un campo muy amplio —continuó su hermana—. Sencillamente, en un momento dado dejasteis de estimularlo y preferisteis atiborrarlo de medicamentos para que estuviera tranquilo y no diera problemas.
Christine Terlinden se giró, con el rostro, de por sí hierático, como helado.
—Discúlpeme —le dijo a Bodenstein—. Tengo que dejar salir a los perros. Ya son las ocho y media.
Dejó la habitación, y se oyó un taconeo en la escalera.
—Se refugia en la cotidianidad —apuntó Heidi Brückner con un dejo de resignación en la voz—. Siempre ha sido así. Y no creo que vaya a cambiar. —Él la miró. Las hermanas no se profesaban mucho cariño, pero entonces, ¿por qué estaba ella allí?—. Venga conmigo —añadió la mujer—. Le enseñaré algo.
Subieron la escalera hasta el recibidor. Heidi Brückner se detuvo un instante para asegurarse de que su hermana no estaba cerca y acto seguido se acercó al perchero con pasos presurosos y cogió un bolso que colgaba de una percha.
—En realidad quería dársela a un farmacéutico amigo mío —explicó con voz queda—, pero dadas las circunstancias creo que es mejor que esté en manos de la Policía.
—¿De qué se trata? —inquirió, presa de la curiosidad.
—Es una receta. —Le tendió una hoja doblada—. Thies tiene que tomar todo esto desde hace años.
Pia se hallaba sentada a su mesa con cara de pocos amigos, introduciendo en el ordenador las declaraciones de Pietsch, Dombrowski y Richter. Estaba cabreada porque no tenía ningún motivo para seguir reteniendo a Claudius Terlinden. Su abogado había vuelto a quejarse, exigiendo de nuevo la puesta en libertad inmediata de su cliente. Después de hablar con la comisaria jefe Engel, por último Pia no tuvo más remedio que soltarlo. Le sonó el teléfono.
—No cabe la menor duda de que a la chica le dieron en la cabeza con ese gato —anunció Henning con voz de ultratumba, sin molestarse en saludar—. Y, en efecto, hemos encontrado ADN de otra persona en la vagina, pero aún tardaremos en determinar con precisión de quién.
—Genial —murmuró—. ¿Y qué hay del gato? ¿Aún podéis analizar las huellas de entonces?
—Veré si en el laboratorio están muy ocupados. —Hizo una breve pausa—. Pia…
—¿Sí?
—¿Te ha llamado Miriam?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque la loca esa la llamó ayer y le dijo que estaba esperando un hijo mío.
—Vaya. ¿Y qué ha pasado?
—Bueno… —Henning suspiró—. Miriam estaba muy tranquila. Me preguntó si era así, y cuando le confesé la verdad, no dijo ni mu, cogió su bolso y se fue.
Pia se guardó muy mucho de endilgarle un sermón sobre la lealtad y las canas al aire. Tenía la impresión de que él no podría con ello en ese momento. Aunque ya no era asunto suyo, su exmarido le daba pena.
—¿Te has planteado si no será que Löblich quiere engañarte? —le respondió—. Yo en tu lugar me informaría. ¿De verdad está embarazada? Y si es así, ¿no podría ser de otro hombre?
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué?
Henning vaciló antes de contestar.
—He engañado a Miriam, soy un idiota —dijo al poco—. Y no me lo perdonará.
Bodenstein observó la receta que había extendido la doctora Daniela Lauterbach y les echó un vistazo a los medicamentos prescritos: Ritalin, Droperidol, Fluphenazin, Fentanyl, Lorazepam. Aun siendo lego en la materia, sabía muy bien que el autismo no era una enfermedad que pudiera tratarse con psicofármacos y tranquilizantes.
—La cosa es que es más fácil resolver los problemas a base de química que recorrer el penoso camino de la terapia. —Heidi Brückner hablaba en voz baja, pero se percibía con claridad la rabia que destilaban sus palabras—. Mi hermana lleva toda su vida rigiéndose por la ley del mínimo esfuerzo. Cuando los gemelos eran pequeños, prefería salir con su marido a ocuparse de los niños. Thies y Lars vivieron un gran abandono en su infancia. Unas muchachas que no hablan una palabra de alemán difícilmente son el sustituto de una madre.
—¿Qué quiere decir con eso?
Las aletas nasales de Heidi Brückner se inflaron.
—Que el problema de Thies viene de casa —afirmó—. No tardó en saberse que tenía dificultades. Era agresivo, tendía a enrabietarse y no obedecía. No habló hasta los cuatro o los cinco años. Aunque, ¿con quién iba a hacerlo? Sus padres casi nunca estaban en casa. Claudius y Christine nunca intentaron ayudar al niño yendo a terapia, prefirieron la medicación. Thies se pasaba semanas alelado, sentado sin hacer nada. En cuanto le quitaron los medicamentos se volvió loco. Entonces lo metieron en un psiquiátrico infantil y lo dejaron años allí. Un drama. Y el chico, que es sensible y tiene mucho talento, se vio obligado a vivir entre disminuidos psíquicos.
—¿Cómo es que nadie hizo nada?
—¿Quién iba a hacerlo? —respondió ella, y sonó sarcástica—. Thies nunca tuvo contacto con personas normales o profesores que tal vez se hubiesen dado cuenta de lo que le pasa.
—¿Quiere decir que no es autista?
—Sí que lo es, pero el autismo no es una enfermedad claramente definida. Abarca desde una minusvalía psíquica muy grave hasta leves manifestaciones del síndrome de Asperger, y en este último caso los enfermos son perfectamente capaces de llevar una vida independiente, aunque sea con ciertas peculiaridades. Muchos autistas adultos aprenden a vivir con ello. —Cabeceó—. Thies es víctima del egoísmo de sus padres, lo mismo que Lars.
—¿Perdone?
—De pequeño y adolescente, Lars era muy tímido, apenas abría la boca. Además era profundamente religioso, quería ser sacerdote —desgranó con frialdad Heidi Brückner—. Como Thies difícilmente se haría cargo de la empresa, Claudius depositó todas sus esperanzas en Lars. Le prohibió estudiar teología, lo envió a Inglaterra y le obligó a estudiar empresariales. Lars nunca fue feliz. Y ahora ha muerto.
—¿Por qué no hizo usted nada, si sabía todo esto? —preguntó, extrañado, Bodenstein.
