Martes, 18 de noviembre

Tenía abierto el periódico delante, en la mesa. En Altenhain había vuelto a desaparecer una chica, y ello, muy poco después de que encontraran el esqueleto de Laura Wagner. Lars Terlinden era consciente de que en su despacho acristalado podían verlo desde la sala de operaciones y desde el vestíbulo, razón por la cual resistió el impulso de enterrar el rostro en las manos. ¡Ojalá no hubiese vuelto a Alemania! En su afán de ganar aún más dinero, hacía dos años había renunciado a su puesto de operador de derivados en Londres, un empleo de por sí bien remunerado, para pasar a la dirección de un gran banco suizo en Frankfurt, cosa que en el sector causó un revuelo considerable, ya que a fin de cuentas, acababa de cumplir veintiocho años. Sin embargo, el «niño prodigio alemán», como lo llamó el Wall Street Journal, parecía poder con todo, y sucumbió a la ilusión de que era el más grande y el mejor. Ahora se había dado de bruces con la cruda realidad, y además debía afrontar su pasado y reconocer lo que había hecho por cobardía. Lars Terlinden exhaló un hondo suspiro. Su único error, que tuvo enormes consecuencias, fue seguirlos a escondidas desde el lugar de las fiestas, impulsado por la absurda necesidad de confesarle su amor a Laura. ¡Ojalá lo hubiese dejado pasar! ¡Ojalá! Sacudió la cabeza, cerró el periódico con decisión y lo tiró a la papelera. No servía de nada luchar contra el pasado. Necesitaba toda su concentración para resolver los problemas que tenía en ese momento. Había demasiado en juego como para dejarse distraer por esa historia. Tenía familia y numerosos compromisos financieros a los que en una época de crisis económica solo podía hacer frente a duras penas: no había terminado de pagar la mansión en el Taunus ni la finca en Mallorca y los plazos de su Ferrari y del todoterreno de su mujer llegaban todos los meses. Sí, se veía atrapado de nuevo en una espiral. Y esa espiral, cada vez era más consciente de ello, descendía en picado a una velocidad de vértigo. ¡Que le dieran a Altenhain!

Llevaba tres horas sentado ante la casa de Karpfenweg, contemplando el agua de la dársena. No le molestaban ni el frío pelón ni las miradas escépticas de los vecinos del edificio, que al pasar escrutaban con recelo su rostro destrozado. En casa no aguantaba más, y aparte de Nadja no se le ocurría nadie con quien pudiera hablar. Y tenía que hablar con alguien, de lo contrario iba a reventar. Amelie había desaparecido, en Altenhain la Policía había puesto en marcha un operativo gigantesco y no dejaba piedra por remover, igual que entonces. Y una vez más él sentía que era inocente, pero la duda le roía por dentro con unos dientecillos afilados. ¡El maldito alcohol! No volvería a probarlo. Oyó un taconeo. Tobias levantó la cabeza y vio a Nadja, que se acercaba a él deprisa, el móvil pegado a la oreja. De repente se preguntó si sería bienvenido. Verla acentuó la opresiva sensación de no estar a su altura que lo asaltaba siempre en presencia de la chica. Se sentía como un pobretón, con su cazadora de cuero barata y vieja y la cara hecha polvo. Quizá fuera mejor largarse de allí y no volver jamás.

—¡Tobi! —Nadja se guardó el teléfono y corrió hacia él horrorizada—. ¿Qué estás haciendo aquí, con el frío que hace?

—Amelie ha desaparecido —respondió él—. La Policía ha estado en casa.

Se incorporó como buenamente pudo. Tenía las piernas heladas y le dolía la espalda.

—¿Y eso?

Se frotó las manos y se echó el aliento.

—Ya sabes, un asesino siempre será un asesino. Además, no tengo coartada para la hora en la que desapareció.

Nadja lo miró fijamente.

—Antes de nada, vamos dentro.

Sacó la llave y abrió la puerta. Él la siguió, envarado.

—¿Dónde estabas? —preguntó cuando subían al ático en el ascensor de cristal—. Llevo esperando varias horas.

—En Hamburgo, ya lo sabes. —Ella cabeceó y apoyó su mano en la de Tobias con expresión preocupada—. Deberías comprarte un móvil de una vez.

Solo entonces recordó que el sábado Nadja había volado a Hamburgo para rodar. Su amiga lo ayudó a quitarse la cazadora y lo llevó hacia la cocina.

—Siéntate —dijo—. Te haré un café para que entres en calor. Anda, que…

Dejó el abrigo en el respaldo de una silla. Su móvil empezó a sonar, pero ella lo desoyó y se centró en la cafetera.

—Estoy muy preocupado por Amelie —comentó Tobias—. Lo cierto es que no tengo la menor idea de qué sabe ni de con quién ha hablado al respecto. Si le ha pasado algo solo porque quería ayudarme, todo habrá sido culpa mía.

—No fuiste tú quien la obligó a husmear en el pasado —objetó Nadja, y puso dos tazas de café en la mesa, sacó leche de la nevera y se sentó frente a él. Sin maquillar y con ojeras, parecía cansada. Le cogió la mano—. Vamos, tómate el café. Y después, a la bañera, para que te quites el frío del cuerpo.

¿Por qué no entendía Nadja lo que le pasaba? ¡No quería tomar un maldito café ni meterse en la bañera! Quería oír de su boca que creía en su inocencia y analizar con ella lo que podía haberle pasado a Amelie. Pero en lugar de eso, ella hablaba de café y de entrar en calor, ¡como si fuese importante en ese momento!

El móvil de Nadja sonó de nuevo, y poco después el fijo. Ella exhaló un suspiro, se levantó y lo cogió. Tobias clavó la vista en la mesa. Aunque estaba claro que el policía no le creyó, estaba más preocupado por Amelie que por él mismo. Nadja volvió, se situó tras él y le echó los brazos al cuello. Lo besó en la oreja y en la mejilla sin afeitar. Tobias hubo de contenerse para no quitársela de encima con malas maneras. No estaba para cariñitos. ¿Es que no se daba cuenta? Se le puso la carne de gallina cuando Nadja le pasó el índice por la marca que le había dejado la cuerda de la ropa en el cuello. Para que parase, la cogió por la muñeca, echó la silla hacia atrás y la sentó en su regazo.

—El sábado por la noche estuve con Jörg y Felix y unas cuantas personas más en el taller del tío de Jörg —comenzó con voz baja—. Primero bebimos cerveza y luego, esa mezcla de Red Bull y vodka. Me tumbó. Cuando desperté el domingo por la tarde, tenía una resaca de tres pares de narices y una laguna inmensa.

Los ojos de ella estaban prácticamente pegados a los suyos, lo miraba con atención.

—Mmm… —se limitó a murmurar. Y Tobias creyó entender lo que pensaba.

—Dudas de mí —le reprochó, y la apartó—. Crees que… que he matado a Amelie, igual que hice con Laura y con Stefanie, ¿no es cierto?

—¡No! ¡No es verdad! —afirmó ella—. ¿Por qué ibas a hacerle nada a Amelie? Ella solo quería ayudarte.

