Lunes, 17 de noviembre

La K 11 al completo se hallaba en la sala de reuniones en torno a la gran mesa. Estaban todos salvo Hasse; incluso había acudido Behnke, más enfurruñado aún que de costumbre.

—Perdón —se disculpó Pia al tiempo que iba directa a ocupar la última silla libre. Se quitó la cazadora. Nicola Engel consultó su reloj de pulsera ostentosamente.

—Son las ocho y veinte —observó con aspereza—. Esto no es una serie de televisión de polis. En el futuro, organícese con lo que tenga que hacer en su casa de manera que no entre en conflicto con su trabajo, por favor.

Pia notó que el rostro se le encendía. ¡Qué estúpida!

—He ido a la farmacia a comprar algo para el resfriado —repuso con la misma aspereza—. ¿O habría preferido que también pidiera la baja?

Las dos mujeres se miraron con fijeza por un momento.

—Bien, creo que ahora ya estamos todos —dijo la comisaria jefe, sin pedir disculpas por la acusación injustificada—. Tenemos a una chica desaparecida. Los colegas de Eschborn nos han informado esta mañana.

Pia miró a los allí presentes: Behnke estaba esparrancado en su silla y mascaba un chicle con dedicación. No paraba de lanzar miradas provocadoras a Kathrin, que respondía apretando los labios con hostilidad. Pia recordó que la semana anterior Bodenstein había mantenido una conversación con Behnke a instancias de Engel. ¿Cuál había sido el resultado? Sea como fuere, por lo visto, Behnke sabía que Kathrin le había contado al jefe su encontronazo en el bar de Sachsenhausen. La tensión entre ambos era palpable. Bodenstein estaba sentado en la cabecera, la vista clavada en la mesa. Su rostro era inexpresivo, pero las ojeras y la pronunciada arruga del ceño revelaban que le pasaba algo. También Ostermann parecía malhumorado, algo nada habitual en él. Nadaba entre dos aguas: Behnke era un viejo compañero, él siempre lo había protegido y también enmendado sus errores, pero de un tiempo a esa parte le molestaba que su colega se aprovechara cada vez más de su generosidad. Además, Ostermann se entendía bien con Kathrin Fachinger. ¿De qué lado estaba?

—¿Se ha esclarecido lo de Wallau? —preguntó Nicola Engel.

Pia tardó un momento en darse cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.

—Sí —respondió, y torció el gesto al recordar la envergadura de la operación llevada a cabo por Criminalística y los forenses en el lugar del suceso—. Había dos cadáveres, pero no creo que tengamos mucho que hacer con ellos.

—¿Por qué?

—Eran dos cochinillos asados que iban a entregar para una fiesta —contó Pia—. El vehículo quedó completamente calcinado en el accidente porque el del servicio de catering llevaba en la parte de atrás unas bombonas de butano, que probablemente estallaron debido al calor que se generó.

Engel no torció el gesto.

—Tanto mejor. Y el caso de Rita Cramer está en manos de la fiscalía. —Se dirigió a Bodenstein—. Bien, siendo así, ocúpese de la chica que ha desaparecido. Es probable que no tarde en aparecer. El 98 por ciento de todos los casos de jóvenes desaparecidos se esclarece en el plazo de unas horas o unos días.

Bodenstein carraspeó.

—Pero el 2 por ciento no —repuso.

—Hable con los padres y los amigos de la chica —aconsejó Engel—. Ahora tengo una reunión en la Comisaría General de la Policía Judicial. Manténgame al corriente.

Se levantó, saludó con la cabeza y se fue.

—¿Qué tenemos? —preguntó Bodenstein a Ostermann cuando Nicola Engel hubo cerrado la puerta.

—Amelie Fröhlich, diecisiete años, de Bad Soden —contestó el aludido—. Sus padres denunciaron ayer su desaparición. La vieron por última vez el sábado por la mañana, pero como en el pasado ya se ha ido algunas veces de casa, decidieron esperar.

—Bien. —Bodenstein asintió—. Pia y yo iremos a ver a los padres de la chica. Frank, usted y la señora Fachinger irán…

—No —interrumpió Kathrin a su jefe, que la miró con cara de sorpresa—. Yo no voy con Behnke a ninguna parte.

—Podría ir yo con Frank —se apresuró a mediar Ostermann.

Por un momento reinó un silencio sepulcral. Behnke mascaba su chicle y sonreía satisfecho.

—¿Es que ahora encima tengo que tomar en consideración la situación personal de cada uno? —inquirió Bodenstein. La arruga del entrecejo se hizo más profunda, y parecía muy cabreado, cosa bastante poco habitual. Kathrin adelantó el labio inferior con terquedad. Aquello era un caso claro de insubordinación—. Tened cuidado con lo que decís. —Su voz sonó peligrosamente tranquila—. Me importa un carajo quién tiene problemas con quién ahora mismo. Tenemos trabajo, y espero que obedezcáis mis órdenes. Tal vez en el pasado haya sido un buenazo, pero no soy vuestro bufón. La señora Fachinger y el señor Behnke irán al instituto de la chica para hablar con profesores y compañeros. Cuando hayan terminado, interrogarán a los vecinos de esa tal Amelie. ¿Está claro?

La respuesta fue un silencio obstinado, y de pronto Bodenstein hizo algo que nunca había hecho: dio un puñetazo en la mesa.

—¡QUE SI ESTÁ CLARO! —bramó.

—Sí —respondió Kathrin Fachinger con frialdad. Se puso de pie y cogió la chaqueta y el bolso. Behnke también se levantó. Ambos se fueron, y Ostermann se refugió en su despacho.