—Lo intenté, hace muchos años. —Se encogió de hombros—. Como con mi hermana no había forma de hablar, traté de hacerlo con Claudius. Fue en 1994, me acuerdo perfectamente, porque yo acababa de volver del sudeste asiático, donde había estado trabajando de cooperante. Aquí las cosas habían cambiado mucho. Wilhelm, el hermano mayor de mi cuñado, había fallecido hacía unos años, Claudius se encontraba al frente de la empresa y se mudó luego a este caserón. A mí me habría gustado quedarme un tiempo para echarle una mano a Christine. —Resopló con desdén—. A Claudius no le parecía bien. Nunca me ha podido soportar, porque no podía intimidarme ni controlarme. Me quedé dos semanas y vi el drama. Mi hermana se pasaba los días en el campo de golf y dejaba a los chicos al cuidado de una muchacha del pueblo y de esa Daniela. Un día, Claudius y yo nos enzarzamos en una pelea muy fuerte. Christine estaba en Mallorca, como tantas otras veces, abriendo la casa. —Heidi Brückner rio con desprecio—. Eso era más importante que sus hijos. Yo había ido a dar un paseo y entré en casa por el sótano sin que nadie se diera cuenta. No pude creer lo que veía cuando entré en el salón y sorprendí a mi cuñado con la hija de su ama de llaves. La chica tendría catorce o quince años a lo sumo… —Se interrumpió, sacudiendo la cabeza asqueada al recordar lo sucedido. Bodenstein escuchaba atentamente: su relato coincidía con lo que había contado el propio Claudius Terlinden, a excepción de un punto decisivo—. Él se puso a cien cuando entré en el salón y me puse a chillarle. La chica salió corriendo. Claudius estaba ante mí con los pantalones bajados y la cara como un tomate. Difícilmente podía mentir. De pronto apareció Lars. Jamás olvidaré la expresión de su rostro. Como podrá imaginarse, a partir de ese día no fui bienvenida en esta casa. Christine no tuvo el valor de enfrentarse a su marido. Ni siquiera me creyó cuando le conté por teléfono lo que había visto. Dijo que era una envidiosa y una embustera. No nos veíamos desde hace catorce años. Y, francamente, no voy a quedarme mucho. —Suspiró—. Siempre he intentado disculpar a mi hermana —prosiguió momentos después—. Quizá para acallar mi mala conciencia. En el fondo siempre creí que un día se produciría una catástrofe, pero no me esperaba algo así.
—¿Y ahora?
Heidi Brückner supo a qué se refería Bodenstein.
—Esta mañana, por fin me he dado cuenta de que el mero hecho de ser familia no es motivo para defender a alguien. Mi hermana lo deja todo en manos de esa tal Daniela, igual que antes. Así que, ¿qué pinto yo aquí?
—¿No le cae bien la doctora Lauterbach? —quiso saber.
—No. Antes ya pensaba que tenía algo raro. Esas atenciones exageradas con todo el mundo, su forma de tratar a su marido como si fuera su madre… me resultaba extraño, casi enfermizo. —Heidi Brückner se apartó de la cara un mechón de cabello rebelde, y Bodenstein reparó en la alianza que lucía en la mano izquierda. Durante un segundo se sintió decepcionado, y en ese mismo segundo se preguntó a qué venía esa absurda sensación. No conocía a la mujer, y cuando concluyera la investigación probablemente no volviese a verla—. Y desde que vi ese montón de medicamentos, me cae todavía peor que antes —prosiguió Heidi Brückner—. Yo no soy farmacéutica, pero me he informado a fondo del síndrome de Thies, no hace falta que esa mujer me cuente nada.
—¿La ha visto esta mañana?
—Sí, se pasó un momento a ver cómo estaba Christine.
—¿Cuándo llegó usted?
—Ayer por la noche, a las nueve y media. Vine en cuanto Christine me llamó para contarme lo que había pasado. Desde Schotten tardo una hora.
—¿Significa eso que la doctora Lauterbach no pasó la noche aquí? —preguntó, sorprendido, el policía.
—No. Vino antes, sobre las siete y media, se tomó un café y se fue. ¿Por qué? —Ella le dirigió una mirada inquisitiva con sus ojos verdes, pero Bodenstein no le contestó. Los datos aislados empezaban a encajar. Daniela Lauterbach le había mentido. Y seguro que no era la primera vez.
—Este es mi número. —Le alargó una tarjeta de visita—. Y muchas gracias por su franqueza. Me ha sido de gran ayuda.
—De nada. —Heidi Brückner asintió y le tendió la mano. Su apretón fue cálido y firme. Bodenstein vaciló.
—Eh… bien, en el caso de que tenga más preguntas, ¿cómo puedo localizarla?
Una leve sonrisa asomó a su serio rostro. La mujer se sacó la cartera y extrajo una tarjeta que ofreció a Bodenstein.
—No creo que me quede mucho —repitió—. Tan pronto como vuelva a casa mi cuñado, me pondrá de patitas en la calle.
Después de desayunar estuvieron unas horas caminando por la abundante nieve y disfrutaron de las magníficas vistas de los Alpes berneses nevados. Después, el tiempo cambió de pronto, algo típico en la alta montaña. El cielo, de un azul radiante, se encapotó en cuestión de minutos, y de repente comenzó a caer una fuerte nevada. Volvieron corriendo a la cabaña, cogidos de la mano, se quitaron sin aliento la ropa, que estaba completamente empapada, y subieron la escalera del altillo desnudos. El calor de la estufa se acumulaba bajo el tejado. Se tendieron en la cama pegados mientras el viento aullaba alrededor de la casa y sacudía las contraventanas. Se miraron. Los ojos de ella estaban muy cerca de los suyos, Tobias la oía respirar. Le apartó el cabello del rostro y cerró los ojos cuando ella se deslizó por su cuerpo desnudo, lamiéndole la piel, recorriéndolo con la lengua. Él sudaba por todos los poros, jadeaba, los músculos a punto de desgarrarse de la tensión. La atrajo hacia sí gimiendo, vio su rostro, demudado de placer. Ella se movía cada vez con más intensidad, rebosante de deseo, el sudor goteando sobre el cuerpo de Tobias. Lo asaltó una oleada de dicha que estalló dentro de él con una violencia inesperada, y fue como si las paredes se movieran y el suelo temblase. Permanecieron un rato tumbados, agotados y felices, esperando jadeantes a que los latidos de su corazón se normalizaran. Tobias tomó el rostro de ella entre sus manos y besó larga y tiernamente su boca.
—Ha sido estupendo —dijo en voz baja.
—Sí. Deberíamos quedarnos así para siempre —musitó Nadja con voz rota—. Solos tú y yo.
