A las seis y cuarto, el móvil despertó a Bodenstein de un sueño profundo. Aturdido, buscó a tientas el interruptor hasta que recordó que no estaba en su casa, en su cama. Había dormido mal y soñado cosas raras. El colchón era demasiado blando, y el edredón daba excesivo calor, de forma que o sudaba o se quedaba helado. El móvil seguía sonando con pertinacia, paraba un instante y sonaba de nuevo. Bodenstein se levantó, fue palpando a oscuras la habitación desconocida, desorientado, y profirió una imprecación al golpearse el dedo gordo con la pata de una mesa. Por fin dio con el interruptor, junto a la puerta, y poco después con el móvil, en el bolsillo interior de la chaqueta, que la noche anterior había dejado en la silla.
El guarda forestal había encontrado en un aparcamiento del bosque, por debajo de Eichkopf, entre Ruppertshain y Königstein, el cadáver de un hombre dentro de un coche. Los criminólogos ya estaban en camino; ¿iba a pasarse él a echar un vistazo? Desde luego que iba a pasarse, ¿qué remedio le quedaba? Con el rostro desencajado por el dolor, volvió cojeando a la cama y se sentó en el borde. Los acontecimientos del día anterior se le antojaban una pesadilla. Había estado casi una hora dando vueltas sin rumbo por la zona, hasta que por casualidad pasó por delante de la entrada de la finca. Ni su padre ni su madre le hicieron preguntas cuando poco antes de medianoche apareció ante su puerta pidiendo asilo para pasar la noche. Su madre le preparó una cama en uno de los cuartos de invitados de la casa y lo dejó solo. Seguro que le había visto en la cara que no había ido hasta allí por gusto, y él agradeció la discreción. No habría podido hablar de Cosima y ese tipo.
Se levantó exhalando un suspiro, sacó el neceser de la bolsa de viaje y enfiló el pasillo hacia el cuarto de baño, que era minúsculo, estaba helado y le trajo recuerdos desagradables de su infancia y su juventud, cuando los lujos brillaban por su ausencia. Sus padres habían ahorrado todo lo que pudieron, ya que siempre anduvieron escasos de dinero. Al otro lado, en el castillo en el que había crecido, durante los meses de invierno solo se caldeaban dos habitaciones, las demás estaban «tibias», como solía llamar su madre a una temperatura de apenas dieciocho grados. Bodenstein se olisqueó la camiseta y arrugó la nariz: imposible evitar la ducha. Echó de menos la calefacción generosa de su casa, las toallas suaves, que olían a Lenor. Se duchó en un tiempo récord, se secó con una toalla áspera y deshilachada y se afeitó con dedos temblorosos a la luz desvaída del fluorescente del armario con luna de Allibert. Abajo, en la cocina, se encontró a su padre, que tomaba café sentado a la arañada mesa de madera y leía el diario FAZ.
—Buenos días. —Levantó la mirada y saludó amablemente a su hijo con un gesto—. ¿Quieres un café?
—Buenos días. Sí, por favor.
Bodenstein se sentó, y su padre se levantó, sacó una taza de uno de los armarios y le sirvió café. Su padre jamás le habría preguntado por qué se había presentado en mitad de la noche y había dormido en uno de los cuartos de invitados. También en lo tocante a las palabras sus padres habían sido siempre parcos. Y por su parte no tenía ninguna gana de hablar de sus problemas conyugales a las siete menos cuarto de la mañana, de manera que padre e hijo tomaron sus respectivos cafés en silenciosa armonía. Desde tiempos inmemoriales, en la casa Bodenstein se había utilizado a diario una vajilla de porcelana de Meissen, por motivos de economía. La porcelana era una herencia familiar, no había razón para no usarla o comprar una nueva. Probablemente su valor hubiera sido incalculable, de no haber sido porque prácticamente cada pieza había sido pegada varias veces a esas alturas. La taza de Bodenstein también tenía una raja y un asa pegada. Cuando terminó, se puso de pie, dejó la taza en la pila y le dio las gracias a su padre, que asintió y volvió a centrarse en su lectura, que había apartado educadamente.
—Llévate una llave —dijo como si tal cosa—. En el tablero que hay junto a la puerta encontrarás una con un mosquetón rojo.
—Gracias. —Bodenstein cogió la llave—. Hasta luego.
Su padre parecía convencido de que esa tarde volvería allí.
Faros y luces azules destellantes iluminaban la sombría mañana de noviembre cuando Bodenstein entró en el aparcamiento del bosque, justo después de la curva de Nepomuk. Aparcó junto a uno de los coches patrulla y echó a andar. El olor otoñal a tierra húmeda y follaje en descomposición inundó su nariz, y le vinieron a la cabeza fragmentos de uno de los pocos poemas que se sabía de memoria: «El que ahora está solo lo estará siempre, deambulará por las avenidas, inquieto como el rodar de las hojas». La sensación de abandono lo embistió como un perro furioso, y hubo de obligarse, haciendo un esfuerzo ímprobo, a continuar, a hacer su trabajo, aunque lo que le hubiera gustado habría sido esconderse en cualquier parte.
—Buenos días —saludó a Christian Kröger, a la cabeza de los criminólogos, que acababa de sacar la cámara—. ¿Qué está pasando ahí delante?
—Probablemente ya se haya corrido la voz por la radio de la Policía —respondió Kröger, y meneó la cabeza risueño—. Son como niños pequeños.
—¿De qué se ha corrido la voz?
Bodenstein no entendía nada y se preguntaba por qué había tantos curiosos. A pesar de la hora que era, contó cinco vehículos oficiales en el aparcamiento de grava, y un sexto entraba en ese momento desde la carretera. Bodenstein oía la algarabía hasta de lejos. Entre los funcionarios, bien de uniforme o con el mono blanco de Criminalística, reinaba una gran agitación.
—Un Ferrari —le informó uno de los agentes con los ojos brillantes—. Un 599 GTB Fiorano. Solo he visto uno en mi vida, en el Salón Internacional del Automóvil.
Bodenstein se abrió paso entre las filas de compañeros. En efecto, en el extremo del aparcamiento resplandecía un Ferrari rojo vivo a la luz de un reflector, rodeado reverentemente de unos quince agentes de policía a quienes interesaba más la cilindrada, los caballos, los neumáticos, las llantas, el par motor y la aceleración del estupendo deportivo que el cadáver que ocupaba el asiento del conductor. Una goma salía de uno de los gruesos tubos de escape cromados y entraba por la ventanilla, que había sido cerrada cuidadosamente por dentro con cinta aislante de tonalidad plateada.
—El cacharro este cuesta doscientos cincuenta mil euros —comentó uno de los agentes más jóvenes—. Una locura, ¿eh?
—Puede que de la mañana a la noche el precio haya bajado considerablemente —intervino Bodenstein con sequedad.
—¿Por qué?
—Tal vez se le haya pasado por alto, pero en el asiento del conductor hay un cadáver. —Bodenstein no era de los que se volvían locos al ver un deportivo rojo—. ¿Alguno de ustedes ha comprobado la matrícula?
—Sí —se oyó decir a una agente joven en segundo plano que a todas luces tampoco compartía el entusiasmo de sus compañeros varones—. El vehículo está a nombre de un banco de Frankfurt.
—Ya —asintió Bodenstein, y se quedó mirando mientras Kröger sacaba fotos y a continuación abría la portezuela del coche con ayuda de un compañero.
—La crisis económica se cobra las primeras víctimas —bromeó alguien, y acto seguido se suscitó una nueva discusión sobre la cantidad de dinero que había que ganar al mes para pagar las cuotas de leasing de un Ferrari Fiorano. Bodenstein vio entrar otro coche patrulla en el aparcamiento, seguido de dos vehículos sin identificación.
—Que acordonen debidamente el aparcamiento —pidió a la joven agente—. Y eche a todo el que no tenga nada que hacer aquí.
La mujer asintió y se puso manos a la obra con energía. A los pocos minutos, el aparcamiento estaba cerrado. Bodenstein se agachó junto a la portezuela abierta y observó el cadáver. Se trataba de un hombre rubio aún joven, treinta y cinco años aproximadamente. Vestía de traje y corbata, y llevaba un reloj caro en la muñeca. Tenía la cabeza ladeada. A primera vista daba la impresión de estar dormido.
—Buenos días, Bodenstein —dijo una voz familiar a sus espaldas, y volvió la cabeza.
—Hola, doctor Kirchhoff. —Se levantó y saludó con la cabeza al forense.
—¿No está Pia?
—No, hoy tengo que levantar el país yo solo —respondió con ironía—. ¿La echa de menos?
Kirchhoff esbozó una sonrisa cansada, pero no entró al trapo. Para variar, no estaba para sarcasmos. Tenía los ojos enrojecidos tras las gafas, también él parecía haber dormido poco. Bodenstein dejó sitio al forense y se acercó a Kröger, que en ese momento registraba el maletín, que se hallaba en el asiento del copiloto.
—¿Y bien? —inquirió. Kröger le dio la cartera del fallecido, y al sacar el carné de identidad, Bodenstein se quedó helado. Leyó el nombre por segunda vez. ¿Sería una casualidad?
La jefa de psiquiatría había informado a Pia del estado de Thies Terlinden tanto como se lo permitía el secreto profesional, y ahora ella estaba más que intrigada por verlo. Sabía que no podía esperar gran cosa. Probablemente, así se lo había dicho la doctora, el chico ni siquiera respondiese a sus preguntas. Estuvo un buen rato observando al paciente por la ventanilla de la puerta. Thies Terlinden era un joven sumamente atractivo de abundante cabello rubio, con una boca delicada, que no dejaba traslucir los demonios con los que tenía que enfrentarse. Solo sus cuadros dejaban entrever su tormento interior. Estaba sentado a una mesa en una estancia luminosa y agradable, y pintaba muy concentrado. Aunque se había vuelto a calmar gracias a la medicación, no le proporcionaban objetos puntiagudos como lapiceros o pinceles, razón por la cual se tenía que contentar con ceras, hecho que, sin embargo, no parecía molestarle lo más mínimo. No levantó la cabeza cuando Pia entró en la habitación acompañada de la médico y de un enfermero. La médico le presentó a Pia, le explicó por qué estaba allí y que quería hablar con él. El muchacho se inclinó más sobre el cuadro y luego se echó hacia atrás bruscamente y dejó la cera en la mesa. Las ceras de colores no estaban dispuestas de cualquier manera, Thies las había colocado en fila con precisión, como soldados a los que se fuera a pasar revista. Pia se sentó ante él en una silla y lo observó.
—No le he hecho nada a Amelie —aseguró con una voz extrañamente monótona antes de que ella le dijera una palabra—. Lo juro. No le he hecho nada a Amelie, no le he hecho nada.
—Y nadie dice que lo haya hecho —repuso Pia amablemente.
Las manos de Thies comenzaron a revolotear sin control, mientras se mecía adelante y atrás, con la mirada fija en el cuadro que tenía delante.
—Le cae bien Amelie, y ella solía ir a su casa, ¿no es verdad?
Asintió con vehemencia.
—He cuidado de ella, he cuidado de ella.
Pia miró a la doctora, que había tomado asiento algo apartada. Thies cogió de nuevo una cera, se inclinó sobre el cuadro y siguió pintando. Reinaba el silencio. Pia pensó por unos momentos cuál sería su siguiente pregunta. La médico le había aconsejado que hablara con Thies con absoluta normalidad, no como si fuera un niño pequeño, pero la cosa no era tan sencilla.
