Domingo, 16 de noviembre

Bodenstein no estaba de humor para otra fiesta familiar, pero dado que esta se celebraría en casa y el círculo sería reducido, se avino a ello y se prestó a ejercer de sumiller. Lorenz cumplía veinticinco años. La noche anterior lo había estado festejando hasta la madrugada con su nutrida pandilla de amigos en una discoteca a cuyo dueño conocía de su época de DJ, y el domingo quería celebrar su cuarto de siglo con la familia en un ambiente más tranquilo. La madre de Cosima —que se había desplazado desde Bad Homburg—, los padres de Bodenstein y Quentin con sus tres hijas —MarieLouise no había podido ausentarse del restaurante—, así como la madre de Thordis, la novia de Lorenz, la veterinaria Inka Hansen, completaban el grupo que se había reunido en torno a la mesa del comedor, decorada únicamente en tonos blancos y con exquisitos motivos otoñales. El maître St. Clair le había dado el día libre a su mejor empleada, de manera que Rosalie, con las mejillas rojas y al borde de un ataque de nervios, llevaba desde primera hora de la mañana encerrada en la cocina, que había declarado zona prohibida. El resultado fue fantástico. Al foie dorado con crema de almendras y limón siguió una espuma de berros con crustáceos marinados y huevo de codorniz. Y en el plato principal, Rosalie se superó a sí misma: el solomillo de corzo con guisantes, canelones crujientes rellenos y puré de zanahorias y jengibre no le habría salido mejor ni a su jefe. Los comensales tributaron un aplauso entusiasta a la cocinera y Bodenstein le dio un abrazo a su primogénita, completamente agotada a consecuencia del trabajo y la carga de la responsabilidad.

—Creo que nos quedamos contigo —bromeó, y le estampó un beso en la coronilla—. Ha sido estupendo, de veras, cariño.

—Gracias, papá —repuso ella débilmente—. Ahora necesito un aguardiente.

—Lo tendrás, para celebrar el día —sonrió su padre—. ¿Quién más quiere un…?

—Nosotros preferiríamos otra botella de champán —terció Lorenz, al tiempo que guiñaba un ojo a su hermana, que probablemente recordara algo que habían acordado y desapareció de nuevo en la cocina a la velocidad del rayo, seguida de Lorenz y Thordis.

Bodenstein se sentó y miró a Cosima. La había estado observando discretamente toda la mañana. Rosalie los echó de casa sobre las diez, de forma que fueron al Taunus a dar un paseo por el monte Glaskopf aprovechando las bondades del veranillo de San Martín. Cosima se había comportado con normalidad absoluta, exactamente a lo que él estaba acostumbrado, incluso le dio la mano mientras paseaban. Sus sospechas iban perdiendo terreno, y sin embargo no se había atrevido a hablarle del tema.

Rosalie, Lorenz y Thordis volvieron al comedor con una bandeja de copas de champán que repartieron entre los invitados, incluidas las tres sobrinas adolescentes, que soltaron una risita nerviosa. En ausencia de su estricta madre, Quentin hizo la vista gorda.

—Querida familia —empezó Lorenz con solemnidad—, Thordis y yo queríamos aprovechar el día de hoy y el hecho de que esté la familia reunida para anunciaros que nos casamos. —Le pasó un brazo por los hombros a Thordis, y ambos sonrieron satisfechos—. No te preocupes, papá —le dijo un risueño Lorenz a su padre—, no tenemos que casarnos, solo queremos hacerlo.

—Vaya, vaya —observó Quentin.

Las sillas se apartaron y todos se levantaron para felicitar a la pareja. Bodenstein abrazó a su hijo y a su futura nuera. A decir verdad, la noticia no le sorprendía, solo le extrañaba que Lorenz hubiese guardado tan bien el secreto. Su mirada se cruzó con la de Cosima y Bodenstein se acercó a ella, quien se secó una lagrimilla de emoción.

—Ya ves, Oliver —dijo, y sonrió—. Al final, nuestro hijo se aburguesa y se casa.

—Bueno, bastante de cabeza nos trajo con sus aventuras —contestó Bodenstein.

Después de terminar el instituto, Lorenz pasó un periodo de tiempo peligrosamente largo trabajando de DJ y desempeñando toda clase de empleos eventuales en la radio y la televisión. A Bodenstein le habría gustado hacer valer su autoridad entonces, pero Cosima mantuvo la calma, pues estaba firmemente convencida de que algún día Lorenz encontraría su verdadera vocación. Ahora su hijo moderaba un programa radiofónico diario de tres horas en una gran emisora privada, y además ganaba muchísimo dinero presentando galas, acontecimientos deportivos y otros eventos en toda Alemania.

Se sentaron de nuevo. El ambiente era alegre y relajado. Rosalie había abandonado la cocina y bebía champán.

—Oliver, ¿te importaría traerme un poco de agua? —pidió la madre de Bodenstein inclinándose hacia delante.

—No, desde luego.