Bodenstein respiró hondo y miró a Pia.

—Vaya. —Soltó aire y esbozó una sonrisa torcida—. Qué a gusto me he quedado.

—¿Altenhain? —preguntó Pia sorprendida—. Ostermann habló de Bad Soden.

—Waldstrasse, 22. —Bodenstein señaló el navegador del BMW, del que solía fiarse ciegamente, aunque en el pasado ya lo había inducido a error algunas veces—. Eso está en Altenhain, que pertenece a Bad Soden.

A Pia la asaltó un mal presentimiento. Altenhain. Tobias Sartorius. Jamás lo admitiría, pero sentía una especie de simpatía por el joven. Ahora había vuelto a desaparecer una chica, y ella solo esperaba que él no tuviera nada que ver. Sin embargo, no dudó ni un segundo cuál sería la opinión de los habitantes del pueblo, tanto si Tobias tenía una coartada como si no. La corazonada cobró más fuerza cuando llegaron a la dirección que les habían facilitado, de Arne y Barbara Fröhlich. La casa se hallaba a escasos metros de la parte trasera de la propiedad de los Sartorius. Se detuvieron ante la bonita villa de ladrillo con el tejado a cuatro aguas de pronunciada pendiente y varios tragaluces. Los padres los estaban esperando. Arne Fröhlich, a pesar del apellido[2], era un hombre de aspecto serio de unos cuarenta y cinco años. Tenía entradas en el cabello ralo de color arena y llevaba unas gafas con montura de acero. Su rostro se caracterizaba por la ausencia absoluta de rasgos marcados. No era ni gordo ni delgado, de estatura media y de un corriente que resultaba poco común. Su mujer, que a lo sumo tendría treinta y pocos, era justo lo contrario, es decir, muy atractiva. Cabello castaño claro y brillante, ojos expresivos, rasgos armoniosos, labios generosos y nariz ligeramente respingona. ¿Qué vería en su marido?

Ambos estaban preocupados, pero muy enteros; ni rastro de la histeria que solía caracterizar a los padres cuyos hijos habían desaparecido. Barbara Fröhlich le dio a Pia una foto. Estaba claro que Amelie también llamaba la atención, aunque sin duda no en el mismo sentido que su madre: grandes ojos oscuros perfilados con una gruesa raya de khol y lápiz de ojos, varios piercings en las cejas, el labio inferior y el hoyuelo de la barbilla; el cabello, oscuro y con un cardado imposible, tenía tanta laca que se asentaba en su cabeza como si fuera una tabla. Bajo toda aquella mascarada, Amelie era una muchacha guapa.

—Ya se ha ido otras veces —respondía en ese momento su padre a la pregunta de Bodenstein de por qué había denunciado la desaparición de su hija tan tarde—. Amelie es hija mía de mi primer matrimonio y es algo… bueno, difícil. Hace seis meses se vino con nosotros, antes vivía con mi exmujer en Berlín, y allí tuvo problemas gordos con… la Policía.

—¿Cómo de gordos?

—Robo en tiendas, drogas, allanamiento de morada y vagabundeo —enumeró Arne—. A veces desaparecía semanas. En un momento dado, mi exmujer se vio desbordada y me pidió que me hiciera cargo de Amelie. Por eso, primero efectuamos algunas llamadas telefónicas y esperamos.

—Pero a mí me llamó la atención que no se hubiera llevado nada de ropa —arguyó Barbara Fröhlich—. Ni siquiera el dinero que ha ganado trabajando de camarera. Me resultó extraño. Y además, se dejó aquí el carné de identidad.

Bodenstein formuló las preguntas de rigor:

—¿Se llevaba mal Amelie con alguien? ¿Tenía problemas en el instituto o con algún amigo?

—No, al revés —contestó la madrastra—. Incluso me daba la impresión de que últimamente había cambiado, para bien. Ya no se peinaba de forma tan estrafalaria, y me cogía ropa. Por regla general solo viste de negro, pero de repente empezó a ponerse falda y blusa… —Se detuvo y enmudeció.

—¿Cree que detrás de este cambio podría haber un chico? —quiso saber Pia—. Quizá haya conocido a alguien por Internet y haya ido a verlo…

Arne y Barbara Fröhlich se miraron desconcertados y se encogieron de hombros.

—Le hemos dado mucha libertad —comentó el padre—. De un tiempo a esta parte, Amelie se ha portado muy bien. Mi jefe, el señor Terlinden, le facilitó un trabajo de camarera en el Zum Schwarzen Ross porque quería ganar dinero.

—¿Problemas en el instituto?

—No tiene muchas amigas —respondió Barbara Fröhlich—. Le gusta estar sola. Del instituto no hablaba mucho, solo está allí desde septiembre. El único al que ve con regularidad es a Thies Terlinden, el hijo de los vecinos.

Por un momento, Arne Fröhlich apretó los labios. Se le notó que no aprobaba esa amistad.

—¿Qué quiere decir con eso? —puntualizó Pia—. ¿Salen juntos?

—Ah, no, eso no. —Barbara Fröhlich negó con la cabeza—. Thies es… bueno…, distinto. Es autista, vive con sus padres y se ocupa del jardín de la propiedad.

A instancias de Bodenstein, Barbara Fröhlich los condujo hasta el cuarto de Amelie. Era grande y agradable, con dos ventanas, una de las cuales daba a la calle. Las paredes estaban desnudas, los pósteres de estrellas del pop que les gusta colgar a las chicas de la edad de Amelie brillaban por su ausencia. Barbara Fröhlich lo explicó aduciendo que, sin duda, Amelie se sentía allí solo «de paso».

