Nervioso, Gregor Lauterbach iba de un lado a otro del salón. Ya se había bebido tres whiskys, pero en esta ocasión el alcohol no surtía su efecto tranquilizador. Había logrado no pensar en la amenazadora carta anónima durante el día, pero nada más poner el pie en su casa lo invadió el miedo. Daniela estaba acostada, él no había querido molestarla. Por un momento se planteó llamar a su amante y reunirse con ella en el piso, simplemente para distraerse, pero al final desechó la idea. Esa vez tendría que apañárselas solo. Se tomó un somnífero y se metió en la cama. Sin embargo, el teléfono lo despertó a la una de la madrugada. Las llamadas a esas horas nunca auguraban nada bueno. Permaneció en la cama temblando, empapado en sudor y muerto de miedo. Daniela cogió el teléfono en su habitación y al poco enfiló el pasillo sin hacer ruido, para no despertarlo. Solo cuando la puerta de la calle se cerró, él se levantó y fue abajo. A veces su mujer tenía que ir a ver a un paciente de noche. Pero no era eso lo que él tenía en la cabeza. Para entonces eran poco más de las dos, y él estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. ¿Quién podía haberle enviado esa carta? ¿Quién sabía lo suyo con Blancanieves y lo del manojo de llaves? ¡Virgen santísima! ¡Estaba en juego su carrera, su prestigio, su vida entera! Si esa carta, o una parecida, caía en manos inadecuadas, estaba acabado. A la prensa le encantaría un escándalo de esas dimensiones. Gregor Lauterbach se secó las manos sudorosas en el albornoz. Después se sirvió otro whisky, triple esta vez, y se sentó en el sofá. La única luz era la de la entrada, el salón se hallaba a oscuras. A Daniela no podía contarle lo de la carta. Ya entonces habría hecho mejor teniendo el pico cerrado. Era ella quien había levantado y pagado esa casa, hacía diecisiete años. Con su exiguo sueldo de funcionario, él jamás se habría podido permitir semejante villa. A ella le divirtió convertirlo en su protegido, a él, un pobre profesor de instituto, e introducirlo en los círculos sociales y políticos adecuados. Daniela era una médico muy buena, tanto en Königstein como en los alrededores tenía muchos pacientes particulares acomodados y sumamente influyentes, que conocieron y favorecieron el talento político de su marido. Gregor Lauterbach se lo debía todo a su esposa, algo de lo que lamentablemente fue consciente cuando años atrás ella estuvo a punto de retirarle su favor y su respaldo. Su alivio cuando lo perdonó fue inmenso. A sus cincuenta y ocho años seguía siendo una belleza, hecho este que a él le causaba muchos quebraderos de cabeza. Aunque desde entonces no habían vuelto a dormir juntos, él aún quería a Daniela con toda su alma. Las demás mujeres que pasaban por su vida y su cama carecían de importancia, era algo puramente físico. No quería perder a Daniela. No, no podía perderla. Bajo ninguna circunstancia. Sabía demasiadas cosas de él, conocía sus debilidades, su complejo de inferioridad y sus angustiosos ataques de miedo al fracaso, que por ahora tenía controlados. Lauterbach se sobresaltó cuando oyó la llave en la cerradura. Se levantó y salió al recibidor.
—Estás despierto —constató, asombrada, su mujer. Parecía tranquila y relajada, como siempre, y él se sintió como el marinero en aguas embravecidas que ve a lo lejos el faro salvador. Ella lo escudriñó y resopló—: Has estado bebiendo. ¿Ocurre algo?
¡Cómo lo conocía! Él nunca había podido reprocharle nada. Se sentó en el último peldaño de la escalera.
—No puedo dormir —contestó, ahorrándose razones y excusas. De pronto, y con una vehemencia que lo asustó, echó de menos su amor maternal, sus abrazos, su consuelo.
—Te daré un Lorazepam.
—No. —Gregor Lauterbach se levantó, un tanto inestable, y extendió el brazo hacia ella—. No quiero pastillas, quiero…
Se interrumpió al ver la cara de sorpresa de ella. De repente se sintió mezquino e insignificante.
—¿Qué quieres? —preguntó ella en voz baja.
—Solo quiero dormir contigo esta noche, Dani —musitó con voz pastosa—. Por favor.
Pia observó a la mujer que tenía sentada a la mesa, frente a ella. Le había comunicado a Andrea Wagner que el Instituto Anatómico Forense autorizaba la recogida de los restos de su hija Laura. Dado que la madre de la chica fallecida había dado la impresión de estar serena, Pia le formuló unas preguntas sobre Laura y su relación con Tobias Sartorius.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó, suspicaz, la señora Wagner.
—Estos últimos días he estado examinando los expedientes del caso —repuso Pia—. Y tengo la sensación de que entonces pasaron algo por alto. Cuando le dijimos a Tobias Sartorius que habían encontrado a Laura, me pareció que de verdad no sabía nada. Entiéndame bien, con esto no quiero decir que crea que es inocente.