—Precisamente. Y no lo entiendo. —Se levantó, se apoyó en la nevera y se pasó una mano por el pelo—. La cosa es que no me acuerdo de lo que pasó entre las nueve y media de la noche y las cuatro de la tarde del domingo. En principio podría haberlo hecho, y la poli opina lo mismo. Además, Amelie me llamó un montón de veces. Y mi padre dice que me llevó a casa la doctora Lauterbach a la una y media de la madrugada. Me encontró borracho perdido en la parada del autobús de delante de la iglesia.

—Maldita sea —masculló Nadja, y se sentó.

—Tú lo has dicho. —Tobias se relajó un poco, echó mano de los cigarrillos que había en la mesa y encendió uno—. La pasma me ha dicho que no me ausente.

—¿Por qué?

—Porque soy sospechoso, así de sencillo.

—Pero… pero no pueden hacer eso —repuso Nadja.

—Claro que pueden —cortó él—. Ya lo hicieron una vez. Y eso me costó diez años.

Inhaló el humo del cigarrillo y miró la oscuridad brumosa, gris. Los pocos días de buen tiempo habían terminado, noviembre mostraba su cara más desapacible. Los nubarrones bajos descargaban una lluvia recia que golpeaba los ventanales. El puente Friedensbrücke no era más que una silueta vaga.

—Tiene que haber sido alguien que sabe la verdad —aventuró Tobias al tiempo que asía la taza de café.

—¿De qué estás hablando? —Nadja lo observaba con la cabeza algo ladeada. Tobias alzó la mirada y le molestó verla tan tranquila y contenida.

—De Amelie —repuso él, y reparó que ella enarcaba ligeramente las cejas—. Estoy seguro de que averiguó algo peligroso. Al parecer, Thies le dio un cuadro, o varios, pero no me dijo lo que había pintado. Creo que alguien se sintió amenazado por ella.

La puerta, alta y con puntiagudos remates dorados que daba paso a la propiedad de los Terlinden, estaba cerrada, y tras llamar varias veces no abrió nadie. Una pequeña cámara con una luz roja parpadeante seguía cada uno de sus movimientos. Pia se encogió de hombros para indicar a su jefe, que se había quedado en el coche hablando por teléfono, que no había nada que hacer. Ya habían intentado hablar con Claudius Terlinden en su empresa, en vano. Debido a un problema personal, no se encontraba en el despacho, sintió comunicarles su secretaria.

—Vamos a ver a los Sartorius. —Bodenstein arrancó y fue marcha atrás para dar media vuelta—. Terlinden no corre prisa…

Pasaron por delante de la entrada trasera de la propiedad de los Sartorius, repleta de policías. La orden de registro había sido cursada sin vacilar. La noche anterior, tarde, Kathrin Fachinger llamó a Pia para decírselo. Sin embargo, más que nada quería contarle cómo había ido la cosa con los de Asuntos Internos. En efecto, la indulgencia de que había disfrutado Behnke hasta entonces era cosa del pasado; ni siquiera la intervención de Bodenstein consiguió evitarlo. Dado que no había solicitado permiso para desempeñar el otro empleo, Behnke sería expedientado, se haría constar una amonestación en su hoja de servicios y casi con seguridad sería degradado. Además, Engel le había dicho a la cara sin ambages que si se comportaba de manera inapropiada con Kathrin Fachinger o se atrevía a amenazarla, ella se ocuparía de que fuera suspendido de inmediato. Por su parte, Pia probablemente no hubiese formulado una queja oficial contra él. ¿Señal de cobardía o de lealtad entre compañeros? Había de admitir que admiraba a la joven Kathrin por su valor al denunciar a Frank Behnke a Asuntos Internos. Era evidente que todo el mundo la había subestimado.

Delante del Zum Goldenen Hahn, el aparcamiento, por lo común vacío, también estaba lleno de vehículos policiales. En la acera de enfrente, a pesar de la lluvia, se habían reunido los curiosos, seis o siete personas de cierta edad que no tenían nada mejor que hacer. Bodenstein y Pia se bajaron del coche. Hartmut Sartorius estaba tratando de borrar otra pintada de la fachada del antiguo restaurante con un cepillo, una empresa inútil. «¡ATENCIÓN, AQUÍ VIVE UN ASESINO!», ponía.

—No se irá con lejía —advirtió Bodenstein.

El hombre se volvió. Estaba lloroso y era la viva imagen del dolor, con el cabello mojado y el mono azul empapado.

—¿Por qué no nos dejan en paz? —preguntó desesperado—. Antes éramos buenos vecinos, nuestros hijos jugaban juntos. Ahora solo hay odio.

—Vayamos dentro —propuso con tacto Pia—. Le enviaremos a alguien para que quite eso.

Sartorius dejó caer el cepillo en el cubo.

—Sus hombres lo están poniendo todo patas arriba —afirmó en tono acusador—. Y el pueblo entero vuelve a hablar. ¿Qué quieren de mi hijo?

—¿Está aquí?

—No. —Se encogió de hombros—. No sé dónde ha ido. Ya no sé nada de nada.

Su mirada esquivó a Pia y a Bodenstein. De pronto, y con una ira que los sorprendió a ambos, Sartorius cogió el cubo y echó a correr por el aparcamiento. Pareció crecerse ante sus ojos, por un momento se convirtió en el hombre que debió de ser en su día.

—¡Largo de aquí, cabrones! —bramó, y lanzó el cubo con la lejía caliente al otro lado de la calle, hacia los mirones—. ¡Fuera! ¡Dejadnos en paz!

Soltó un gallo, y estaba a punto de abalanzarse hacia ellos cuando Bodenstein consiguió cogerlo por el brazo. En ese momento se vino abajo con la misma rapidez con la que se había encendido. Bajo la firme presión de Bodenstein, Sartorius se desinfló como un globo.

—Disculpen —dijo bajando la voz, y una sonrisa trémula asomó a su rostro—. Tendría que haberlo hecho hace tiempo.

Dado que los criminólogos estaban registrando la casa, Hartmut Sartorius abrió la puerta trasera del restaurante y condujo a Pia y Bodenstein al gran salón de aire rústico, donde todo parecía indicar que había cerrado únicamente para la hora de comer. Las sillas estaban encima de las mesas, en el suelo no se veía una mota de polvo, las cartas, encuadernadas en polipiel, formaban un montón ordenado junto a la caja. La barra no podía estar más lustrosa, el grifo de la cerveza brillaba, los taburetes estaban perfectamente alineados. Pia echó un vistazo y se quedó helada. En ese sitio el tiempo parecía haberse detenido.

—Vengo todos los días —explicó Sartorius—. Mis padres y mis abuelos explotaban la granja y regentaban el Zum Goldenen Hahn. Y no soy capaz de deshacerme de esto.

Cogió las sillas de una mesa redonda próxima a la barra e invitó a Bodenstein y Pia a sentarse.

—¿Quieren tomar algo? ¿Un café?