—Quiere volver a Berlín en cuanto cumpla los dieciocho, el año que viene —añadió, y pareció sentirlo de veras.

—¿Cómo se lleva con su hijastra? —preguntó Pia mientras recorría la habitación y abría los cajones de la mesa.

—Nos entendemos bien. No le doy órdenes. Ante la severidad, Amelie reacciona replegándose en sí misma más que protestando. Creo que a estas alturas confía en mí. Con sus hermanastros a menudo es desabrida, pero ellos le tienen mucho cariño. Cuando no estoy yo, se pasa horas enteras jugando con ellos con los Playmobil o les lee algo.

Pia asintió.

—Nuestros colegas se llevarán el ordenador —informó—. ¿Escribía Amelie un diario?

Levantó el portátil y vio algo que confirmó sus peores sospechas: en el cartapacio había un corazón dibujado. Y dentro, un nombre con las letras con muchos ringorrangos: Tobias.

—Me preocupa Thies —replicó Christine Terlinden a la airada pregunta de su marido de qué podía ser tan urgente para sacarlo de una reunión y hacerlo ir a casa—. Está… alterado.

Claudius Terlinden sacudió la cabeza y bajó al sótano. Cuando abrió la puerta de la habitación de Thies, vio en el acto que su mujer se había quedado muy corta con lo de «alterado». Con la mirada fija y en cueros, su hijo estaba arrodillado en el suelo en mitad del cuarto, dentro de un perfecto círculo de juguetes, dándose puñetazos en el rostro. Le brotaba sangre de la nariz y le caía en el mentón, y había un fuerte olor a orines. Ver aquello retrotrajo a Terlinden dolorosamente de un golpe al pasado. Durante mucho tiempo se había negado en redondo a aceptar que su hijo mayor era un enfermo mental. No quiso escuchar el diagnóstico: autismo. Los estereotipos que presentaba el comportamiento de Thies eran alarmantes, y peor aún la repugnante costumbre del muchacho de destrozarlo todo y embadurnarlo con excrementos y orina. Christine y él hicieron frente a esos problemas sin saber a qué atenerse, y no vieron más solución que encerrar al niño y apartarlo de otras personas, sobre todo de su hermano, Lars. Pero cuando el muchacho se volvió más furioso y agresivo con la edad, ya no pudieron seguir manteniendo los ojos cerrados. Claudius Terlinden se volcó a regañadientes en el síndrome de su hijo y supo por médicos y terapeutas que no había posibilidad de curación. Daniela Lauterbach, su vecina, acabó explicándole lo que necesitaba Thies para poder vivir medianamente bien con su enfermedad. Era importante proporcionarle un entorno familiar, donde a ser posible no cambiara nada y hubiese pocos imprevistos. También era importante permitir que Thies tuviera su propio mundo, un mundo con rutinas específicas al que pudiera retirarse. Durante una temporada todo fue bien, hasta el décimo segundo cumpleaños de ambos muchachos. Ese día pasó algo que desquició a Thies. El muchacho perdió los estribos de tal forma que estuvo a punto de matar a su hermano y herirse a sí mismo de gravedad. Aquello fue el colmo para Claudius Terlinden, y el hijo furioso y chillón acabó encerrado en el psiquiátrico infantil, donde pasó tres años. Allí lo trataron con tranquilizantes, y su estado mejoró. Las pruebas demostraron que Thies poseía una inteligencia por encima de la media, pero por desgracia no sabía qué hacer con ella, pues vivía como un prisionero en su propio mundo, completamente aislado de su entorno y sus semejantes.

Tres años después, Thies pudo abandonar por vez primera la institución en la que vivía para ir de visita a su casa. Se mostró tranquilo y pacífico, pero como ido. En casa, bajó inmediatamente al sótano y se dedicó a poner en fila sus juguetes de antes. Estuvo así horas, una estampa chocante. Bajo la influencia de los medicamentos, no volvieron a vivir ningún arrebato. Thies incluso se abrió un poco: le echaba una mano al jardinero y empezó a pintar. Cierto que en la mesa seguía utilizando sus cubiertos infantiles y su plato con el osito, pero comía, bebía y se comportaba con bastante normalidad. Los médicos se mostraron sumamente satisfechos con semejante evolución y aconsejaron a los padres que se llevaran al chico a casa. Desde entonces, desde los quince años, no había vuelto a producirse ni un solo incidente. Thies se movía libremente por el pueblo, y pasaba la mayoría del tiempo en el jardín, que convirtió sin ayuda ninguna en un espacio simétrico con setos de boj, arriates y numerosas plantas mediterráneas. Y pintaba, a menudo hasta la extenuación. Los cuadros, de gran formato, impresionaban: eran mensajes angustiosos impactantes, turbadoramente sombríos, nacidos de las profundidades ocultas de su mundo interior autista. No se opuso a que se expusieran, y en dos ocasiones incluso acompañó a sus padres a la inauguración, ni tampoco se molestó por tener que separarse de sus obras, tal como temía en un principio Claudius Terlinden. De manera que Thies pintaba, cuidaba del jardín y todo iba bien, hasta logró relacionarse con los demás sin sulfurarse. De vez en cuando, incluso decía algunas palabras. Parecía ir por el mejor camino para abrir un resquicio la puerta de su yo más profundo. Y ahora esto. ¡Menudo retroceso! Mudo y muy preocupado, Claudius Terlinden observaba a su hijo. Verlo en aquel estado le partía el alma.

—Thies —dijo con suavidad, y luego con mayor dureza—: ¡Thies!

—Ha dejado de tomarse los medicamentos —musitó detrás Christine Terlinden—. Imelda los vio en el retrete.