Andrea Wagner la miró con unos ojos indiferentes. Durante un rato no dijo nada.
—He dejado de pensar en todo eso —repuso—. Ya es bastante duro seguir adelante ante los ojos del pueblo entero. Mis otros dos hijos han tenido que crecer a la sombra de su hermana muerta, me he desvivido para que tuvieran una infancia medianamente normal, pero no es fácil con un padre que todas las noches bebe hasta perder el conocimiento en el Zum Schwarzen Ross porque se niega a aceptar lo sucedido. —No lo dijo con amargura, era la constatación de un hecho—. Ya no me permito pensar en el tema, de lo contrario, aquí todo se habría ido al garete hace tiempo. —Señaló con la mano un montón de papeles de la mesa—. Facturas sin pagar, problemas. Trabajo en el supermercado de Bad Soden para que no subasten la casa y la carpintería o acabemos como los Sartorius. Hay que continuar como sea. No me puedo permitir vivir en el pasado, como hace mi marido.
Pia no dijo nada. No era la primera vez que veía cómo un suceso terrible destrozaba por completo la vida de una familia entera y la destruía para siempre. Qué fuertes debían de ser personas como Andrea Wagner para levantarse cada mañana y seguir adelante sin abrigar esperanza alguna de que las cosas mejoraran. ¿Habría algo que le alegrara la vida a esa mujer?
—Conozco a Tobias desde que nació —continuó Andrea Wagner—. Éramos amigos de la familia, como lo éramos del resto del pueblo. Mi marido era jefe del retén de bomberos y entrenador juvenil en el club deportivo, Tobias era su mejor delantero. Manfred siempre estuvo muy orgulloso de él. —Una sonrisa asomó a su rostro pálido, consumido, pero volvió a borrarse en el acto. Suspiró—. Nadie lo habría creído capaz de algo así; yo, desde luego, no. Pero no se puede juzgar a alguien por las apariencias, ¿no?
—Sí, supongo que tiene razón.
Pia asintió a modo de confirmación. Dios sabía que la familia Wagner ya lo había pasado bastante mal, ella no quería seguir hurgando en las viejas heridas. A decir verdad, carecía de base alguna para plantear preguntas sobre un caso cerrado hacía tiempo. Sin embargo, persistía esa vaga sensación…
Se despidió de la señora Wagner, abandonó la casa y cruzó el desastrado lugar camino del coche. Del taller salía el sonido de una sierra. La policía se detuvo, dio media vuelta y abrió la puerta de la carpintería. Lo suyo era que también informase a Manfred Wagner de que en breve podría enterrar a su hija y, con ello, poner punto final a un capítulo terrible. Quizá pudiese volver a coger las riendas de la vida. El hombre estaba de espaldas a ella, ante un banco de trabajo, desplazando una tabla por una sierra de cinta. Cuando se detuvo la máquina, Pia anunció su presencia. El hombre no llevaba orejeras, tan solo una gorra de béisbol sucia, y de las comisuras de la boca le colgaba un purito apagado. Le dirigió una mirada huraña y se inclinó para coger otra tabla. Al hacerlo, el holgado pantalón se le bajó ligeramente, ofreciendo a Pia la nada agradable estampa del nacimiento velludo de la larga espalda.
—¿Qué quiere? —masculló—. Tengo trabajo.
Manfred no se había afeitado desde la última vez que se vieran, y su ropa despedía un fuerte olor a sudor rancio. Pia se estremeció y dio un paso atrás sin querer. ¿Cómo sería vivir día tras día con un hombre tan descuidado? Su compasión por Andrea Wagner aumentó.
—Señor Wagner, acabo de estar con su esposa, pero también quería decírselo a usted en persona —empezó Pia.
Wagner se irguió y se volvió hacia ella.
—El Instituto Anatómico Forense ha…
Pia se interrumpió. ¡La gorra de béisbol! ¡La barba! No había duda: tenía delante de ella al hombre al que buscaban con la foto sacada de la cámara de vigilancia.
—¿Qué? —Clavó la vista en Pia con una mezcla de agresividad e indiferencia, pero al momento palideció, como si le hubiera leído el pensamiento. Retrocedió, con los remordimientos escritos en el rostro—. Fue… fue un accidente —balbució, al tiempo que alzaba las manos en un gesto suplicante—. Se lo juro, no quería hacerlo. Solo… solo quería hablar con ella, de verdad.
Pia respiró hondo. Así que no se equivocaba al suponer que el ataque a Rita Cramer y lo sucedido en otoño de 1997 podían estar relacionados.
—Pero… pero…, cuando me enteré de que ese cerdo, ese asesino, había salido de la cárcel y estaba otra vez en Altenhain… se me revolvieron las tripas. Entonces pensé en Rita, la conozco bien. Antes éramos amigos. Solo quería hablar con ella para que se ocupase de que el chico se marchara de aquí. Pero ella salió corriendo… y se puso a darme golpes y patadas… y de pronto… de pronto estaba tan fuera de mí…
No dijo más.