—Sí, por favor. —Bodenstein sonrió, y Sartorius se apresuró a la barra, sacó tazas del armario e introdujo café en grano en la máquina. Unos movimientos familiares, realizados miles de veces, que le proporcionaban seguridad. Mientras, habló animadamente de antes, cuando aún sacrificaba y cocinaba él mismo los animales y elaboraba su propia sidra.

—La gente venía desde Frankfurt —contó, el orgullo teñía claramente su voz—. Expresamente por nuestra sidra. Aquí, antes venía todo el mundo. Arriba, en el salón grande, teníamos celebraciones todas las semanas. Antes, con mis padres, había cine y combates de boxeo y un montón de cosas más. Antes, la gente aún no tenía coche y no iba a comer a otra parte.

Bodenstein y Pia se miraron en silencio. Allí, en su reino, Hartmut Sartorius volvía a ser el cocinero preocupado por el bienestar de sus clientes al que enfadaban las pintadas de la fachada, ya no era la sombra sometida y humillada en que lo habían convertido las circunstancias. Solo entonces comprendió Pia la verdadera trascendencia de la pérdida sufrida por ese hombre, y sintió una profunda compasión. Pensaba preguntarle por qué no se había marchado de Altenhain después de lo que sucedió, pero no era necesario: Hartmut Sartorius estaba tan enraizado en el pueblo donde había vivido su familia durante generaciones como el castaño del jardín.

—Han despejado esto —empezó Bodenstein—. Debe de haberles dado mucho trabajo.

—Lo ha hecho Tobias. Quiere que lo venda todo —repuso el hombre—. La verdad es que tiene razón, aquí no hay nada que hacer. Pero el problema es que la propiedad ya no me pertenece.

—¿Y a quién le pertenece?

—Tuvimos que reunir mucho dinero para pagar al abogado de Tobias —contó solícito Sartorius—. Estaba por encima de nuestras posibilidades, sobre todo porque ya nos habíamos endeudado para comprar la nueva cocina del restaurante, un tractor y algunas cosas más. Pude ir pagando las deudas a plazos durante tres años, pero después… Los clientes dejaron de venir, tuve que cerrar el local. De no haber sido por Claudius, nos habríamos visto en la calle de la noche a la mañana.

—¿Claudius Terlinden? —preguntó Pia al tiempo que sacaba su libreta. De pronto entendió a qué se había referido Andrea Wagner no hacía mucho cuando dijo que no quería acabar como los Sartorius. Prefería trabajar a pasar a depender de Claudius Terlinden.

—Sí, Claudius fue el único que nos apoyó. Buscó al abogado y después fue a ver a Tobias con regularidad a la cárcel.

—Ya.

—La familia Terlinden lleva en Altenhain lo mismo que la nuestra. El bisabuelo de Claudius era el herrero del pueblo, hasta que gracias a un invento consiguió dinero para abrir una cerrajería. Luego, el abuelo de Claudius fundó la empresa y construyó la villa del bosque —continuó Hartmut Sartorius—. Los Terlinden siempre han tenido mucho peso social y han hecho mucho por el pueblo, por los trabajadores y por sus familias. Hoy en día no tendrían por qué hacerlo, pero Claudius siempre está dispuesto a echar una mano. Ayuda a cualquiera que esté en un apuro. Sin su respaldo, las asociaciones del pueblo no tendrían nada que hacer. Hace unos años les regaló a los bomberos un nuevo vehículo autobomba, forma parte de la junta directiva del club deportivo y patrocina los dos equipos. Le deben hasta el campo de césped artificial. —Se quedó ensimismado un instante, pero Bodenstein y Pia no interrumpieron su discurso. Al cabo de un rato continuó—: Claudius incluso le ha ofrecido un empleo a Tobias en su empresa. Hasta que encuentre otra cosa. Además, antes Lars era el mejor amigo de Tobias. Entraba y salía de nuestra casa como si fuese nuestro hijo, y lo mismo Tobias con los Terlinden.

—Lars —repitió Pia—. Es disminuido psíquico, ¿no?

—Ah, no, Lars no. —Sartorius sacudió la cabeza con vehemencia—. Ese es Thies, el hermano mayor. Y no es disminuido psíquico, sino autista.

—Si mal no recuerdo —terció Bodenstein, que se había informado de manera exhaustiva del antiguo caso gracias a Pia—, por aquel entonces también se sospechó de Claudius Terlinden. ¿Acaso no afirmó su hijo que Terlinden había tenido algo con Laura? Lo cierto es que podría haberse puesto en contra de Tobias.

—No creo que hubiera nada entre Claudius y esa chica —contestó Sartorius tras una breve reflexión—. La muchacha era guapa y un poco fresca. Su madre era el ama de llaves de los Terlinden, y por eso Laura iba por allí a menudo. Le contó a Tobias que Claudius andaba detrás de ella, probablemente para darle celos. Le ofendió mucho que mi hijo la dejara, pero Tobias estaba enamorado hasta las trancas de Stefanie, y Laura no tenía nada que hacer. La verdad es que Stefanie era otra cosa. Toda una mujer, muy guapa y muy segura de sí misma.

—Blancanieves —apuntó Pia.

—Sí, así empezaron a llamarla cuando consiguió el papel.

—¿Qué papel? —quiso saber Bodenstein.

—Bueno, en una función del instituto. Las demás chicas se morían de envidia. Al fin y al cabo, Stefanie era la nueva, y a pesar de todo le dieron el codiciado papel de protagonista en la obra del Teatro AG.

—Pero Laura y Stefanie eran amigas, ¿no? —se interesó Pia.

—Iban a la misma clase junto con Nathalie. Se entendían bien y formaban parte de la misma pandilla —expuso Sartorius, cuyos pensamientos vagaban por un pasado más apacible.

—¿Quiénes?

—Laura, Nathalie y los muchachos: Tobias, Jörg, Felix, Michael y otros, cuyos nombres no recuerdo. Cuando Stefanie llegó a Altenhain no tardó en unirse a ellos.

—Y Tobias dejó a Laura por ella.

—Sí.

—Pero después Stefanie lo dejó a él. ¿Por qué?

—No lo sé a ciencia cierta. —Sartorius se encogió de hombros—. ¿Quién sabe cómo piensan los jóvenes? Al parecer, se encaprichó de su profesor.

—¿De Gregor Lauterbach?

—Sí. —El semblante del hombre se ensombreció—. De ahí también sacaron un móvil en el juicio: Tobias estaba celoso del profesor y por eso… mató a Stefanie. Pero es absurdo.

—¿Quién se hizo con el papel principal de la obra de teatro cuando no pudo representarlo Stefanie?

—Si la memoria no me falla, fue Nathalie.

Pia miró a Bodenstein.

—Nathalie, es decir, Nadja. Siempre se ha mantenido fiel a su hijo —observó—. Hasta hoy. ¿Por qué?

—Los Unger viven pegados a nosotros —respondió el hombre—. Para Tobias, Nathalie era como una hermana pequeña. Después se convirtió en su mejor amiga. Era… una compañera. Muy campechana, nada caprichosa. Algo marimacho. Tobias y sus amigos siempre la trataban como si fuera un chico, porque lo hacía todo con y como ellos. Montaba en moto, se subía a los árboles y se pegaba con todos cuando eran pequeños.