Claudius Terlinden entró en la habitación y se arrodilló fuera del círculo.

—Thies —repitió en voz baja—, ¿qué te ocurre?

—Quéteocurre —contestó él inexpresivo, golpeándose la cara con la regularidad de un reloj—. Quéteocurre… quéteocurre… quéteocurre…

Terlinden vio que tenía algo en el puño. Cuando intentó cogerle el brazo a su hijo, éste se levantó de repente y se abalanzó contra su padre, propinándole puñetazos y patadas. A Claudius Terlinden el ataque lo pilló por sorpresa; se defendió instintivamente, pero Thies ya no era ningún niño, sino un adulto con músculos de acero debido al trabajo en el jardín. Tenía la mirada furibunda, de la barbilla le goteaban saliva y sangre. Jadeante, Claudius Terlinden se defendió mientras, como en una nebulosa, oía a su mujer chillar histérica. Por fin consiguió abrirle el puño a su hijo a la fuerza y quitarle lo que sostenía. Después corrió hacia la puerta a cuatro patas. Thies no lo siguió, sino que profirió un alarido espeluznante y se quedó en el suelo hecho un ovillo.

—Amelie —mascullaba—. Amelie Amelie Amelie Amelie. Quéteocurre… Quéteocurre… Quéteocurre… Papá… Papá… Papá…

Claudius Terlinden se puso de pie, respirando con dificultad. Le temblaba el cuerpo entero. Su mujer clavó la vista en él, tapándose la boca con las manos, los ojos llenos de lágrimas. Cuando desdobló el papel que tenía su hijo en la mano, a Terlinden estuvo a punto de darle un ataque. En la arrugada foto reía Stefanie Schneeberger.

El sábado por la mañana, Arne y Barbara Fröhlich fueron con sus dos hijos menores a Rheingau a ver a unos amigos y volvieron a casa a última hora de la tarde. Amelie trabajaba ese día en el Zum Schwarzen Ross, y cuando a medianoche no había vuelto, su padre llamó al restaurante y supo por la enfurecida jefa que Amelie se había marchado poco después de las diez, aunque antes de ir a trabajar no sabían lo que había hecho. Después, los Fröhlich llamaron por teléfono a todos los compañeros de clase y conocidos de su hija con cuyo número pudieron hacerse. En vano. Nadie había visto a la joven o hablado con ella.

Bodenstein y Pia interrogaron a Jenny Jagielski, que regentaba el Zum Schwarzen Ross, y les confirmó lo que había dicho antes Arne Fröhlich. Amelie había estado ausente la tarde entera, cosa rara en ella, y en la cocina no había parado de llamar por teléfono. Luego, a las diez, recibió una llamada y se marchó sin más. Y el domingo no se presentó como debía a la hora del aperitivo. No, ella no sabía de quién era la llamada que probablemente la hiciera huir en desbandada del trabajo, y el resto del personal tampoco tenía idea. Esa noche, en el restaurante había habido un lío de mil demonios.

—Para un instante en la tienda —pidió Pia a Bodenstein cuando se vieron de nuevo en la calle principal—. Con probar, no perdemos nada.

Resultó que llegaron en un buen momento para «probar». A última hora de la mañana de ese lunes, estaba claro que el pequeño establecimiento de Margot Richter era el principal punto de encuentro de las vecinas de Altenhain. En esa ocasión, las señoras se mostraron mucho más habladoras que la última vez.

—Así empezó todo entonces —afirmó la peluquera Inge Dombrowski, y las demás asintieron—. Yo no quiero decir nada, pero a mí Willi Paschke me ha contado que vio a Amelie en casa de los Sartorius.

—Yo también vi que hace poco estuvo en esa casa —aseguró otra mujer, quien añadió a modo de explicación que vivía prácticamente enfrente y veía de sobra la propiedad.

—Además, está que no mea con el tonto del pueblo —soltó una mujer gorda desde la zona de la frutería.

—Es verdad —aseveraron con vehemencia otras tres o cuatro mujeres.

—¿Con quién? —se interesó Pia.

—Con Thies Terlinden —contestó de nuevo la peluquera—. Le falta un tornillo, de noche anda por el pueblo y por el bosque. No me extrañaría que le hubiera hecho algo a la chica.

Las demás asintieron con la cabeza en señal de aprobación. Era evidente que en Altenhain sospechar estaba a la orden del día. Ni Bodenstein ni Pia dijeron nada, sencillamente dejaron hablar a las mujeres, que afilaron los cuchillos encantadas, ávidas de sensaciones, como si se hubiesen olvidado de que la policía estaba delante.

—Los Terlinden tendrían que haber encerrado al chico hace tiempo —se acaloró una de las mujeres—. Pero aquí nadie se atreve a decirle nada al viejo.

—Claro, porque tienen miedo de perder su empleo.

—El último que dijo algo en contra de los Terlinden fue Albert Schneeberger. Después, su hija desapareció, y al poco tiempo él también se fue.

—Es curioso cómo ha ayudado Terlinden a los Sartorius. Puede que los dos muchachos tuvieran algo que ver en el asunto.

—Después, Lars, el otro hijo de los Terlinden, también se marchó deprisa y corriendo de Altenhain.

—Y ahora tengo entendido que Terlinden hasta le ha ofrecido un trabajo al asesino. ¡Es increíble! En lugar de hacer que se largue de aquí.

Durante un momento reinó el silencio en la tienda; todas parecían rumiar el posible significado de esas palabras. De pronto, rompieron a cacarear a la vez. Pia decidió hacerse la tonta.

—¡Perdónenme! —exclamó, tratando de hacerse oír—. ¿Quién es ese Terlinden del que hablan?