Sus labios rozaron el hombro de Tobias, y se arrimó más a él, sonriendo. Él echó por encima el edredón y cerró los ojos. Sí, deberían quedarse así. Sus músculos se relajaron, lo invadió el cansancio.
Pero de repente vio el rostro de Amelie. Fue como si le propinaran un puñetazo; de pronto estaba completamente despierto. ¿Cómo podía estar allí tan tranquilo mientras ella seguía desaparecida y tal vez luchando por vivir?
—¿Qué te pasa? —musitó Nadja adormilada.
No era una buena idea hablar en la cama de otra mujer, pero al fin y al cabo, a Nadja también le preocupaba Amelie.
—Pensaba en Amelie —contestó con sinceridad—. ¿Dónde estará? Espero que no le haya ocurrido nada.
No se esperaba la reacción de Nadja. Se puso rígida entre sus brazos, se incorporó y lo apartó violentamente, con el bello rostro deformado por la ira.
—¡Tú estás mal de la cabeza! —le gritó fuera de sí—. ¡Haces el amor conmigo y hablas de otra! ¿Es que no soy bastante para ti? —Apretó los puños y empezó a pegarle en el pecho con una fuerza de la que jamás la habría creído capaz. A Tobias le costó librarse de ella. Desconcertado por semejante arrebato, jadeante, clavó la vista en Nadja—. ¡Capullo asqueroso! —exclamó, llorando a lágrima viva—. ¿Por qué siempre piensas en otras mujeres? Antes me pasaba la vida escuchando lo que hablabas y hacías con la tía de turno. ¿Es que nunca te has parado a pensar en el daño que me hacía? Y ahora te metes conmigo en la cama y me hablas de esa… de esa niñata.
La densa y húmeda niebla se despejó y se levantó por completo arriba, en el Taunus. Cuando dejaron a sus espaldas el bosque por la B 8, antes de llegar a Glashütten, los recibió un sol radiante. Bodenstein bajó la visera.
—Lauterbach aparecerá —le dijo a Pia—. Es un político y ha de cuidar de su reputación. Seguro que su mujer lo ha llamado hace un buen rato.
—Esperemos. —Ella no acababa de compartir el optimismo de su jefe—. En cualquier caso, tenemos vigilado a Claudius Terlinden.
Las líneas telefónicas entre la K 11, la fiscalía y el juzgado estaban que ardían desde que Jörg Richter confesara que Laura aún estaba viva cuando él y sus amigos la arrojaron al depósito subterráneo. La chica suplicó que la dejasen vivir, lloró y gritó hasta que ellos colocaron la tapa sobre el depósito. Estaba claro que en el caso de Laura Wagner había que revisar la causa, en cuyo curso se absolvería a Tobias Sartorius. Cuando volviese a aparecer. Hasta el momento no había ni rastro de él.
Bodenstein giró a la izquierda y cruzó el pueblecito de Kröftel en dirección a Heftrich. Poco antes de llegar a Heftrich se encontraba la finca que los padres de Stefanie Schneeberger habían comprado hacía diez años. Un gran letrero apuntaba hacia la tiendecita donde vendían productos biológicos de cultivo y producción propios. Bodenstein aparcó en el impoluto lugar. Se bajaron del coche y echaron una ojeada. De la sobria funcionalidad de la antigua granja, esos mazacotes salidos de la nada en los años sesenta, quedaba poco. El lugar había sido objeto de ampliaciones y reformas. Bajo el nuevo alero del cuerpo central, donde se encontraba la tienda, unos arreglos otoñales daban la bienvenida a los compradores. Los tejados de las construcciones eran casi exclusivamente paneles de energía solar y fotovoltaica. Dos gatos estaban repantigados en la escalera de la puerta, disfrutando de los contados rayos de sol. La tienda estaba cerrada a la hora de comer, y en la casa tampoco abrió nadie. Bodenstein y Pia entraron en la luminosa vaqueriza, donde las vacas estaban con sus terneros, hundidas hasta el corvejón en la paja o tumbadas o rumiando satisfechas en grandes cubículos. Menuda estampa, en comparación con la forma habitual de criar ganado, en jaulas estrechas con el piso de rejilla. En la parte trasera, dos niñas de ocho o nueve años cepillaban un caballo, que se abandonaba pacientemente a los amorosos cuidados.
—Hola —saludó Pia a las dos niñas, que eran como dos gotas de agua, sin lugar a dudas las hermanas menores de la difunta Stefanie: el mismo cabello negro, idénticos grandes ojos marrones—. ¿Están vuestros padres en casa?
—Mamá está en el establo —respondió una de ellas al tiempo que señalaba la construcción alargada que había tras la vaqueriza—. Papá ha ido a llevar el estiércol con el tractor.
—Ah, gracias.
Beate Schneeberger estaba barriendo el pasillo del establo cuando Bodenstein y Pia entraron en la cuadra. La mujer alzó la cabeza cuando el jack russel terrier, que husmeaba en un box vacío en busca de ratones, empezó a ladrar.
—Hola —saludó Bodenstein, que por si acaso se quedó donde estaba. Aunque el terrier era pequeño, no había que subestimarlo.
—Acérquense, por favor. —La mujer sonrió con amabilidad sin dejar lo que estaba haciendo—. Bobby solo mete ruido. ¿En qué puedo ayudarles?
Bodenstein se presentó y presentó a Pia. Beate Schneeberger se detuvo, y la sonrisa se borró de su rostro. Era una mujer guapa, pero la pena y el dolor habían dejado evidentes huellas en sus armoniosos rasgos.
—Hemos venido a comunicarle que se ha encontrado el cuerpo de su hija Stefanie —dijo Bodenstein.
La señora Schneeberger lo miró serenamente con sus grandes ojos oscuros y asintió. Su reacción fue similar a la de la madre de Laura: calmada y estoica.
—Vayamos a casa —propuso—. Llamaré a mi marido; llegará en unos minutos.
Dejó la escoba contra la puerta de uno de los boxes y se sacó el móvil del bolsillo del chaleco de plumas.
—Albert —dijo—, ¿puedes venir a casa? Ha venido la Policía. Han encontrado a Stefanie.
