Miércoles, 19 de noviembre

Como cada mañana, el despertador sonó puntualmente a las 6.30, pero ese día le hizo tan poca falta como los anteriores. Gregor Lauterbach llevaba tiempo despierto. El miedo de las preguntas que pudiera hacerle Daniela le había impedido volver a dormirse. Lauterbach se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Estaba empapado en sudor, hecho polvo. La perspectiva del día que le esperaba, con numerosos compromisos, lo desmoralizó por completo. ¿Cómo iba a concentrarse mientras en su cabeza hacía tictac esa amenaza, como si se tratara de una bomba? El día anterior había vuelto a recibir un anónimo entre el correo del despacho, de contenido aún más inquietante que el precedente: «¿Estarán aún tus huellas dactilares en el gato que tiraste a la fosa de purín? ¡La Policía averiguará la verdad y tú estarás acabado!»

¿Quién conocía esos detalles? ¿Quién le escribía esas cartas? ¿Y por qué ahora, al cabo de once años? Gregor Lauterbach se levantó y se arrastró hasta el cuarto de baño contiguo. A continuación, apoyó las manos en el lavabo y miró con fijeza en el espejo su rostro sin afeitar, ojeroso. ¿Y si decía que estaba enfermo y se quitaba de en medio hasta que hubiera pasado la tormenta que se vislumbraba en el horizonte? No, imposible. Debía seguir actuando como hasta entonces, no podía parecer inseguro, de ningún modo. Su carrera no acababa con el cargo de ministro de Educación y Ciencia, aún podía conseguir muchas cosas en la política si no se dejaba intimidar por las sombras del pasado. No podía permitir que una única falta, y para colmo cometida hacía once años ni más ni menos, le arruinara la vida. Lauterbach se enderezó y miró con resolución la imagen que le devolvía el espejo. Ahora, gracias a su cargo, disponía de medios y posibilidades con los que nunca se hubiera atrevido a soñar. Y los utilizaría.

Aún reinaba la oscuridad cuando Pia llamó al portón de la propiedad de los Terlinden. A pesar de lo temprano que era, no tardó mucho en oír la voz de la señora Terlinden por el interfono. Poco después se abrieron las hojas del portón como por encanto. Pia ocupó el asiento del copiloto del vehículo sin identificación que conducía Bodenstein. Seguidos de un coche patrulla y una grúa, avanzaron por la capa de nieve aún virgen que cubría el sinuoso camino que conducía a la casa. Christine Terlinden los esperaba en la puerta con una sonrisa cordial que, dadas las circunstancias, era tan oportuna como el saludo educado que Pia, por su parte, se ahorró. Al menos para el señor Terlinden, no serían unos buenos días.

—Nos gustaría hablar con su marido.

—Ya le he avisado. No tardará. Pasen, por favor.

Pia asintió en silencio, y Bodenstein tampoco dijo nada. Ella lo había llamado el día anterior por la noche y a continuación se pasó otra media hora larga hablando con el fiscal responsable, que si bien le negó una orden de detención, sí autorizó una de registro para el coche de Terlinden y la solicitó en los juzgados. Esperaban en el imponente recibidor. La señora de la casa había desaparecido, y en algún lugar lejano ladraban los perros.

—Buenos días.

Bodenstein y Pia alzaron la vista cuando Claudius Terlinden bajó por la escalera desde la planta superior, impecable con su traje y su corbata. Esta vez su mirada dejó fría a Pia.

Se detuvo ante ellos risueño, sin tenderles la mano.

—Han madrugado…

—¿Cómo se hizo la abolladura en el guardabarros del Mercedes? —preguntó Pia a bocajarro.

—¿Perdone? —El hombre enarcó las cejas asombrado—. No sé a qué se refiere.

—En ese caso, le ayudaré. —Pia no lo perdía de vista—. El domingo, un vecino de la calle Feldstrasse presentó una denuncia porque un conductor se dio a la fuga después de darle esa noche un golpe a su coche. Lo había aparcado delante de su casa a las doce menos diez y a las 0.33 estaba por casualidad en el balcón, fumándose un cigarrillo, cuando oyó un golpe. Vio el coche que causó el incidente e incluso anotó la matrícula: MTK-T 801.

Terlinden no dijo ni mu. Su sonrisa se había esfumado. El cuello se le puso rojo, y después, el rostro.

—A la mañana siguiente, ese hombre recibió una llamada. —Pia vio que había dado en el blanco y continuó sin piedad—. De usted. Proponiéndole que se ocuparía usted de todo sin necesidad de papeleo, y en efecto, así fue, de modo que el hombre retiró la denuncia. Pero por desgracia para usted, esta no desapareció del ordenador de la Policía.

Claudius Terlinden miró a Pia con cara inexpresiva.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó, dominándose a duras penas.

—Ayer nos mintió —respondió ella al tiempo que esbozaba una sonrisa amable—. Puesto que no creo que sea preciso que le explique dónde se encuentra la Feldstrasse, se lo preguntaré de nuevo: cuando volvía de su empresa, ¿pasó por delante del Zum Schwarzen Ross o dio un rodeo por el campo y después tomó la Feldstrasse?

—¿Qué significa esto? —Terlinden se dirigió a Bodenstein, que no dijo nada—. ¿De qué pretenden acusarme?

—Amelie Fröhlich desapareció esa noche —repuso Pia en lugar de Bodenstein—. La vieron por última vez en el Zum Schwarzen Ross, más o menos a la hora en que pasó usted por allí cuando se dirigía a su empresa, es decir, a alrededor de las diez y media. No volvió a Altenhain hasta dos horas después, a las doce y media, y de una dirección distinta de la que mencionó usted.

Terlinden adelantó el labio inferior y la contempló entrecerrando los ojos.

—¿Y de eso deduce usted que estaba acechando a la hija de nuestros vecinos, que la metí en el coche y la asesiné?

—¿Es una confesión? —inquirió Pia con frialdad.

Él sonrió casi como si la cosa le resultara divertida, algo que a Pia la sacó de quicio.

—De ningún modo —contestó.

—En tal caso, díganos qué hizo usted entre las diez y media y las doce y media. ¿O tal vez no fueran las diez y media, sino las diez y cuarto?

—Eran las diez y media. Estaba en mi despacho.

—¿Tardó dos horas en meter las joyas de su mujer en la caja fuerte? —Pia cabeceó—. ¿Nos toma usted por tontos?

La situación había dado un giro de ciento ochenta grados. Claudius Terlinden se encontraba en un aprieto, y lo sabía. Pero ni siquiera entonces perdió la compostura.

—¿Con quién estuvo cenando? —quiso saber Pia—. ¿Y dónde?

Silencio tenaz. Entonces, Pia recordó las cámaras que había visto en el portón de la empresa de Terlinden cuando pasó por delante del recinto después de ir a ver a los Wagner.

—Podemos ver las cintas de las cámaras de vigilancia de su empresa —apuntó—. De ese modo podría demostrarnos que dice la verdad sobre la hora en cuestión.

—Es usted lista —admitió Claudius—. Me gusta. Por desgracia, el circuito de vigilancia lleva cuatro semanas averiado.

—¿Y las cámaras del portón de la entrada?

—No graban.

—Pues en tal caso, la cosa pinta bastante mal para usted. —Pia sacudió la cabeza con fingido pesar—. No tiene coartada para la hora en que desapareció Amelie, y tiene arañazos en las manos, como si se hubiera peleado con alguien.

—Ajá. —Claudius Terlinden, sereno, arqueó las cejas—. ¿Y ahora qué? ¿Va a detenerme porque volví a casa por otro camino?

Pia aguantó su mirada desafiante. Era un mentiroso, posiblemente incluso un delincuente, que sin embargo sabía de sobra que las conjeturas de Pia eran demasiado vagas para justificar una detención.

—No está usted detenido, sino tan solo bajo arresto. —Consiguió sonreír—. Y no por haber vuelto a casa por otro camino, sino por habernos mentido. Podrá irse en cuanto nos proporcione una coartada plausible y comprobable para el período de tiempo que nos ocupa.

—Bien. —Claudius Terlinden se encogió de hombros con despreocupación—. Pero, por favor, nada de esposas: soy alérgico al níquel.

—No creo que intente huir —contestó Pia secamente—. Además, nuestras esposas son de acero inoxidable.

El teléfono de la mesa sonó justo cuando se disponía a salir del despacho. Lars Terlinden esperaba urgentemente una llamada del operador de derivados de Crédit Suisse, con cuya ayuda en su día proporcionó una gran parte de la cartera crediticia al estafador de Mutzler, antes de comparecer ante el tribunal del consejo de administración. Dejó el maletín y cogió el teléfono.