De repente las mujeres fueron conscientes de que no se hallaban a solas, y una tras otra se apresuraron a salir del establecimiento alegando algún pretexto, la mayoría con la cesta vacía. Margot Richter seguía tras la caja. Hasta el momento se había abstenido de tomar parte en la conversación. Tal como era de esperar en una buena tendera, aguzaba los oídos, pero permanecía neutral.

—No era nuestra intención —observó Pia a modo de disculpa, pero la dueña ni se inmutó.

—Ya volverán —repuso—. Claudius Terlinden es el mandamás de la empresa Terlinden, ahí arriba, en el polígono industrial. La familia y la empresa llevan más de cien años en Altenhain. Y sin ellos, aquí no habría gran cosa.

—¿A qué se refiere?

—Los Terlinden son muy generosos. Colaboran con las asociaciones, la iglesia, la escuela primaria, la biblioteca… Es algo así como una tradición familiar. Y la mitad del pueblo trabaja en la empresa. El hijo al que Christa ha llamado el tonto del pueblo, Thies, es un muchacho de lo más tranquilo. Incapaz de hacerle daño a una mosca. Me cuesta imaginar que le haya hecho algo a esa chica.

—Ya que lo menciona, ¿conoce usted a Amelie Fröhlich?

—Sí, claro. —Sonrió con cierto encono—. Como para no verla, con esas pintas. Además, trabaja con mi hija en el Zum Schwarzen Ross.

Pia asintió y tomó buena nota. Nuevamente su jefe la dejaba completamente sola; estaba allí plantado a su lado sin decir ni media palabra.

—¿Qué cree usted que ha podido pasarle a la chica?

Margot Richter vaciló un instante, pero su mirada se desvió a la derecha, y Pia supo en el acto de quién sospechaba, pues desde donde estaba, en la caja, la señora Richter veía perfectamente el Zum Goldenen Hahn. Los chismes sobre el hijo de Terlinden no habían sido más que un pretexto. En realidad todos los habitantes sospechaban de Tobias Sartorius, que a fin de cuentas ya había hecho algo así antes.

—No tengo ni idea de lo que le puede haber pasado —repuso, evasiva, Margot Richter—. Quizá aparezca.

—Tobias Sartorius corre un gran peligro de ser linchado —afirmó Pia, seriamente preocupada, de vuelta en la K 11—. El viernes por la noche fue atacado y apaleado en el pajar, y su padre no para de recibir cartas amenazadoras anónimas, por no hablar de la pintada de la fachada.

Ostermann ya se había puesto con el portátil y el diario de Amelie, el cual, para gran descontento suyo, estaba en su mayor parte en una escritura secreta que no era capaz de descifrar. Kathrin Fachinger y Frank Behnke, que llegaron a la vez que Bodenstein y Pia, no informaron de nada que pudiera ser de ayuda. Amelie no tenía amigas íntimas, se mantenía al margen, en el autobús solo hablaba con las dos compañeras de clase que vivían en Altenhain. Sin embargo, una de las dos chicas contó que de un tiempo a esa parte Amelie había mostrado un gran interés por Tobias Sartorius y los terribles acontecimientos de hacía once años y no paraba de hacer preguntas. Sí, creía que además había hablado con ese tío, y más de una vez.

Ostermann entró con un fax en la sala de reuniones.

—Ya tenemos los datos de las llamadas que hizo Amelie —anunció—. La última es del sábado por la noche a las 22.11. Llamó a un fijo de Altenhain, lo he comprobado.

—¿Sartorius? —aventuró Bodenstein.

—Exacto. La llamada duró siete segundos, está claro que no hablaron. Antes marcó doce veces ese mismo número y colgó en el acto. Después de las 22.11 el móvil estuvo apagado y no podemos saber cuáles fueron los movimientos, ya que el teléfono solo lo localiza la única antena de Altenhain, y tiene un radio de unos cinco kilómetros.

—Las llamadas recibidas no se registran, ¿no? —inquirió Bodenstein, y Ostermann negó con la cabeza.

—¿Qué hay del ordenador?

—Todavía no he resuelto el problema de la clave. —Ostermann puso cara larga—. Pero he hojeado el diario, por lo menos las partes que he podido descifrar. Menciona a menudo a Tobias Sartorius, a un tal Thies y a un tal Claudius.

—¿En qué contexto?

—Parece interesarse por Sartorius y por el tal Claudius, pero aún no puedo decir en qué sentido.

—Bien. —Bodenstein miró al resto; la resolución que lo caracterizaba había vuelto—. La chica lleva cuarenta horas escasas desaparecida. Quiero el dispositivo completo: al menos dos unidades, perros, helicópteros con cámara de infrarrojos. Behnke, organice una comisión especial, quiero a todos los agentes disponibles para que interroguen a todos los habitantes de pueblo. Señora Fachinger, compruebe los servicios de autobuses y las centrales de taxis. El periodo de tiempo en cuestión es el sábado entre las 22 horas y, digamos, las dos de la madrugada. ¿Alguna pregunta?

—Deberíamos hablar con el tal Thies y su padre —propuso Pia—. Y con Tobias Sartorius.

—Ya. Iremos tú y yo ahora mismo. —Bodenstein miró de nuevo a los presentes—. Ah, Ostermann: prensa, radio, televisión y el procedimiento habitual en el fichero de desaparecidos. Nos vemos de nuevo aquí a las seis de la tarde.