Amelie despertó porque había creído oír en sueños un leve chapoteo. Tenía sed, una sed horrorosa, atroz. La lengua se le pegaba al paladar, tenía la boca seca como el papel. Hacía unas horas, Thies y ella se habían comido las dos últimas galletas y luego se bebieron lo que quedaba de agua, ahora ya no quedaba nada más. Amelie había oído hablar de personas que para no morir de sed se habían bebido su propia orina. La estrecha franja de luz de debajo del techo le dijo que al otro lado de su prisión era de día. Distinguió el contorno de la estantería en el otro extremo de la habitación del sótano. Thies estaba hecho un ovillo a su lado en el colchón, la cabeza en el regazo de ella, y dormía profundamente. ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Quién los había encerrado allí a los dos? ¿Y dónde demonios estaban? La desesperación de Amelie iba en aumento. Le entraron ganas de llorar, pero no quería despertar a Thies, aunque la pierna se le había quedado completamente dormida debido el peso de su cabeza. Se pasó la lengua por los labios resecos. ¡Otra vez! ¡De nuevo ese leve gorgoteo y ese chapoteo! Como si en alguna parte hubiera un grifo abierto. Si salía de aquel sitio, se juró, no volvería a malgastar agua. Antes tiraba sin más botellas de cola a medias cuando la bebida se quedaba sin gas. ¡Lo que daría en aquel momento por una cola tibia y sin burbujas!
Su mirada vagó por la estancia y llegó hasta la puerta. No dio crédito a sus ojos cuando vio que, en efecto, por debajo de la puerta entraba agua. Apartó a Thies con nerviosismo y soltó un taco cuando la pierna dormida se negó a obedecerla. Se arrastró a cuatro patas por el suelo, que ya estaba mojado. Lamió con avidez el agua como un perro, se humedeció la cara y se rio. El buen Dios había escuchado sus desesperadas oraciones. ¡No la dejaba morir de sed! Por debajo de la puerta entraba cada vez más agua, precipitándose por los tres peldaños como una bonita y pequeña catarata. Amelie dejó de reír y se levantó.
—Basta ya de agua, Dios mío —musitó.
Dios no le hizo caso. El agua seguía entrando, ya formaba un gran charco en el desnudo suelo de hormigón. A Amelie empezó a temblarle el cuerpo entero de miedo. No había nada que deseara más que el agua, y ahora ese deseo se cumplía, si bien de forma muy distinta a como ella esperaba. Thies se había despertado. Estaba sentado en el colchón, abrazándose las rodillas, y se mecía adelante y atrás. Devanándose los sesos febrilmente, ella fue hasta la estantería y la sacudió. Aunque estaba oxidada, parecía relativamente estable. Quienquiera que los hubiese encerrado en ese sitio debía de haber dejado correr el agua. Era evidente que ese cuarto estaba a mayor profundidad que el resto del sótano. En el suelo no había desagüe, y la pequeña claraboya estaba a escasa distancia del techo. Si el agua seguía entrando, acabaría inundando la habitación. ¡Se ahogarían sin remedio como ratas! Echó un vistazo a su alrededor, fuera de sí. ¡Mierda! Ahora que había sobrevivido tanto tiempo sin volverse loca y sin morir de hambre o de sed, no estaba dispuesta a morir ahogada así como así. Se inclinó sobre Thies y lo agarró con fuerza del brazo.
—¡Levanta! —ordenó—. Vamos, Thies. Ayúdame a subir el colchón a la estantería.
Para su sorpresa, su amigo dejó de mecerse y se puso de pie. Juntos lograron colocar el pesado colchón en el último estante. Tal vez el agua no subiera tanto, en cuyo caso allí arriba estarían a salvo. Y con cada hora que pasaba aumentaba la posibilidad de que los encontrasen. A alguien le llamaría forzosamente la atención tanta agua: a los vecinos, a la empresa suministradora o a quien fuera. Amelie se subió a la estantería con cuidado para que no volcara. Una vez arriba, le tendió la mano a Thies. Esperaba que aquel viejo trasto herrumbroso aguantara el peso de ambos. Poco después, él estaba a su lado en el colchón. Para entonces el agua ya cubría el suelo de la habitación y seguía colándose por debajo de la puerta a la misma velocidad que antes. Ahora no les quedaba más remedio que esperar. Amelie cambió de postura y se tumbó con cautela en el colchón.
—Bueno —comentó con cierto humor negro—, eso es lo que pasa con los deseos: de pequeña siempre quise tener una cama en alto, y ahora por fin la tengo.
Beate Schneeberger hizo pasar a Bodenstein y Pia al comedor y los invitó a sentarse a la maciza mesa, justo al lado de la imponente estufa revestida de azulejos, que desprendía un agradable calor. Las numerosas habitaciones pequeñas de la antigua granja habían dado paso a una única estancia amplia, y los tabiques se reducían ahora a las vigas de madera. El resultado era moderno y, sin embargo, de lo más acogedor.
—Por favor, esperen hasta que haya venido mi marido —pidió la señora Schneeberger—. Mientras, prepararé té.
Fue a la cocina, que también era diáfana. Bodenstein y Pia se miraron. A diferencia de los Wagner, que habían sucumbido a la desaparición de su hija, el matrimonio Schneeberger daba la impresión de haber sobrevivido a las heridas y empezado una nueva vida. Las gemelas tuvieron que llegar al mundo después.
A los cinco minutos escasos entró en el comedor un hombre alto y delgado de cabello cano con una camisa de cuadros y unos pantalones de faena azules. Albert Schneeberger le tendió la mano primero a Pia y luego a Bodenstein; se mostraba dueño de sí y serio. Esperaron a que la señora Schneeberger hubiera servido el té y a continuación Bodenstein les informó de los pormenores con tacto. Albert Schneeberger se situó tras la silla de su mujer, con las manos apoyadas con suavidad en los hombros de ella. El dolor que ambos sentían era palpable, pero también lo era el alivio, el hecho de saber por fin la suerte que había corrido su hija.
—¿Saben quién lo hizo? —preguntó Beate Schneeberger.
—No, todavía no lo sabemos a ciencia cierta —contestó Bodenstein—. Lo único que sabemos con seguridad es que no pudo ser Tobias Sartorius.
—En ese caso, fue condenado injustamente.
—Sí, eso parece.
Durante un rato nadie dijo nada. Albert Schneeberger, con aire pensativo, observó por los grandes ventanales a sus dos hijas, que se ocupaban, con diligencia, de otro caballo.
—No debí dejarme convencer por Terlinden de que nos mudáramos a Altenhain —aseveró de pronto—. Teníamos un piso en Frankfurt, pero estábamos buscando una casa en el campo, ya que en la ciudad, Stefanie amenazaba con caer en malas compañías.
—¿De qué conocía a Claudius Terlinden?