—Volvamos de nuevo a Claudius Terlinden —indicó Bodenstein, pero en ese momento, por la puerta trasera del restaurante, que solo estaba entornada, entró Behnke seguido de otros dos policías. Esa mañana, Bodenstein lo había puesto al frente del registro de la casa. Se acercó a la mesa flanqueado por sus compañeros, como dos ayudantes de campo.

—Hemos encontrado algo interesante en la habitación de su hijo, señor Sartorius.

Pia vio el brillo triunfal en los ojos de Behnke, el gesto de arrogancia en su boca. En situaciones como esa disfrutaba haciendo gala de la superioridad que le confería su cargo, un rasgo mezquino que Pia despreciaba profundamente.

Sartorius volvió a desplomarse como por arte de magia.

—Esto —anunció Behnke, sin perder de vista a Sartorius—. Estaba en el bolsillo trasero de unos vaqueros en el cuarto de su hijo. —Infló las aletas nasales con aire victorioso—. ¿Es esto de su hijo? ¿Eh? Lo dudo mucho. Aquí detrás hay unas iniciales escritas con Edding, mire.

Bodenstein carraspeó de manera expresiva y alargó la mano al tiempo que hacía un movimiento exhortativo con el índice. A Pia le entraron ganas de darle un beso a su jefe y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír de oreja a oreja. Sin palabras altisonantes, puso en su sitio a aquel necio ante los de Criminalística. Casi se oyó el colérico rechinar de dientes de Behnke cuando entregó a su jefe la bolsa de plástico con su botín de mala gana.

—Gracias —dijo Bodenstein sin tan siquiera mirarlo—. Podéis seguir fuera.

El afilado rostro de Behnke palideció primero y después enrojeció de ira debido a esa llamada al orden. ¡Ay del pobre diablo que se cruzara en su camino y cometiera un error! A continuación miró a Pia, que sin embargo consiguió poner cara de absoluta indiferencia. Entre tanto, Bodenstein observó detenidamente el hallazgo de la bolsa de plástico y arrugó la frente.

—Parece el teléfono de Amelie Fröhlich —dijo con gravedad cuando Behnke y los otros dos policías se hubieron ido—. ¿Cómo ha podido ir a parar al bolsillo del pantalón de su hijo?

Hartmut Sartorius, pálido, sacudió la cabeza desconcertado.

—No… no tengo ni idea —musitó—. De veras que no.

El móvil de Nadja sonó y vibró, pero ella se limitó a mirar de pasada la pantalla y lo apartó.

—Contesta. —Poco a poco la melodía empezaba a sacar de quicio a Tobias—. El que sea no se cansa.

Ella echó mano del aparato y respondió.

—Hola, Hartmut —contestó, y miró a Tobias, que se incorporó sin querer. ¿Qué querría su padre de Nadja?—. ¿Cómo? … ajá… Ya, entiendo. —Escuchaba sin perderlo de vista—. No… lo siento. No está aquí… No, no sé dónde puede estar. Yo acabo de volver de Hamburgo… Sí, sí, claro. Si se pone en contacto conmigo, se lo diré.

Colgó, y por unos momentos reinó el silencio absoluto.

—Has mentido —comentó Tobias—. ¿Por qué?

Nadja no contestó de inmediato. Bajó la mirada y suspiró. Cuando la alzó de nuevo, pugnaba por no llorar.

—La Policía está registrando vuestra casa —dijo con la voz entrecortada—. Quieren hablar contigo.

¿Un registro? ¿A santo de qué? Tobias se puso en pie. No podía dejar solo a su padre en semejante situación. Hacía tiempo que había llegado ya al límite de lo soportable.

—Por favor, Tobi —pidió Nadja—. No vayas. No… no… permitiré que te vuelvan a detener.

—¿Quién ha dicho que me quieran detener? —repuso él sorprendido—. Probablemente solo tengan intención de hacerme algunas preguntas.

—¡No!

Nadja se levantó de un salto y la silla cayó, golpeando estrepitosamente el suelo de granito. Tenía la desesperación escrita en el rostro, las lágrimas brotaban de sus ojos.

—¿Qué te pasa?

Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. Sin entender a qué venía ese comportamiento, Tobias le acarició la espalda y la abrazó.

—Han encontrado el móvil de Amelie en unos vaqueros tuyos. —Su voz sonó amortiguada contra su cuello. Tobias, estupefacto, se zafó de Nadja desconcertado. ¡Tenía que tratarse de un error! ¿Cómo había ido a parar el móvil de Amelie a sus pantalones?—. No te vayas —le suplicó ella—. Vayámonos a algún sitio. Lejos de aquí, hasta que todo se haya aclarado.

Tobias seguía mudo, la mirada absorta. Intentaba con todas sus fuerzas controlar su perplejidad. Apretó los puños y los relajó. ¿Qué había sucedido durante las horas que no recordaba?

—¡Te detendrán! —exclamó ella, moderadamente contenida, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano—. Y lo sabes. Y no tendrás nada que hacer.

Tobias sabía que tenía razón. Los acontecimientos se repetían de una manera inquietante. La cadena de Laura, que encontraron en el establo, fue lo que se utilizó para probar su culpabilidad. Sintió el cosquilleo de pánico que le subía por la espalda y se dejó caer pesadamente en la silla de la cocina. No cabía duda de que él era el asesino ideal. El hecho de que el móvil de Amelie estuviera en el bolsillo de su pantalón serviría para que le cargaran el muerto y le echaran el lazo al cuello en cuanto apareciera. De pronto volvió a sentir la congoja de entonces, las dudas empezaron a asaltarlo como un pus ponzoñoso que le recorría las venas, el cuerpo y cada rincón del cerebro. «¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!» Tantas veces se lo dijeron, que hasta él mismo acabó convencido de que lo había hecho. Miró a Nadja.

—Muy bien —farfulló con voz bronca—. No iré, pero… ¿y si de verdad he sido yo?

—Ni una palabra a la prensa ni a nadie de lo del móvil —ordenó Bodenstein. Los agentes que habían tomado parte en el registro de la casa estaban reunidos bajo la puerta cochera. Llovía a cántaros, y para colmo, en las últimas veinticuatro horas las temperaturas habían bajado diez grados. Con el agua se mezclaban los primeros copos de nieve.

—¿Por qué no? —objetó Behnke—. El tío ese pone pies en polvorosa tan tranquilo y nosotros nos quedamos con un palmo de narices, como si fuéramos idiotas.

—No quiero desatar una caza de brujas —adujo Bodenstein—. El ambiente en el pueblo ya está bastante caldeado. No quiero ni una sola filtración hasta que yo haya hablado con Tobias Sartorius. ¿Está claro?