Una hora después, Altenhain estaba lleno de policías. Una unidad canina con perros adiestrados en la búsqueda selectiva de personas iba en camino, perros que podían seguir un rastro incluso de cuatro semanas de antigüedad. Una unidad de la brigada móvil peinó sistemáticamente los campos y las lindes del bosque en torno al pueblo, divididos en cuadrículas. Un helicóptero provisto de una cámara de infrarrojos sobrevoló rasante las copas de los árboles, los agentes de la Policía Judicial destinados a la Comisión Especial Amelie llamaron a todas y cada una de las puertas de Altenhain. Todos los participantes estaban motivados y muy esperanzados; cabía la posibilidad de que dieran con la chica pronto y estuviera sana y salva, pero asimismo todos eran conscientes de que la presión y las expectativas de un resultado rápido eran enormes. El teléfono de Bodenstein sonaba casi sin interrupción. Él había cedido a Pia el puesto al volante y coordinaba la operación absolutamente concentrado. Un cordón policial situado en la calle de la casa de los Fröhlich tenía por finalidad impedir que prensa y curiosos importunaran a los padres. Los guías caninos comenzarían la búsqueda allí donde se vio a Amelie por última vez, es decir, en el Zum Schwarzen Ross. Sí, una amiga podía ir a ver a los Fröhlich, y el sacerdote también. Sí, que alguien revisara la película del radar que había a la salida del pueblo. No, que los civiles no intervinieran en la búsqueda. Justo cuando se detenían delante del Zum Goldenen Hahn, llamó Engel para interesarse por la situación.

—En cuanto haya algo que comunicar, naturalmente será usted la primera a la que informe —se limitó a decir Bodenstein, y colgó sin más.

Hartmut Sartorius abrió la puerta, si bien solo asomó la cabeza tras la cadena de seguridad.

—Queremos hablar con su hijo, señor Sartorius —pidió Bodenstein—. Por favor, déjenos pasar.

—¿Es que van a sospechar de él cada vez que en alguna parte una chica tarde en llegar a su casa? —dijo grosero, casi agresivo.

—¿Ya se han enterado de lo sucedido?

—Pues claro. Una noticia así no tarda en circular.

—No sospechamos de Tobias. —Bodenstein mantenía una calma absoluta, pues veía lo nervioso que estaba Hartmut Sartorius—. Pero la noche de su desaparición, Amelie llamó trece veces a su teléfono fijo.

La puerta se cerró y después, tras oír la cadena, se abrió por completo. Hartmut Sartorius se irguió, a todas luces procurando parecer autoritario. Su hijo, sin embargo, tenía mal aspecto. Estaba postrado en el sofá del salón, con el rostro lleno de hematomas; saludó con un leve gesto a Bodenstein y Pia al verlos entrar.

—¿Dónde estuvo el sábado por la noche entre las 22 horas y la madrugada del domingo? —le preguntó Bodenstein.

—Así que era eso —espetó su padre—. Mi hijo estuvo toda la noche en casa. La noche anterior lo atacaron en el pajar y lo dejaron medio muerto.

Bodenstein no se dejó confundir.

—El sábado por la noche, a las 22.11, Amelie marcó su número de teléfono. Alguien lo cogió, pero la llamada fue tan breve que probablemente no hablaran. Antes ya había llamado aquí bastantes veces.

—Tenemos un contestador automático que salta de inmediato —aclaró Sartorius—. Por lo de los anónimos y los insultos.

Pia observaba a Tobias, que miraba al frente sin ver y no parecía seguir la conversación. Sin duda, intuía lo que se estaba tramando fuera contra él.

—¿Qué motivo podía tener Amelie para llamar aquí? —le preguntó Pia a bocajarro. Él se encogió de hombros—. Señor Sartorius —añadió con seriedad—, una chica del vecindario que se veía y hablaba con usted ha desaparecido. Tanto si le gusta como si no, se le relacionará con ello. Nosotros solo queremos ayudarle.

—Claro —espetó amargamente Hartmut Sartorius—. Eso mismo dijeron sus compañeros. Solo queremos ayudarte, muchacho. Dinos dónde has ocultado a las chicas. Y después nadie creyó a mi hijo. Váyanse. El sábado por la noche, Tobias estuvo en casa.

—No importa, papá —se oyó decir de repente a Tobias, que torció el gesto al incorporarse a duras penas—. Sé que solo lo haces por mi bien. —Miró a Pia con los ojos enrojecidos—. El sábado a mediodía me encontré a Amelie por casualidad. Arriba, en el bosque. Quería contarme algo urgentemente. Al parecer, había descubierto algo relacionado con lo que ocurrió hace años. Pero entonces llegó Nadja, y Amelie se fue. Probablemente por eso me llamó más tarde. No tengo móvil, por eso llamaría al fijo.

Pia recordó su encuentro con Nadja von Bredow el sábado, el Cayenne plateado. Podía ser.

—¿Qué le dijo la chica? —inquirió Bodenstein.

—Por desgracia, no mucho —contestó Tobias—. Dijo que había alguien que vio todo lo que ocurrió, mencionó a Thies y algo de unos cuadros en los que se veía a Lauterbach.

—¿Quién?

—Gregor Lauterbach.

—¿El ministro de Educación y Ciencia?

—El mismo, sí. Su casa está al lado de la del padre de Amelie. Fue profesor de Laura y Stefanie.

—Y de usted también, ¿no es así? —Pia recordaba las declaraciones que había leído y que después desaparecieron misteriosamente de los expedientes.

—Sí —asintió Tobias—. Me dio alemán en último curso.

—¿Qué averiguó Amelie de él?

—Ni idea. Como le he dicho, llegó Nadja y Amelie no dijo más, solo que me lo contaría todo más tarde.

—¿Qué hizo usted cuando Amelie se fue?