—A decir verdad, a quien conocía era a Wilhelm, su hermano mayor. Estudiamos juntos y luego fuimos socios. Tras su muerte conocí a Claudius. Éramos proveedores de su empresa, y entre nosotros surgió algo que yo consideré erróneamente amistad. Terlinden nos alquiló la casa que había justo al lado de la suya, que era de su propiedad. —Albert Schneeberger exhaló un hondo suspiro y se sentó junto a su mujer—. Yo sabía que tenía mucho interés en mi empresa. Nuestros conocimientos y nuestras patentes casaban a la perfección con sus planes y eran importantes para él. Por aquel entonces estaba constituyendo una sociedad anónima para sacar la empresa a Bolsa. En un momento dado me hizo una oferta. Había algunos compradores. En su día, Terlinden tenía mucha competencia. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de té—. Entonces desapareció nuestra hija. —Su voz sonó serena, pero era evidente lo mucho que le costaba recordar los terribles acontecimientos—. Terlinden y su mujer se mostraron muy compasivos y atentos. Al principio creímos que eran unos amigos de verdad. Yo apenas podía ocuparme del negocio. Estábamos buscando a Stefanie por todos los medios, nos unimos a las distintas organizaciones, acudimos a la radio, a la televisión… Y cuando Terlinden volvió a hacerme una oferta, accedí. La empresa me daba absolutamente igual, yo solo podía pensar en Stefanie; al fin y al cabo, aún tenía la esperanza de que apareciera. —Carraspeó, procurando mantener la compostura. Su mujer le cogió la mano y la apretó ligeramente—. Acordamos que Terlinden no introduciría ningún cambio en la estructura empresarial y que conservaría a los trabajadores —prosiguió el hombre—. Pero sucedió justo lo contrario: Terlinden descubrió un punto flaco en los contratos. Sacó la empresa a Bolsa, la desarticuló, vendió todo lo que no necesitaba y despidió a ochenta de los ciento treinta trabajadores. Yo ya no estaba en situación de defenderme. Fue… espantoso. Todas esas personas a las que yo conocía tan bien, de pronto estaban en paro. Nada de eso habría pasado si por aquel entonces yo hubiera podido pensar con claridad. —Se pasó la mano por la cara—. Beate y yo decidimos irnos de Altenhain. Nos resultaba insoportable vivir al lado de ese… de ese ser y ver tan de cerca su falsedad, su forma de presionar y manipular a la gente de su empresa y del pueblo, y todo ello fingiendo magnanimidad.
—¿Cree usted que Terlinden pudo hacerle algo a su hija para adueñarse de su empresa? —inquirió Pia.
—Puesto que han encontrado el… cuerpo de Stefanie en su propiedad, podría ser, sí. —Al hombre le flaqueó la voz, apretó los labios con resolución—. Francamente, ni mi mujer ni yo creímos nunca que Tobias le hubiera hecho algo a nuestra hija, pero ahí estaban todas esas pruebas, las declaraciones. Al final ya no sabíamos qué pensar. Primero sospechamos de Thies, que siempre andaba siguiendo a Stefanie como una sombra… —Se encogió de hombros desamparado—. No sé si Terlinden llegaría tan lejos —dijo al cabo—. Pero se aprovechó de la situación sin pestañear. Ese hombre es un especulador y un mentiroso de cuidado, no tiene conciencia. No se detiene ante nada, literalmente, para conseguir lo que quiere.
A Bodenstein le sonó el móvil. Había dejado a Pia al volante, y lo cogió sin mirar la pantalla. Al oír de repente la voz de Cosima, se estremeció.
—Tenemos que hablar —dijo su mujer—. Civilizadamente.
—Ahora no tengo tiempo —denegó—. Estamos en mitad de un interrogatorio. Te llamo luego.
Y cortó sin más, sin despedirse, algo que nunca había hecho.
Habían salido del valle, el agradable sol se había desvanecido, y una niebla lúgubre y gris los envolvía de nuevo. Atravesaron Glashütten en silencio.
—¿Qué harías tú en mi lugar? —preguntó de pronto.
Pia titubeó. Recordaba vivamente la decepción que sintió cuando se enteró de la aventura de Henning con la fiscal Valerie Löblich. Y eso que a esas alturas ya llevaban más de un año separados. Pero Henning siempre lo había negado, hasta que Pia lo pilló infraganti con Löblich. De no haber estado roto ya su matrimonio, aquello le habría dado la puntilla. En el lugar de Bodenstein, ella no volvería a fiarse de Cosima; a fin de cuentas, le había mentido vilmente. Y una aventura era algo distinto de un desliz, que podía perdonarse en según qué circunstancias.
—Deberías hablar con ella —aconsejó a su jefe—. Al fin y al cabo, tenéis una niña pequeña. Y veinticinco años de matrimonio no se arrojan por la borda sin más.
—Menudo consejo —repuso él, burlón—. Muchas gracias. Pero ¿qué es lo que piensas de verdad?
—¿En serio lo quieres saber?
—Claro. Si no, no te preguntaría.
Pia respiró hondo.
—Cuando algo se rompe, se rompe. Y aunque se pegue, ya no vuelve a ser lo mismo —dijo—. Eso es lo que yo opino. Lo siento si esperabas oír otra cosa.
—No. —Para sorpresa de ella, Bodenstein incluso sonrió, aunque no precisamente de alegría—. Tu sinceridad es algo que aprecio mucho en ti.
Su móvil sonó de nuevo. En esa ocasión miró antes la pantalla para ahorrarse otra sorpresa.
—Es Ostermann —informó, y contestó. Tras escuchar unos segundos, asintió—. Llame a la señora Engel. Quiero que esté presente cuando hablemos con él.
—¿Tobias?
—No. —Bodenstein cogió aire—. El señor ministro ha aparecido y nos espera con su abogado.
Hablaron a la puerta de la sala de interrogatorios, adonde Bodenstein había hecho llevar a Gregor Lauterbach y a su abogado. No quería crear una atmósfera agradable y familiar, era preciso que Lauterbach tuviera claro que no recibiría ningún tratamiento especial.
—¿De qué modo quiere proceder usted? —quiso saber la comisaria jefe Engel.
—La idea es presionarlo a lo bestia —repuso Bodenstein—. No podemos perder más tiempo. Amelie ya lleva desaparecida una semana, y si queremos encontrarla con vida, no podemos andarnos con miramientos.
Nicola Engel asintió. Entraron en la sobria sala, donde una de las paredes la ocupaba un cristal con espejo. A la mesa, en el centro, se hallaban sentados el ministro Lauterbach y su letrado, a quien Bodenstein y Pia conocían de sobra y al que consideraban todo menos simpático. Anders defendía casi exclusivamente a personalidades involucradas en asesinatos y homicidios. No le importaba perder pleitos, puesto que lo que quería era ver su apellido en la prensa y, a ser posible, llevar sus casos ante el Tribunal Supremo.