—Lars, soy yo —le oyó decir a su madre; le entraron ganas de colgar sin más.

—Oye, madre, por favor… —respondió—. Déjame en paz. No tengo tiempo.

—Esta mañana, la Policía ha detenido a tu padre.

Lars sintió frío y luego, calor.

—Más vale tarde que nunca —masculló con amargura—. No es el dios todopoderoso que puede hacer y deshacer a su antojo en Altenhain solo porque tiene más dinero que los demás. A decir verdad, ya se ha salido con la suya demasiado tiempo.

Dio la vuelta a la mesa y se sentó en su sillón.

—Pero Lars, tu padre siempre ha querido lo mejor para ti.

—Mentira —contestó con frialdad—. Siempre ha querido lo mejor para él y para su empresa. Y en el pasado se aprovechó de la situación, igual que se aprovecha en general de cualquier situación para sacar tajada, y me obligó a trabajar en lo que yo no quería. Madre, créeme, me importa un carajo lo que le pase.

De pronto, todo volvía a estar muy próximo. Su padre se inmiscuía de nuevo en su vida, justo ahora que necesitaba toda su energía y su concentración para salvar su empleo y su futuro. Estaba histérico. ¿Por qué no lo dejaban en paz de una vez? Imágenes que creía olvidadas hacía tiempo lo asaltaron, de manera espontánea e inoportuna, pero él nada podía hacer contra los recuerdos y las sensaciones que las acompañaban. Sabía que su padre se lo montaba regularmente con la madre de Laura, que por aquel entonces era el ama de llaves, en una de las habitaciones de invitados cuando su madre no estaba. Pero eso no le bastaba, no. También tenía que llevarse a la cama —ius primae noctis, como un señor feudal de la Edad Media— a la hija de sus siervos, pues así era como veía a sus empleados y al pueblo entero.

Mientras su madre hablaba sin ton ni son con ese tono de víctima, Lars recordó aquella noche. Había vuelto a casa de la catequesis para la confirmación, y en el recibidor estuvo a punto de chocar con Laura, que pasó por delante de él como una exhalación, con el rostro lloroso, y se marchó. Por aquel entonces, él no cayó al ver salir a su padre del salón metiéndose la camisa por dentro de los pantalones, con la cara como un tomate y el pelo revuelto. ¡El muy cerdo! Laura acababa de cumplir los catorce. Muchos años después, Lars le reprochó a su padre que se hubiera acostado con Laura, pero él lo negó todo. La chica estaba enamorada de él, pero él había rechazado sus proposiciones. Lars lo creyó. Con diecisiete años, ¿quién quería pensar mal de su padre? Más adelante sí tuvo dudas. Le había mentido demasiadas veces.

—¿Lars? —preguntó su madre—. ¿Sigues ahí?

—Debí decir la verdad a la Policía —respondió él, controlando la voz a duras penas—. Pero mi propio padre me obligó a mentir solo para que su buen nombre no se viera ensuciado. ¿Qué ha pasado ahora? No me digas que también se ha enamorado de la chica que ha desaparecido…

—¿Cómo puedes decir algo tan monstruoso? —inquirió escandalizada su madre. Christine Terlinden era una experta en el autoengaño. Lo que no quería oír o ver, sencillamente, no lo oía ni veía.

—Abre los ojos de una vez, madre —dijo con aspereza—. Podría decir mucho más, pero no lo haré. Porque para mí, todo ese capítulo ha terminado, ¿lo entiendes? Se acabó. Ahora te tengo que dejar. Por favor, no vuelvas a llamarme.

El restaurante en el que Claudius Terlinden había pasado la noche del sábado con su mujer y unos amigos se hallaba en la calle Guiolettstrasse, frente a las torres gemelas de cristal del Deutsche Bank, según informara la señora Terlinden a Pia el día anterior.

—Déjame aquí y ven cuando hayas encontrado aparcamiento —decidió Bodenstein cuando Pia entraba por tercera vez en la Guiolettstrasse desde el parque Taunusanlage.

Estacionar delante del distinguido Ebony Club era imposible, razón por la cual aparcacoches con uniforme de cochero inglés aguardaban ante la puerta para hacerse cargo de los vehículos de los clientes y aparcarlos en el garaje subterráneo. Pia se aproximó a la derecha y Bodenstein se bajó del coche y echó a correr hacia la entrada bajo la lluvia torrencial con la cabeza encogida. No lo detuvieron cuando pasó por delante del letrero que decía «Por favor, espere aquí». El jefe de sala y la mitad del personal hacían lo que fuera por alguien de postín que no hubiera reservado mesa. A la hora de comer, el restaurante estaba bastante concurrido; a todas luces, la crisis no les había quitado las ganas de regalarse con un almuerzo de lujo a los directores de los bancos circundantes. Bodenstein echó un vistazo con curiosidad. Había oído hablar mucho del Ebony Club, el restaurante de estilo colonial indio era uno de los más caros y de moda de la ciudad en ese momento. Su mirada recayó en una pareja sentada a una mesa para dos en la galería, hacia el fondo. Se quedó sin aliento: Cosima. Escuchaba embelesada a un hombre muy apuesto que parecía explicarle algo gesticulando mucho. La postura de Cosima, ligeramente inclinada hacia delante, los codos apoyados en la mesa y el mentón en las manos entrelazadas, hizo sonar todas las alarmas en su cabeza. Su mujer se apartó un mechón del rostro, se rio de algo que había dicho el tipo y después le cogió la mano. Bodenstein se quedó pasmado en medio del trajín (el personal pasaba a toda velocidad por delante de él, como si fuese invisible). Por la mañana, Cosima le había contado como si tal cosa que pasaría el día entero en la sala de montaje de Maguncia. ¿Un cambio de planes de última hora, o había vuelto a mentirle descaradamente? ¿Cómo iba a sospechar Cosima que la investigación de la que se ocupaba lo llevaría ese preciso día hasta ese restaurante en concreto de los miles que había en Frankfurt?

—¿Puedo ayudarle en algo? —Una mujer joven y regordeta se detuvo ante él sonriendo con cierta impaciencia. El corazón de Bodenstein volvió a ponerse en marcha con la fuerza de un martillo pilón. Le temblaba el cuerpo entero y tenía ganas de vomitar.

—No —respondió al ofrecimiento sin apartar la vista de Cosima y su acompañante.

La empleada lo miró con extrañeza, pero a Bodenstein le daba igual lo que pudiera pensar de él. Su mujer estaba a veinte metros escasos con un hombre cuya compañía celebraba con tres signos de exclamación. Se concentró cuanto pudo en respirar, deseando ser capaz de acercarse a la mesa tan tranquilo y cruzarle la cara al hombre sin previo aviso. Pero como había sido educado para mantener un control férreo sobre sí y ser cortés, se quedó allí como un pasmarote y no hizo nada. Como buen observador, constató en el acto la evidente confianza que existía entre ambos, que ahora tenían las cabezas unidas e intercambiaban intensas miradas. Vio por el rabillo del ojo que la joven del personal llamaba la atención sobre su persona al jefe de sala, que para entonces ya había acomodado debidamente a un pez gordo. De manera que o bien se acercaba a la mesa de Cosima y ese tipo o se iba sin más. Dado que no estaba preparado para hacer como que no sabía nada y se alegraba de ver a su mujer, optó por lo segundo: dio media vuelta y abandonó el abarrotado restaurante. Al salir clavó un instante la vista en la valla de obras de la acera de enfrente antes de echar a andar por la Guiolettstrasse como aturdido. Tenía el pulso acelerado y le daba la impresión de que iba a vomitar. La imagen de Cosima con ese tipo se le había grabado a fuego en la retina. Había sucedido lo que tanto temía: ahora tenía la certeza de que Cosima lo engañaba.

De repente, alguien se interpuso en su camino. Trató de esquivarla, pero la mujer del paraguas también dio un paso a un lado, de manera que no tuvo más remedio que parar.

—¿Ya has terminado? —La voz de Pia Kirchhoff atravesó la neblina que lo rodeaba como si fuese un muro y lo devolvió de sopetón a la realidad—. ¿Estuvo el sábado Terlinden?

¡Terlinden! Lo había olvidado por completo.

—No sé…, ni siquiera lo he preguntado —admitió.

—¿Te encuentras bien? —Pia le dirigió una mirada escrutadora—. Es como si hubieras visto un fantasma.