Los hombres y mujeres asintieron; solo Behnke se cruzó de brazos en señal de rebeldía y cabeceó. La humillación de antes ardía en él como una mecha, y Bodenstein lo sabía. Además, Behnke había entendido perfectamente lo que significaba su presencia en Criminalística: esa degradación era un castigo. En la conversación que mantuvieron a solas, Bodenstein había explicado a su subordinado la amarga decepción que le había causado su abuso de confianza. En los últimos doce años, Bodenstein siempre había resuelto generosamente los problemas en los que se metía Behnke por culpa de su carácter explosivo. Pero eso, le dijo con suma claridad, se había terminado. Ni siquiera sus problemas familiares excusaban esa contravención de las normas. Bodenstein esperaba que el otro se aviniera a sus órdenes, ya que de lo contrario no sería posible impedir una inminente suspensión de sus funciones. Se despidió de Behnke con una mirada malhumorada, dio media vuelta y siguió a Pia hasta el coche a buen paso.

—Dicta una orden de búsqueda contra Tobias Sartorius. —Puso en marcha el coche, pero no salió—. Maldita sea, estaba seguro de que encontraríamos alguna huella de la muchacha en la casa.

—Crees que fue él, ¿no? —Pia cogió el teléfono y llamó a Ostermann. Los limpiaparabrisas barrían el cristal, la calefacción estaba al máximo. Bodenstein se mordió el labio inferior con aire pensativo. Para ser sincero, no entendía nada. Cada vez que intentaba concentrarse en el caso, se interponía la imagen de una Cosima desnuda entre las sábanas revolcándose con un desconocido. ¿Se habría visto el día anterior con su amante? Cuando llegó a casa, tarde, ella ya dormía. Aprovechó la ocasión para fisgar su móvil, y constató que las llamadas y los mensajes habían desaparecido. Esa vez ya no sintió remordimientos de conciencia, tampoco cuando hurgó en su bolso y en el abrigo. A punto estuvo de desechar sus sospechas de nuevo cuando en la cartera, escondidos entre las tarjetas de crédito, encontró dos condones.

—¡Oliver! —La voz de Pia lo sacó de sus pensamientos—. En el diario de Amelie, Kai ha llegado a un punto en el que la chica escribe que, por lo visto, el vecino la espera por las mañanas para llevarla hasta la parada del autobús.

—Sí, ¿y?

—Que el vecino es Claudius Terlinden.

Bodenstein no entendía adónde quería llegar su colaboradora. Era incapaz de pensar. No tenía la cabeza despejada para dirigir esa investigación.

—Tenemos que hablar con él —añadió Pia con cierta impaciencia—. Sabemos demasiado poco del entorno de la chica como para centrarnos en Tobias Sartorius como único autor posible.

—Sí, tienes razón. —Dio marcha atrás y salió a la calzada.

—¡Cuidado! ¡El autobús! —chilló Pia, pero fue demasiado tarde. Se oyó un chirriar de frenos, metal contra metal, y un fuerte golpe sacudió el coche. Bodenstein se golpeó en la cabeza contra el parabrisas—. ¡Genial! —Pia se desabrochó el cinturón y se bajó.

Aturdido, Bodenstein miró hacia atrás y a través de la luna empañada distinguió el contorno de un vehículo de gran tamaño. Algo caliente le corría por la cara; se tocó la mejilla y se quedó mirando la sangre en su mano con perplejidad. Solo entonces cayó en la cuenta de lo ocurrido. La idea de salir a la lluvia y ponerse a discutir con un conductor de autobús enfadado en mitad de la carretera le repateaba. La puerta se abrió.

—Madre, si estás sangrando.

En un principio, la voz de Pia sonó asustada, pero después rompió a reír. A sus espaldas, en la calle, el gentío se agolpaba bajo la lluvia. Casi todos los compañeros que habían tomado parte en el registro de la casa querían examinar los daños sufridos por el BMW y el autobús.

—¿Qué hay de gracioso en esto? —gruñó Bodenstein.

—Perdona. —Pia descargaba la tensión de las últimas horas en forma de un ataque de risa casi histérico—. Pero es que, no sé por qué, pensé que tu sangre sería azul y no roja.

Casi había oscurecido cuando Pia cruzaba el portón de entrada de la propiedad de los Terlinden, que en esta ocasión estaba abierto, en un BMW abollado que aún funcionaba. Había sido una auténtica casualidad que la doctora Lauterbach se encontrara en su «sucursal», como ella la denominaba. Por lo general solo pasaba consulta en el antiguo ayuntamiento de Altenhain los miércoles por la tarde, pero había ido a buscar el historial de un paciente cuando oyó la colisión. Se ocupó de la herida de la cabeza de Bodenstein de manera competente y rápida y le aconsejó que pasara el resto del día tumbado, ya que podía haber sufrido una conmoción cerebral. Sin embargo, él se negó en redondo. Pia, que consiguió controlar el ataque de risa, intuía lo que preocupaba a su jefe, aun cuando este no hubiera vuelto a mencionar ni a Cosima ni sus sospechas.

Recorrieron un camino sinuoso, iluminado por faroles bajos, que discurría por un jardín con magníficos árboles, setos de boj y arriates invernales pelados. Detrás de una curva, en el crepúsculo neblinoso de la tarde, apareció la casa, una gran villa antigua con entramado de madera provista de miradores, torres, tejados con varias vertientes y ventanas cálidamente iluminadas. Pia entró en el patio interior y aparcó justo delante de la escalera de tres peldaños. Debajo del alero, que sostenían macizas vigas de madera, los recibieron las muecas de un grupo de calabazas de Halloween. Pia pulsó el timbre, y en el interior de la casa se oyó de inmediato una sinfonía de ladridos. A través del anticuado cristal translúcido de la puerta distinguió una jauría de perros que se abalanzaron contra la puerta sin dejar de ladrar; superaba en altura al resto un jack russel terrier patilargo que aullaba como un loco. Un viento frío hacía que la llovizna, que poco a poco se iba convirtiendo en cortantes cristales de nieve, se colara bajo el alero. Pia volvió a llamar, y los ladridos adquirieron un volumen ensordecedor.

—A ver si viene alguien —rezongó mientras se subía el cuello de la cazadora vaquera.

—Antes o después nos abrirán. —Bodenstein se apoyó en la barandilla de madera sin inmutarse, y Pia lo miró con recelo. A veces su estoica paciencia la sacaba de quicio.

Finalmente se oyeron pasos y los perros enmudecieron y desaparecieron como por arte de magia. La puerta se abrió, y en el marco apareció una mujer rubia, de aspecto juvenil y delicado, con un chaleco rematado con pieles sobre un jersey de cuello alto, una falda de cuadros por la rodilla y unas modernas botas de tacón alto. A primera vista, Pia le habría echado unos veintitantos años. La piel de su rostro era de una tersura que desafiaba al paso del tiempo, y tenía unos grandes ojos azules de muñeca con los que escudriñó primero a Pia y luego a Bodenstein con educada reserva.

—¿Señora Terlinden? —Pia buscó la placa en los bolsillos del chaleco de plumas y después en la cazadora vaquera mientras Bodenstein permanecía callado como un muerto. La mujer asintió—. Soy la inspectora Kirchhoff y este es el inspector jefe Bodenstein, de la K 11 de Hofheim. ¿Está su marido?