Gregor Lauterbach, consciente de la gravedad de la situación, se mostró de lo más locuaz. Pálido y visiblemente exhausto, contó en voz baja lo que sucedió el 6 de septiembre de 1997. Esa noche se había reunido con su alumna Stefanie Schneeberger en el pajar de los Sartorius para dejarle claro que no tenía intención de empezar nada con una alumna. Después se fue a casa.
—Al día siguiente me enteré de que Stefanie y Laura Wagner habían desaparecido sin dejar rastro —manifestó—. Alguien nos llamó y nos dijo que la Policía sospechaba que el novio de Stefanie, Tobias Sartorius, había matado a las dos chicas. Mi mujer encontró en nuestro cubo de la basura un gato ensangrentado. Después, yo le dije que había ido a hablar con Stefanie porque me había estado acosando toda la noche en las fiestas y se me había insinuado. Los dos pensamos que Tobias debió de tirar el gato a nuestro cubo después de matar a Stefanie a golpes en un acceso de cólera. Daniela quería evitar que la gente hablase. Me dijo que debía enterrar el gato. No sé por qué lo hice (probablemente fuese una reacción irreflexiva), pero no lo enterré, sino que lo tiré a la fosa de purín de los Sartorius.
Bodenstein, Pia y Nicola Engel escuchaban en silencio. Tampoco Anders, el abogado, dijo nada. Cruzado de brazos y con los labios fruncidos, miraba con indiferencia el espejo de enfrente.
—Estaba… estaba convencido de que Tobias había matado a Stefanie —continuó Lauterbach—. Nos vio juntos, y encima ella después cortó con él. Tirando el gato a nuestro cubo de la basura, quería que sospecharan de mí. Para vengarse.
Bodenstein le dirigió una mirada penetrante.
—Miente.
—No, no miento. —Lauterbach tragó saliva con nerviosismo y miró a su abogado, que seguía ensimismado con su propia imagen en el espejo.
—Sabemos que Tobias Sartorius no tuvo nada que ver con el asesinato de Laura Wagner. —Bodenstein hablaba con más agresividad de la que solía—. Hemos encontrado el cuerpo momificado de Stefanie. Y hemos recuperado el gato del depósito judicial para que lo lleven al laboratorio. Todavía se puede examinar para ver si hay huellas dactilares. Además, el forense ha encontrado en la vagina del cuerpo restos de un ADN ajeno. Esperma. Si se demuestra que se trata del suyo, se verá metido en un buen aprieto, señor Lauterbach.
Gregor Lauterbach se retrepaba en su silla y se pasaba la lengua por los labios nerviosamente.
—¿Cuántos años tenía Stefanie en aquel entonces? —inquirió Bodenstein.
—Diecisiete.
—¿Y usted?
—Veintisiete. —Lo dijo casi en un susurro. Las pálidas mejillas se tiñeron de rojo, y agachó la cabeza.
—¿Se acostó con Stefanie Schneeberger el 6 de septiembre de 1997 o no?
Lauterbach se quedó de piedra.
—Es un farol —dijo por fin el abogado, para echarle un cable—. A saber con quién pudo acostarse la chica.
—¿Qué ropa llevaba usted la noche del 6 de septiembre de 1997? —Bodenstein se mantuvo en sus trece, sin apartar la mirada de Lauterbach, que lo miraba con perplejidad y se encogió de hombros—. Yo se lo diré. Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa azul celeste, debajo una camiseta verde de la peña de las fiestas y calzaba zapatos marrones claros.
—¿Qué tiene esto que ver con lo que nos ocupa? —quiso saber el abogado.
—Tome. —Bodenstein no le hizo ni caso. Sacó de las declaraciones las copias de los cuadros de Thies y se las fue ofreciendo a Lauterbach, una a una—. Thies Terlinden pintó estos cuadros. Fue testigo ocular de los dos asesinatos, y esta fue su forma de comunicarlo. —Señaló con el índice uno de los personajes retratados—. ¿Quién cree usted que es? —inquirió. Lauterbach miró con fijeza las imágenes y se encogió de hombros—. Es usted, señor Lauterbach. Se estuvo besando con Stefanie Schneeberger delante del pajar y luego se acostó con ella.
—No —musitó Gregor Lauterbach, con el rostro blanco como la pared—. No, no, no es verdad, tienen que creerme.
—Era usted su profesor —continuó Bodenstein sin inmutarse—, y Stefanie mantenía una relación de dependencia con usted. Lo que hizo es punible, y sin duda fue consciente de ello inmediatamente. Temió que Stefanie pudiera irse de la boca. Evidentemente, un profesor que se acuesta con una alumna menor de edad está acabado.
Gregor Lauterbach sacudió la cabeza.
—Mató a Stefanie, tiró el gato a la fosa y se fue a su casa. Luego se lo confesó todo a su esposa, y ella le aconsejó que mantuviera la boca cerrada. La jugada le salió bien, aunque no del todo. En efecto, la Policía creyó que el asesino era Tobias, y fue detenido y condenado. Pero había un pequeño problema: el cuerpo de Stefanie había desaparecido. Alguien tuvo que verlos a usted y a Stefanie.
Lauterbach seguía negando con la cabeza sin cesar.
—Sospechaba usted de Thies Terlinden, y para que no hablara, su mujer (en calidad de médico de Thies) drogó en toda regla al muchacho, y además lo intimidó. Y funcionó. Durante once años. Hasta que Tobias Sartorius salió de la cárcel. Supo usted por un conocido suyo, Andreas Hasse, de la K 11, que estábamos interesados en los dos casos, que incluso nos habíamos hecho con los autos. E incitó a Hasse a sustraer las correspondientes declaraciones policiales de los expedientes judiciales.
—Eso no es verdad —musitó Lauterbach con voz bronca. El sudor perlaba su frente.
—Sí lo es —afirmó Pia—. Hasse lo ha confesado, y ha sido suspendido por ello. A decir verdad, si no hubiera hecho usted eso no estaría sentado aquí ahora.
—¿Qué significa todo esto? —espetó Anders—. Aunque mi cliente se hubiera acostado con su alumna, ese delito habría prescrito hace tiempo.
—Pero el asesinato no.
—¡Yo no maté a Stefanie!
—Entonces, ¿por qué convenció al señor Hasse para que robara las declaraciones?