—¿Cuándo vio a Amelie por última vez?
Él no reaccionó, pintaba como loco, cambiando de colores.
—¿De qué hablaban Amelie y usted?
El interrogatorio distaba mucho de ser normal. El rostro de Thies no revelaba nada, su mímica era la de una estatua de mármol. El muchacho no respondía a las preguntas, y al final, Pia dejó de formularlas. Los minutos pasaban. El tiempo no significaba nada para los autistas, le había explicado la doctora a Pia, vivían en un mundo propio. Había que tener paciencia. Sin embargo, a las once se celebraba en el cementerio de Altenhain el entierro de Laura Wagner, y ella quería reunirse allí con Bodenstein. Cuando se disponía a levantarse para irse, decepcionada, Thies Terlinden habló de súbito.
—La vi por la noche, desde el nido de las águilas. —Hablaba alto y claro, construía bien las frases. Lo único que faltaba era la melodía, daba la impresión de ser un robot—. Estaba en la casa, en el pajar. Yo quería llamarla, pero entonces llegó… el hombre. Estuvieron hablando y riéndose y entraron en el pajar para que nadie viera lo que hacían. Pero yo lo vi.
Pia miró perpleja a la médico, que se limitó a encogerse de hombros desconcertada. ¿El pajar? ¿El nido de las águilas? ¿Y a qué hombre había visto Thies?
—Pero no puedo hablar de eso —continuó él—, o me encerrarán. Y tendré que quedarme allí hasta que me muera.
De pronto levantó la cabeza y la miró con unos ojos claros, azules, con la misma desesperación que los rostros de los cuadros del despacho de la doctora Lauterbach.
—No puedo hablar de eso —repitió—. No puedo. O me encerrarán. —Le tendió a Pia el cuadro que había pintado—. No puedo. No puedo.
Ella contempló el cuadro y se estremeció: una chica de cabello largo y oscuro. Un hombre que sale corriendo. Otro hombre que golpea a la chica de cabello oscuro en la cabeza con una cruz.
—Esta no es Amelie, ¿no? —inquirió Pia en voz baja.
—No puedo hablar —insistió él con voz bronca—. No puedo. Solo pintar.
El corazón de Pia se desbocó cuando entendió lo que Thies intentaba explicarle: alguien le había prohibido hablar de lo que había visto. No estaba hablando de Amelie, y la del cuadro tampoco era Amelie, sino ¡Stefanie Schneeberger con su asesino!
Thies había vuelto a apartarse de ella y, tras coger una cera, pintaba con dedicación otro cuadro. Daba la sensación de haberse replegado por completo en sí mismo, los rasgos de su rostro seguían en tensión, pero había dejado de balancearse. Poco a poco, Pia comprendió lo que había sufrido ese hombre los últimos años. Lo habían presionado y amenazado para que no le contase a nadie lo que había visto once años atrás. Pero ¿quién lo había hecho? De repente también comprendió el peligro que correría Thies Terlinden en caso de que ese alguien se enterase de lo que acababa de contarle a la Policía. Para protegerlo, Pia debía fingir que no tenía la menor importancia, incluso ante la doctora.
—En fin —dijo—. Muchas gracias de todas formas. —Se puso en pie, y la médico y el enfermero hicieron otro tanto.
—Blancanieves debe morir, dijeron —añadió Thies en ese instante—. Pero ahora nadie puede hacerle nada, porque yo cuido de ella.
Ni la llovizna ni la niebla impidieron que Altenhain al completo diera el último adiós a los restos de Laura Wagner. El aparcamiento del Zum Schwarzen Ross no tenía capacidad para tantos coches. Pia aparcó sin más junto a la carretera, se bajó y, al oír que doblaban las campanas, fue deprisa hacia la iglesia, donde Bodenstein la esperaba bajo el alero.
—Thies lo vio todo entonces —expuso a su superior—. Y lo de los cuadros es verdad, tal como le dijo Amelie a Tobias. Alguien lo ha presionado. Le dijeron que lo encerrarían si hablaba de lo que había visto.
—¿Qué dijo de Amelie? —Bodenstein estaba impaciente, señal de que también se había topado con algo importante.
—Nada, solo que no le ha hecho nada. Pero habló de Stefanie, e incluso pintó un cuadro.
Pia se sacó el papel doblado del bolsillo y se lo ofreció a Bodenstein, que, después de echarle un vistazo, arrugó la frente y después señaló con la cabeza la cruz.
—Ese es el gato. El arma homicida.
Pia asintió con nerviosismo.
—¿Quién lo amenazaría? ¿Su padre? —se preguntó.
—Es posible. Puede que no quisiera ver a su hijo involucrado en semejante crimen.
—Pero Thies no tomó parte —objetó Pia—. Solo lo vio.
—No me refiero a Thies —contestó Bodenstein. La campana enmudeció—. Esta mañana me llamaron para que acudiera a ver a un suicida: un hombre se quitó la vida en su coche, en el aparcamiento de la curva de Nepomuk. Y ese hombre es el hermano de Thies, Lars Terlinden.
—¿Cómo? —dijo Pia asombrada.
—Sí, sí. —Hizo un gesto de asentimiento—. ¿Y si fue Lars quien mató a Stefanie y su hermano lo vio?
—Nada más desaparecer las chicas, Lars Terlinden se fue a estudiar a Inglaterra.
Pia intentó recordar la cronología de lo sucedido en septiembre de 1997. El nombre del hermano de Thies no aparecía ni una sola vez en los expedientes del caso.
—Puede que de ese modo Claudius Terlinden mantuviera a su hijo al margen de la investigación. Y al otro lo presionó para que tuviese la boca cerrada —aventuró Bodenstein.
—Pero ¿a qué se referiría Thies cuando dijo que ya nadie podía hacerle nada a Blancanieves, porque él cuidaba de ella?
Bodenstein se encogió de hombros. El asunto, en lugar de esclarecerse, cada vez se complicaba más. Rodearon la iglesia para ir al cementerio. El cortejo fúnebre se había reunido bajo los paraguas, apelotonado en torno a la tumba donde en ese instante bajaban el féretro blanco con un ramo de claveles blancos. Los de la funeraria retrocedieron, y el sacerdote empezó a hablar.
A Manfred Wagner lo habían dejado salir de prisión preventiva para que asistiera al entierro de su hija mayor. Con el semblante pétreo, estaba junto a su mujer y dos adolescentes en primera fila. Los dos policías que lo acompañaban aguardaban a cierta distancia. Una mujer joven pasó por delante de Bodenstein y Pia a toda prisa, encaramada a unos tacones de aguja, sin mirarlos. Tenía el cabello, de un rubio resplandeciente, recogido en un moño sencillo, y llevaba un ceñido traje negro y, pese a la oscuridad neblinosa, unas grandes gafas de sol oscuras.
—Nadja von Bredow —le explicó Pia a su jefe—. Oriunda de Altenhain y amiga de Laura Wagner.
—Ah. —Bodenstein tenía la cabeza en otra parte—. Por cierto, Engel me ha prometido que se ocupará de Gregor Lauterbach. Ministro o no, estaba con Terlinden el sábado cuando Amelie desapareció.
Sonó el móvil de Pia; lo sacó deprisa y se alejó de allí para cogerlo antes de que alguien la mirara mal.
—Pia, soy yo —oyó decir a Ostermann—. No hace mucho me dijiste que en los expedientes del caso faltan declaraciones policiales.
—Sí.
—Escucha, aunque me cuesta decirlo, me he acordado de que Andreas mostró bastante interés por esos documentos. Un día que en realidad estaba de baja se quedó hasta tarde en el despacho y le…
El resto de las palabras lo ahogó el repentino ulular de la sirena que se encontraba en el tejado del Zum Schwarzen Ross. Pia se tapó el otro oído y pidió a su compañero que hablara más alto. Al oír la sirena, tres hombres abandonaron la ceremonia y pasaron corriendo ante Pia en dirección al aparcamiento.
—… extrañó… la receta… pero estaba en nuestro despacho… —alcanzó a oír—…, ni idea… preguntarle… ¿…es eso?
—La sirena. —Pia aguzaba el oído—. Probablemente se haya declarado un incendio. A ver, ¿qué me decías de Andreas?
Ostermann repitió lo que acababa de contarle mientras Pia escuchaba sin dar crédito a lo que oía.
—Eso sí que sería una metedura de pata —respondió—. Gracias. Nos vemos luego.
Se guardó el móvil y volvió, ensimismada, con Bodenstein.
Tobias Sartorius pasó por delante del pajar y entró en la antigua vaqueriza. Todo Altenhain estaba en el cementerio, de manera que nadie lo vería, ni siquiera Paschke, el vecino, ese viejo metomentodo. Nadja lo había dejado arriba, en la entrada trasera, y había ido al cementerio para asistir al entierro de Laura. Tobias abrió la puerta del establo y entró en la casa. La sensación de tener que ocultarse era espantosa, él no estaba hecho para vivir así. Justo cuando se disponía a subir la escalera, su padre apareció en la puerta de la cocina, silencioso como una sombra.
—¡Tobias! ¡Gracias a Dios! —exclamó—. Estaba tan preocupado por ti… ¿Dónde has estado?
—Papá. —Tobias le dio un abrazo a su padre—. En casa de Nadja. Estoy seguro de que la poli no me creería y me metería en chirona sin pensárselo dos veces.
Hartmut Sartorius asintió.
—Solo he venido en busca de algo de ropa. Nadja ha ido al entierro, me recogerá después.
Entonces cayó en la cuenta de que su padre estaba en casa, cuando era una mañana laborable, y no en el trabajo.
—Me han despedido. —Hartmut Sartorius se encogió de hombros—. Con excusas. Mi jefe es yerno de Dombrowski.
Tobias entendió, y se le hizo un nudo en la garganta. Ahora además era el culpable de que hubieran despedido a su padre.
—Bueno, de todas formas quería dejarlo —le restó importancia a lo sucedido—. Quiero volver a cocinar como Dios manda, no solo descongelar comida y ponerla en un plato. —Entonces pareció recordar algo—. Hoy te ha llegado una carta.
Se dio media vuelta y entró en la cocina. Tobias lo siguió. La carta no tenía remitente, y le entraron ganas de tirarla a la basura. Probablemente fuesen más insultos maliciosos. Se sentó a la mesa de la cocina, rasgó el sobre y desdobló el elegante papel de color gamuza. Reparó en que el membrete era de un banco suizo y no entendió nada hasta que no empezó a leer el texto escrito a mano. Solo las primeras líneas fueron ya para él como un puñetazo en el estómago.
—¿De quién es? —quiso saber su padre. Fuera pasó un coche de bomberos con la luz azul y la atronadora sirena; los cristales de las ventanas tintinearon. Tobias tragó saliva y levantó la vista.
—De Lars —respondió con voz velada—. De Lars Terlinden.