—No, lo siento. —La señora Terlinden, sonriendo amablemente, les tendió una mano que reveló su verdadera edad: debía haber dejado atrás los cincuenta hacía unos años; de repente, el atuendo juvenil parecía un disfraz—. ¿Les puedo ayudar en algo?

No hizo ademán de invitarlos a entrar. Así y todo, por la puerta Pia atisbó una amplia escalinata con los peldaños revestidos con una alfombra de color burdeos, un vestíbulo con el suelo de mármol ajedrezado y sombríos óleos enmarcados en unas paredes altas empapeladas en amarillo azafrán.

—Como sin duda sabrá, la hija de sus vecinos desapareció el sábado por la noche —empezó Pia—. Ayer los sabuesos no paraban de ladrar en las proximidades de su casa, y nos preguntamos por qué.

—No es de extrañar. Amelie viene aquí a menudo. —La voz de la señora Terlinden sonaba como un gorjeo, su mirada pasó de Pia a Bodenstein y volvió a detenerse en la policía—. Es amiga de nuestro hijo Thies.

Se alisó maquinalmente, con cuidado, la perfecta melena a lo paje y miró un instante con cierta perplejidad a Bodenstein, que se mantenía en un segundo plano y no decía nada. Bajo la luz crepuscular, la tirita de la frente era de un blanco reluciente.

—¿Amiga? ¿Amelie es la novia de su hijo?

—No, no, eso no. Solo se llevan bien —repuso comedidamente la señora Terlinden—. La chica no le tiene miedo y no le hace sentir que es… diferente.

Aunque era Pia quien dirigía la conversación, la mujer no paraba de mirar a Bodenstein, como si esperara su apoyo. Pia conocía a esa clase de mujeres, esa mezcla tan estudiada de desvalimiento y coquetería femeninos que despertaba en casi todos los hombres el instinto de protección. En realidad, la mayoría de las mujeres no eran así, sino que habían descubierto ese papel con el tiempo y lo utilizaban como un eficaz método de manipulación.

—Nos gustaría hablar con su hijo —solicitó—. Tal vez él nos pueda decir algo de Amelie.

—Por desgracia, no va a poder ser. —Christine Terlinden se tiró de las pieles del cuello del chaleco y volvió a pasarse la mano por el rubio casco—. Thies no se encuentra bien. Ayer sufrió un ataque y tuvimos que llamar a la médico.

—¿Qué clase de ataque? —quiso saber Pia.

Si la señora Terlinden esperaba que la policía se iba a dar por satisfecha con insinuaciones vagas, se equivocaba. La pregunta de Pia pareció incomodarla.

—Bueno, Thies es muy inestable. Cualquier cambio en su entorno, por pequeño que sea, puede alterarlo profundamente.

Lo dijo como si se lo hubiese aprendido de memoria. La ausencia absoluta de empatía en sus palabras era evidente. Quedaba claro que a la señora Terlinden no le interesaba mucho lo que le había sucedido a la hija de los vecinos. Ni siquiera hizo preguntas al respecto, al menos por educación, lo cual era extraño. Pia recordó las conjeturas de las mujeres en la tienda del pueblo, que consideraban muy posible que Thies le hubiera hecho algo a la chica cuando vagaba por las calles de noche.

—¿Qué hace su hijo durante el día? ¿Trabaja?

—No. Los extraños lo desbordan —contestó Christine Terlinden—. Se ocupa de nuestro jardín y del jardín de algunos vecinos. Es un excelente jardinero.

A Pia le vino a la cabeza sin querer la vieja canción que escribió Reinhard Mey a modo de parodia de las adaptaciones cinematográficas de la obra del escritor británico Edgar Wallace de los años sesenta: «El asesino siempre es el jardinero». ¿Así de sencillo? ¿Sabían los Terlinden más de lo que decían y ocultaban a su hijo disminuido para protegerlo?

La lluvia finalmente dio paso a la nieve. En el asfalto se había formado una fina capa blanca, y a Pia le costó lo suyo detener el pesado BMW, aún con los neumáticos de verano, ante el portón del complejo empresarial de Terlinden.

—Deberías cambiar las ruedas —le dijo a su jefe—. Ya sabes, de octubre a Pascua, neumáticos de invierno.

—¿Qué? —Bodenstein frunció el ceño con perplejidad. Tenía la cabeza en otra parte, desde luego no en el caso que los ocupaba. Le sonó el móvil—. Hola, señora Engel… —respondió a la llamada tras echar un vistazo a la pantalla.

—De octubre a Pascua —repitió Pia mientras bajaba la ventanilla y le enseñaba al vigilante la placa—. El señor Terlinden nos está esperando.

No era del todo cierto, pero el hombre se limitó a asentir, volvió al calor de la garita y levantó la barrera. Pia aceleró con cautela para no patinar y condujo el vehículo por el aparcamiento vacío hasta la fachada acristalada del edificio principal. Justo delante de la puerta había un Mercedes negro Clase S. Pia aparcó detrás y se bajó del coche. ¿No podía Bodenstein abreviar con Engel? Tenía los pies congelados, en el breve trayecto por Altenhain apenas se había puesto en marcha la calefacción. La nevada arreciaba. ¿Cómo volverían más tarde a Hofheim en el BMW sin acabar en una cuneta? Reparó en una abolladura considerable en la parte izquierda del guardabarros trasero del Mercedes negro y la miró con más atención. Parecía reciente, de lo contrario se habría formado óxido.

Pia oyó que se cerraba la puerta de un coche y se volvió. Bodenstein le cedió el paso y ambos entraron al vestíbulo. Tras un mostrador de madera de nogal bruñida había un joven sentado; tras él, en la alta pared blanca, aparecía una sola palabra en letras doradas: «TERLINDEN». Sencillo, y sin embargo imponente. Pia le explicó al hombre lo que quería y, tras una breve llamada telefónica, este los acompañó hasta un ascensor situado al fondo del vestíbulo. Subieron en silencio a la cuarta planta, donde los esperaba una acicalada señora de mediana edad. Era evidente que su jornada había terminado y estaba a punto de irse, ya llevaba puesto el abrigo y el pañuelo e iba con el bolso al hombro, pero así y todo los condujo hasta el despacho de su jefe.

Después de todo lo que Pia había oído de Claudius Terlinden, se esperaba a un patriarca jovial, de manera que en un principio se sintió un tanto decepcionada al ver a un hombre bastante corriente, vestido con traje y corbata, detrás de una mesa abarrotada. Cuando los vio entrar, se levantó, se abrochó la chaqueta y fue a su encuentro.

—Buenas tardes, señor Terlinden. —Bodenstein había despertado de su ensimismamiento—. Disculpe las molestias a estas horas, pero hemos estado intentando localizarlo antes varias veces y no ha sido posible.

—Buenas tardes —saludó Claudius Terlinden, y sonrió—. Mi secretaria me dejó el recado. Pensaba llamarlos mañana por la mañana.

Tendría entre cincuenta y cinco y sesenta años; el cabello, muy abundante y oscuro, plateado en las sienes. Visto de cerca era todo menos corriente, constató Pia. Claudius Terlinden no era guapo, tenía la nariz demasiado grande, el mentón demasiado anguloso, los labios demasiado carnosos para un hombre, y sin embargo irradiaba algo que a ella le resultó fascinante.