—Cosima está ahí dentro —respondió él inexpresivo—. Con otro hombre. Aunque esta mañana me dijo…

No pudo continuar, tenía la garganta seca. Con las piernas flaqueándole, avanzó hasta la siguiente casa y se sentó en un escalón de la entrada a pesar de que estaba mojado. Pia lo observó en silencio y, pensó él, compadeciéndolo. Bajó la mirada.

—Dame un pitillo —pidió con voz bronca.

Pia rebuscó en el bolsillo de la cazadora y le ofreció un paquete de cigarrillos y un mechero sin decir palabra. Bodenstein no fumaba desde hacía quince años, y no lo echaba de menos, pero en ese momento no pudo evitar constatar que su sed de nicotina seguía latente en lo más profundo de su ser.

—He aparcado en la calle Kettenhofweg esquina con la Brentanostrasse. —Pia le ofreció las llaves—. Vete al coche antes de que te dé algo aquí.

Bodenstein ni cogió las llaves ni le respondió. Le daba completamente igual mojarse o que los transeúntes lo mirasen como si fuera idiota. Le daba todo lo mismo. Aunque en su fuero interno lo sospechaba desde hacía tiempo, esperaba con todas sus fuerzas que hubiese una explicación inocente para las mentiras y los mensajes de Cosima, y no estaba preparado para verla en compañía de otro hombre. Dio una calada al cigarro con avidez y retuvo el humo cuanto pudo. Se mareó, como si en lugar de un Marlboro se estuviese fumando un porro. Poco a poco, el tiovivo de pensamientos atropellados fue aminorando su alocada marcha y se detuvo. En su cabeza reinaba un silencio profundo y vacío. Estaba sentado en una escalera en medio de Frankfurt y se sentía tremendamente solo.

Lars Terlinden colgó y permaneció sentado unos minutos. Arriba lo esperaba el consejo de administración. Sus miembros habían ido hasta allí ex profeso desde Zúrich para que les explicara cómo pensaba recuperar los trescientos cincuenta millones que había perdido. Por desgracia, no tenía una solución. Ellos lo escucharían y después, esbozando una sonrisa falsa, lo harían trizas; esos capullos arrogantes que hacía un año le daban palmaditas en la espalda como si fueran amiguetes por el trato colosal que había cerrado. De nuevo sonó el teléfono; esta vez era una llamada interna. Lars Terlinden hizo caso omiso. Abrió el cajón superior de la mesa y sacó un pliego con el membrete del banco y la estilográfica Montblanc, un regalo de su jefe de tiempos mejores, que solo utilizaba para firmar contratos. Se quedó mirando un minuto el papel de color crema y después comenzó a escribir. Sin releer lo escrito, dobló la hoja y la introdujo en un sobre acolchado. A continuación escribió la dirección en el sobre, se levantó, cogió el maletín y el abrigo y salió del despacho.

—Tiene que salir hoy sin falta —le dijo a su secretaria al tiempo que dejaba caer el sobre en su mesa.

—Naturalmente —repuso ella mordaz. Antes era secretaria de dirección, y seguía considerando indigno ser secretaria de un jefe de departamento—. Supongo que no habrá olvidado la reunión, ¿no?

—Desde luego que no. —Echó a andar sin tan siquiera mirar.

—Llega siete minutos tarde.

Salió al pasillo. Veinticuatro pasos hasta el ascensor, que parecía esperarlo con las puertas abiertas, impaciente. Arriba, en la duodécima planta, se hallaba reunido el consejo desde hacía siete minutos. Su futuro estaba en juego, su prestigio, toda su vida, en definitiva. Dos compañeras de administración entraron tras él en el ascensor. Las conocía de vista y las saludó con un gesto, distraído. Ellas soltaron una risita, dijeron algo en voz baja y le devolvieron el saludo. La puerta se cerró sin hacer ruido, y él se asustó al ver en el espejo al hombre de rostro demacrado que lo miraba con unos ojos apáticos, abatidos. Estaba cansado, exhausto y quemado.

—¿Sube o baja? —preguntó la ascensorista morena de los ojazos.

Su dedo, con la uña larga y artificial, permanecía a la espera frente al panel digital. Lars Terlinden no podía dejar de mirar su propio rostro en el espejo.

—Abajo —respondió—. A la planta baja.

Pia Kirchhoff entró en el Ebony Club y saludó con la cabeza al conserje, que le abrió la puerta con brío. No hacía mucho, ella y Christoph habían comido allí con Henning y Miriam. Henning había tenido que aflojar quinientos euros por la comida, una auténtica exageración, a su juicio. A Pia no le entusiasmaban los sitios pijos, con platos y cartas de vinos crípticos en las que el precio de una sola botella podía rondar las cuatro cifras. Dado que juzgaba los vinos no por la etiqueta, sino basándose en sus gustos personales, le bastaba con un bardolino o un chianti en la pizzería de al lado para que una noche fuera redonda.

El jefe de sala se levantó de su apostadero y se dirigió hacia ella con una sonrisa radiante. Pia le puso la placa delante de las narices sin decir palabra. La sonrisa se enfrió algunos grados en el acto. Ante sus ojos, una posible clienta forrada dispuesta a derrochar se había convertido de sopetón en un lastre con el que nadie quería cargar. La Policía Judicial no estaba bien vista en ninguna parte, y aún menos en un restaurante distinguido en pleno servicio de mediodía.

—¿Podría decirme de qué se trata? —inquirió en voz baja el jefe de sala.

—No —respondió ella con sequedad—, no se lo puedo decir. ¿Dónde está el gerente?

La sonrisa desapareció por completo y, con ella, la fingida amabilidad.

—Espere aquí.

El hombre se alejó y Pia echó un vistazo discretamente. En efecto, a una de las mesas estaba sentada Cosima von Bodenstein, a solas con un hombre al que claramente sacaba diez años. Él llevaba un traje informal arrugado, la camisa con el cuello abierto y sin corbata. Su porte desenvuelto irradiaba seguridad en sí mismo. El cabello castaño claro, revuelto, le llegaba por los hombros, y su rostro anguloso, con el mentón de una prominencia agresiva, la barba de tres días y la conspicua nariz aguileña, había sido curtido por el sol y la vida al aire libre…, o por el alcohol, como pensó Pia con maldad. Cosima von Bodenstein le hablaba animadamente, y él la contemplaba risueño y con evidente fascinación. No era una comida de trabajo, ni tampoco un encuentro casual de viejos conocidos; las vibraciones eróticas que había entre ambos ni siquiera pasaban inadvertidas a un observador superficial. O acababan de salir de la cama o estaban retrasando el camino hacia ella con un almuerzo ligero para aumentar las expectativas. Pia lo sintió de veras por su jefe; sin embargo, también comprendía en cierto modo a Cosima, a la que al cabo de veinticinco años de rutina conyugal le apetecía vivir una aventura.

La aparición del gerente del establecimiento sacó a Pia de sus pensamientos. El hombre tendría a lo sumo treinta y cinco años, aunque el cabello ralo, de color arena, y el rostro abotargado le hacían parecer mayor.

—No quiero entretenerlo mucho, señor… —empezó Pia mientras escudriñaba a aquel hombre voluminoso y tan maleducado que ni le tendió la mano ni se presentó.

—Jagielski —añadió él altivo, y mandó a su jefe de sala de vuelta a su sitio con un arrogante movimiento de mano—. ¿Qué sucede? Estamos en mitad del servicio.

Jagielski. El apellido despertó en Pia una asociación vaga.

—Ya. ¿Se ocupa usted mismo de la cocina? —replicó ella con ironía.

—No —negó el otro con un gesto avinagrado, mientras su mirada, irritantemente inquieta, no dejaba de recorrer el local. De pronto se dio la vuelta y detuvo a una camarera joven, a quien sacó los colores con un comentario entre dientes—. Ya casi no hay personal competente —aclaró a Pia sin tan siquiera un amago de sonrisa—. Estos jóvenes son un desastre. No tienen actitud.

Entraron más clientes; allí, ellos estorbaban. En ese instante Pia recordó dónde había oído antes el apellido Jagielski. La jefa del Zum Schwarzen Ross, de Altenhain, también se apellidaba así. La correspondiente pregunta confirmó que no se trataba de una casualidad. En efecto, Andreas Jagielski era el propietario tanto del Zum Schwarzen Ross como del Ebony Club y de otro local de Frankfurt.

—Y bien, ¿cuál es el problema? —preguntó él. La educación no era su punto fuerte. Ni la discreción tampoco. Seguían en mitad de la entrada.