El portón de la propiedad de los Terlinden estaba abierto de par en par. El penetrante olor a quemado se colaba por las ventanillas del coche, pese a que estaban subidas. Los coches de bomberos habían atravesado el césped y dejado huellas profundas en el suelo encharcado. Sin embargo, no era la casa lo que se había incendiado, sino un edificio que se alzaba en la parte trasera del amplio terreno. Pia aparcó a la entrada de la casa y se acercó a pie con Bodenstein hasta el lugar donde se había producido el incendio. La humareda hizo que les lloraran los ojos. Los bomberos parecían tener la situación bajo control, ya no se veían llamas, tan solo nubes de humo densas y oscuras que salían por las ventanas. Christine Terlinden iba vestida de negro, era evidente que había estado en el entierro o pretendía asistir a él cuando vio el fuego. Contemplaba el espectáculo conmocionada, el caos de mangueras, los bomberos pisoteando los arriates y destrozando el césped. A su lado estaba Daniela Lauterbach, su vecina, y al verla, Bodenstein recordó sin querer uno de sus extraños sueños de esa noche. Como si le hubiese leído el pensamiento, esta se volvió y se acercó a él y a Pia.
—Hola —saludó con frialdad, sin el menor atisbo de una sonrisa. Los brillantes ojos color avellana, ese día parecían chocolate helado—. ¿Han sacado algo en claro de la visita a Thies?
—No, nada —respondió Pia—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cuál es el edificio que ha ardido?
—El invernadero, el estudio de Thies. A Christine le preocupa mucho cómo reaccionará Thies cuando se entere de que todos sus cuadros se han quemado.
—Por desgracia, tenemos noticias aún peores para la señora Terlinden —terció Bodenstein. Daniela Lauterbach enarcó una de sus bien dibujadas cejas.
—Difícilmente pueden ser mucho peores —contestó la doctora con evidente acritud—. He oído que Claudius sigue detenido. ¿Por qué?
Por un momento, Bodenstein se sintió tentado de pedirle que fuera comprensiva, de justificarse, pero Pia se le adelantó:
—Tenemos nuestros motivos —replicó—. Y ahora, desgraciadamente, hemos de comunicarle a la señora Terlinden que su hijo se ha quitado la vida.
—¿Qué? ¿Thies ha muerto? —La médico miró a Pia. ¿Era alivio lo que asomó brevemente a sus ojos antes de que en su rostro se instalara la consternación? Qué extraño.
—No, Thies no —corrigió—. Lars.
Bodenstein dejó hablar a Pia. Le desconcertaba que le importara tanto granjearse las simpatías de Daniela Lauterbach. ¿Era la calidez comprensiva que ella le había prodigado, y en la que él, dado lo necesitado que estaba afectivamente, había creído ver algo más? No podía apartar la vista de su rostro y deseaba absurdamente que la médico le sonriera.
—Se intoxicó en el coche con gases del tubo escape —decía Pia—. Se encontró su cadáver esta mañana.
—¿Lars? Dios mío…
Cuando Daniela Lauterbach fue consciente del nuevo golpe que iba a recibir su amiga Christine, el hielo de sus ojos se derritió. Parecía desvalida, pero después enderezó la espalda.
—Yo se lo diré —afirmó resuelta—. Así será mejor. Me ocuparé de ella. Llámeme más tarde.
Se volvió y echó a andar hacia su amiga, quien mantenía la mirada fija en la construcción que había ardido. Daniela Lauterbach la rodeó con ambos brazos y le habló en voz baja. De repente, Christine Terlinden profirió un grito ahogado y se tambaleó, pero Daniela la sostuvo.
—Vámonos —propuso Pia—. Ya se las arreglan solas.
Bodenstein apartó la vista de las dos mujeres y siguió a Pia por el jardín devastado. Justo cuando llegaron al coche, se les aproximó una mujer a la que él no logró ubicar de inmediato.
—Hola, señora Fröhlich —saludó Pia a la madrastra de Amelie—. ¿Qué tal está?
—No muy bien —admitió la aludida. Estaba muy pálida, pero parecía serena—. Quería preguntarle a la señora Terlinden qué había pasado y he visto su coche. ¿Hay alguna novedad? ¿Le han servido de algo los cuadros a su compañera?
—¿Qué cuadros? —preguntó Pia sorprendida. Barbara Fröhlich observó perpleja a Pia y a Bodenstein.
—P… pero ayer vino a verme una compañera suya —balbució—. Dijo… dijo que la enviaban ustedes. Por los cuadros que Thies le había dado a Amelie.
Los dos policías intercambiaron una mirada rápida.
—Nosotros no mandamos a nadie —respondió Pia frunciendo el ceño. Aquel asunto cada vez era más raro.
—Pero la mujer dijo… —empezó Barbara Fröhlich, si bien acto seguido enmudeció desconcertada.
—¿Vio usted los cuadros? —se interesó Bodenstein.
—No… Ella registró la habitación y encontró una puerta oculta tras la cómoda. Y detrás había unos cuadros enrollados. Debió de esconderlos Amelie… Pero no vi lo que había en ellos. La mujer se los llevó, incluso quiso extenderme un justificante.
—¿Y qué aspecto tenía esa supuesta compañera nuestra? —preguntó Pia.
Barbara Fröhlich pareció entender que había cometido un error. Encorvó la espalda y se apoyó en el guardabarros del coche al tiempo que se llevaba un puño a los labios. Pia fue hacia ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Tenía… tenía una placa —musitó la madrastra de Amelie, pugnando por no llorar—. Fue tan comprensiva y amable… Dijo… dijo… que con esos cuadros encontrarían a Amelie, y a mí eso era lo único que me importaba.
—No se preocupe —trató de consolarla Pia—. ¿Se acuerda de cómo era la mujer?
—Pelo corto y oscuro. Gafas. Delgada. —Barbara Fröhlich se encogió de hombros, en sus ojos un miedo cerval—. ¿Cree usted que Amelie sigue con vida?
—Pues claro —contestó Pia en contra de lo que en realidad pensaba—. La encontraremos, no se preocupe.
—En los cuadros de Thies aparece el verdadero autor, estoy convencida de ello —le aseguró Pia poco después a su jefe, cuando iban en el coche hacia Neuenhain—. Thies se los dio a Amelie para que se los guardara, pero ella cometió el error de hablarle a alguien de esos cuadros.
—Exacto. —Bodenstein asintió sombrío—. A Tobias Sartorius. Y él envió a alguien a casa de los Fröhlich por los cuadros. Probablemente ya los haya destruido.
—Sin embargo, lo lógico es que a Tobias le dé lo mismo si aparece en los cuadros —objetó Pia—. Ya ha cumplido su condena. ¿Qué podría pasarle? No, no, tiene que ser otra persona que está muy interesada en que esos cuadros no vean la luz nunca.
—¿Quién?
A Pia le costó centrar su sospecha. Comprendió que la primera impresión que le había causado Claudius Terlinden no podría haber sido más falsa.
—El padre de Thies —repuso.
—Puede —confirmó él—. Pero también puede tratarse de alguien a quien ni siquiera estamos teniendo en cuenta porque no lo conocemos. Tuerce aquí a la izquierda.
—Pero ¿a dónde vamos? —Pia accionó el intermitente izquierdo, esperó a que hubiera terminado de pasar el tráfico que venía en sentido contrario y giró.
—A ver a Hasse —contestó Bodenstein—. Vive en la última casa de la izquierda, arriba, en la linde del bosque.
Su jefe no se había inmutado cuando ella le contó lo de la llamada de Ostermann de antes, pero parecía determinado a llegar al fondo de la cuestión sin demora. Poco después aparcó delante de la casita con el jardín diminuto que, como ella sabía, Andreas Hasse terminaría de pagar cuando se jubilara, pues su compañero lo mencionaba a menudo, rebosante de odio por el sueldo miserable que, a su juicio, percibía por su trabajo. Bajaron del coche y se acercaron a la puerta. Bodenstein pulsó el timbre, y fue el propio Hasse el que abrió. Este palideció en el acto y bajó la cabeza con turbación. De manera que Ostermann había dado en el blanco. Increíble.
—¿Podemos pasar? —preguntó Bodenstein.
Entraron en un recibidor oscuro con el suelo de linóleo gastado. En el aire flotaba un olor a comida mezclado con tabaco. La radio sonaba. Hasse cerró la puerta de la cocina. Ni siquiera intentó negarlo, lo confesó todo en el acto.
—Un amigo me pidió que le hiciera un favor —admitió incómodo—. Pensé que no sería para tanto.
—Por favor, Andreas, ¿es que te has vuelto loco? —Pia estaba fuera de sí—. ¿Robar declaraciones de documentos judiciales?
—¿Cómo iba a saber yo que algo de hace tanto tiempo aún era importante? —se limitó a decir—. Me refiero a que de eso hace años, el caso se cerró hace mucho… —Calló al darse cuenta de lo que estaba diciendo.
—Ya sabe lo que significa esto —terció Bodenstein con gravedad—. Tendré que suspenderlo y abrirle un expediente disciplinario. ¿Dónde están los documentos?
Hasse hizo un ademán suplicante.
—Los destruí.
—¿Y eso por qué? —Pia no podía creer lo que estaba oyendo. ¿De verdad pensaba Hasse que nadie se daría cuenta?
—Pia, Sartorius mató a dos muchachas y difamó a todo el mundo, incluso a sus amigos y a su profesor. Lo vi ya entonces, tomé parte en la investigación desde el principio. Era un cerdo frío, y ahora pretende remover de nuevo toda la historia y…
—¡Eso no es cierto! —le cortó Pia—. Soy yo quien tiene dudas. Tobias Sartorius no tiene nada que ver con esto.
—¿Quién es ese amigo que le pidió tan dudoso favor? —inquirió Bodenstein.
Hasse titubeó por un momento.
—Gregor Lauterbach —admitió finalmente, con la cabeza gacha.
En el Zum Schwarzen Ross no cabía un alfiler. Después del entierro, el pueblo entero se había reunido allí para tomar algo en memoria de la fallecida, pero con el café y los bocadillos se habló menos de Laura Wagner que del incendio que habían sufrido los Terlinden, y surgieron conjeturas y especulaciones. Michael Dombrowski, jefe del retén de bomberos de Altenhain, había dirigido la operación. Ya de regreso al parque, se apeó para entrar en el Zum Schwarzen Ross, con el olor a humo y la ropa y el pelo quemados.
—La Policía Judicial cree que ha sido intencionado —informó a sus amigos Felix Pietsch y Jörg Richter, que estaban sentados juntos a una mesita en un rincón con el semblante adusto—. La pregunta es por qué le prendería alguien fuego a esa construcción. —Solo entonces reparó en el abatimiento de sus dos amigos—. ¿Y a vosotros qué os pasa?
—Tenemos que encontrar a Tobi —respondió Jörg—. Y acabar de una vez con todo este asunto.
Felix hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael, sin entender nada.
—¿Es que no ves que la historia se repite? Igual que la otra vez. —Jörg Richter dejó el bocadillo de queso mordido en el plato y sacudió la cabeza asqueado—. Yo no pienso pasar por lo mismo de nuevo.
—Ni yo tampoco —coreó Felix—. La verdad es que no nos queda más remedio.
—¿Estáis seguros? —Michael miró al uno y al otro con incomodidad—. Ya sabéis lo que eso significa. Para todos nosotros.
Felix y Jörg asintieron. Eran conscientes de la gravedad de su plan.
—¿Qué dice Nadja?
—Lo que diga o deje de decir, da lo mismo —repuso Jörg, y respiró hondo—. No podemos esperar más. Si no lo hacemos, puede que ocurra otra desgracia.
—Mejor es un final espantoso que un espanto sin fin —añadió Felix.
—Maldita sea. —Michael se restregó el rostro—. No puedo. Es que… es que… de eso hace tanto tiempo. ¿No podemos dejarlo estar?
Jörg lo miró fijamente y por último negó con la cabeza con resolución.