—Porque… porque… pensé que sería mejor que no apareciera mi nombre mezclado con todo esto —admitió Lauterbach. Sudaba de tal forma que le corrían goterones por las mejillas—. ¿Puedo beber algo?
Nicola Engel se puso en pie sin decir palabra, abandonó la sala y volvió poco después con una botella de agua y un vaso. Dejó ambas cosas en la mesa, delante de Lauterbach, y se sentó de nuevo. El ministro desenroscó la botella y se sirvió un vaso de agua que se bebió de un trago.
—¿Dónde está Amelie Fröhlich? —preguntó Pia—. ¿Y dónde está Thies Terlinden?
—¿Cómo voy a saberlo yo? —inquirió el aludido a su vez.
—Sabía que Thies lo vio todo —contestó ella—. Y se enteró de que Amelie se había interesado por lo que sucedió en 1997. Los dos suponían una amenaza importante para usted, de manera que no es tan extraño aventurar que haya tenido algo que ver con su desaparición. Cuando Amelie desapareció, usted y Terlinden estaban justo donde se la vio por última vez.
Gregor Lauterbach miraba la deslumbrante luz de los fluorescentes como un zombi. El rostro le brillaba debido al sudor, y se frotaba las manos en los muslos nerviosamente hasta que su abogado le puso una mano en el brazo.
—Señor Lauterbach —Bodenstein se levantó, apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia delante. Su tono amenazador surtió efecto—, compararemos su ADN con el que se ha encontrado en la vagina de Stefanie Schneeberger, y si encajan, tendrá que responder de abuso de una alumna menor de edad, por mucho que su abogado diga que el delito ha prescrito. Estoy seguro de que la inculpación dará al traste con su cargo en el ministerio. Haré cuanto esté en mi mano para llevarlo ante un tribunal, se lo prometo. No creo necesario decirle lo que hará con usted la prensa cuando se sepa que por culpa de su silencio un muchacho, para colmo antiguo alumno suyo, se pasó diez años en prisión aunque era inocente. —Calló, dejando que sus palabras calaran. A Gregor Lauterbach le temblaba todo el cuerpo. ¿Qué era lo que más miedo le daba, la pena que podía caerle o el posible linchamiento público por parte de la prensa?—. Le daré otra oportunidad esta tarde —añadió Bodenstein, ahora con voz tranquila—. Si está en mi mano, me abstendré de presentar una denuncia ante la fiscalía si usted nos ayuda a encontrar a Amelie y Thies. Piénselo y háblelo con su abogado. Ahora vamos a hacer un descanso. De diez minutos.
—¡Ese cerdo! —escupió Pia, que veía a Lauterbach sonriendo al otro lado del cristal—. Fue él. Mató a Stefanie. Y ahora retiene a Amelie, estoy completamente segura.
No podían oír lo que Lauterbach hablaba con su abogado, ya que Anders había insistido en que se cerrara el micrófono.
—Con Terlinden. —Bodenstein tenía el ceño fruncido, estaba meditabundo y bebía sorbos de un vaso de agua—. Pero ¿cómo se enteró de que Amelie podía saber algo?
—Ni idea. —Pia se encogió de hombros—. Puede que Amelie le dijera algo de los cuadros a Terlinden. Pero no, no lo creo.
—Yo tampoco. Nos falta una pieza. Tuvo que pasar algo que intimidara a Lauterbach.
—¿Hasse? —propuso Nicola Engel, en segundo plano.
—No, no sabía nada de los cuadros —objetó Pia—. Cuando los encontramos, él ya no estaba.
—Ajá. En tal caso está claro que se nos escapa algo.
—Un momento —intervino Bodenstein—. ¿Qué hay de Nadja von Bredow? Estaba delante cuando los chicos violaron a Laura, y también aparece en uno de los cuadros, con Stefanie y Lauterbach al fondo.
Nicola Engel y Pia le lanzaron sendas miradas inquisidoras.
—¿Y si estuvo todo el tiempo allí? No fue con los chicos a deshacerse de Laura. Y Nadja se hallaba al corriente de la existencia de esos cuadros. Se lo contó el propio Tobias.
Engel y Pia entendieron a la vez adónde quería llegar Bodenstein. ¿Y si Nadja von Bredow había amenazado a Lauterbach con lo que sabía y, de ese modo, lo había obligado a actuar?
—Volvamos dentro. —Bodenstein tiró el vaso a la basura—. Creo que lo tenemos.
El agua subía. Centímetro a centímetro. Con la última luz del día, Amelie vio que llegaba por el tercer escalón. Su intento de impedir que entrara con ayuda de una gruesa manta de lana solo había servido de algo hasta que la presión arrastró la manta. Ahora la oscuridad era absoluta, pero oía el murmullo incesante en las tuberías. Trató en vano de calcular cuánto tardaría el agua en llegar a la última balda de la estantería. Thies estaba pegado a ella, que notaba cómo su pecho subía y bajaba. El muchacho tosía de vez en cuando y respiraba con dificultad. Su piel desprendía un calor febril; la humedad fría de ese agujero terminaría de debilitarlo. Amelie recordó que no hacía mucho ya parecía enfermo. ¿Cómo aguantaría todo aquello? ¡Thies era tan sensible! Había intentado hablar con él, pero no le respondió.
—Thies —musitó. Le costaba hablar, los dientes le castañeteaban de tal forma que apenas podía abrir la boca—. Thies, di algo.
Nada. La abandonó el valor. Adiós al férreo autocontrol que había impedido que enloqueciera en la oscuridad todos esos días y noches. Rompió a llorar. Ya no había esperanza que valiera. Moriría en ese sitio, se ahogaría miserablemente. A Blancanieves tampoco la habían encontrado, ¿por qué iba ella a tener más suerte? El miedo se apoderó de todo su ser. De pronto se estremeció. Sintió que alguien le tocaba la espalda. Luego, Thies la rodeó con un brazo, entrelazó una pierna con la suya y la apretó contra sí con fuerza. El calor de su cuerpo la reconfortó.
—No llores, Amelie —le dijo al oído—. No llores. Estoy aquí.
—¿Cómo supo usted de la existencia de esos cuadros?
Bodenstein no se anduvo con preámbulos. Trató de averiguar cuál era la disposición de Lauterbach con una mirada intensa. El ministro no era un hombre especialmente fuerte, y no soportaba bien la presión. Después de los agotadores acontecimientos de los últimos días, no resistiría mucho más.
—Recibí cartas y correos electrónicos anónimos —respondió Lauterbach, e hizo callar a su abogado con un gesto débil cuando este hizo ademán de protestar—. Aquella noche perdí las llaves en el pajar, y en una de las cartas se incluía una foto del llavero. Entonces supe que alguien nos había estado observando a Stefanie y a mí.