—Me gustaría saber si el señor Claudius Terlinden cenó aquí con su esposa el sábado por la noche.

El hombre alzó una ceja.

—¿Por qué quiere saber eso la Policía?

—Porque le interesa. —Poco a poco, la arrogancia y la altanería de aquel tipo empezaban a sacarla de quicio—. ¿Y bien?

Un pequeño titubeo y después un leve gesto de asentimiento.

—Sí, cenó aquí.

—¿Él solo con su mujer?

—Eso ya no lo sé.

—Puede que su jefe de sala se acuerde. Sin duda tendrán un libro de reservas.

Jagielski le hizo una seña de mala gana al hombre al que antes echara y le ordenó que le entregara el libro de reservas. Mantuvo la mano extendida con actitud expectante y aguardó en silencio hasta que el jefe de sala se bajó de su asiento y se acercó de nuevo a paso ligero. El gerente se humedeció el dedo índice y comenzó a hojear despacio el libro encuadernado en piel.

—Sí, aquí —dijo al cabo—. Fueron cuatro. Ahora lo recuerdo.

—¿Quiénes? Deme los nombres —pidió Pia.

Un grupo de comensales se disponía a marcharse. Finalmente, Jagielski condujo a Pia hasta la barra.

—No sé por qué es de su incumbencia —dijo en voz queda.

—Mire, investigo el caso de su camarera, Amelie, que ha desaparecido y fue vista por última vez el sábado en el Zum Schwarzen Ross. —Pia empezaba a impacientarse—. Buscamos testigos que vieran después a la chica.

Jagielski la miró con fijeza, se quedó pensativo un momento y debió de decidir que darle esos nombres no le comprometía.

—Los Lauterbach —afirmó.

Pia se quedó de una pieza. ¿Por qué no le había dicho Claudius Terlinden que él y su esposa habían ido a cenar con sus vecinos? La tarde anterior, en su despacho, solo había hablado de su mujer y de él. Extraño.

El acompañante de Cosima von Bodenstein estaba pagando la cuenta. La camarera le dedicó una sonrisa resplandeciente; a todas luces, la propina había sido generosa. Luego, él se levantó y rodeó la mesa para retirarle la silla a Cosima. Tal vez por fuera no tuviese nada que ver con Bodenstein, pero sus buenos modales eran semejantes.

—¿Sabe quién es el acompañante de aquella señora pelirroja? —preguntó Pia de sopetón a Jagielski, que ni siquiera hubo de levantar la cabeza para saber a quién se refería. Por su parte, ella se volvió para que Cosima no la viera al salir.

—Sí, claro. —De repente su voz tenía un tonillo casi de incredulidad, como si no se pudiera creer que alguien no conociera a aquel hombre—. Es Alexander Gavrilow. ¿También tiene que ver con la investigación?

—Quizá —contestó Pia, y sonrió—. Gracias por su ayuda.

Bodenstein seguía sentado en la escalera, fumando. A sus pies había cuatro colillas. Pia permaneció un instante en silencio delante de su jefe para asimilar la inusitada estampa.

—¿Y? —Él alzó la mirada. Estaba pálido.

—No te lo vas a creer: los Terlinden estuvieron cenando con los Lauterbach —informó Pia—. Y el gerente del Ebony Club es también el propietario del Zum Schwarzen Ross de Altenhain. ¿No es una casualidad?

—No lo creo.

—¿Entonces? —Pia no caía.

—¿Los has… visto?

—Sí. —Se inclinó para coger el paquete de tabaco, que él había dejado en la escalera, y se lo guardó—. Vamos. No me apetece quedarme aquí pelándome de frío.

Bodenstein se levantó entumecido, dio una última calada al cigarrillo y lanzó la colilla a la calle mojada. Mientras caminaban, Pia lo miró de reojo. ¿Seguiría esperando que hubiera una explicación inocente para ese encuentro entre su esposa y un atractivo desconocido?

—Alexander Gavrilow —dijo ella, y se detuvo—. El explorador de las regiones polares y alpinista.

—¿Qué? —Bodenstein la miró desconcertado.

—El hombre con el que comía Cosima —aclaró Pia, y añadió mentalmente: «Y con el que se lo monta, sin lugar a dudas».

Bodenstein se pasó la mano por el rostro.

—Claro. —Hablaba más consigo mismo que con Pia—. Ya sabía yo que me sonaba de algo. Cosima me lo presentó en una ocasión, creo que en el último estreno. Hace un tiempo estuvieron barajando un proyecto común del que al final no salió nada.

—Puede que solo sea algo de trabajo —trató de consolarlo Pia, en contra de lo pensaba—. Quizá estén hablando de un proyecto del que tú no tienes que saber nada y te estés preocupando sin ninguna necesidad…

Bodenstein escrutó a Pia arqueando las cejas. Por un instante, a sus ojos asomó un destello de burla, que se apagó en el acto.

—Tengo ojos en la cara —espetó—. Y sé lo que he visto. Mi mujer se acuesta con ese tío desde hace sabe Dios cuánto. Tal vez me venga bien. Ya no puedo seguir engañándome.

Reanudó la marcha con resolución, y Pia casi tuvo que correr para no quedarse atrás.

«Thies lo sabe todo, y la Policía está husmeando. Deberías ocuparte de controlar la situación. ¡Tienes mucho que perder!»

Las letras en la pantalla se volvieron borrosas ante sus ojos. Habían enviado el correo electrónico a su dirección oficial del ministerio. Santo Dios, ¡si su secretaria lo hubiese leído! Por regla general, todas las mañanas imprimía sus correos y se los entregaba; solo por pura casualidad había llegado ese día al despacho antes que ella. Gregor Lauterbach se mordió el labio inferior e hizo clic en el remitente: «Blancanieves1997@hotmail.com». ¿Quién se ocultaba tras él? ¿Quién, quién, quién? Esa pregunta dominaba sus pensamientos desde la primera carta, apenas podía pensar en otra cosa día y noche. El miedo lo recorrió como un escalofrío.

Llamaron, la puerta se abrió y se sobresaltó como si le hubieran lanzado agua hirviendo. Al verlo, a Ines SchürmannLiedtke se le atragantaron los buenos días.

—¿No se encuentra bien, jefe? —inquirió preocupada.

—No —graznó Lauterbach, y se dejó caer de nuevo en el sillón—. Creo que tengo la gripe.

—¿Quiere que cancele los compromisos de hoy?

—¿Hay algo importante?

—No. Nada muy urgente. Llamaré a Forthuber para que lo lleve a casa.

—Sí. Gracias, Ines —asintió Lauterbach, y tosió un poco.

Ella se fue, y él clavó la vista en el correo electrónico. Blancanieves. Su cerebro iba a toda velocidad. Después, cerró el mensaje, bloqueó al destinatario haciendo clic con el botón derecho y rebotó el mensaje como si no lo hubiera recibido.

Barbara Fröhlich estaba sentada a la mesa de la cocina, tratando en vano de concentrarse en un crucigrama. Al cabo de tres días y tres noches de incertidumbre, tenía los nervios de punta. El domingo había llevado a los dos pequeños con sus padres a Hofheim, y el lunes Arne había ido a trabajar, por más que su jefe le dijo que si quería podía quedarse en casa. Pero ¿qué iba a hacer en casa? Desde entonces, los días se alargaban de manera insoportable. Amelie seguía sin aparecer, no daba ni una sola señal de vida. Su madre había llamado tres veces desde Berlín, más porque debía hacerlo que porque estuviese preocupada. Los dos primeros días fueron a verla algunas mujeres del pueblo con la idea de consolarla y prestarle su apoyo, pero como apenas las conocía, se limitaron a sentarse en la cocina, incómodas, procurando sacar temas de conversación. La noche anterior, para colmo, se había enzarzado en una buena pelea con Arne, la primera desde que se conocían. Ella le echó en cara que no se interesaba por la suerte que había podido correr su hija mayor, e incluso lo acusó, furibunda, de que probablemente hasta se alegrara si no volvía a aparecer. Estrictamente hablando no fue una pelea, ya que Arne la miró y no dijo nada. Como siempre.

—La Policía la encontrará —fue lo único que dijo, y desapareció en el cuarto de baño.

Barbara se quedó en la cocina, desvalida, atónita y sola. Y de repente vio a su marido con otros ojos. Se refugiaba cobardemente en su rutina. ¿Se comportaría de otra forma de haber sido Tim o Jana y no Amelie los que hubieran desaparecido? Lo único a lo que le tenía miedo su marido era a quedar mal. Ya no volvieron a hablar, se metieron en la cama en silencio. A los diez minutos, él ya estaba roncando, tranquila y cadenciosamente, como si no pasara nada. Nunca en su vida se había sentido más abandonada que esa noche espantosa e interminable.