—Yo no. Nadja acaba de decir en el cementerio que Tobi está en su casa. Voy a verlo ahora mismo y a poner fin a esto.
—Te acompaño —dijo Felix.
Michael vaciló, buscando desesperadamente la forma de mantenerse al margen.
—Tengo que pasarme más tarde por el invernadero —afirmó por fin.
—Y podrás hacerlo. Después —repuso Jörg—. La cosa no se alargará tanto. Venga, vamos.
Daniela Lauterbach se había cruzado de brazos y observaba a su marido con una mezcla de incredulidad y desprecio. Cuando regresó de casa de su vecina se lo encontró sentado a la mesa de la cocina, pálido, envejecido. Antes de que le diera tiempo a quitarse la chaqueta, él empezó a hablar de anónimos, de correos electrónicos y fotos. Las palabras salían de su boca como una cascada, amargas, desesperadas, rebosantes de autocompasión y de miedo. Daniela lo escuchó en silencio y con perplejidad creciente, sin interrumpirlo. Al oír su última petición, no supo qué contestar. Durante un buen rato, en la espaciosa cocina reinó un silencio absoluto.
—¿Qué esperas ahora de mí? —le preguntó con frialdad—. Bien sabe Dios que entonces te ayudé más de la cuenta.
—Ojalá no lo hubieras hecho —replicó él con voz bronca.
Al oír esas palabras, a ella le acometió la furia, una furia sorda, rabiosa, adormecida en lo más profundo de su ser todos esos años. No tendría que haber hecho nada por él, por ese calzonazos sin agallas, ese farolero que no sabía hacer más que darse pisto y pronunciar palabras grandilocuentes. En cuanto se veía en un aprieto, venía arrastrándose y se pegaba a sus faldas lloriqueando. Antes, a ella le gustaba que escuchara sus consejos y le pidiese ayuda cuando no sabía qué hacer. Era su atractivo aprendiz de brujo, su fuente de la juventud, su creación. Cuando se conocieron, hacía más de veinte años, Daniela supo ver en el acto el talento de aquel muchacho de veintiún años. Entonces ella ya era una profesional de éxito, veinte años mayor que él y acomodada gracias a una herencia sustanciosa. En un principio solo quería pasar el rato con él en la cama, pero después le pagó la carrera al hijo sin recursos de un trabajador y lo instruyó en arte, cultura y política. Gracias a sus contactos, le consiguió un empleo de profesor de bachillerato y le allanó el camino hacia la política; el cargo de ministro de Educación y Ciencia fue la guinda. Sin embargo, tras lo ocurrido hacía once años, tendría que haberlo echado de casa. Ese hombre no valía la pena. Era un blandengue ingrato que nunca había sabido apreciar sus esfuerzos ni sus favores.
—Aquella vez debiste hacerme caso y enterrar el gato en el bosque, en lugar de cogerlo con las manos sin más y echarlo en la fosa de Sartorius; de ese modo no habría pasado nada —aseveró ella—. Pero no, querías ser más listo. Por tu culpa, Tobias fue a la cárcel. Por tu culpa, no por la mía.
Al oír sus palabras, el ministro agachó la cabeza como si le estuviesen dando latigazos.
—Cometí un error, Dani. Estaba sometido a una presión tremenda, por el amor de Dios.
—Te acostaste con una alumna menor de edad —le recordó con voz glacial—. Y ahora vienes y te atreves a pedirme en serio que quite de en medio a un testigo ocular que además es paciente mío e hijo de nuestros vecinos. ¿Qué clase de persona eres?
—No es eso lo que te pido —musitó Gregor Lauterbach—. Solo quiero hablar con Thies. Nada más. Tiene que seguir con el pico cerrado. Tú eres su médico, a ti te dejarán verlo.
—No. —Daniela Lauterbach negó resuelta con un gesto—. De ninguna manera. Deja en paz al chico, ya lo tiene bastante difícil. A decir verdad, lo mejor sería que desaparecieras del mapa una temporada. Vete a la casa de Deauville hasta que las aguas hayan vuelto a su cauce.
—La Policía ha detenido a Claudius.
—Lo sé. Y me pregunto por qué. ¿Qué hicisteis en realidad el sábado por la noche tú y Claudius?
—Por favor, Dani —suplicó Gregor Lauterbach, y se bajó de la silla y se arrodilló ante ella—. Déjame hablar con Thies.
—No te dirá nada.
—Puede que sí, si tú estás presente.
—Entonces, menos.
Miró a su marido, agazapado en el suelo como un niño asustado. Le había mentido y engañado, repetidas veces. Ya antes de casarse, sus amigos le vaticinaron que eso pasaría. Gregor tenía veinte años menos, era sumamente guapo y un orador elocuente, y tenía carisma. Chicas y mujeres bebían los vientos por él, porque veían en Gregor un espejismo. Solo ella sabía lo débil que era en realidad. De eso y de su dependencia se nutría ella. Lo perdonó con la condición de que no volviera a hacer algo así. Una relación con una alumna era algo prohibido. Sus distintas amantes, por el contrario, le daban lo mismo a Daniela Lauterbach, incluso le divertían. Ella era la única que estaba enterada de los secretos de su marido, de sus miedos y sus complejos, lo conocía mucho mejor de lo que se conocía él mismo.
—Por favor —pidió de nuevo, mirándola con esos ojos grandes suplicantes—. Ayúdame, Dani, no me dejes en la estacada. Ya sabes lo que me juego.
Daniela Lauterbach exhaló un hondo suspiro. Su intención de no sacarle las castañas del fuego esa vez se desvaneció. Como siempre. Y ciertamente, en aquella ocasión era mucho lo que había en juego, en eso tenía razón. Se inclinó hacia él, le acarició la cabeza y enterró los dedos en su cabello abundante y suave.
—Está bien —accedió—. Veré qué puedo hacer. Pero tú coge tus cosas y vete unos días a Francia, hasta que todo vuelva a la normalidad, ¿de acuerdo?
Él la miró y le cogió la mano y la besó.
—Gracias —susurró—. Gracias, Dani. No sé qué haría sin ti.
Daniela sonrió. Ya no estaba furiosa con su marido. Sintió que la invadía una dicha profunda, serena. Volvía a reinar la armonía, vencerían fácilmente la amenaza que venía de fuera… siempre y cuando Gregor apreciara lo que estaba haciendo por él.
—¿El ministro de Educación y Ciencia? —Al recibir de su compañero una respuesta completamente distinta de la que esperaba, Pia se quedó perpleja—. ¿De qué lo conoces?
—Mi mujer es prima hermana de la suya —explicó Andreas Hasse—. Siempre coincidimos en celebraciones familiares. Además, los dos formamos parte del coro de Altenhain.
—Estupendo —masculló Bodenstein—. No le puedo decir lo mucho que me ha decepcionado, Hasse.
Andreas Hasse lo miró y adelantó el mentón con rebeldía.
—¿En serio? —repuso con voz trémula—. No sabía que pudiera decepcionarlo, como tampoco sabía que se interesara usted por mi persona.
—¿Cómo dice? —Bodenstein arqueó las cejas.
Entonces Hasse estalló, ahora que comprendía que de todas formas sus días en la K 11 estaban contados.
—Nunca ha intercambiado conmigo más de tres frases. Yo debería estar al frente de la K 11, pero entonces llegó usted de Frankfurt, con su arrogancia y su prepotencia, y lo puso todo patas arriba, como si todo lo que habíamos hecho hasta ese momento nosotros, los estúpidos polis paletos, estuviera mal. A usted le damos completamente igual todos nosotros. Polis tontos a los que el señor Von Bodenstein se siente muy superior —espetó Hasse—. Pronto verá de qué le sirve. Le están haciendo la cama.
Bodenstein miró a Hasse como si acabase de escupirle a la cara. Pia fue la primera en recobrar el habla.
—¿Es que te has vuelto loco? —le dijo a su compañero.
Él se rio de mala leche.
—Tú también deberías tener cuidado. Toda la brigada sabe desde hace tiempo que vosotros dos estáis liados, y eso es, cuando menos, una infracción del reglamento, como el otro trabajo de Frank, del que el señor nunca supo nada.
—¡Cierra el pico! —exclamó Pia con dureza. Hasse le dirigió una sonrisa mordaz.
—Me di cuenta desde el principio. Los demás solo se enteraron cuando empezasteis a tutearos.
Bodenstein dio media vuelta y salió de la casa sin despedirse. Por su parte, Pia aún le dijo a Hasse un par de lindezas y después siguió a su jefe. Este no estaba en el coche. Echó a andar por la carretera y lo encontró arriba, en la linde del bosque, sentado en un banco, con el rostro sepultado en las manos. Pia vaciló un instante, pero después se acercó a su superior y se sentó a su lado en silencio; la madera del banco estaba reluciente debido a la humedad de la niebla.
—No hagas caso de las estupideces de ese idiota amargado y frustrado —aconsejó.
Bodenstein no dijo nada; estaba allí sentado, sin más.
—¿Hay algo que haga bien? —musitó con voz áspera al cabo de un rato—. Hasse anda con tejemanejes con el ministro de Educación y roba declaraciones de expedientes judiciales; Behnke trabaja a escondidas en un bar durante años sin que yo lo sepa; mi mujer me engaña desde hace meses con otro… —Alzó la cabeza, y Pia no pudo evitar tragar saliva al ver la expresión de profunda desesperación en su rostro—. ¿Por qué no me entero de nada? ¿De verdad soy tan presuntuoso? ¿Y cómo voy a hacer mi trabajo, si no consigo poner orden en mi propia vida?
Pia observó los rasgos marcados de su perfil y sintió auténtica pena. Eso que Hasse o tal vez también otros consideraban arrogancia y prepotencia era precisamente la forma de hacer las cosas de Bodenstein. No se entrometía, jamás hacía valer su autoridad. Y aunque se muriese de curiosidad, jamás haría preguntas indiscretas a los suyos. Eso no era indiferencia, sino comedimiento.
—Yo tampoco sabía lo del trabajo de Behnke —afirmó Pia en voz baja—. Y que Hasse robara las declaraciones me ha dejado atónita. —Sonrió—. Hasta hace un instante, ni siquiera sabía nada de nuestra relación secreta.
Bodenstein emitió un sonido inarticulado, a medio camino entre la risa y el suspiro. Después cabeceó desalentado.
—Tengo la sensación de que mi vida entera se desmorona. —Miró al frente—. Solo puedo pensar en que Cosima me engaña con otro. ¿Por qué? ¿Qué podía echar en falta? ¿Qué es lo que he hecho mal?
Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Pia se mordió los labios. ¿Qué podía decir? ¿Había algún consuelo para él en esa situación? Tras un breve titubeo, le puso una mano en el brazo y apretó con suavidad.
—Quizá hayas hecho algo mal —dijo—, pero cuando hay problemas en una relación, nunca hay un solo culpable. En lugar de buscar explicaciones, harías mejor en pensar cómo seguir adelante.
Bodenstein se frotó la nuca y se irguió.
—Tuve que mirar el calendario para acordarme de cuándo fue la última vez que me acosté con ella —admitió con repentina amargura—. Pero las cosas no son tan fáciles con una niña pequeña que viene corriendo a cada momento.
Pia se sentía incómoda. Aunque a lo largo del último año su relación se había vuelto mucho más estrecha que antes, le seguía resultando embarazoso hablar con su jefe de cosas tan íntimas. Se sacó el paquete de tabaco del bolsillo de la cazadora y se lo ofreció. Él cogió un cigarrillo, lo encendió y dio unas caladas antes de continuar hablando.