—¿Lo sabía su mujer? —inquirió Pia.
Wagner negó en silencio y encorvó la espalda.
—Al principio no, pero después vio la foto.
Naturalmente, Andrea Wagner había reconocido a su marido, igual que todo Altenhain. Habían guardado silencio para protegerlo. Era uno de los suyos, un hombre que había perdido a su hija de una manera terrible. Quizá incluso consideraran que la desgracia que había infligido a la familia Sartorius era justicia compensatoria.
—¿Acaso pensaba que saldría bien librado solo porque el pueblo entero encubrió su delito? —inquirió Pia, que dejó de sentir pena por Manfred Wagner.
—No —musitó—. Yo… incluso quería ir a la Policía. —De pronto sucumbió al dolor y la ira y descargó el puño en el banco de trabajo—. Ese asesino asqueroso ha cumplido su condena, pero mi Laura sigue muerta. Cuando Rita no quiso escucharme, perdí los estribos. Y la barandilla era tan baja…
Fuera, con los brazos cruzados y el semblante inexpresivo, Andrea Wagner observó cómo dos agentes de policía se llevaban a su marido. La mirada que le lanzó lo decía todo. Entre ambos ya no había afecto, y desde luego, nada de amor. Tal vez lo que los mantuviera juntos fueran los hijos, las obligaciones cotidianas o la falta de perspectivas si se separaban, pero no mucho más. Andrea Wagner despreciaba a su marido, que ahogaba sus penas y sus problemas en alcohol en lugar de hacerles frente. A Pia le dio mucha pena aquella mujer sufrida. El futuro de la familia Wagner parecía tan poco halagüeño como el pasado. Esperó hasta que el coche patrulla salió de la propiedad. Bodenstein ya estaba informado, y más tarde hablaría con Wagner en comisaría.
Pia subió a su coche, se puso el cinturón y dio media vuelta. Atravesó el pequeño polígono industrial, que casi en su totalidad era propiedad de la empresa Terlinden. Tras una valla alta, en un amplio solar, se alzaban grandes naves industriales entre cuidadas extensiones de césped y aparcamientos. Para llegar al edificio principal, una enorme construcción semicircular con la fachada de cristal, había que pasar por diversas barreras y por una pequeña garita. Varios camiones aguardaban a que les dieran paso ante una de las barreras; al otro lado, el personal de seguridad inspeccionaba un camión. El camión que Pia tenía detrás hizo sonar la bocina. Ella ya había activado el intermitente izquierdo para entrar en la B 519 y regresar a Hofheim, pero en el último minuto decidió hacerle una breve visita a la familia Sartorius y giró a la derecha.
La niebla matutina se había levantado, para dejar paso a un día seco y soleado, una reminiscencia del verano a mediados de noviembre. Altenhain estaba desierto. Pia solo vio a una joven que paseaba con dos perros y a un anciano que estaba en la entrada de su casa, los brazos apoyados en una puerta de mediana altura, conversando con una mujer mayor. Dejó atrás el Zum Schwarzen Ross, con su aparcamiento aún vacío, y la iglesia, tomó la cerrada curva a la derecha y hubo de frenar cuando un gato orondo y gris cruzó la estrecha calle con una lentitud majestuosa. Delante del antiguo restaurante de Hartmut Sartorius había un Porsche Cayenne gris con matrícula de Frankfurt. Pia aparcó junto a él y entró en la propiedad; la puerta estaba abierta de par en par. Los montones de basura y de chatarra habían desaparecido, y las ratas probablemente se hubieran mudado a lugares más propicios. Subió los tres escalones que conducían a la puerta de la vivienda y llamó. Abrió Hartmut Sartorius. A su lado había una mujer rubia. Pia apenas dio crédito a sus ojos al reconocer a Nadja von Bredow, la actriz cuyo rostro se había dado a conocer en todo el país en gran medida gracias a su popular papel de policía —la inspectora Stein— de Hamburgo. ¿Qué hacía allí?
—Lo encontraré —le decía en ese instante a Hartmut Sartorius, que junto a esa figura alta y elegante parecía aún más consumido que nunca—. Y muchas gracias. Nos vemos más tarde.
Miró con indiferencia a Pia y pasó por delante de ella sin decir nada ni tan siquiera saludar. Pia la siguió con la mirada y después se volvió hacia el padre de Tobias.
—Nathalie es hija de nuestros vecinos —explicó él motu proprio, probablemente al reparar en la cara de sorpresa de Pia—. Ella y Tobias jugaban juntos de pequeños, y permaneció en contacto con él durante todo el tiempo que pasó en la cárcel. Fue la única que lo hizo.
—Ya —asintió Pia—. Aunque fuera una actriz famosa tenía que haber crecido en alguna parte; ¿por qué no en Altenhain?
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Está su hijo?
—No. Ha salido a dar un paseo. Pero pase.
Pia lo siguió hasta la cocina, que al igual que el terreno estaba mucho más limpia que la última vez. Ahora que lo pensaba, ¿por qué la gente siempre llevaba a la Policía a la cocina?