—Santo cielo, tiene usted las manos heladas —comentó preocupado cuando le estrechó a Pia la mano, una mano gratamente caliente y seca, y acto seguido le puso encima un instante la otra. Pia se estremeció, fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Al rostro de Terlinden asomó una breve expresión de asombro—. ¿Le apetece un café o un chocolate caliente para que se entone un poco?

—No, no, estoy bien —repuso, desconcertada debido a la intensidad de la mirada del hombre, que hizo que se ruborizara sin querer. Mantuvieron la mirada algo más de lo necesario. ¿Qué había sido eso? ¿Se trataba de un simple calambre, algo con una explicación puramente física, o era algo distinto por completo?

Antes de que ella o Bodenstein formularan la primera pregunta, Terlinden preguntó por Amelie.

—Estoy muy preocupado —afirmó con gravedad—. Amelie es hija de mi apoderado, la conozco bien.

Pia recordó vagamente que se proponía atacarlo con dureza y acusarlo de ir detrás de la chica, pero esa intención se desvaneció de repente.

—Por desgracia seguimos sin novedades —contestó Bodenstein. Y, sin más preámbulos, fue al grano—: Nos han dicho que fue a ver a Tobias Sartorius a la cárcel en varias ocasiones. ¿Con qué motivo? ¿Y por qué asumió las deudas de sus padres?

Pia se metió las manos en los bolsillos del chaleco y trató de recordar qué era lo quería preguntar sin falta a Terlinden, pero de pronto su cerebro estaba tan vacío como un disco duro recién formateado.

—Después de los terribles acontecimientos, la gente del pueblo empezó a tratar a Hartmut y Rita como si fuesen leprosos —replicó él—. A mí, la responsabilidad familiar no me dice nada. Con independencia de lo que hubiera hecho su hijo, ellos no tenían la culpa.

—¿Aunque Tobias sospechara que usted había tenido algo que ver con la desaparición de las dos chicas? Esa declaración le causó bastantes problemas, por lo que sabemos.

Terlinden asintió. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y ladeó la cabeza. Su seguridad en sí mismo no parecía verse afectada por el hecho de que Bodenstein le sacara una cabeza y él tuviera que levantar los ojos para mirarlo.

—No se lo tomé a mal. Tobias se hallaba sometido a una presión inmensa, simplemente quería defenderse con todos los medios de que disponía. Y además, era cierto que Laura me había puesto en una situación sumamente comprometida en dos ocasiones. Al ser hija de nuestra ama de llaves, pasaba por casa a menudo, y creía estar enamorada de mí.

—¿Cuáles fueron esas situaciones? —quiso saber Bodenstein.

—La primera vez se metió en mi cama cuando yo estaba en el cuarto de baño —respondió con aplomo—. La segunda se desnudó delante de mí en el salón. Mi mujer estaba de viaje, y Laura lo sabía. Me dijo sin ambages que quería acostarse conmigo.

Por algún motivo insondable, sus palabras pusieron nerviosa a Pia, que evitó mirarlo y prefirió centrarse en los muebles del despacho. La formidable mesa de madera maciza con impresionantes tallas en los laterales descansaba sobre cuatro enormes garras de león. Probablemente fuese muy antigua y valiosa, pero rara vez había visto Pia un mueble tan feo. Junto al escritorio había un globo terráqueo antiguo, y en las paredes colgaban sombríos cuadros expresionistas en sencillos marcos dorados, similares a los que había atisbado en la villa de los Terlinden.

—¿Qué pasó después? —preguntó Bodenstein.

—Cuando la rechacé, se echó a llorar y salió corriendo. En ese preciso instante entró mi hijo.

Pia carraspeó. Había recuperado el control.

—Suele llevar a Amelie en su coche —dijo—. Lo pone en su diario. Tenía la impresión de que usted la esperaba.

—Esperarla, no —Claudius Terlinden sonrió—, pero la he recogido algunas veces cuando se ha topado conmigo camino de la parada del autobús o saliendo del pueblo hacia la montaña.

Hablaba tranquila y sosegadamente, y no daba la sensación de tener remordimientos.

—Le consiguió usted el empleo de camarera en el Zum Schwarzen Ross. ¿Por qué?

—Amelie quería ganar dinero, y el gerente del Zum Schwarzen Ross buscaba una camarera. —Se encogió de hombros—. En este pueblo conozco a todo el mundo, y cuando puedo echar una mano, lo hago con gusto.

Pia observó al hombre. Su mirada escrutadora coincidió con la de ella, que no la rehuyó. Pia formulaba preguntas y él las respondía. Al mismo tiempo, entre ambos había algo completamente distinto, pero ¿qué? ¿A qué se debía la singular atracción que ejercía ese hombre sobre ella? ¿Eran sus ojos oscuros? ¿Su voz agradable, sonora? ¿El aura de seguridad serena que irradiaba? No era de extrañar que hubiese impresionado a una muchacha como Amelie, si la tenía fascinada incluso a ella, una mujer adulta.

—¿Cuándo vio por última vez a Amelie? —quiso saber Bodenstein.

—No lo sé exactamente.

—¿Recuerda usted dónde estuvo el pasado sábado por la noche? En concreto entre las 22 horas y las dos de la madrugada.

Claudius Terlinden se sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos. En el dorso de la mano izquierda se veía un arañazo rojizo que parecía bastante reciente.

—Por la noche estuve cenando en Frankfurt con mi mujer —contestó tras pensar por un instante—. Como a Christine le dolía mucho la cabeza, la dejé en casa y después me vine hasta aquí para guardar las joyas en la caja fuerte.

—¿Cuándo salió de Frankfurt?

—Sobre las diez y media.

—Así que pasó dos veces por delante del Zum Schwarzen Ross —apuntó Pia.

—Sí. —Terlinden la miraba con la concentración del participante en un concurso televisivo cuando el presentador le plantea la pregunta decisiva, mientras que a las preguntas de Bodenstein respondía casi como de pasada. Esa atención desconcertaba a Pia; al parecer, Bodenstein también se dio cuenta.

—¿Y no le saltó nada a la vista? —inquirió el policía—. ¿Vio a alguien en la calle? ¿Alguien que saliera a dar un paseo tarde, quizá?

—No, nada —replicó Claudius Terlinden con aire pensativo—. Pero hago ese recorrido todos los días varias veces y no me fijo mucho.

—¿Cómo se hizo ese arañazo en la mano? —se interesó Pia.

El rostro de Terlinden se ensombreció. Dejó de sonreír.

—Me peleé con mi hijo.

Thies, ¡eso era! Pia casi había olvidado lo que la había llevado hasta allí. También a Bodenstein parecía habérsele pasado, pero salvó la situación con elegancia.

—Cierto —afirmó—. Su mujer nos acaba de decir que su hijo Thies sufrió una especie de ataque ayer por la noche.

Claudius Terlinden vaciló un instante y después asintió.

—¿Qué clase de ataque? ¿Es epiléptico?