—¿Desde cuándo? ¿Cuántas noches me he echado a su lado como un idiota ignorante mientras ella pensaba en otro? Es algo que me pone enfermo.
Ah, poco a poco la desesperación se iba tornando rabia; ¡bien! Pia también encendió un pitillo.
—Pregúntaselo sin más —le recomendó—. Y pregúntaselo cuanto antes. Así no seguirás volviéndote loco.
—¿Y luego? ¿Y si me dice la verdad? ¡Maldita sea! Lo que más me gustaría sería hacer lo que… —No dijo más; tiró el cigarrillo y lo aplastó con el tacón.
—Pues hazlo. Tal vez así te sientas mejor.
—¿Esa es la clase de consejos que me das? —Bodenstein la miró sorprendido, con un amago de sonrisa asomando a las comisuras de su boca.
—Es que, si no, parece que nadie te los da. En el instituto tenía un novio que me dejó. Me habría gustado pegarme un tiro, de tan triste como estaba. Mi amiga Miriam me obligó a ir con ella a una fiesta, y ahí se me cruzó un tío en mi camino que no paró de echarme piropos. Pues eso. Después me sentí mejor. Hay más peces en el mar.
El móvil de Bodenstein sonó. En un principio no le hizo caso, pero finalmente lo sacó del bolsillo suspirando y lo cogió.
—Era Fachinger —informó después a Pia—. Hartmut Sartorius ha llamado: Tobias ha vuelto a casa. —Se levantó del banco—. A ver si tenemos suerte y aún lo pillamos. Sartorius llamó hace dos horas, pero el agente que estaba de servicio acaba de decírselo a Fachinger.
El portón de la casa de los Sartorius estaba completamente abierto. Entraron, se dirigieron a la puerta y llamaron al timbre, pero nadie abrió.
La puerta está entornada —constató Pia, y la empujó.
—¿Hola? —preguntó, metiendo la cabeza en la casa—. ¿Señor Sartorius?
Nada. Avanzó un poco por el pasillo y probó de nuevo.
Decepcionada, dio media vuelta y regresó con Bodenstein, que esperaba ante la puerta.
—Probablemente se haya largado otra vez. Y su padre tampoco está. Maldita sea.
—Echemos un vistazo a la parte de atrás. —Bodenstein sacó el móvil—. Pediré refuerzos.
Pia rodeó la casa. El día del entierro de Laura Wagner, Tobias había vuelto a Altenhain. Desde luego, no había acudido al cementerio, pero durante el sepelio había ardido el estudio de Thies Terlinden, con ayuda de un acelerante de la combustión, según comprobaron bomberos y compañeros de la brigada de investigación de incendios. Era lógico sospechar que Tobias le prendió fuego al invernadero y después volvió a ocultarse.
—… sin sirena, ¿entendido? —le oyó decir Pia a Bodenstein. Esperó a que estuviera con ella.
—Tobias sabía que el pueblo entero estaría en el entierro y podía provocar el incendio sin que nadie lo viese —aventuró—. Lo que no entiendo es por qué nos llamó su padre.
—Yo tampoco lo entiendo —admitió Bodenstein. Echó un vistazo a su alrededor. En anteriores visitas, el portón y todas las puertas estaban siempre cerrados a cal y canto, algo comprensible después de todas las amenazas recibidas y del ataque que había sufrido Tobias. Entonces, ¿por qué ahora estaba todo abierto de par en par? Justo cuando daban la vuelta a la esquina, percibieron un movimiento al fondo. Dos hombres se escabullían por el portón de arriba, y poco después se oyeron las puertas de un coche y un motor. Pia tuvo un mal presentimiento en el acto.
—Esos no eran Tobias y su padre. —Metió la mano en la cazadora y sacó el arma reglamentaria—. Algo va mal.
Abrieron con cautela la puerta del establo y echaron una ojeada dentro. Después, pasaron a la antigua vaqueriza. En la puerta, abierta, se coordinaron en silencio; Pia alzó el arma y entró en la vaqueriza. Echó un vistazo y se quedó helada: en un rincón, en un taburete, estaba Tobias Sartorius, los ojos cerrados, la cabeza contra la pared.
—Mierda —farfulló Pia—. Creo que hemos llegado demasiado tarde.
Ocho pasos de la puerta a la pared. Cuatro pasos de la pared de enfrente a la estantería. Sus ojos se habían acostumbrado hacía tiempo a la oscuridad y su nariz, al olor a podrido y a moho. Por el día entraba algo de luz por una rendija minúscula que había sobre el angosto tragaluz, que por fuera estaba cegado con algo. De esa forma, al menos podía saber si era de día o de noche. Las dos velas se habían consumido hacía tiempo, pero ella sabía lo que había en la caja de la estantería. Aún quedaban cuatro botellas de agua, debía economizar, ya que no tenía la menor idea de cuánto tiempo habrían de durarle. También las galletas empezaban a escasear, al igual que la carne en lata y el chocolate. Y no había nada más. Allí, dondequiera que estuviese, por lo menos adelgazaría unos kilos.
La mayor parte del tiempo estaba cansada, tan cansada que solo dormía, sin poder hacer nada contra ello. Cuando estaba despierta, a veces la invadía una profunda desesperación, y entonces aporreaba la puerta con los puños, lloraba y gritaba pidiendo ayuda. Después volvía a acometerla una indiferencia melancólica, se pasaba horas tumbada en el apestoso colchón e intentaba recordar cómo sería la vida fuera, los rostros de Thies y Tobias. Declamaba de memoria poemas que le venían a la cabeza, hacía flexiones y ejercicios de Tai Chi —no era nada fácil mantener el equilibrio en la oscuridad— o cantaba a voz en grito todas las canciones que se sabía para no volverse loca en ese calabozo húmedo. En algún momento acabaría yendo alguien y la sacaría de allí. Seguro. Creía a pies juntillas en ello. Sencillamente, no tenía la sensación de que el buen Dios la fuera a dejar morir antes de cumplir los dieciocho años. Amelie se hizo un ovillo en el colchón y clavó la vista en la oscuridad. Uno de los últimos trocitos de chocolate se deshacía en su lengua. Masticar y tragar sin más habría sido un auténtico sacrilegio. Poco a poco la fue invadiendo un cansancio plúmbeo, que precipitó sus recuerdos y sus pensamientos en un agujero negro. No paraba de darle vueltas a lo ocurrido. ¿Cómo había ido a parar a ese lugar espantoso? Lo último que recordaba era que había intentado desesperadamente localizar a Tobias, pero ya no era capaz de acordarse de por qué.
Pia se asustó cuando Tobias Sartorius abrió los ojos. No se movió, tan solo la miró en silencio. Los hematomas del rostro habían desaparecido, pero parecía enfermo y exhausto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pia al tiempo que se guardaba el arma—. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
Tobias no respondió. Bajo los ojos tenía profundas ojeras, había adelgazado mucho desde la última vez que lo había visto. A duras penas, como si ello le exigiera reunir todas sus fuerzas, levantó un brazo y le entregó una hoja de papel doblada.
—¿Qué es esto?
No le contestó, razón por la cual Pia tomó la hoja y la abrió. Bodenstein apareció a su lado, y ambos leyeron al mismo tiempo los renglones escritos a mano:
Tobi, sin duda te extrañará que te escriba después de tanto tiempo. A lo largo de estos últimos once años no ha pasado un solo día en que no pensara en ti y me sintiese culpable. Has cumplido condena por mí, y yo lo he permitido. Me he convertido en la caricatura de un hombre al que desprecio profundamente. No sirvo a Dios, como siempre quise hacer, sino que soy esclavo de un ídolo. Llevo once años huyendo, me he obligado a no mirar atrás para ver Sodoma y Gomorra. Pero ahora vuelvo la cabeza. Mi huida ha terminado. Soy un fracasado. He traicionado todo lo que significaba algo para mí, hice un pacto con el demonio cuando mentí por primera vez siguiendo el consejo de mi padre. Te traicioné y te vendí a ti, mi mejor amigo. Y el precio ha sido un eterno suplicio. Cada vez que me miraba en el espejo te veía delante. ¡Qué cobarde fui! Yo maté a Laura. No lo hice a propósito, fue un accidente estúpido, pero murió. Le hice caso a mi padre y callé, incluso cuando se supo que te condenarían a ti. Por aquel entonces tomé un camino equivocado que me ha llevado directamente al infierno. Desde aquellos días no he vuelto a ser feliz. Perdóname, Tobi, si es que puedes. Yo no puedo perdonarme. Que sea Dios quien me juzgue.
LARS
Pia dejó caer la carta. Lars Terlinden había fechado su carta de despedida dos días antes, el miércoles, y la escribió en papel del banco en el que trabajaba. Pero ¿cuál había sido el detonante de esa confesión y de su suicidio?
—Lars Terlinden se suicidó ayer —informó Bodenstein, y se aclaró la garganta—. Encontramos su cadáver esta mañana.
Tobias Sartorius no reaccionó, tan solo miraba al frente con fijeza.
—En fin… —Bodenstein le quitó a Pia la carta—. Ahora al menos sabemos por qué Claudius Terlinden asumió las deudas de sus padres y fue a verlo a usted a la cárcel.
—Venga. —Pia tocó en el brazo a Tobias. Solo llevaba una camiseta y unos vaqueros; estaba helado—. De lo contrario le dará algo. Vayamos a casa.
—Violaron a Laura cuando salió de nuestra casa —dijo él de pronto, inexpresivo—. Aquí mismo, en el establo.
Bodenstein y Pia se miraron sorprendidos.
—¿Quiénes? —preguntó Bodenstein.
—Felix, Jörg y Michael. Mis amigos. Estaban borrachos. Laura había estado provocándolos toda la noche. La cosa se descontroló y Laura salió corriendo, directa a los brazos de Lars. Tropezó, se cayó y murió.
Lo dijo sin emoción alguna, casi con indiferencia.
—¿Cómo lo sabe?
—Acaban de estar aquí y me lo han dicho.
—Con once años de retraso —observó Pia. Tobias exhaló un suspiro.
—Metieron a Laura en el maletero de mi coche y la echaron al depósito del viejo aeródromo. Lars se fue. Nunca volví a verlo; era mi mejor amigo. Y hoy llega esta carta…
Sus ojos azules se clavaron en Pia. Solo entonces comprendió ella que, en contra de lo que dictaba el sentido común, no se había equivocado al suponer que Tobias Sartorius era inocente.
—Y de Stefanie ¿qué fue? —inquirió Bodenstein—. ¿Y dónde está Amelie?
Tobias inspiró aire y negó con la cabeza.
—No lo sé. De veras. No tengo ni la más remota idea.
Alguien entró en la vaqueriza. Bodenstein y Pia se volvieron. Era Hartmut Sartorius. Estaba blanco como la pared y a duras penas podía controlar su nerviosismo.
—Lars ha muerto, papá —anunció Tobias en voz baja.
Hartmut Sartorius se agachó delante de su hijo y lo abrazó torpemente. Tobias cerró los ojos y se apoyó en su padre. La estampa conmovió sobremanera a Pia. ¿Acabaría alguna vez el calvario de ambos? El móvil de Bodenstein rompió el silencio. Cogió el teléfono y salió fuera.
—¿Van… van a detener a Tobias? —preguntó Hartmut con voz vacilante, mirando a Pia.