Amelie caminaba por la linde del bosque sumida en sus pensamientos, las manos metidas en los bolsillos de la cazadora. La intensa lluvia de la noche anterior había dado paso a un día sereno y benigno. Sobre los campos de árboles frutales se cernían finos velos de niebla; el sol conseguía atravesar la capa de nubes grises y encendía los colores otoñales del bosque aquí y allá. Las últimas hojas despedían destellos rojizos, amarillos y marrones en las ramas de los árboles caducos, olía a bellotas y tierra mojada, al fuego que alguien había encendido en uno de los campos. Amelie, la urbanita, aspiraba hondo el aire fresco y limpio. Se sentía tan llena de vida como pocas veces antes, y hubo de admitir que vivir en el campo tenía sus ventajas. Abajo, en el valle, estaba el pueblo. ¡Qué apacible parecía desde lejos! Un coche que avanzaba por la carretera como una mariquita roja desapareció en la maraña de casas pegadas. En el banco de madera que había junto al antiguo cruce de caminos había un hombre sentado. Cuando Amelie estuvo más cerca vio, para su sorpresa, que se trataba de Tobias.
—Hola —dijo, y se detuvo delante.
Él levantó la cabeza. La sorpresa de la joven se convirtió en horror cuando vio su rostro. Tenía moratones en la mitad izquierda de la cara, un ojo hinchado y cerrado, la nariz del tamaño de una patata, una herida con grapas en la ceja.
—Hola —saludó él. Se miraron un instante. Sus bonitos ojos azules eran vidriosos; estaba claro que padecía fuertes dolores—. Me pillaron. Ayer por la noche, en el pajar.
—Genial. —Amelie se sentó a su lado. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada—. Creo que tendrías que ir a la poli —dijo, vacilante y sin mucha convicción. Él soltó un bufido de censura.
—Eso ni de coña. ¿Tienes un pitillo?
Amelie rebuscó en la mochila y sacó un paquetito arrugado y un mechero. Encendió dos cigarrillos y le pasó uno.
—Ayer por la noche, el hermano de Jenny Jagielski llegó al Zum Schwarzen Ross bastante tarde con su colega Felix, el gordo. Se sentaron en un rincón con otros dos tipos y se comportaron de una forma muy rara —contó Amelie sin mirar a Tobias—. Y de los que suelen jugar a las cartas, faltaban el viejo Pietsch; Richter, el de la tienda; y ese triste, Dombrowski. No llegaron hasta las diez menos cuarto más o menos.
—Ah —se limitó a contestar Tobias mientras fumaba.
—Puede que fuera alguno de ellos.
—Es bastante probable, incluso —replicó él con aire indiferente.
—Sí, pero si sabes quién pudo hacerlo… —Amelie volvió la cabeza, y al toparse con la mirada de él, la ladeó en el acto. Era mucho más fácil hablar con Tobias si no lo miraba a los ojos.
—¿Por qué estás de mi lado? —preguntó él de sopetón—. Pasé diez años en chirona por matar a dos chicas.
No parecía decirlo con amargura, sino tan solo con cansancio y resignación.
—Yo estuve tres semanas en un centro de menores por mentir por un amigo y decir que la droga que encontraron los polis era mía —repuso ella.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no creo que mataras a dos chicas.
—Es muy amable por tu parte. —Tobias se inclinó hacia delante y torció el gesto—. Permíteme recordarte que se celebró un juicio con un montón de pruebas contra mí.
—Lo sé. —Amelie se encogió de hombros. Dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla al campo que había al otro lado del camino de grava. Tenía que hablarle como fuera de los cuadros. Pero ¿cómo sacar el tema? Decidió dar un rodeo—. ¿Vivían los Lauterbach aquí cuando pasó todo? —inquirió.
—Sí —respondió, extrañado, Tobias—. ¿Por qué lo preguntas?
—Hay un cuadro —respondió ella—. Bueno, en realidad son varios. Los he visto, y creo que en tres de ellos está Lauterbach.
Tobias la miró atentamente y con cara de no entender nada a la vez.
—Bueno, creo que hay alguien que vio lo que realmente pasó —continuó Amelie tras un breve titubeo—. Thies me dio los cuadros, y…
Se calló. Un coche subía a gran velocidad por el angosto camino, un todoterreno gris. La grava crujió bajo los anchos neumáticos cuando el Porsche Cayenne se detuvo justo delante de ellos. Una mujer rubia y guapa se bajó. Amelie se levantó de un salto y cogió su mochila.
—Espera. —Tobias extendió el brazo hacia ella en ademán suplicante y se levantó, el rostro desfigurado por el dolor—. ¿Qué cuadros? ¿Qué pasa con Thies? Nadja es mi mejor amiga, puedes hablar delante de ella.
—No, mejor no.
Amelie miró a la mujer con escepticismo. Era muy delgada y estaba muy elegante con sus pantalones vaqueros ceñidos, el jersey de cuello alto y el chaleco de plumas beis con el llamativo logotipo de una marca cara. El cabello, rubio y liso, lo llevaba recogido en un moño, y su armonioso rostro tenía una expresión de preocupación.