Apartó la silla, se levantó, atravesó la cocina, que su eficiente hija ya había dejado bastante recogida, y entró en la despensa, de donde cogió dos botellas de agua mineral de una caja. En ese preciso instante sonó un móvil en una de las chaquetas que colgaban del perchero junto a la puerta del garaje. Bodenstein conocía el tono: era el móvil de Cosima. Se debatió, pero al final ganó su desconfianza. Se metió deprisa una de las botellas bajo el brazo y palpó con una mano los bolsillos de la chaqueta que ella llevaba ese día. Encontró el teléfono en el bolsillo interior; lo abrió y pulsó la tecla de los mensajes. «CORAZÓN MÍO, PIENSO EN TI TODO EL DÍA. ¿COMEMOS MAÑANA? ¿A LA MISMA HORA EN EL MISMO SITIO? DI QUE SÍ.» Las letras de la pantalla se desdibujaron, las piernas le flaquearon. La decepción le golpeó como un puñetazo en el estómago. ¿Cómo podía su mujer disimular de esa forma, ir con él sonriendo y cogidos de la mano por el Glaskopf? Cosima se daría cuenta de que alguien había leído el mensaje, ya que ahora no aparecía el simbolito de nuevo mensaje. Bodenstein casi deseó que le dijera algo. Metió el teléfono en la chaqueta, esperó a que su corazón volviese a latir con normalidad y regresó al comedor. Cosima seguía sentada allí, con Sophia en el regazo, riendo y bromeando como si no pasara nada. Sintió deseos de ponerla en evidencia delante de todo el mundo, decirle que tenía un mensaje de su amante en el móvil, pero entonces reparó en Lorenz, Thordis y Rosalie. Sería egoísta e irresponsable amargarles un día tan bonito con una sospecha que distaba mucho de estar confirmada. No le quedó más remedio que poner a mal tiempo buena cara.

Tobias abrió a duras penas los ojos y gimió de dolor. Tenía la cabeza como un bombo, y al menor movimiento se le revolvía el estómago. Sacó la cabeza por el borde de la cama y vomitó atragantadamente en el cubo que alguien había puesto allí. La vomitona apestaba a bilis. Se dejó caer hacia atrás y se pasó la mano por la boca. Tenía la lengua sucia, y el tiovivo que giraba en su cabeza se negaba a parar. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado a casa? Por su cabeza ofuscada desfilaban imágenes. Se acordaba de Jörg y Felix y otros viejos amigos en el taller, del vodka con Red Bull. También había algunas chicas que no dejaban de dirigirle miradas disimuladas sin disimulo y cuchicheaban y se reían. Se había sentido como un animal en el zoo. ¿Cuándo había sido eso? ¿Qué hora era ahora?

Haciendo un gran esfuerzo, logró incorporarse y sentarse en el borde de la cama. La habitación se movía. Amelie también estaba allí, ¿o acaso se estaba liando? Se puso de pie, se apoyó en la inclinación del techo y se acercó como pudo a la puerta. La abrió y avanzó a tientas por el pasillo. ¡Nunca había tenido una resaca así! En el cuarto de baño tuvo que sentarse para orinar, de lo contrario se habría caído. La camiseta apestaba a tabaco, sudor y vómito. Repugnante. Se levantó del retrete y se asustó al ver su rostro en el espejo. Los hematomas alrededor de los ojos habían bajado y formaban manchas violáceas y amarillas en las mejillas pálidas, sin afeitar. Parecía un zombi, y se sentía como si lo fuera. Pasos en el pasillo, una llamada a la puerta.

—¿Tobias?

Era su padre.

—Sí, pasa.

Abrió el grifo, se echó agua fría en las manos y bebió unos sorbos. Sabía fatal. La puerta se abrió, y desde el umbral su padre lo escudriñó preocupado.

—¿Cómo te encuentras?

Tobias se sentó de nuevo en la taza.

—Hecho polvo. —Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para levantar la cabeza. Procuró mirar a su padre, pero la vista se le iba. Primero todo estaba muy cerca, y luego muy lejos—. ¿Qué hora es?

—Las tres y media de la tarde. Del domingo.

—Dios mío. —Tobias se rascó la cabeza—. Creo que no aguanto nada la bebida.

El recuerdo volvió, al menos en parte: Nadja había estado con él, arriba, en la linde del bosque, estuvieron hablando. Luego ella lo llevó a casa, porque tenía que ir urgentemente al aeropuerto. Pero ¿qué hizo él después? Jörg. Felix. El taller. El alcohol a tutiplén. Las chicas. Él no se sentía a gusto. ¿Por qué no? ¿Por qué había ido allí?

—Acaba de llamar el padre de Amelie Fröhlich —decía su padre. ¡Amelie! También había pasado algo con ella. ¡Ah, sí! Amelie quería contarle algo importante, pero entonces apareció Nadja y ella se fue—. Ayer no volvió a casa por la noche. —El tono perentorio de su padre hizo que lo escuchara—. Sus padres están preocupados y quieren llamar a la Policía.

Tobias miró fijamente a su padre. Tardó un momento en entender. Amelie no había vuelto a casa, y él había bebido alcohol, mucho alcohol. Igual que la otra vez. El corazón se le encogió.

—No… no creerás que he tenido algo que… —se interrumpió y tragó saliva.

—La doctora Lauterbach te encontró ayer por la noche en la parada del autobús de delante de la iglesia cuando volvía de atender una urgencia. Era la una y media. Fue ella quien te trajo a casa. Nos costó lo nuestro sacarte del coche y subirte a tu cuarto. Y no parabas de hablar de Amelie…

Tobias cerró los ojos y enterró el rostro en las manos. Trató de recordar como fuera. Pero… nada. Los amigos en el taller, las chicas que cuchicheaban y se reían. ¿Estaba también Amelie? No. ¿O sí? No, por favor. Por favor, por favor, no.