—Nadja y yo estuvimos hablando un rato y luego vinimos aquí y estuvimos otra media hora aproximadamente en la cocina. Hasta que tuvo que irse para coger el avión a Hamburgo. —Tobias Sartorius torció el gesto y se pasó la mano por el despeinado cabello—. Después, fui a ver a un amigo. Y estuvimos bebiendo con más gente. Bebimos bastante. —Levantó la mirada, el semblante inexpresivo—. Por desgracia, no me acuerdo de cuándo ni cómo volví a casa. Tengo una laguna de veinticuatro horas.

Hartmut Sartorius sacudió la cabeza desesperado. Daba la impresión de querer romper a llorar. La vibración del móvil de Bodenstein, que tenía en modo silencio, rompió la repentina calma que se había instalado en el ambiente. Bodenstein cogió el teléfono, escuchó y dio las gracias de manera escueta. Luego, miró a Pia.

—¿Cuándo llegó a casa su hijo, señor Sartorius? —le preguntó al padre de Tobias. Éste titubeó.

—Dile la verdad, papá. —La voz de Tobias parecía cansada.

—Sobre la una y media de la madrugada del domingo —repuso el padre al cabo—. Lo trajo la doctora Lauterbach, nuestra médico. Lo encontró cuando volvía de una urgencia.

—¿Dónde?

—En la parada del autobús que hay delante de la iglesia.

—¿Utilizó el coche ayer? —le preguntó Bodenstein a Tobias.

—No, fui andando.

—¿Cómo se llaman esos amigos con los que estuvo usted el sábado? —preguntó Pia, quien sacó un lápiz y anotó los nombres que Tobias le dio.

—Hablaremos con ellos —aseguró Bodenstein con seriedad—. Pero tengo que pedirle que no se ausente sin avisarnos.

El jefe del operativo de búsqueda informó a Bodenstein de que habían encontrado la mochila de Amelie. Estaba en unas matas entre el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross y la iglesia, no muy lejos de la parada del autobús en la que el sábado por la noche la doctora Lauterbach encontrara a Tobias Sartorius.

—Lo mismo que la otra vez —observó Pia pensativa mientras recorrían en coche los escasos metros que los separaban del lugar del hallazgo—. Tobias había bebido alcohol y sufrió amnesia temporal, pero ni la fiscalía ni el tribunal lo creyeron.

—¿Es que tú lo crees? —inquirió Bodenstein.

Pia pensaba. Tobias Sartorius parecía haber dicho la verdad. Le caía bien la vecina. Pero ¿acaso no le caían bien también las dos chicas a las que había asesinado hacía diez años? Por aquel entonces intervinieron los celos, el orgullo herido, algo que en lo tocante a Amelie no tenía ningún sentido. ¿De verdad habría averiguado la muchacha algo relacionado directamente con el antiguo caso? ¿O sería una invención de Tobias Sartorius?

—Con respecto a lo de antes, no puedo opinar —replicó—. Pero hoy creo que Tobias no nos ha mentido. De verdad no se acuerda.

Bodenstein se abstuvo de decir nada. A esas alturas sabía apreciar la intuición de su compañera, que a menudo los había puesto sobre la pista adecuada, mientras que la suya con frecuencia los había inducido a error irremediablemente. Así y todo, para él Tobias Sartorius no era inocente ni de los dos asesinatos cometidos entonces ni de lo que había sucedido ahora, tal como parecía pensar Pia.

En la mochila encontraron la cartera de Amelie, su iPod, cosméticos y toda clase de cachivaches, pero no el móvil. Una cosa estaba clara: no se había ido de casa, tenía que haberle ocurrido algo. El sabueso había perdido el rastro en el aparcamiento y ahora, con la lengua fuera, aguardaba impaciente con su guía la siguiente operación, que para él era un juego apasionante. Pia, que gracias a sus apuntes tenía claro el plano del pueblo, habló con los agentes, que poco a poco se iban reuniendo en el aparcamiento. El interrogatorio puerta por puerta no había servido de nada.

—El perro ha encontrado rastros en la linde del bosque, en la calle donde vive la chica, en casa de los vecinos, en el jardín de estos —informó el jefe del operativo de búsqueda.

—¿Cómo se llaman los vecinos? —quiso saber Pia.

—Terlinden —repuso el agente—. La mujer nos dijo que Amelie iba a ver a su hijo a menudo, así que no es necesariamente un buen rastro. —El hombre parecía decepcionado. No había nada menos estimulante que una búsqueda sin resultado.

Kai Ostermann logró averiguar por fin la contraseña del ordenador de Amelie y estuvo viendo el historial de páginas que Amelie había visitado en Internet recientemente. En contra de lo que esperaba, no había entrado mucho en las redes sociales de moda, como SchülerVZ, Facebook, MySpace o Wer-kennt-wen; aunque estaba registrada como usuario en todas partes, apenas las visitaba, y además tenía pocos contactos. Sin embargo, por lo visto había llevado a cabo una investigación exhaustiva de los asesinatos acaecidos en 1997 y la condena de Tobias Sartorius. Además, se interesó por los vecinos de Altenhain e introdujo varios nombres en distintos buscadores. Parecía mostrar un interés especial por la familia Terlinden. Ostermann estaba decepcionado. Esperaba toparse con algún compañero de chat o alguna amistad sospechosa de Internet, algo que permitiera efectuar pesquisas concretas. La reunión convocada deprisa y corriendo por Bodenstein, que congregó a veinticinco personas en la sala pertinente de la K 11, tampoco fue muy productiva. Cuando oscureció, la búsqueda había quedado interrumpida, sin resultado alguno. Gracias a la cámara de infrarrojos del helicóptero encontraron a una parejita en un coche en un aparcamiento escondido del bosque, así como un corzo agonizante que había escapado de su cazador tras un tiro fallido, pero de Amelie ni rastro. Hablaron con el conductor del autobús 803 que efectuaba el recorrido de Bad Soden a Königstein, que a las 22.16 se detuvo en Altenhain delante de la iglesia, y con su compañero, que poco después partió en dirección contraria. Ninguno de los dos había reparado en una chica de cabello oscuro. Las centrales de taxis de los alrededores informaron que tampoco sus vehículos había llevado a ninguna chica en ese periodo de tiempo. Uno de los compañeros de la K 23 había dado con un hombre que el sábado por la noche, cuando salió a pasear al perro, vio a un tipo sentado en el banco de la parada del autobús, a eso de las doce y media.