—Observándolos cuando hacían…, ¿qué?
—Eso ya lo sabe. —El hombre levantó la cabeza, y Bodenstein no vio en sus ojos más que autocompasión—. Stefanie me provocaba, todo el tiempo. Yo… no quería… acostarme con ella, pero me estuvo acosando de tal modo que… bueno, al final no pude evitarlo.
Bodenstein aguardó en silencio hasta que Lauterbach retomó su relato con voz llorosa.
—Cuando… cuando me di cuenta de que se me habían caído las llaves, quise buscarlas. Mi mujer me iba a arrancar la cabeza, en el llavero también estaban las llaves de su consulta. —Alzó la cabeza en busca de comprensión, y Bodenstein hubo de hacer un esfuerzo para disimular su desprecio creciente tras un semblante inexpresivo—. Stefanie dijo que sería mejor que me fuera. Ella las buscaría y me las daría más tarde.
—Y así lo hizo usted, ¿no?
—Sí. Me fui a casa.
Bodenstein se dio por satisfecho por el momento.
—Así que recibió cartas y correos electrónicos —repitió—. ¿Qué ponía en ellos?
—Que Thies lo sabía todo. Y que la Policía no sabría nada si yo seguía manteniendo la boca cerrada.
—Manteniendo la boca cerrada, ¿respecto a qué?
Lauterbach se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—¿Quién cree usted que pudo mandarle esos anónimos?
Se encogió de nuevo de hombros, desconcertado.
—De alguien sospechará, señor Lauterbach. —Bodenstein se echó de nuevo hacia delante—. Ahora mismo, no decir nada es la peor de todas las opciones.
—Pero es que no tengo ni idea —repuso él con una mezcla de desvalimiento y desesperación que al parecer no eran fingidos. Solo y entre la espada y la pared, mostraba su verdadera personalidad: Gregor Lauterbach era un ser débil, que sin el amparo de su mujer se empequeñecía hasta convertirse en un hombrecillo sin agallas—. Eso es todo lo que sé. Mi mujer me dijo que esos cuadros debían de existir, pero que Thies difícilmente podía haber escrito los correos y las cartas.
—¿Cuándo se lo contó usted?
—Qué sé yo. —Lauterbach se llevó las manos a la frente y cabeceó—. No lo sé exactamente.
—Procure hacer memoria —apretó Bodenstein—. ¿Fue antes o después de la desaparición de Amelie? ¿Y cómo se enteró su mujer? ¿Quién se lo pudo decir?
—Dios mío, no lo sé —se lamentó—. De verdad que no.
—¡Piense! —Bodenstein se echó hacia atrás—. La noche del sábado que desapareció Amelie estuvo usted cenando en Frankfurt, en el Ebony Club, con su mujer y el matrimonio Terlinden. Su mujer y Christine Terlinden se fueron a casa sobre las nueve y media, usted volvió con Claudius Terlinden. ¿Qué hizo después de salir del Ebony Club?
Gregor Lauterbach comenzó a pensar y pareció darse cuenta de que la Policía sabía mucho más de lo que había supuesto.
—Sí, creo que cuando íbamos a Frankfurt mi mujer me contó que Thies le había dado a la chica de los vecinos unos cuadros en los que por lo visto aparecía yo —admitió a regañadientes—. Lo supo por la tarde, por una llamada anónima que le hizo una mujer. Después no tuvimos ocasión de volver a hablar del tema. Daniela y Christine se fueron a las nueve y media. Yo le pregunté a Andreas Jagielski por Amelie Fröhlich, al fin y al cabo sabía que trabaja en el Zum Schwarzen Ross. Jagielski llamó a su mujer, y ella le confirmó que la chica estaba trabajando. Así que Claudius y yo volvimos a Altenhain y la estuvimos esperando en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross, pero no apareció.
—¿Qué quería que le dijera Amelie?
—Si había sido ella quien me había enviado los correos y las cartas anónimos.
—¿Y bien? ¿Fue ella?
—No se lo pude preguntar. Estuvimos esperando en el coche, serían las once o las once y media. Entonces llegó Nathalie. Bueno, Nadja. Ahora se hace llamar Nadja von Bredow.
Bodenstein alzó por un instante la mirada y coincidió con la de Pia.
—Se dio una vuelta por el aparcamiento —prosiguió Lauterbach—, miró en la maleza y al final se fue a la parada del autobús. Entonces vimos que allí había un hombre. Estaba dormido. Nadja intentó despertarlo, pero no hubo manera. Al final se fue. Claudius llamó por el móvil al Zum Schwarzen Ross y preguntó por Amelie, pero la señora Jagielski le dijo que se había ido hacía ya rato. Después nos fuimos al despacho de Claudius. Él tenía miedo de que la Policía viniera a curiosear. Lo último que le faltaba era que registraran su casa, por eso quería llevar allí ciertos documentos espinosos.
—¿Qué documentos? —quiso saber Bodenstein.
Gregor Lauterbach se resistió un poco, pero no mucho. A lo largo de los años, Claudius Terlinden había afianzado su posición de poder en gran medida mediante el soborno. Aunque siempre disfrutó de una posición acomodada, cuando realmente ganó dinero fue a finales de los años noventa, cuando su empresa creció y salió a Bolsa. Gracias a ello acabó ejerciendo una influencia considerable en la economía y la política. Después hizo los mejores negocios con países contra los que pesaba un embargo oficial, como Irán o Corea del Norte.
—Aquella noche quería hacer desaparecer esos documentos —concluyó Lauterbach. Dado que la cosa ya no tenía que ver con él directamente, volvía a ganar seguridad en sí mismo—. Pero como no quería destruirlos, los llevamos a mi piso de Idstein.
—Ya.
—No tengo nada que ver con la desaparición de Amelie o la de Thies —afirmó Gregor Lauterbach—. Y tampoco he matado a nadie.
—Eso ya se verá. —Bodenstein recogió las fotos y las metió de nuevo en las declaraciones—. Puede irse a casa, pero se encuentra bajo vigilancia policial, y su teléfono será intervenido. Además, le tengo que pedir que permanezca a nuestra disposición. Avíseme siempre antes de salir de su domicilio.
Lauterbach asintió sumiso.
—¿Podrían impedir por el momento que mi nombre llegue a la prensa? —pidió.
—Por mucho que quiera, no se lo puedo prometer. —Bodenstein le tendió la mano—. La llave de su piso de Idstein, por favor.