—No. Thies es autista. Vive en su mundo y percibe cualquier cambio en su entorno habitual como una amenaza, ante la que reacciona autolesionándose. —Terlinden profirió un suspiro—. Me temo que el desencadenante del ataque ha sido la desaparición de Amelie.

—En el pueblo corre el rumor de que Thies podría tener algo que ver —aseveró Pia.

—Eso es absurdo —dijo él sin enfadarse, más bien con indiferencia, como si conociera de sobra las habladurías—. A Thies le cae muy bien la chica. Pero en el pueblo hay quien opina que debería estar en una institución. No me lo dicen a la cara, desde luego, pero lo sé.

—Nos gustaría hablar con él.

—Por desgracia, ahora no es posible. —Terlinden meneó la cabeza con pesar—. Tuvimos que llevarlo al psiquiátrico.

A Pia la asaltaron en el acto imágenes espeluznantes de personas atadas a las que trataban con descargas eléctricas.

—¿Qué le van a hacer?

—Intentar calmarlo.

—¿Cuándo podremos hablar con él?

Claudius Terlinden se encogió de hombros.

—No lo sé. Hacía muchos años que Thies no sufría un ataque tan fuerte. Me temo que esto supondrá un importante retroceso en su evolución, lo cual sería una catástrofe, para nosotros y para él.

Prometió informar a Bodenstein y a Pia en cuanto los médicos que trataban a su hijo autorizaran una conversación con Thies. Cuando los acompañó hasta el ascensor y les dio la mano para despedirse, sonreía de nuevo.

—Ha sido un placer —comentó. Esa vez el contacto no provocó en Pia una descarga eléctrica, y sin embargo se sentía extrañamente aturdida cuando por fin se cerró la puerta del ascensor. Procuró controlar su turbación mientras bajaban.

—Vaya, vaya, se ha quedado impresionado contigo —observó Bodenstein—. Y tú con él —añadió con un deje burlón.

—Menuda bobada —negó ella al tiempo que se subía hasta la barbilla la cremallera de la cazadora—. Yo solo intentaba calarlo.

—¿Y? ¿Cuál es tu conclusión?

—Creo que ha sido sincero.

—¿Ah, sí? Pues yo pienso justo lo contrario.

—¿Por qué? Ha respondido todas las preguntas sin titubear, hasta las espinosas. Por ejemplo, no tendría por qué habernos contado que Laura lo puso en una situación embarazosa en dos ocasiones.

—Ese precisamente creo que es su truco —respondió su jefe—. ¿No es mucha casualidad que el hijo de Terlinden se esfume del punto de mira justo cuando desaparece la chica?

El ascensor se detuvo en la planta baja; las puertas se abrieron.

—No hemos avanzado nada —constató Pia con repentino desencanto—. Parece que nadie ha visto a la chica.

—Puede que no nos lo quieran decir —puntualizó Bodenstein.

Atravesaron el vestíbulo, saludaron con un gesto al joven recepcionista y salieron del edificio. Los recibió un viento glacial. Pia pulsó el mando a distancia del coche y el seguro de las puertas del BMW se desbloqueó.

Bodenstein se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró a Pia por encima del techo del vehículo.

—Tenemos que volver a hablar con la señora Terlinden.

—Así que sospechas de Thies y su padre.

—Es una posibilidad. Thies le hace algo a la chica, su padre quiere ocultarlo y encierra a su hijo en el psiquiátrico.

Subieron al coche, Pia arrancó y abandonaron el alero del aparcamiento. La nieve cubrió de inmediato la luna delantera, y los sensores del coche pusieron en marcha los limpiaparabrisas.

—Quiero saber quién fue el médico que se ocupó de Thies —comentó Bodenstein meditabundo—. Y si de verdad los Terlinden estuvieron cenando en Frankfurt el sábado por la noche.

Pia se limitó a asentir. El encuentro con Claudius Terlinden le había dejado una sensación contradictoria. Por lo común, ella no se dejaba cegar por nadie tan deprisa, pero ese hombre le había causado una gran impresión, y quería averiguar el motivo.

A las nueve y media, cuando Pia entró en el edificio de la Policía Judicial de Comandancia, el único sitio donde había alguien era en el puesto de control. A la altura de Kelkheim la nieve había dado paso a la lluvia, y a pesar de la herida en la cabeza, Bodenstein había insistido en irse a su casa solo. A decir verdad, Pia también tenía intención de poner punto final a la jornada, seguro que Christoph la estaba esperando, pero el encuentro con Claudius Terlinden la perseguía, y Christoph entendía que a veces tenía que quedarse trabajando más de la cuenta.

Recorrió los pasillos y escaleras desiertos hasta llegar a su despacho, encendió la luz y se sentó a la mesa. Christine Terlinden les había facilitado el nombre de la médico que trataba a Thies desde niño. No fue ninguna sorpresa que se tratara de la doctora Daniela Lauterbach, a fin de cuentas esta era vecina de los Terlinden y podía acudir rápidamente en situaciones críticas.

Introdujo la contraseña en el ordenador. Desde que salieran del despacho de Claudius Terlinden, no había parado de darle vueltas a la conversación, intentando recordar cada palabra, cada expresión, cada alusión sutil. ¿Por qué estaba Bodenstein tan convencido de que Terlinden se hallaba involucrado en la desaparición de Amelie y ella no? ¿Había empañado su objetividad la atracción que había sentido?

Introdujo el apellido Terlinden en un buscador y obtuvo miles de resultados. En la media hora siguiente averiguó algunas cosas de la empresa y la familia, del variopinto compromiso social y caritativo de Claudius Terlinden. Formaba parte de un sinfín de consejos de administración y de la dirección de fundaciones de numerosas asociaciones y organizaciones, había concedido becas para jóvenes aventajados procedentes de familias socialmente vulnerables. Terlinden hacía muchas cosas por los jóvenes. ¿Por qué? Según su versión oficial, dado que el destino lo había favorecido, quería devolverle algo a la sociedad. Un motivo de lo más noble, al que no se podía poner reparos. Pero ¿habría algo detrás? Él afirmaba haber rechazado dos veces las claras insinuaciones de Laura Wagner. ¿Sería verdad? Pia abrió las fotos que le proporcionó el buscador y observó pensativa al hombre que había desatado en ella sensaciones tan intensas. ¿Sabía su mujer que a su marido le iban las jovencitas y por eso se vestía de forma tan exageradamente juvenil? ¿Le habría hecho algo a Amelie por resistirse a sus acercamientos? Pia se mordisqueaba el labio inferior. No, no podía creerlo. Pasado un rato, dejó Internet e introdujo el apellido en el POLAS, el sistema de búsqueda informatizado que utilizaba la Policía. Nada. Carecía de antecedentes, nunca había tenido problemas con la ley. De pronto, Pia reparó en un enlace que aparecía en la parte inferior derecha. Se irguió. El domingo 16 de noviembre, hacía solo dos días, alguien había presentado una denuncia contra Claudius Terlinden a la 1.15. Pia abrió la denuncia en la pantalla. El corazón se le aceleró mientras leía.

—Vaya, vaya —musitó.