—Hola —saludó, al tiempo que se acercaba. Escrutó un instante a Amelie con recelo y después todo su interés se centró en Tobias.
—Dios mío, cariño. —Le acarició la mejilla con ternura, un gesto de familiaridad que hizo que Amelie sintiera una punzada de dolor y una profunda e inmediata antipatía hacia la mujer.
—Nos vemos luego —dijo deprisa, y los dejó solos.
Pia se sentó por segunda vez ese día a la mesa de una cocina y rehusó amablemente un café después de informar a Hartmut Sartorius de la confesión y detención de Manfred Wagner.
—¿Cómo está su exmujer? —preguntó después.
—Igual, no hay cambios —contestó él—. Los médicos se andan por las ramas y escurren el bulto.
Pia observó el rostro demacrado y exhausto del padre de Tobias. Ese hombre no había sufrido mucho menos que los Wagner, al contrario: mientras que los padres de la víctima disfrutaban de simpatía y solidaridad, a los del verdugo se los había marginado y castigado por lo que hizo el hijo. El silencio se volvió incómodo. Pia no sabía muy bien por qué había ido allí. ¿Qué se le había perdido en ese sitio?
—¿Los dejan más o menos en paz a usted y a su hijo ahora? —inquirió al cabo. Hartmut Sartorius profirió una risa breve y amarga. Acto seguido abrió un cajón y sacó un papel arrugado que ofreció a Pia.
—Estaba hoy en el buzón. Tobias lo tiró, pero yo lo saqué de la basura.
«Pandilla de asesinos —leyó Pía—. Largaos de aquí antes de que ocurra una desgracia.»
—Una amenaza —comentó—. Anónima, ¿no?
—Por supuesto. —Sartorius se encogió de hombros y se sentó de nuevo a la mesa—. Ayer atacaron a Tobias en el pajar y lo molieron a palos. —La voz le flaqueó, pugnaba por mantener la compostura, pero de pronto los ojos se le humedecieron.
—¿Quién? —quiso saber Pia.
—Todos. —Sartorius hizo un gesto de desamparo con las manos—. Llevaban capuchas e iban con bates de béisbol. Cuando… cuando encontré a Tobias en el pajar pensé… Al principio creí que estaba muerto. —Se mordió los labios y bajó la mirada.
—¿Por qué no llamó a la Policía?
—No serviría de nada. Esto no va a parar nunca. —El hombre sacudió la cabeza con una mezcla de resignación y desesperación—. Tobias se esfuerza por adecentar un poco este sitio con la esperanza de que alguien lo compre.
—Señor Sartorius —Pia aún sostenía la nota en la mano—, conozco el sumario del caso de su hijo, y me han llamado la atención algunos disparates. Lo cierto es que me extraña que el abogado de Tobias no interpusiera un recurso de casación.
—Quería hacerlo, pero el tribunal lo desestimó. Las pruebas, las declaraciones de los testigos… todo era inequívoco. —Sartorius se pasó la mano por la cara. Todo en él era desaliento.
—Pero ahora se ha encontrado el cuerpo de Laura —insistió Pia—. Y me pregunto cómo pudo su hijo sacar a la chica muerta de casa, meterla en el maletero del coche, llevarla a Eschborn, entrar en el solar vallado de un antiguo aeródromo militar y arrojarla a un viejo depósito en tres cuartos de hora escasos.
Hartmut Sartorius alzó la cabeza y la miró. A sus empañados ojos azules asomó una minúscula chispa de esperanza, que desapareció en el acto.
—Es inútil. No hay pruebas nuevas. Y aunque las hubiera, para la gente de aquí mi hijo es un asesino y siempre lo será.
—Tal vez su hijo debiera dejar Altenhain por un tiempo —aconsejó Pia—. Por lo menos hasta que entierren a la muchacha y los ánimos se hayan calmado.
—¿Dónde va a ir? No tenemos dinero. Tobias no encontrará trabajo tan pronto. ¿Quién contrata a un expresidiario, aunque tenga estudios?
—Podría irse a vivir con su madre por el momento —propuso Pia, pero Hartmut Sartorius se limitó a sacudir la cabeza.
—Tobias tiene treinta años —respondió—. Su intención es buena, señora, pero yo no puedo imponerle nada.
—Acabo de tener un déjà vu al veros a los dos en el banco. —Nadja cabeceó.
Tobias se había vuelto a sentar y se palpaba con cuidado la nariz. El recuerdo del pánico que había sentido la noche previa pendía como una sombra siniestra sobre el día soleado. Cuando los hombres por fin dejaron de darle golpes y se fueron, él se resignó a morir. De no haberle quitado uno de ellos el trapo de la boca, se habría asfixiado. Iban muy en serio. Tobias se estremeció al pensar en lo cerca que había estado de la muerte. Las heridas, aunque eran dolorosas y tenían muy mal aspecto, no eran mortales. La noche anterior, su padre había llamado a la doctora Lauterbach, quien acudió a la casona de inmediato para curarlo. Le puso grapas en la herida de la ceja y le dio analgésicos. Al parecer no le guardaba rencor por haber comprometido a su marido en el juicio.