Llamaron a la puerta. Barbara Fröhlich se asustó y se puso de pie. Esperaba que no fuera otra vez una de esas mujeres del pueblo, que iban a su casa fingiendo compasión para después poder dar la exclusiva de la situación en la tienda. Abrió y vio ante ella a una desconocida.

—Buenos días, señora Fröhlich —saludó la mujer. Tenía el cabello oscuro y corto, la cara pálida, grave y ojerosa, y llevaba unas gafas de montura rectangular—. Inspectora Maren König, de la K 11 de Hofheim. —Le enseñó la placa de la Policía Judicial—. ¿Puedo pasar?

—Sí, claro. Adelante. —A Barbara Fröhlich el corazón se le aceleró. La mujer estaba muy seria, como si fuera a darle malas noticias—. ¿Sabe algo de Amelie?

—No, por desgracia, no. Pero mis compañeros han averiguado que su amigo Thies le dio unos cuadros. Sin embargo, en su cuarto no encontraron nada.

—No sé nada acerca de esos cuadros —contestó, mientras negaba con la cabeza, desconcertada. Sentía que la policía no pudiera decirle nada nuevo.

—¿Me permite volver a echar un vistazo en la habitación de Amelie? —pidió Maren König—. Esos cuadros, suponiendo que existan, podrían ser sumamente importantes.

—Sí, desde luego. Acompáñeme.

Barbara Fröhlich la condujo escaleras arriba y abrió la puerta del cuarto de Amelie. Ella permaneció allí, viendo cómo la inspectora registraba a fondo los armarios empotrados y se arrodillaba para mirar debajo de la cama y de la mesa. Por último apartó un poco la cómoda Biedermeier de la pared.

—Un falsete —constató la mujer, que se volvió hacia Barbara Fröhlich—. ¿Le importa si lo abro?

—No. Ni siquiera sabía que existía esa puerta.

—En muchas casas que tienen tejado con vertientes se utilizan los laterales como trastero —explicó la inspectora, que sonrió por primera vez—. Sobre todo, cuando en la casa no hay desván.

Se agachó, abrió la puerta y se introdujo en el pequeño espacio que se abría entre la pared y el aislamiento del tejado. Entró una corriente de aire frío. Poco después, la mujer salió; llevaba en las manos un grueso rollo envuelto en papel y atado cuidadosamente con una cinta roja.

—¡Dios mío! —exclamó Barbara Fröhlich—. Así que ha encontrado algo…

La inspectora mayor Maren König se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones.

—Me llevo los cuadros. Si lo desea, le puedo extender un justificante.

—No, no, no es necesario —se apresuró a decir Barbara Fröhlich—. Si los cuadros les pueden ayudar a dar con Amelie, lléveselos sin más.

—Gracias. —La inspectora le puso una mano en el brazo—. Y no se preocupe. Haremos todo cuanto sea posible para encontrar a Amelie. Se lo prometo.

Sonó tan compasivo, que Barbara Fröhlich tuvo que hacer un esfuerzo considerable para que no se le saltaran las lágrimas. Asintió en silencio, agradecida. Acto seguido estuvo por unos momentos pensando si llamar a Arne y hablarle de los cuadros, pero aún se sentía profundamente ofendida por su comportamiento, así que desistió de hacerlo. Algo después, cuando se preparaba un té, cayó en la cuenta de que se le había olvidado por completo ver qué mostraban los cuadros.

Tobias, inquieto, recorría arriba y abajo el salón del piso de Nadja. El gran televisor de la pared estaba encendido, pero sin volumen. La Policía lo buscaba en relación con la desaparición de Amelie F., de diecisiete años, acababa de leerlo en el teletexto. Nadja y él se habían pasado casi toda la tarde pensando en lo que debía hacer, y a ella se le ocurrió ir en busca de los cuadros. Nadja se había quedado dormida hacia medianoche, pero él permaneció en vela, intentando hacer memoria desesperadamente. Una cosa estaba clara: si se presentaba a la Policía, lo detendrían en el acto. No podía explicar de manera plausible cómo había ido a parar el móvil de Amelie al bolsillo de su pantalón, y al igual que la otra vez, no recordaba absolutamente nada de la noche del sábado al domingo.

Amelie debía de haber encontrado algo sobre lo sucedido en 1997 en Altenhain, algo que podía ser peligroso para alguien. Pero ¿quién era ese alguien? Por más vueltas que le daba, a él solo se le ocurría Claudius Terlinden. Durante once años lo había considerado su único protector en el mundo; en la trena esperaba ilusionado sus visitas, las largas conversaciones que mantenía con él. ¡Qué idiota había sido! Terlinden solo pensaba en sí mismo. Tobias no llegaba hasta el punto de responsabilizarlo de la desaparición de Laura y Stefanie, pero ese hombre se había aprovechado descaradamente de la precaria situación de sus padres para conseguir lo que quería: Schillingsacker, el terreno donde había erigido el nuevo edificio de administración de su empresa.

Tobias encendió un cigarrillo. El cenicero de la mesita ya estaba casi desbordado. Se acercó a la ventana y miró las negras aguas del Meno. Los minutos transcurrían con una lentitud angustiosa. ¿Cuánto hacía que se había ido Nadja? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Esperaba que todo hubiera salido bien. Su plan era el clavo ardiendo al que se agarraba. Si de verdad existían los cuadros de los que le había hablado Amelie el sábado, tal vez con ellos se pudiera demostrar su inocencia y al mismo tiempo averiguar quién había raptado a Amelie. ¿Seguiría con vida? ¿O…? Tobias sacudió la cabeza malhumorado, no paraba de pensar en ello. ¿Y si era cierto todo cuanto psicólogos, expertos y el tribunal dictaminaron entonces? ¿Se convertía de verdad en el monstruo que tanto juego le daba a la prensa bajo la influencia del alcohol? Antes, la posibilidad de que mostrara un comportamiento agresivo era elevada, digería mal los fracasos. Para él era normal conseguir lo que quería: buenas notas, chicas o triunfos en el deporte. Rara vez se andaba con miramientos, y sin embargo era querido, el alma indiscutible de la pandilla. ¿O acaso era eso lo que él creía, absolutamente ciego y arrogante en su inmenso egocentrismo?

El reencuentro con Jörg, Felix y los demás había despertado en él vagos recuerdos, acontecimientos olvidados hacía tiempo que había considerado insignificantes. En aquella época le había quitado a Laura a Michael sin que le remordiera lo más mínimo la conciencia por su amigo. Las chicas no eran más que trofeos de su vanidad. ¿Cuántas veces había herido los sentimientos de alguien con su falta de consideración, cuánta ira y cuánto dolor había causado? Eso fue algo que solo entendió cuando Stefanie lo dejó. No quiso aceptarlo, incluso se arrodilló ante ella y le suplicó, pero Stefanie se rio de él. ¿Qué hizo después? ¿Qué había hecho con Amelie? ¿Cómo había llegado su móvil al bolsillo de sus pantalones?

Tobias se dejó caer en el sofá, se llevó las manos a las sienes e intentó desesperadamente establecer una relación lógica entre los retazos sueltos de recuerdos. Pero por más que lo intentaba, no había manera. Era para volverse loco.

Aunque la consulta estaba a reventar, la doctora Daniela Lauterbach no hizo esperar mucho a Bodenstein y Pia.

—¿Qué tal la cabeza? —se interesó amablemente.

—Bien. —En un acto reflejo, Bodenstein se tocó la tirita de la frente—. Me duele un poco, nada más.

—Si quiere, le puedo echar un vistazo.

—No es preciso. No queremos entretenerla.

—De acuerdo. Ya sabe dónde encontrarme.

Bodenstein asintió risueño. Tal vez debiera cambiar de médico. Daniela Lauterbach firmó a toda prisa tres recetas que la enfermera le había dejado en recepción e hizo pasar a Bodenstein y Pia a su despacho. El parqué del suelo crujió bajo sus pies. La doctora los invitó a sentarse con un gesto.

—Queremos hablarle de Thies Terlinden.

Bodenstein se sentó, pero Pia permaneció de pie.

Daniela Lauterbach tomó asiento tras su mesa y lo miró con atención.

—¿Qué quiere saber de él?

—Su madre nos dijo que sufrió un ataque y ahora está en el psiquiátrico.