—Tenemos que hacerle algunas preguntas —replicó ella con pesar—. Por desgracia, sigue pesando la sospecha de que Tobias ha tenido algo que ver con la desaparición de Amelie Fröhlich. Y mientras no se disipe…
—¡Pia! —la llamó Bodenstein desde fuera. Ella se volvió y salió. Para entonces ya había llegado el coche patrulla que habían solicitado, los dos agentes se aproximaban a ellos—. Era Ostermann —informó mientras marcaba un número en el teléfono—. Ha descifrado la escritura del diario de Amelie. En lo último que escribió, dice que Thies le enseñó la momia de Blancanieves en el sótano que hay debajo del invernadero. Sí, Bodenstein … Kröger, les necesito a usted y a los suyos en la propiedad de los Terlinden, en Altenhain. Donde se produjo el incendio hoy. Sí, sí, de inmediato.
Miró a Pia, y esta adivinó lo que estaba pensando.
—Crees que Amelie podría estar ahí.
Él asintió en tensión y después se frotó la barbilla con aire pensativo y frunció el ceño.
—Llama a Behnke para que se lleve a comisaría a los tres muchachos con un par de hombres —pidió a Pia—. Que un coche patrulla vaya por Lauterbach, a su casa y al despacho, en Wiesbaden. Quiero hablar con él hoy mismo. También hemos de hablar con Claudius Terlinden, todavía no sabe nada del suicidio de su hijo. Y si encontramos ese sótano, necesitaremos a un forense.
—Behnke está suspendido —le recordó Pia—. Pero puede ocuparse Kathrin. ¿Y qué hay de Tobias?
—Les diré a los compañeros que lo lleven a Hofheim. Tendrá que esperarnos allí.
Pia asintió y cogió el teléfono para dar las correspondientes instrucciones. Facilitó a Kathrin los nombres de Felix Pietsch, Michael Dombrowski y Jörg Richter y volvió a la vaqueriza. Vio que Tobias se ponía en pie como podía y se apoyaba pesadamente en su padre.
—Mis compañeros lo llevarán a Hofheim —le dijo a Tobias—. Lo esperarán fuera hasta que esté usted listo.
Tobias Sartorius se limitó a asentir.
—¡Pia! —gritó Bodenstein desde fuera, impaciente—. ¡Vamos!
—Bueno, nos veremos luego.
Se despidió de los dos hombres con un gesto y se fue.
Ante la villa de los Lauterbach se detenía un coche patrulla justo cuando Bodenstein y Pia pasaban por delante. Unos metros más allá cruzaron el portón abierto de la propiedad de los Terlinden, se bajaron y salvaron a pie el césped hasta llegar a los restos aún humeantes del invernadero. Las paredes laterales, ennegrecidas, seguían en pie, pero la mitad del tejado se había desplomado.
—Tenemos que entrar ahora mismo —dijo Bodenstein a uno de los bomberos que se habían quedado allí de retén para vigilar el edificio incendiado.
—Es absolutamente imposible. —El hombre sacudió la cabeza—. Las paredes podrían venirse abajo de un momento a otro, el tejado es inestable. Por ahora, ahí no entra nadie.
—Vamos a entrar —insistió Bodenstein—. Nos acaban de informar de que debajo hay un sótano, y es muy probable que en ese sótano esté encerrada la chica desaparecida.
Eso cambiaba la situación por completo. El bombero se puso a hablar con sus compañeros, llamó por teléfono. Bodenstein, asimismo al teléfono, paseaba arriba y abajo, y rodeó el edificio que había sido pasto de las llamas. Era incapaz de estarse quieto. ¡Esa maldita espera! Los peritos de Criminalística llegaron, y poco después se aproximaron un coche de bomberos y un vehículo azul oscuro de Protección Civil. Pia supo por la patrulla que en la casa de los Lauterbach no había nadie. Obtuvo por Ostermann el número de la secretaría del Ministerio de Educación y Ciencia de Wiesbaden y allí le comunicaron que el ministro llevaba enfermo tres días y no había ido al despacho. Entonces, ¿dónde estaba? Se apoyó en el guardabarros, encendió un cigarrillo y esperó hasta que Bodenstein interrumpió unos segundos su maratón telefónico. Entre tanto, los hombres del cuerpo de bomberos y de Protección Civil habían empezado a examinar los restos del tejado y las paredes del invernadero. Apartaban cuidadosamente los escombros humeantes con maquinaria pesada y disponían reflectores, pues empezaba a oscurecer.
Kathrin Fachinger llamó para confirmar que Felix Pietsch, Jörg Richter y Michael Dombrowski estaban en comisaría. Ninguno había dado problemas cuando los detuvieron. Pero tenía otra noticia, y esta produjo un gran desasosiego en Pia: en el intervalo, Ostermann había revisado las quinientas fotos que había en el iPod de Amelie Fröhlich y allí encontró instantáneas de unos cuadros que perfectamente podían ser los que Thies le había dado a la chica. En busca de Bodenstein, Pia se iba hundiendo en la tierra reblandecida, que bajo las ruedas del camión se había convertido en un auténtico barrizal. Su jefe estaba ante el invernadero, con cara inexpresiva, fumando un pitillo. Justo cuando iba a hablarle de los cuadros del iPod, en el interior de las ruinas los hombres empezaron a llamarlos y hacer señas. Bodenstein despertó de su ensimismamiento, tiró la colilla y entró, con Pia pisándole los talones. En el edificio, que había ardido como una tea escasas horas antes, aún hacía mucho calor.
—¡Hemos encontrado algo! —anunció el bombero que había asumido la dirección de los trabajos después de que el jefe no apareciera—. ¡Una trampilla! ¡Y se puede abrir!
La carretera estaba seca, el atasco en la A 5 se había disuelto después del cruce de Frankfurt. Nadja aceleró en cuanto aumentó el límite de velocidad y se puso a doscientos. Tobias iba en el asiento del copiloto. Tenía los ojos cerrados y no había dicho ni pío desde que arrancaron. Todo aquello era demasiado para él. No paraba de darle vueltas a lo que había averiguado esa tarde. Felix, Micha y Jörg. Creía que eran sus amigos. Y Lars, que había sido como un hermano para él. Mataron a Laura y luego arrojaron su cadáver en el depósito del antiguo aeródromo, y no dijeron nada. Lo hicieron pasar por un infierno y habían guardado silencio once años. ¿Por qué ahora, de repente, decidían sincerarse? ¿Por qué precisamente ahora y no antes? La decepción era inmensa, insondable. Hacía tan solo unos días habían estado bebiendo con él, riendo e intercambiando recuerdos… y durante todo ese tiempo sabían lo que habían hecho y lo que le habían hecho. Se le escapó un hondo suspiro. Nadja le cogió la mano y se la apretó. Tobias abrió los ojos.
—No me puedo creer que Lars haya muerto —musitó, y carraspeó varias veces para deshacerse de la ronquera.
—Todo esto es de lo más desconcertante —comentó ella—. Pero yo siempre he creído que eras inocente.
Él se esforzó por sonreír. Bajo todas las desilusiones, la amargura y la ira, asomaba un atisbo de esperanza minúsculo. Quizá a Nadja y a él les fueran bien las cosas. Quizá tuvieran una oportunidad cuando las sombras del pasado se disiparan y la verdad saliese a la luz.
—Los policías se van a cabrear —observó.
—Bah —ella le guiñó un ojo—, estarás de vuelta en unos días. Y tu padre tiene mi móvil, por si acaso. Me imagino que todo el mundo entenderá que necesitas poner algo de distancia.
Tobias asintió y se relajó. El dolor omnipresente, lacerante, que sentía por dentro se iba atenuando.
—Me alegro de que estés aquí —le dijo a Nadja—. De veras. Eres estupenda.
Ella sonrió sin apartar la vista de la carretera.
—Tú y yo estamos hechos el uno para el otro —afirmó—. Siempre lo he sabido.
Tobias se llevó la mano de ella a los labios y la besó con ternura. Tenían por delante unos días de descanso. Nadja había cancelado todos sus compromisos. Nadie los molestaría, Tobias no tenía que temer a nadie. La música suave, el calor agradable, los cómodos asientos de piel del coche… Notó que lo invadía el cansancio. Suspiró, cerró los ojos y poco después estaba profundamente dormido.
La herrumbrosa escalera de hierro era estrecha y empinada. Palpó la pared en busca del interruptor y segundos después la bombilla de veinticinco vatios bañó la pequeña habitación en una luz crepuscular. Bodenstein oía con claridad los latidos de su corazón. Habían tardado horas en asegurar las ruinas de forma que pudieran entrar sin correr peligro. La excavadora de Protección Civil había apartado los escombros, y uniendo sus fuerzas, los hombres lograron abrir la trampilla de acero. Uno de ellos, ataviado con un traje ignífugo, había bajado por la escalera y comprobado que abajo todo estaba en condiciones. El sótano había resistido perfectamente el incendio.
Bodenstein esperó hasta que Pia, Kröger y Henning Kirchhoff hubieron bajado la pronunciada escalera y se situaron a su lado en la minúscula estancia. Puso la mano en el tirador de la pesada puerta de hierro, que se abrió sin hacer el menor ruido. Los recibió un aire caliente en el cual flotaba un olor dulzón a flores marchitas.
—¿Amelie? —gritó Bodenstein. Tras él se encendió una linterna que iluminó una habitación rectangular sorprendentemente grande.
—Un antiguo búnker —constató Kröger. Se oyó un clic cuando le dio al interruptor, y en el techo se encendió con un zumbido un fluorescente titilante—. La instalación eléctrica es independiente para que, en caso de que el edificio resulte dañado, el sótano siga teniendo abastecimiento.
El mobiliario era sencillo: un sofá y una estantería con un equipo de música. La parte posterior de la estancia estaba separada con un biombo antiguo. Ni rastro de Amelie. ¿Habían llegado demasiado tarde?
—Puf —farfulló Kröger—. Menudo calor hace aquí.
Bodenstein cruzó la habitación, el sudor corriéndole por el rostro.
—¿Amelie?
Apartó el biombo, y su mirada descansó en la cama estrecha de hierro. No pudo por menos de tragar saliva. La chica que vio tendida en ella estaba muerta. El cabello, negro y largo, aparecía desplegado como un abanico sobre la almohada blanca. Llevaba un vestido blanco y tenía las manos unidas en el vientre. El carmín rojo resultaba grotesco en los labios resecos de la momia. Junto a la cama había un par de zapatos. Flores marchitas en un jarrón de la mesilla, al lado una botella de cola. Bodenstein tardó unos segundos tan solo en comprender que la muchacha de la cama no podía ser Amelie.
—Blancanieves —dijo Pia a su lado en un susurro—. Por fin.
Eran poco más de las nueve cuando entraron en comisaría. Ante la puerta del puesto de control, tres compañeros se ocupaban de un borracho alborotador cuya acompañante no estaba menos ebria y no paraba de soltar barbaridades. Pia sacó una cola light de la máquina dispensadora antes de dirigirse a la sala de reuniones de la primera planta. Bodenstein estaba inclinado sobre la mesa, observando las fotos de los cuadros del iPod de Amelie, que Kathrin había impreso. Ostermann y Kathrin se encontraban sentados frente a él. Bodenstein alzó la mirada cuando Pia entró. Esta pudo ver las arrugas que el agotamiento había grabado en su rostro, pero sabía que en ese momento no se permitiría tomarse un respiro. No cuando faltaba tan poco para el final y desde luego no ahora que podía ahuyentar sus preocupaciones personales con una actividad incesante.