—¿No crees, Tobi? —La voz de Nadja se coló en sus reflexiones.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Era tan guapa y estaba tan preocupada… Lo cierto era que la esperaban para rodar en Hamburgo, pero a todas luces él era más importante. Debía de haber venido directamente nada más recibir su llamada. Era una amiga de verdad.
—A que esa chica se parece mucho a Stefanie. Es increíble —observó Nadja, que le cogió la mano y le acarició el pulpejo con el pulgar; un roce tierno que en otras circunstancias tal vez a él le hubiese gustado, pero que en ese momento le molestó.
—Sí, Amelie es increíble —replicó ensimismado—. Increíblemente valiente y decidida.
Se acordó de cómo había sobrellevado el ataque en su casa. Cualquier otra chica se habría ido a casa llorando o habría acudido a la Policía, pero ella no. ¿Qué quería contarle hacía un momento? ¿Qué le había dicho Thies?
—¿Te gusta? —quiso saber Nadja. De no haber estado él tan sumido en sus pensamientos, quizá hubiese dado una respuesta distinta, más diplomática.
—Sí —afirmó—. Me cae bien. Es tan… diferente.
—Diferente…, ¿de quién? ¿De mí?
Al oír la pregunta, Tobias levantó la cabeza. Vio el rostro consternado de ella y trató de sonreír, pero la sonrisa acabó en una mueca.
—Diferente de la gente de aquí, quería decir. —Le apretó la mano—. Amelie solo tiene diecisiete años. Es como una hermana pequeña.
—Pues ten cuidado, no vayas a volver loca a tu hermanita con esos ojos azules. —Nadja retiró la mano y cruzó las piernas mientras lo miraba con la cabeza ladeada—. Creo que no tienes ni idea del efecto que causas en las mujeres, ¿no?
A Tobias sus palabras le recordaron tiempos pasados. ¿Cómo es que nunca se había dado cuenta de que en las observaciones críticas de Nadja sobre otras chicas siempre había acechado la sombra de los celos?
—Oh, vamos —dijo, haciendo un gesto para restarle importancia—. Amelie trabaja en el Zum Schwarzen Ross y se entera de algunas cosas. Entre otras, ha reconocido en la foto de la prensa a Manfred Wagner. Fue quien tiró a mi madre de la pasarela.
—¿Qué?
—Sí. Y también cree que Pietsch, Richter y Dombrowski son los que me molieron a palos ayer por la noche. Llegaron tarde a la partida de cartas, y eso no es habitual en ellos.
Nadja lo miró sin dar crédito a lo que oía.
—No lo dirás en serio.
—Pues sí. Además, Amelie está firmemente convencida de que hay alguien que vio algo entonces que podría redimirme. Justo cuando has llegado tú me iba a contar algo de Thies, de Lauterbach y de no sé qué cuadros.
—Eso sería… bueno… sería tremendo. —Nadja se levantó de pronto y se dirigió a su coche. Entonces se volvió y miró a Tobias furiosa—. Pero en tal caso, ¿por qué ese alguien nunca dijo nada?
—Ojalá lo supiera yo. —Tobias se echó hacia atrás y estiró con cuidado las piernas. Cada movimiento de su maltrecho cuerpo le causaba dolor, a pesar de las pastillas—. En cualquier caso, Amelie debe de haber dado con algo. Por aquel entonces, Stefanie me dijo que estaba liada con Lauterbach. Te acuerdas de él, ¿no?
—Claro. —Nadja asintió con vehemencia y lo miró fijamente.
—Al principio creí que solo lo decía para darse importancia, pero después los vi juntos detrás de la carpa de las fiestas. Por eso me fui a casa. Estaba… —hizo una pausa, buscaba las palabras que pudieran definir el estado de agitación de aquel momento. Entre ellos dos no habría pasado ni el aire, tan pegados estaban, y Lauterbach le había puesto la mano en el trasero. La súbita certeza de que Stefanie se lo montaba con otros hombres fue como una vorágine que lo precipitó en un abismo profundo.
—Furioso —decía Nadja en ese preciso instante.
—No —negó—. Furioso no estaba. Lo que estaba es… dolido y triste. Quería de verdad a Stefanie.
—Imagínate que saliera a la luz. —Nadja soltó una risita un tanto maliciosa—. Imagínate los titulares: un asaltacunas, ministro de Educación y Ciencia.
—Entonces, ¿crees que era un ligue en toda regla?
Nadja dejó de reírse. A sus ojos afloró una expresión extraña que no supo interpretar. Se encogió de hombros y repuso:
—Sea como fuere, a él lo habría creído perfectamente capaz de hacerlo. Andaba como loco detrás de su Blancanieves, hasta le dio el papel principal, aunque no tenía ningún talento. Cuando ella aparecía, se quedaba sin aliento.