—Es verdad —confirmó ella—. Pero tampoco puedo decirles mucho más. El secreto profesional, ya saben. Thies es paciente mío.

—Nos han dicho que Thies solía seguir a Amelie —terció Pia desde un segundo plano.

—No la seguía, la acompañaba —corrigió la mujer—. A Thies le caía muy bien Amelie, y esa es su forma de expresar afecto. Y dicho sea de paso, ella lo supo ver así desde el principio. Es una chica muy sensible, a pesar de su extravagancia. Toda una suerte para Thies.

—El padre de Thies se peleó con su hijo y acabó con arañazos en las manos —apuntó Pia—. Dígame, ¿tiene Thies tendencia a ser violento?

Daniela Lauterbach esbozó una sonrisa un tanto pesarosa.

—Nos estamos acercando demasiado al terreno del que no puedo hablar con ustedes —respondió—. Pero intuyo que sospecha que Thies le pueda haber hecho algo a Amelie, lo que considero imposible. Thies es autista, y no se comporta como una persona normal. No es capaz de mostrar sus sentimientos ni de exteriorizarlos, eso es todo. De vez en cuando tiene esos… arrebatos, pero muy, muy rara vez. Sus padres se ocupan de él estupendamente, y responde muy bien a la medicación que toma desde hace años.

—¿Diría usted que Thies es disminuido psíquico?

—De ninguna manera. —Daniela Lauterbach sacudió la cabeza con vehemencia—. Al contrario, es extremadamente inteligente y tiene un talento extraordinario para la pintura.

Señaló los cuadros abstractos de gran formato, tan similares a los que colgaban en las paredes de la vivienda y del despacho de Terlinden.

—¿Son de Thies? —preguntó Pia.

Los contempló con asombro. A primera vista no se había percatado, pero ahora veía lo que representaban. Se estremeció al distinguir rostros humanos deformes, de ojos llenos de angustia, miedo y horror. La intensidad de los lienzos era opresiva. ¿Cómo podían soportar a diario esos rostros?

—El verano pasado, mi marido le organizó una exposición en Wiesbaden. Fue todo un éxito, se vendieron los cuarenta y tres cuadros.

Lo dijo con orgullo. A Daniela Lauterbach le caía bien el hijo de los vecinos, pero parecía mantener la suficiente distancia profesional para evaluar su conducta con objetividad.

—Claudius Terlinden ayudó generosamente a la familia Sartorius después de que condenaran a Tobias —intervino Bodenstein—. Por aquel entonces, incluso le procuró un abogado a Tobias, uno muy bueno. ¿Cree usted posible que lo hiciera porque le remordía la conciencia?

—¿Por qué iba a ser así? —Daniela Lauterbach dejó de sonreír.

—Tal vez porque supiera que Thies tuvo algo que ver con la desaparición de las muchachas.

Por un momento reinó un gran silencio; el incesante sonido del teléfono llegaba amortiguado a través de la puerta cerrada.

La médico frunció el ceño.

—Nunca lo había visto así —contestó con aire pensativo—. Lo cierto es que Thies estaba completamente loco por Stefanie Schneeberger. Pasaba mucho tiempo con ella, como ahora con Amelie… —Se interrumpió al comprender a dónde quería llegar Bodenstein. Su mirada inquisitiva buscó la del policía—. ¡Dios mío! —exclamó consternada—. No, no, no lo puedo creer.

—Tenemos que hablar como sea con Thies —afirmó Pia con seriedad—. Es una pista que podría llevarnos hasta Amelie.

—Lo entiendo, pero es complicado. Como, dadas las circunstancias, me temí que en su estado pudiera autolesionarse, no me quedó más remedio que ordenar su ingreso en el psiquiátrico. —Daniela Lauterbach unió las manos y se dio unos golpecitos con los índices en los labios fruncidos, meditabunda—. No está en mi mano facilitarles una conversación con Thies.

—Pero si Thies ha cogido a Amelie, la chica corre un gran peligro —observó Pia—. Quizá la haya encerrado en alguna parte y no pueda liberarse ella sola.

La doctora miró a Pia, con ojos en los que se reflejaba la preocupación.

—Tiene razón —contestó pasados unos instantes, resuelta—. Llamaré al médico jefe del psiquiátrico de Bad Soden.

—Ah, una cosa más —añadió Pia como si acabara de ocurrírsele en ese momento—. Tobias Sartorius nos dijo que Amelie mencionó a su marido en relación con lo sucedido en 1997. Al parecer, por aquel entonces corría el rumor de que su marido le había dado a Stefanie Schneeberger el papel protagonista de la obra de teatro porque miraba a la chica con buenos ojos.

Daniela Lauterbach ya había alargado la mano para coger el teléfono, pero la dejó caer.

—Bueno, por aquel entonces, Tobias inculpó a todo el mundo —replicó—. Quería salir bien parado, cosa por otra parte de lo más comprensible. Pero en el curso de la investigación, todas las sospechas dirigidas contra otros se desvanecieron por completo. La verdad es que mi marido, que era quien dirigía entonces el Teatro AG, estaba entusiasmado con el talento de Stefanie. Y a eso había que añadirle el aspecto de la chica: era sencillamente la encarnación de Blancanieves.

La doctora fue a descolgar de nuevo el teléfono.

—¿A qué hora salieron el sábado del Ebony Club, de Frankfurt? —quiso saber Bodenstein—. ¿Lo recuerda?

Al rostro de la mujer asomó una expresión de perplejidad.

—Sí, claro, lo recuerdo perfectamente —contestó—. Eran las nueve y media.

—¿Y volvieron a Altenhain juntos, con Claudius Terlinden?

—No. Esa noche yo estaba de guardia, por eso me fui en mi coche. A las nueve y media me llamaron de Königstein por una urgencia.

—Ya. ¿Y los Terlinden y su marido? ¿Cuándo se fueron ellos?

—Christine se vino conmigo. Le preocupaba Thies, que estaba en cama con una fuerte gripe. La llevé hasta la parada del autobús y yo seguí hasta Königstein. Cuando volví a casa, a las dos de la madrugada, mi marido ya estaba durmiendo.

Bodenstein y Pia se miraron. Así que Claudius Terlinden había mentido como un bellaco sobre la noche del sábado. Pero ¿por qué?

—Sin embargo, cuando volvió de la urgencia no fue directamente a casa, ¿no? —inquirió Bodenstein.

La pregunta no sorprendió a Daniela Lauterbach.

—No. Era poco más de la una cuando volví de Königstein. —Suspiró—. Vi a un hombre sentado en el banco de la parada del autobús y me detuve. Entonces me di cuenta de quién era. —Meneó la cabeza despacio, los oscuros ojos rebosantes de compasión—. Tobias Sartorius estaba completamente borracho y con hipotermia. Había vomitado y perdido el conocimiento. Tardé diez minutos en meterlo en el coche. Después, Hartmut y yo lo subimos a su habitación y lo metimos en la cama.

—¿Le dijo algo? —quiso saber Pia.

—No —respondió la doctora—. No estaba en condiciones de hablar. En un principio me planteé llamar a urgencias y que se lo llevaran al hospital, pero sabía que no le habría hecho ninguna gracia.

—¿Por qué?

—Unos días antes me ocupé de él cuando lo atacaron y lo molieron a palos en el pajar. —Se echó hacia delante y le dirigió a Bodenstein una mirada tan penetrante que este se acaloró—. Me da auténtica pena, independientemente de lo que haya hecho. Puede que los demás digan que diez años de prisión son demasiado pocos. Yo creo que Tobias está condenado por el resto de su vida.

—Hay indicios que apuntan a que podría tener que ver con la desaparición de Amelie —comentó Bodenstein—. Usted lo conoce mejor que muchos otros. ¿Lo considera posible?

Daniela Lauterbach se retrepó en su asiento y guardó silencio un minuto sin apartar la mirada de Bodenstein.

—Ojalá pudiera decir que no con plena convicción —repuso al cabo—, pero por desgracia no es así.