—Los interrogaremos a los tres a la vez —decidió Bodenstein al tiempo que consultaba el reloj—. También hay que hablar con Terlinden. Y con Tobias Sartorius.
—¿Y dónde está? —preguntó, sorprendida, Kathrin.
—Creo que abajo, en una de las celdas.
—No lo sabía.
—Yo tampoco —intervino Ostermann. Bodenstein lo miró, y su subordinado arqueó las cejas.
—Esta tarde les dijiste a los muchachos de la patrulla que esperaban en casa de Sartorius que lo trajeran aquí, ¿no?
—No. Les dije que fueran a casa de Lauterbach —replicó él—. Pensé que llamarías a otra patrulla.
—Y yo pensé que lo habías hecho tú —contestó Pia.
—Ostermann, llame a Sartorius —ordenó Bodenstein—. Que venga aquí ahora mismo.
Cogió las fotos y abandonó la sala. Pia puso los ojos en blanco y lo siguió.
—¿Puedo ver los cuadros antes de que entremos? —le pidió. Él le dio las fotos en silencio, sin aminorar el paso. Estaba mosqueado porque había cometido un error. Un malentendido, algo normal cuando los acontecimientos se precipitaban. En la sala de interrogatorios aún no había nadie. Bodenstein se fue y volvió poco después.
—Esto es un desastre —refunfuñó.
Pia no dijo nada. Pensaba en Thies Terlinden, que había custodiado el cuerpo de Stefanie Schneeberger once años. ¿Por qué lo había hecho? ¿Se lo había ordenado su padre? ¿Por eso le había escrito Lars Terlinden la carta a Tobias y se había suicidado precisamente ahora? ¿Por qué había ardido ese día el estudio de Thies? ¿Sabía alguien de Blancanieves o el incendio tenía por objeto destruir los cuadros de Thies? En ese caso, tras ello podía estar la misma persona que había enviado a la policía de pega a casa de Barbara Fröhlich. ¿Y dónde estaba Amelie? Thies le había enseñado la momia de Blancanieves y luego la dejó marchar, de lo contrario ella no habría podido escribir nada en su diario. ¿Qué le contó a Tobias? ¿Por qué había desaparecido? ¿Y si su desaparición no tenía nada que ver con el antiguo caso?
Su cerebro barajaba un millar de hipótesis, y no era capaz de poner en orden aquella gran cantidad de información. Bodenstein hablaba por teléfono de nuevo, en esta ocasión, a todas luces, con Engel, su superiora. Principalmente escuchaba con cara de perro, solo decía de vez en cuando «sí» o «no». Pia suspiró. El caso entero se estaba convirtiendo en una pesadilla, y ello se debía menos al trabajo en sí que a las circunstancias en las que se veían obligados a llevar la investigación. Notó que Bodenstein la miraba y levantó la cabeza.
—Cuando hayamos cerrado el caso, tomará las medidas pertinentes, dice. No, más bien amenaza. —Echó la cabeza atrás y se echó a reír de pronto, aunque sin alegría—. Se ve que hoy ha recibido una llamada anónima.
—Ya. —A Pia no le interesaba lo más mínimo. Quería hablar con Claudius Terlinden, averiguar lo que sabía. Cualquier dato adicional que obtuviera le permitiría pensar con más claridad.
—Alguien le ha ido con el cuento de que estamos liados. —Bodenstein se pasó ambas manos por el cabello—. Al parecer nos han visto juntos.
—Anda, que eso es difícil —repuso con sequedad—. Nos pasamos el santo día dando vueltas por ahí juntos…
Una llamada a la puerta puso fin a la conversación. Los tres amigos de Tobias Sartorius entraron. Se sentaron a la mesa y Pia hizo lo propio. Bodenstein se quedó de pie y observó uno por uno a los hombres. ¿Cómo era que ahora, al cabo de once años, les entraba de pronto el arrepentimiento? Dejó que Pia se ocupara de tomar los datos pertinentes para el interrogatorio, que era grabado, y a continuación puso en la mesa las ocho fotos. Felix Pietsch, Michael Dombrowski y Jörg Richter contemplaron los cuadros y palidecieron.
—¿Saben qué cuadros son estos?
Gestos negativos.
—Pero sí saben lo que representan.
Asentimientos.
Bodenstein se cruzó de brazos. Parecía relajado y sereno, como de costumbre. Pia no pudo evitar admirar su autocontrol. Nadie que no lo conociera bien habría sospechado lo que le pasaba.
—¿Podrían decirnos a quiénes y qué se ve en esos cuadros?
Los tres hombres guardaron silencio un momento. Después tomó la palabra Jörg Richter. Enumeró los nombres: Laura, Felix, Michael, Lars y él.
—¿Y quién es el hombre de la camiseta verde? —quiso saber Pia. Los tres vacilaron y se miraron un instante.
—No es un hombre —repuso Jörg Richter al final—. Es Nathalie. Bueno, Nadja. Antes llevaba el pelo muy corto.
Pia seleccionó las cuatro fotos en las que se veía el asesinato de Stefanie Schneeberger.
—¿Y quién es este? —Señaló con el dedo a la persona que abrazaba a Stefanie.
Jörg Richter titubeó.
—Podría ser Lauterbach. Es posible que anduviera detrás de Stefanie.
—¿Qué pasó exactamente esa noche? —inquirió Bodenstein.
—En Altenhain se celebraban las fiestas del pueblo —empezó Richter—. Estuvimos en la calle todo el día, habíamos bebido mucho. Laura tenía celos de Stefanie, porque además la habían elegido miss de las fiestas. Probablemente quisiera poner celoso a Tobi y estuvo tonteando con nosotros a lo bestia. No, nos estuvo calentando. Tobi trabajaba en el puesto de bebidas de la carpa, con Nadja. En un momento dado se fue de allí, supongo que se peleó con Stefanie. Laura salió detrás de él y nosotros fuimos detrás de ella. —Hizo una pausa—. Fuimos arriba por la Waldstrasse, no por la calle principal, y nos sentamos en la parte de atrás de la casa de Sartorius. De pronto, Laura entró en la vaqueriza por el establo. Había estado llorando y le sangraba la nariz. Nosotros la estuvimos haciendo rabiar un rato; el caso es que ella se enfadó y le dio un bofetón a Felix. Y no sé cómo… ya no me acuerdo… la cosa se nos fue de las manos.
—Violaron a Laura —especificó Pia con objetividad.
—Nos había estado pinchando toda la noche.
—Y ella, ¿accedió a esa relación sexual o no?
—Bueno… —Richter se mordió el labio inferior—. Supongo que no.
—¿Quiénes de ustedes tuvieron relaciones sexuales con Laura?
—Yo y… y Felix.
—Continúe.
—Laura se puso a dar patadas y golpes y después salió corriendo. Yo la seguí. Y de pronto apareció Lars. Laura estaba delante de él, en el suelo, y había sangre por todas partes. Ella probablemente pensara que Lars también quería algo. Se cayó y se golpeó la cabeza con la piedra con la que se afianzaba el portón. Lars estaba horrorizado, balbució algo y salió corriendo. A nosotros… a nosotros también nos entró el pánico y quisimos marcharnos, pero Nadja estaba tan tranquila, como siempre, y dijo que teníamos que quitar de en medio a Laura, así nadie se enteraría.
—¿De dónde salió Nadja? —inquirió Bodenstein.
—Estuvo… estuvo allí todo el tiempo.
—¿Nadja vio cómo violaban ustedes a Laura Wagner?
—Sí.
—Pero ¿por qué querían librarse del cuerpo de Laura si su muerte había sido un accidente?
—Bueno, al fin y al cabo la habíamos… violado. Y estaba allí en el suelo, con toda esa sangre. Yo tampoco sé por qué lo hicimos.
—¿Qué hicieron exactamente?
—Vimos el Golf de Tobi, con las llaves puestas, como siempre. Felix metió a Laura en el maletero y a mí se me ocurrió llevarla al antiguo aeródromo de Eschborn. Yo aún tenía las llaves, porque hacía unos días habíamos estado allí corriendo un poco. La tiramos al depósito y volvimos. Nadja nos estaba esperando. En las fiestas nadie se había dado cuenta de que nos habíamos ido. Todo el mundo iba bastante pedo, la verdad. Bueno, después volvimos a casa de Tobi y le preguntamos si se venía a la vigilia de las fiestas, pero no quiso.
—¿Y qué fue de Stefanie Schneeberger?
Ninguno de los tres lo sabía. En las imágenes daba la impresión de que Nadja golpeaba a Stefanie con el gato.
—En cualquier caso, Nadja no podía ni ver a Stefanie —afirmó Felix Pietsch—. Desde que Stefanie apareció, casi no había forma de hacer nada con Tobi, que estaba coladito por ella. Y para colmo, le quitó a Nadja el papel protagonista en esa obra de teatro.
—La noche de las fiestas del pueblo, Stefanie estuvo coqueteando con Lauterbach —recordó Jörg Richter—, que estaba completamente loco por ella, lo veía todo el que tenía ojos en la cara. Tobi los pilló magreándose delante de la carpa, por eso se fue a casa. La última vez que vi a Stefanie estaba con Lauterbach delante de la carpa.
Felix Pietsch lo confirmó con un gesto. Michael Dombrowski no reaccionó. Hasta entonces no había dicho una sola palabra, estaba allí sentado, pálido, mirando al frente.
—¿Es posible que Nadja supiera de la existencia de estos cuadros? —preguntó Pia.
—Muy posible. El sábado pasado Tobi nos contó lo que había averiguado Amelie. Lo de los cuadros y lo de que al parecer en ellos se ve a Lauterbach. Seguro que Tobi se lo contó también a Nadja.
El móvil de Pia vibró, y al ver el número de Ostermann, abandonó la sala.
—Perdona que te moleste —se disculpó él—. Pero creo que tenemos un problema: Tobias Sartorius ha desaparecido.
Bodenstein interrumpió el interrogatorio y salió. Pia recogió las fotos, las introdujo en la funda transparente y fue tras él. La esperaba en el pasillo, apoyado en la pared con los ojos cerrados.
—Nadja debía de saber lo que habría en los cuadros —razonó él—. Esta mañana estuvo en el entierro de Laura, y a esa misma hora se incendió el estudio de Thies.
—También podría ser la mujer que se hizo pasar por policía en casa de Barbara Fröhlich —aventuró Pia.
—Yo también lo creo. —Bodenstein abrió los ojos—. Y para asegurarse de que no aparecían más cuadros, le prendió fuego al invernadero mientras todo Altenhain estaba congregado en el cementerio.
Se separó de la pared, enfiló el pasillo y subió la escalera.
—No le haría ninguna gracia que Amelie averiguara la verdad sobre la desaparición de las dos chicas —añadió Pia—. Amelie la conocía, no tenía motivos para desconfiar de ella. El sábado por la noche pudo hacerla salir del Zum Schwarzen Ross con cualquier excusa y conseguir que subiera a su coche.
Él asintió con aire pensativo. La posibilidad de que Nadja von Bredow fuese la asesina de Stefanie Schneeberger y, por miedo a que se supiera lo que había hecho después de once años, hubiese raptado e incluso matado a Amelie cobraba cada vez más fuerza. Ostermann se encontraba en el despacho, con el teléfono en la mano.