—Deberíamos registrar la casa y el terreno de los Sartorius —propuso Behnke.

—¿Por qué? Todavía no hay motivo para hacer tal cosa —objetó Pia en el acto, aunque sabía que no era del todo cierto. Por desgracia, los hechos hablaban alto y claro en contra de Tobias Sartorius. Sus amigos habían confirmado que se presentó en el taller sobre las 19 horas. Jörg Richter lo llamó por la tarde para invitarlo. Tobias bebió algo, por supuesto, pero no tanto como para sufrir semejante apagón. Alrededor de las 22 horas se fue del taller, de repente. En un principio, sus amigos pensaron que solo había ido a orinar, pero no volvió.

—Por favor, ha desaparecido una chica de diecisiete años que, según se ha demostrado, se relacionaba con un asesino condenado —se acaloró Behnke—. Tengo una hija de esa edad, entiendo perfectamente cómo lo están pasando sus padres.

—¿Acaso crees que es necesario tener hijos para ponerse en el pellejo de los padres? —espetó Pia—. Y, ya que te pones a pedir órdenes de registro, ¿por qué no pides de paso una para la casa de los Terlinden? Los perros encontraron un montón de rastros en ella.

—Es cierto —terció Bodenstein antes de que ambos acabaran enzarzándose en una pelea delante de todo el equipo—, pero la propia madrastra de Amelie ha confirmado que la chica solía ir a casa de los vecinos, de manera que no se sabe si esos rastros son relevantes para el caso que nos ocupa.

Pia calló. Tobias le había pedido a su padre que dijera la verdad, aun cuando debía de saber que eso lo incriminaría. Podría haberse callado o utilizar a su padre de coartada, como este le propuso en un principio. ¿Renunciaría a ello solo porque en su momento no sirvió de nada?

—Creo que Amelie dio con algo relacionado directamente con el caso de entonces —afirmó al cabo de un rato—. Y también creo que hay gente muy interesada en que los secretos sigan siendo eso, secretos.

—Es absurdo. —Behnke negó con vehemencia—. Ese tipo pierde el control cuando pimpla. Salió de la fiesta, Amelie se cruzó en su camino y la despachó.

Pia enarcó las cejas. Como de costumbre, Behnke tendía a simplificarlo todo.

—¿Y qué hizo con el cuerpo? No iba en coche.

—O eso dice. —Behnke señaló la pizarra—. Mirad a la chica.

Automáticamente todas las cabezas se volvieron hacia la foto de Amelie, que habían colocado en el tablero.

—Se parece a la que mató entonces. Ese tío está enfermo.

—Bien —zanjó Bodenstein—. Señora Fachinger, ocúpese de pedir una orden de registro para la casa, el coche y el terreno de Sartorius. Kai, siga con el diario. A los demás los quiero disponibles; mañana por la mañana a las ocho reanudaremos la búsqueda y ampliaremos el radio.

La reunión se disolvió entre un arrastrar de sillas. El ambiente aún era moderadamente optimista. La mayoría de agentes compartía la opinión de Behnke y esperaba que el registro de la casa de Sartorius arrojase un resultado satisfactorio. Pia aguardó a que los compañeros hubiesen abandonado la sala de reuniones, pero antes de que pudiera hablar con su jefe para exponerle sus reservas, Nicola Engel entró en la habitación con dos hombres con traje y corbata.

—Aguarde un segundo —le dijo a Behnke, que se disponía a marcharse en ese momento. La mirada de Pia se topó con la de Kathrin Fachinger, y ambas salieron juntas de la sala.

—Señora Fachinger, espere un momento fuera, por favor.

Dicho eso, Nicola Engel cerró la puerta.

—Ahora sí que estoy en ascuas —comentó Kathrin en el pasillo.

—¿Quiénes son esos? —preguntó Pia, sorprendida.

—Asuntos Internos. —Kathrin parecía bastante satisfecha—. Ojalá le den como Dios manda a ese capullo.

Solo entonces recordó Pia lo sucedido con Behnke en el bar y la negativa infructuosa de Kathrin de trabajar con él.

—Por cierto, ¿qué tal se ha portado hoy contigo? —quiso saber.

Kathrin se limitó a enarcar las cejas.

—No creo que haga falta que te cuente nada —respondió—. Fue de lo más desagradable. Me puso de vuelta y media delante de todo el mundo como si yo fuera idiota. Mantuve la boca cerrada. Pero te digo una cosa: como vuelva a salir bien librado, solicito el traslado. Ya no puedo más con ese tío.

Pia asintió. La entendía. Pero intuía que esta vez Frank Behnke no se saldría con la suya, porque Nicola Engel sentía una antipatía hacia él que venía de antiguo, de la época en la que ambos coincidieron en la K 11 de Frankfurt. La cosa pintaba mal para ese cretino, y a ella no le daba ni pizca de lástima.