Se quitó la peluca de pelo corto y la tiró al suelo de cualquier manera. Los dedos le temblaban demasiado para desatar la cinta roja del rollo, por eso cogió con impaciencia unas tijeras y la cortó. Con el corazón desbocado, desenrolló los cuadros en su mesa. Eran ocho, y se quedó sin aliento cuando descubrió, horrorizada, lo que había en ellos. Ese pedazo de capullo había plasmado en los lienzos los acontecimientos del 6 de septiembre de 1997 con precisión fotográfica, no se le había pasado ni el más mínimo detalle. Se distinguía perfectamente hasta la estúpida frase y el estilizado cerdito de la camiseta verde oscura. Se mordió los labios, con la sangre agolpándose a sus orejas. El recuerdo revivió de golpe y porrazo. La humillante sensación de fracaso, así como la gran satisfacción de ver a Laura, que por fin recibía lo que se merecía, esa maldita zorra presuntuosa. Fue cogiendo los otros cuadros, alisándolos con ambas manos. La asaltó el pánico, igual que entonces. Incredulidad, desconcierto, una rabia sorda. Se irguió y se obligó a respirar hondo. Tres, cuatro veces. Muy despacio. Pensar. Lo que tenía delante no era ninguna catástrofe, era una auténtica hecatombe. Podía dar al traste por completo con sus minuciosos planes, y eso no podía permitirlo. Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos. No quería ni pensar lo que habría ocurrido si la pasma hubiese encontrado los cuadros. El estómago se le encogió. ¿Qué podía hacer ahora? ¿De verdad eran esos todos los cuadros, o Thies había pintado más? No podía correr ningún riesgo, había demasiadas cosas en juego. Se fumó el cigarro hasta el filtro dando caladas apresuradas; después supo lo que debía hacer. Siempre había tenido que tomar todas las decisiones sola. Haciendo gala de una gran determinación, empuñó las tijeras y fue cortando los cuadros, uno tras otro, en trocitos. Después lo echó todo a la trituradora, sacó la bolsa con los papelitos y agarró el bolso. Lo importante era no perder los nervios, y todo iría bien.

El inspector mayor Kai Ostermann tuvo que admitir desconsolado que la escritura secreta del diario de Amelie era un enigma indescifrable para él. Primero pensó que sería sencillo descifrar los jeroglíficos, pero ahora estaba a punto de rendirse. Sencillamente, no daba con un patrón. Era evidente que la chica había utilizado distintos símbolos para las mismas letras, lo cual hacía que fuese prácticamente imposible que descifrara el código. Behnke entró por la puerta.

—¿Y bien? —preguntó Ostermann.

Bodenstein asignó a Behnke la detención de Claudius Terlinden, que ocupaba uno de los calabozos desde esa mañana.

—No dice ni mu, ese cerdo arrogante. —Frustrado, Behnke se dejó caer en su silla y cruzó los brazos detrás de la cabeza—. El jefe puede pedir lo que quiera. Que comprometa a ese tío con algo, ya, pero ¿con qué? He intentado provocarlo, he sido amable, lo he amenazado, y él tan tranquilo, sonriendo. Lo que me habría gustado es cruzarle la cara.

—Es lo que te faltaba. —Ostermann miró a su compañero, y este se enfureció en el acto.

—No es necesario que me recuerdes que estoy jodido —rugió, y dio tal puñetazo en la mesa que el teclado rebotó—. Estoy empezando a pensar que el viejo quiere hacerme la vida imposible para que me vaya por mi propio pie.

—Eso es absurdo. Además, no te ha dicho que lo comprometas, solo que le bajes un poco los humos.

—Claro. Para que él venga con su sucesora y se lo encuentre todo hecho. —Behnke estaba rojo de ira—. Y del trabajo sucio que me encargue yo.

A Ostermann casi le dio pena Behnke. Lo conocía de la academia, habían patrullado juntos y estuvieron en las fuerzas especiales hasta que Ostermann perdió una pierna en una operación. Behnke siguió unos años en las fuerzas especiales y después pasó a la Policía Judicial de Frankfurt y de ahí a la K 11, la brigada estrella. Era un buen policía. Lo había sido. Desde que su vida privada era un desastre, también su trabajo se había visto resentido. Behnke apoyó la cabeza en las manos y comenzó a devanarse los sesos en silencio.

En ese momento la puerta se abrió de par en par y entró Kathrin Fachinger, con las mejillas encendidas de rabia.

—¿Estás mal de la cabeza o qué? —le soltó a su compañero—. Me dejas sola con el tío ese y te largas. ¿A qué viene esto?

—Tú lo haces todo mejor que yo —contestó, sarcástico, Behnke.

Ostermann miraba a los dos gallos de pelea.

—Teníamos una estrategia —le recordó ella—. Y tú vas y te largas sin más. Pues mira por dónde, conmigo ha hablado —dijo con aire triunfal.

—Pues mira qué bien. Vete corriendo a ver al jefe y cuéntaselo, imbécil.

—¿Qué has dicho? —Kathrin se plantó delante de él, en jarras.

—Imbécil, eso es lo que he dicho —le repitió a voz en grito—. Y si quieres te lo digo más claro: eres una falsa y una egoísta. Te chivaste de mí, y no te lo perdono.

—¡Frank! —exclamó Ostermann al tiempo que se levantaba.

—No me estarás amenazando, ¿no? —Kathrin no se dejó intimidar. Rio con desdén—. No te tengo miedo, bocazas. Solo sabes fanfarronear, y del trabajo que se encarguen los demás. No me extraña que tu mujer se largara. ¿Quién querría estar casada con alguien como tú?

Behnke se puso como un tomate y apretó los puños.

—¡A ver! —terció Ostermann, muy preocupado—. Tranquilizaos los dos.

Era demasiado tarde. Behnke descargó de manera explosiva en su compañera la ira que llevaba acumulando tanto tiempo. Se puso en pie de un salto, derribando la silla, y le propinó un fuerte empujón a Kathrin, que se golpeó contra el armario; las gafas fueron a parar al suelo, donde Behnke las pisó adrede, los cristales se hicieron pedazos bajo el tacón de su zapato. Kathrin se incorporó.

—Muy bien, ahora sí que la has cagado del todo, colega —dijo, esbozando una sonrisa fría.

Behnke perdió los estribos por completo. Antes de que Ostermann pudiera impedirlo, se abalanzó sobre Kathrin y le dio un puñetazo en la cara. Ella levantó maquinalmente la pierna y le hundió la rodilla en los genitales. Behnke cayó al suelo con un grito de dolor ahogado. En ese preciso momento la puerta se abrió y apareció Bodenstein. Su mirada pasó de Kathrin Fachinger a Behnke.

—¿Me puede explicar alguien qué está pasando aquí? —preguntó, controlando la voz a duras penas.

—Se me echó encima y me rompió las gafas —contestó ella al tiempo que señalaba la montura pisoteada—. Yo solo me defendí.

—¿Es eso cierto? —Bodenstein miró a Ostermann, que levantó las manos con aire suplicante y tras echar un vistazo a su compañero, que estaba aovillado en el suelo, asintió.

—Bien —dijo Bodenstein—. Ya estoy harto de esta guardería. Behnke, levántese.

El aludido obedeció, el rostro deformado por la ira y el odio. Abrió la boca, pero Bodenstein no lo dejó hablar.

—Creía que había entendido lo que la señora Engel y yo le dijimos —aseveró en un tono glacial—. Queda suspendido desde este mismo instante.

Behnke clavó la vista en él, mudo, y a continuación se acercó a su mesa y cogió su cazadora, que había colgado del respaldo de la silla.

—Deje usted aquí su placa y su arma reglamentaria —ordenó Bodenstein.

Behnke se quitó el arma, que arrojó de cualquier manera en la mesa junto con la placa.

—Que os den por el culo a todos —escupió, y pasó por delante de Bodenstein y se fue. Se hizo un silencio absoluto.

—Bien, ¿cómo ha ido el interrogatorio de Terlinden? —preguntó Bodenstein a Kathrin Fachinger como si no hubiera pasado nada.

—El Ebony Club de Frankfurt es suyo —contestó ella—. Al igual que el Zum Schwarzen Ross y el otro restaurante que regenta Andreas Jagielski.

—¿Y qué más?

—No ha habido manera de sacarle más. Pero en mi opinión, eso explica algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Claudius Terlinden no habría tenido que respaldar económicamente a Hartmut Sartorius de no haberle hundido la existencia abriendo el Zum Schwarzen Ross —repuso Kathrin—. A mi juicio, es todo menos el buen samaritano. Primero arruina a Sartorius, pero después evita que pierda la granja y se vaya de Altenhain. Seguro que tiene en nómina a más gente del pueblo, por ejemplo, a ese Jagielski, al que ha nombrado gerente de sus restaurantes. Me recuerda un poco a la mafia: él los protege y ellos a cambio cierran el pico.

Bodenstein miró a la benjamina de la plantilla y frunció el ceño con aire pensativo. Después asintió.

—Bien hecho —admitió—. Muy bien.

Tobias se levantó del sofá como electrizado cuando se abrió la puerta de la casa. Nadja entró. En una mano sostenía una bolsa de plástico, con la otra intentaba deshacerse del abrigo.