—He hablado con el padre y he mandado un coche patrulla. Tobias Sartorius se fue esta tarde con su novia. Ella le dijo al padre que lo traería aquí, pero como por ahora no se han presentado, creo que han ido a otra parte.
Bodenstein frunció el ceño. Pia cayó antes en el detalle.
—¿Con su novia? —quiso cerciorarse. Ostermann asintió.
—¿Tienes el número de Sartorius?
—Sí.
Asaltada por un mal presentimiento, Pia rodeó la mesa y cogió el teléfono. Pulsó el botón de rellamada y conectó el altavoz. Hartmut Sartorius respondió a la tercera llamada, y ella ni siquiera lo dejó hablar.
—¿Quién es la novia de Tobias? —inquirió, aunque lo intuía.
—Nadja. Pero… me dijo que iba a…
—¿Tiene usted su móvil? ¿La matrícula de su coche?
—Sí, claro, pero ¿qué está…?
—Por favor, señor Sartorius, deme el número de teléfono.
Su mirada se topó con la de Bodenstein. Tobias Sartorius estaba con Nadja von Bredow y posiblemente no tuviera ni la más remota idea de lo que Nadja había hecho y de lo que tal vez pensara hacer. En cuanto hubo anotado el teléfono, Pia puso fin a la conversación y marcó el número de Nadja.
«El teléfono al que llama no se encuentra disponible en este momento…»
—¿Y ahora qué?
No le echó en cara a Bodenstein que esa tarde hubiese mandado a la patrulla en busca de Lauterbach. Había pasado y ya no había nada que hacer.
—Pediremos una orden de búsqueda ahora mismo —decidió él—. Después, que localicen el móvil lo antes posible. ¿Dónde vive esa mujer?
—Lo averiguaré —dijo Ostermann, quien se acercó de nuevo a su mesa con la silla y echó mano del teléfono.
—¿Qué hay de Claudius Terlinden? —quiso saber Pia.
—Tendrá que esperar. —Bodenstein se dirigió a la cafetera, movió la jarra, que al parecer aún estaba llena, y se sirvió un café. Después se sentó en la silla de Behnke—. Lauterbach es mucho más importante.
La noche del 6 de septiembre Gregor Lauterbach se había estado magreando con Stefanie Schneeberger, la hija de sus vecinos, en las fiestas de Altenhain y después estuvo con ella en el pajar de los Sartorius. Uno de los cuadros quizá no mostrara a Nadja forcejeando con Stefanie, sino a Lauterbach montándoselo con la chica. ¿Se enteró Nadja von Bredow y más tarde, cuando se le presentó la oportunidad, mató a la odiada rival con un gato? Thies Terlinden había visto lo que había sucedido. ¿Quién sabía a su vez que Thies había sido testigo ocular de ambos asesinatos? El móvil de Pia vibró. La llamada era de Henning, que ya estaba examinando el cadáver momificado de Stefanie Schneeberger.
—Necesito el arma homicida. —Sonaba cansado y tenso. Pia consultó el reloj de la pared: eran las diez y media y Henning seguía aún en el Instituto. ¿Le habría confesado a Miriam el problema de faldas?
—De acuerdo —contestó—. ¿Tú crees que podrías comprobar si hay ADN de otra persona en la momia? Poco antes de morir, la chica tuvo relaciones sexuales.
—Lo puedo intentar. El cuerpo está muy bien conservado. Creo que ha estado todos estos años en esa habitación a esa temperatura, ya que apenas hay descomposición.
—¿Cuándo tendremos los resultados? Hay mucha presión.
Eso era quedarse muy corta. No solo seguían buscando a Amelie con todos los medios y todos los agentes disponibles, sino que además volvían a investigar dos asesinatos cometidos hacía once años, esto último con un equipo de cuatro personas.
—¿Y cuándo no la hay? —replicó Henning—. Me daré prisa.
Bodenstein ya se había tomado el café.
—Venga —le dijo a Pia—, vamos a seguir.
Bodenstein se quedó sentado un rato al volante cuando aparcó delante de la propiedad de sus padres. Era poco más de medianoche y estaba exhausto, pero al mismo tiempo demasiado agitado para tan siquiera pensar en dormir. Lo cierto es que después de interrogarlos tenía intención de mandar a casa a Felix Pietsch, Jörg Richter y Michael Dombrowski, pero justo entonces se le ocurrió la pregunta más importante de todas: ¿estaba muerta Laura cuando la arrojaron al depósito? Los tres hombres guardaron silencio durante unos minutos. De pronto fueron conscientes de que aquello ya no tenía que ver únicamente con la violación ni con la omisión del deber de socorro, sino con algo mucho peor. Pia había formulado debidamente el delito del que eran culpables: homicidio con premeditación y encubrimiento. Acto seguido, Michael Dombrowski rompió a llorar, lo cual bastó para que Bodenstein lo interpretara como una confesión, tras lo que encargó a Ostermann que se ocupara de las órdenes de detención. Sin embargo, lo que los tres habían contado antes resultaba más que revelador. Nadja von Bredow había estado años sin ponerse en contacto con los amigos de su juventud, pero poco antes de que excarcelaran a Tobias se presentó en Altenhain y los presionó sobremanera para que mantuvieran la boca cerrada. A ninguno de los tres le interesaba que después de once años saliera a la luz la verdad, por lo que sin duda habrían seguido callando de no haber vuelto a desaparecer otra chica. El hecho de ser responsables de que hubiesen condenado a su amigo les había creado mala conciencia durante todos esos años. Incluso cuando empezó la caza de brujas contra Tobias en Altenhain, la cobardía y el miedo a las inevitables consecuencias fueron demasiado grandes para acudir a la Policía. El sábado anterior, Jörg Richter no había llamado a Tobias por la vieja amistad que los unía. Nadja le había pedido que invitara a Tobias esa noche a su casa y lo incitara a beber. Y ello confirmaba los temores de Bodenstein. Sin embargo, lo que más le daba que pensar era la respuesta que había dado Jörg Richter a la pregunta de por qué tres hombres hechos y derechos obedecieron sin rechistar a Nadja von Bredow:
—Ya entonces tenía algo que le metía a uno el miedo en el cuerpo. —Los demás asintieron—. Nadja no ha llegado a donde está porque sí. Cuando quiere algo, lo consigue. No hay nada que la detenga.
Nadja von Bredow vio una amenaza en Amelie Fröhlich, y la ingenua muchacha cayó en su poder. El hecho de que no vacilara en matar no auguraba nada bueno.
Bodenstein seguía en el coche, sumido en sus pensamientos. ¡Menudo día! Primero el cadáver de Lars Terlinden, el incendio del estudio de Thies, las increíbles acusaciones de Hasse, el encuentro con Daniela Lauterbach… Entonces recordó que tendría que haberla llamado más tarde, cuando le hubiera dado a Christine Terlinden la terrible noticia del suicidio de su hijo. Sacó el móvil y buscó en el bolsillo interior del abrigo hasta dar con la tarjeta de visita de la doctora. Con el corazón desbocado, Bodenstein esperaba oír su voz. Pero fue en vano: saltó el buzón. Dejó un mensaje después de oír la señal, pidiendo que lo llamara fuera la hora que fuese. Quizá hubiera permanecido en el coche, de no importunarle la vejiga de tal modo debido al café. De todas formas iba siendo hora de que entrara en la casa. Percibió un movimiento por el rabillo del ojo y se llevó un susto de muerte cuando alguien llamó de pronto a la ventanilla.
—¿Papá?
Era Rosalie, su hija mayor.
—¡Rosi! —Abrió la puerta y se bajó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Acabo de terminar —contestó ella—. ¿Y tú? ¿Por qué no estás en casa?
Bodenstein suspiró y se apoyó en el coche. Estaba roto, y no le apetecía hablar de sus problemas con su hija. Había conseguido apartar de sus pensamientos a Cosima durante el día, pero ahora lo acometía la insoportable sensación de fracaso.
—La abuela me ha dicho que ayer dormiste aquí. ¿Qué ha pasado?
Rosalie lo miró con cara de preocupación. A la tenue luz del único farol de la calle, su rostro tenía una palidez fantasmagórica. ¿Por qué no iba a decirle la verdad? Era lo bastante mayor para entender lo ocurrido, y de todas formas, antes o después se enteraría.
—Tu madre me dijo ayer por la noche que está con otro hombre, así que he decidido pasar unos días en otra parte.
—¿Qué? —Rosalie torció el gesto, sin dar crédito a lo que oía—. Pero… no, no me lo puedo creer.
Su perplejidad era genuina, y Bodenstein sintió alivio al comprobar que su hija no era cómplice de su madre.
—Ya… —Se encogió de hombros—. Yo tampoco me lo creía al principio, pero al parecer la cosa ya lleva un tiempo.
Rosalie resopló y sacudió la cabeza, pero de repente su actitud adulta desapareció; volvía a ser una niña pequeña completamente desbordada por una verdad que se le antojaba tan incomprensible como a él. Bodenstein no quería darle falsas esperanzas de que todo se arreglaría. Entre él y Cosima ya nada volvería a ser como antes. El daño era demasiado grande.
—Bien, ¿y ahora? Me refiero… a…
Rosalie no dijo más. Se sentía desconcertada. Desvalida. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Bodenstein abrazó a su llorosa hija y enterró la boca en su cabello. Luego cerró los ojos y suspiró. ¡Lo que habría dado él por dar rienda suelta a sus lágrimas para llorar por Cosima, por él mismo y por toda su vida!
—Encontraremos una solución —musitó al tiempo que le acariciaba la cabeza—. Pero primero he de asimilarlo.
—Pero ¿por qué lo hace? —sollozó Rosalie—. No lo entiendo.
Estuvieron un buen rato así. Después, Bodenstein tomó el humedecido rostro de su hija entre sus manos.
—Vete a casa, cariño —aconsejó bajando la voz—. No te preocupes. Tu madre y yo saldremos adelante, ya verás.
—Pero no te puedo dejar aquí solo, papá. Y pronto será Navidad, y si no estás en casa ya no serán unas fiestas familiares.
Su tono sonaba desesperado, algo muy propio de Rosalie, que ya de pequeña se sentía responsable de todo cuando sucedía en la familia y en su círculo de amigos, y a menudo cargaba con más de lo que podía aguantar.
—Para Navidad aún faltan algunas semanas, y no estoy solo —respondió su padre—. Están el abuelo y la abuela, Quentin y MarieLouise. No es para tanto.
—Pero seguro que estás triste.
A esa lógica no podía objetar nada.
—En este momento tengo tanto quehacer que no me da tiempo a estar triste.
—¿De verdad? —A la muchacha le temblaban los labios—. No soporto la idea de que estés triste y solo, papá.
—No te preocupes. Puedes llamarme cuando quieras o mandarme un mensaje al móvil. En cualquier caso, es hora de que tú y yo nos vayamos a la cama. Hablamos mañana, ¿de acuerdo?
Rosalie asintió sintiéndose desdichada y levantó la cabeza. Luego, le dio a su padre un beso lloroso en la mejilla, lo abrazó de nuevo, se subió a su coche y arrancó. Él permaneció junto a su automóvil y la siguió con la mirada hasta que las luces traseras del coche se perdieron en el bosque. Acto seguido, exhaló un suspiro y dio media vuelta. La certeza de que conservaría el cariño de sus hijos aunque su matrimonio se rompiera le proporcionó alivio y consuelo.