De repente se hallaban inmersos en el tema que tanto se habían esforzado antes por evitar. Por aquel entonces, a Tobias no le extrañó que a Stefanie le dieran el papel principal en el cuento navideño del Teatro AG. Ya solo su aspecto era la encarnación ideal de Blancanieves. Recordaba perfectamente la tarde en que a él le llamó la atención el parecido. Stefanie se había subido al coche, llevaba un vestido de verano blanco y los labios pintados de rojo, el oscuro cabello ondeando al viento. «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano», lo dijo ella misma y se rio. ¿Adónde habían ido esa tarde? En ese momento cayó en la cuenta de golpe y porrazo: ahí estaba lo que llevaba días rondándole la cabeza: «¿Os acordáis de cuando mi hermana le cogió al viejo el manojo de llaves del aeródromo y fuimos a echar carreras al hangar?». Lo había dicho Jörg el jueves, en el taller. ¡Claro que se acordaba! Esa misma tarde también fueron ellos allí, Stefanie lo instó a ir deprisa para quedarse a solas en el coche. El padre de Jörg, Manfred Richter, estaba en telecomunicaciones, y en los años setenta y ochenta había trabajado en el antiguo aeródromo. De pequeños, Jörg, él y el resto lo acompañaban de vez en cuando y jugaban en aquel terreno tomado por la maleza mientras él desempeñaba su cometido. Más tarde, cuando eran mayores, iban allí a hacer carreras de coches y fiestas a escondidas. Y ahora encontraban el cuerpo de Laura precisamente en ese sitio. ¿Podía ser una casualidad?
Apareció delante de ella como si hubiera salido de la nada justo cuando volvía la cabeza para echar una última mirada a Tobias y a la zorra rubia del buga de lujo.
—¡Madre mía, Thies! —exclamó asustada mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas con disimulo—. Maldita sea, ¿por qué me das estos sustos?
A veces le resultaba inquietante el sigilo con que podía aparecer y desaparecer. Solo entonces reparó en que su amigo parecía enfermo. Tenía los ojos hundidos y con un brillo febril. Le temblaba todo el cuerpo y se abrazaba con fuerza el torso. A Amelie se le pasó por la cabeza que sin duda parecía un loco. Se avergonzó en el acto por ello.
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —le preguntó.
Él no reaccionó, miró con nerviosismo a su alrededor. Respiraba deprisa y entrecortadamente, como si hubiese estado corriendo. De repente, bajó los brazos y, para gran sorpresa de Amelie, le cogió la mano. Eso era algo que nunca había hecho. Ella sabía que rechazaba el contacto.
—No pude proteger a Blancanieves —afirmó con voz bronca y tensa—. Pero sabré cuidar de ti.
Sus ojos vagaban inquietos a un lado y a otro, no paraba de mirar hacia la linde del bosque, como si esperara algún peligro procedente de esa dirección. Amelie se estremeció. De pronto, las piezas del puzle encajaron como por sí solas en su cabeza.
—Viste lo que pasó, ¿no? —musitó.
Thies se volvió bruscamente y tiró de ella, la mano aún asida con firmeza. Amelie salvó tras él una zanja embarrada y una densa maleza a trompicones. Cuando llegaron al bosque protector, su acompañante aflojó un tanto el ritmo, si bien era demasiado rápido para ella, que fumaba mucho y hacía poco deporte. Thies le apretaba la mano con fuerza, y cuando Amelie tropezó y se cayó, él la levantó en un santiamén. Iban monte arriba. Bajo sus pies se quebraban ramas secas, las urracas chillaban en las copas de los pinos. De repente, Thies frenó en seco. La joven, jadeante, miró a su alrededor y distinguió entre los árboles, pendiente abajo, el tejado rojo vivo de la villa de los Terlinden. El sudor le corría por la cara y tosía. ¿Por qué había dado la vuelta Thies a la propiedad? Si hubieran atravesado el jardín, habría sido mucho más fácil. Él le soltó la mano y metió una llave en una puerta oxidada y estrecha que se abrió a regañadientes con un chirrido. Amelie entró tras él y vio que estaban justo detrás del invernadero. Intentó cogerle la mano de nuevo, pero ella se zafó.
—¿Por qué vas corriendo por aquí como un loco?
Amelie intentó disimular la incomodidad que sintió de pronto, pero había algo muy raro en Thies. La calma casi letárgica que solía mostrar había desaparecido, y cuando la miró en ese momento, directamente y sin rehuir su mirada, a Amelie le asustó la expresión de sus ojos.
—Si no se lo dices a nadie, te enseño mi secreto. Ven —dijo en voz baja.
Abrió la puerta del invernadero con la llave que había debajo del felpudo. Amelie se planteó salir corriendo, pero Thies era su amigo, confiaba en ella. De manera que decidió confiar en él y lo siguió hasta esa habitación que tan bien conocía. Él cerró concienzudamente por dentro y echó un vistazo.
—¿Me puedes decir qué te pasa? —inquirió ella—. ¿Ha ocurrido algo acaso?