—¿Y bien? —Tobias la ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó en el perchero—. ¿Has encontrado algo? —preguntó ansioso; tras horas de espera y tensión apenas podía contener la curiosidad.

Nadja fue a la cocina, dejó la bolsa en la mesa y se sentó en una silla.

—Nada. —Sacudió la cabeza con cansancio, se soltó la coleta y se pasó la mano por el cabello suelto—. Registré la puñetera casa de arriba abajo. Empiezo a pensar que esos cuadros no fueron más que una invención de Amelie.

Tobias la miró fijamente. La decepción era inmensa.

—No puede ser —objetó con vehemencia—. ¿Por qué se iba a inventar algo así?

—Ni idea. Tal vez quisiera darse importancia —replicó Nadja, encogiéndose de hombros. Parecía agotada y tenía ojeras. La situación parecía afectarle tanto como a él—. Comamos algo primero —propuso mientras echaba mano de la bolsa—. He traído comida china.

Aunque Tobias no había probado bocado en todo el día, el apetitoso olor que salía de las bolsas de papel no lo atraía. ¿Cómo podía pensar ella en comer en un momento así? Amelie no se había inventado lo de los cuadros, ¡de eso nada! No era la clase de chica que quería darse pisto, ahí Nadja se equivocaba de medio a medio. Sin decir nada, vio cómo abría una bolsa, separaba los palillos y se ponía a comer.

—La Policía me está buscando.

—Lo sé —replicó ella con la boca llena—. Haré todo lo que pueda para ayudarte.

Tobias se mordió los labios. Maldita sea, lo cierto era que no podía reprocharle nada, pero le volvía completamente loco estar condenado a la inactividad. Le habría gustado salir a buscar por su cuenta a Amelie, pero lo detendrían en cuanto pusiera un pie en la calle. No le quedaba más remedio que ser paciente y confiar en Nadja.

Bodenstein aparcó en la acera de enfrente, apagó el motor y permaneció al volante. Desde allí podía observar las idas y venidas de Cosima por la ventana de la cocina, que estaba iluminada. Había hablado con Engel, por lo de Behnke. Como era de esperar, el incidente se extendió como la pólvora por toda la sección. Nicola Engel había ratificado la suspensión de Behnke, pero ahora Bodenstein tenía un serio problema de personal, pues no solo faltaba Behnke, sino también Hasse.

De camino a casa, Bodenstein fue rumiando cómo debía comportarse con Cosima. ¿Recoger sus cosas en silencio y desaparecer? No, tenía que oír la verdad de boca de su mujer. No estaba enfadado, tan solo estaba muy dolido por la tremenda decepción. Tras algunos minutos de titubeo, se bajó del coche y cruzó despacio la calle mojada. La casa que Cosima y él construyeran juntos, en la que había vivido y sido feliz veinte años, de la que conocía cada rincón, de pronto se le antojaba ajena. Por la tarde le apetecía llegar a casa. Le apetecía ver a Cosima, a sus hijos, al perro, le apetecía ocuparse del jardín en verano, pero ahora le daba pánico abrir la puerta. ¿Cuánto hacía que Cosima se tumbaba a su lado en la cama mientras en el fondo deseaba a otro hombre, que la acariciaba y la besaba y se acostaba con ella? ¡Si no la hubiera visto con ese tipo! Pero la vio, y ahora todo en él gritaba ¿por qué?, ¿desde cuándo?, ¿cómo?, ¿dónde?

Jamás habría creído que alguna vez se vería en semejante situación. Su matrimonio había sido bueno hasta que… sí, hasta que Sophia vino al mundo. Después, Cosima cambió. Siempre había sido muy inquieta; sin embargo, sus expediciones a países lejanos habían satisfecho su ansia de libertad y aventura lo bastante para poder soportar la cotidianidad los meses restantes. Él lo sabía y había aceptado sus viajes sin rechistar, aunque nunca le gustaron aquellas largas separaciones. Desde que naciera Sophia, es decir, desde hacía apenas dos años, Cosima estaba en casa. Nunca le manifestó que se sintiera insatisfecha, pero si volvía la vista atrás, Bodenstein veía los cambios. Antes nunca se peleaban, ahora lo hacían a menudo, y por cosas sin importancia. Se dirigían reproches, de pronto criticaban las manías del otro. Bodenstein se encontró ante la puerta con la llave preparada cuando, repentina e inesperadamente, se inflamó de ira. Su mujer le había ocultado su embarazo durante semanas. Era ella quien había decidido tener ese hijo, a él se limitó a exponerle los hechos consumados. Y eso que debía de tener claro que con un niño su vida nómada terminaría al menos durante un tiempo.

Abrió la puerta. El perro saltó de su sitio y se acercó a saludarlo alegremente. Cuando Cosima apareció en la puerta de la cocina, a Bodenstein le dio un vuelco el corazón.

—Hola —lo saludó risueña—. Llegas tarde. ¿Ya has cenado?

Allí estaba, con el mismo jersey de cachemir verdeceladón que llevaba ese mediodía en el Ebony Club, la misma de siempre.

—No —respondió él—. No tengo apetito.

—Si te apetece, hay albóndigas y ensalada de pasta en la nevera.

Dio media vuelta con la intención de entrar de nuevo en la cocina.

—Hoy no has estado en Maguncia —afirmó él. Cosima se detuvo y se volvió. Bodenstein no quería que le mintiera, por eso siguió hablando antes de que ella pudiera decir nada—. Te vi a mediodía en el Ebony Club. Con Alexander Gavrilow. No lo niegues, por favor.

Ella cruzó los brazos y lo miró. No se oía un ruido, y el perro notó la repentina tensión y regresó silenciosamente a su sitio.

—En las últimas semanas casi no has estado en Maguncia —prosiguió Bodenstein—. Hace unos días, salía del Instituto Anatómico Forense y te vi delante por casualidad. Te llamé y vi que cogías el teléfono. Y me dijiste que seguías en Maguncia. —Calló. En algún rincón de su corazón aún esperaba que ella se riera y le diese alguna explicación inocua. Pero no se rio, no negó nada. Estaba allí de pie sin más, con los brazos cruzados. Ni rastro de culpabilidad—. Te lo ruego, sé sincera conmigo, Cosima. —Notó que su voz era lastimera—. ¿Tienes… tienes… un lío con Gavrilow?

—Sí —le contestó tranquilamente.

A Bodenstein se le vino el mundo encima, pero por fuera consiguió mantener la calma, como ella.

—¿Por qué? —se mortificó.

—Oliver, por favor. ¿Qué quieres que te diga?

—A ser posible, la verdad.

—Coincidí con él en verano por casualidad en una inauguración en Wiesbaden. Tiene un despacho en Frankfurt, está preparando un proyecto y busca patrocinadores. Hablamos por teléfono un par de veces. Se le ocurrió que yo podía hacer una película sobre su expedición. Sabía que no te gustaría, así que primero quería escuchar qué tenía en mente. Por eso no te conté que lo había visto. En fin. Al final pasó lo que tenía que pasar. Creí que sería un desliz, pero después… —se calló y luego sacudió la cabeza.

A él le resultaba inconcebible que su mujer se hubiera topado con otro hombre y hubiese iniciado una relación sin que él intuyera nada. ¿Tan estúpido, tan confiado había sido? ¿Tan ocupado había estado consigo mismo? Evocó la letra de una canción con la que Rosalie estuvo torturándolos a todos durante la peor fase de su pubertad: «¿Qué tiene él que no tenga yo? Dime qué es. Aunque ya es demasiado tarde, ¿qué echabas de menos?». Una canción estúpida… y de pronto encerraba tanta verdad. Bodenstein dejó plantada a Cosima y subió la escalera camino del dormitorio. Si se hubiera quedado un minuto más, habría estallado, le había gritado a la cara lo que opinaba de los aventureros como Gavrilow que se liaban con mujeres casadas y madres de hijos pequeños. Probablemente tuviera amoríos por todo el mundo, ese calavera. Abrió todos los armarios, sacó una bolsa de viaje de uno de los cajones de arriba, la llenó al azar de ropa interior, camisas y corbatas y encima del todo echó dos trajes. Después fue al cuarto de baño y metió sus artículos de aseo en un neceser. A los diez minutos bajaba la escalera con la bolsa a rastras. Cosima seguía en el mismo sitio.

—¿Adónde vas? —le preguntó con voz queda.

—Me marcho —respondió sin mirarla. Abrió la puerta y salió a la noche.