Thies no respondió. Desplazó a un lado una gran palmera que había al fondo y puso contra la pared la tabla sobre la que estaba. Presa de la curiosidad, Amelie se acercó y se quedó sorprendida al ver una trampilla en el suelo. Thies la abrió y se volvió hacia ella.
—Ven —repitió.
Amelie empezó a bajar por la escalera de hierro, estrecha y herrumbrosa, que se adentraba en la oscuridad. Thies cerró la trampilla, y segundos después se distinguió el débil resplandor de una bombilla. Thies pasó por delante de la luz a través del angosto espacio y abrió una sólida puerta de hierro. Los recibió una bocanada de aire seco y caliente, y Amelie se quedó de piedra al ver el gran sótano. Moqueta clara, paredes de un alegre color naranja. Una estantería llena de libros en un lado, un sofá con pinta de cómodo en el otro. La mitad posterior del espacio estaba separada mediante una especie de biombo. A la joven el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Thies nunca le había dado a entender que quisiera algo de ella, y ni siquiera en ese instante pensó que se abalanzaría sobre ella y la violaría. Además, en caso necesario, se plantaría de dos pasos en la escalera y en el jardín.
—Ven —repitió de nuevo. Apartó el biombo y Amelie vio una cama antigua con un alto cabecero de madera. En la pared había fotografías, perfectamente alineadas, como era propio de Thies—. Vamos. Le he hablado mucho de ti a Blancanieves.
Se aproximó y se le cortó la respiración. Entre horrorizada y fascinada, vio el rostro de una momia.
—¿Qué te pasa?
Se agachó delante de él y le puso las manos con cuidado en los muslos, pero la apartó con impaciencia y se levantó. Anduvo cojeando unos metros y se detuvo. La sospecha era monstruosa.
—El cuerpo de Laura estaba en un depósito del viejo aeródromo militar de Eschborn —dijo Tobias con voz ronca—. Seguro que te acuerdas de que solíamos hacer fiestas allí. El padre de Jörg seguía teniendo las llaves de la puerta.
—¿Qué quieres decir con eso? —Nadja fue tras él y lo miró sin entender nada.
—Yo no tiré a Laura al depósito —afirmó con vehemencia, y apretó los dientes con tal fuerza que le rechinaron—. Mierda, mierda y mierda. —Apretó los puños—. Quiero saber qué pasó. Mis padres se han arruinado, yo me he pasado diez años en el trullo y, para colmo, el padre de Laura empuja a mi madre desde una pasarela. ¡No lo soporto más! —gritó, mientras Nadja guardaba silencio delante de él.
—Vente conmigo, Tobi, por favor.
—¡No! —exclamó él con aspereza—. ¿Es que no lo entiendes? Eso es precisamente lo que quieren esos cabrones.
—Ayer solo te golpearon. ¿Y si vuelven por ti y cumplen sus amenazas?
—¿Matarme, te refieres? —Tobias la miró. A Nadja le temblaba levemente el labio inferior, sus grandes ojos verdes estaban llenos de lágrimas. La verdad es que no se merecía que él le chillara. Era la única que había permanecido siempre a su lado. Incluso habría ido a verlo a la cárcel, si él lo hubiera permitido. De pronto su ira se disipó y sintió remordimientos—. Perdóname, por favor —pidió con voz queda mientras extendía los brazos—. No quería gritarte. Ven conmigo. —Ella se apoyó en él, el rostro contra su pecho, y Tobias la estrechó con fuerza entre sus brazos—. Probablemente tengas razón —musitó contra su cabello—. De todas formas, no es posible dar marcha atrás en el tiempo.
Ella levantó la cabeza y lo miró preocupada.
—Tengo miedo por ti, Tobi. —La voz le temblaba de manera ostensible—. No quiero volver a perderte, ahora que por fin te he recuperado.
Tobias torció el gesto, cerró los ojos y pegó su mejilla a la de ella. Ojalá supiera que podía irles bien. No quería volver a llevarse un chasco. Prefería estar solo hasta el fin de sus días.
Manfred Wagner, sentado hecho unos zorros a la mesa de la sala de interrogatorios, alzó a duras penas la cabeza cuando entraron Pia y Bodenstein y clavó en ellos sus ojos de borracho, enrojecidos, acuosos.
—Es usted culpable de varios delitos graves —comenzó Bodenstein con gravedad después de poner en marcha la grabadora e introducir los datos necesarios para la toma de declaración—. Lesiones, delito contra la seguridad vial y (según sea el dictamen del fiscal) homicidio involuntario o incluso homicidio.
Manfred Wagner palideció un poco más. Su mirada descansó en Pia y volvió a Bodenstein. Luego, tragó saliva.
—Pero… pero… Rita sigue viva —balbució.
—Cierto —admitió Bodenstein—. Pero el hombre sobre cuyo coche cayó falleció de un infarto en el acto. Eso por no mencionar los daños materiales de los vehículos que se vieron implicados en el accidente. Este particular tendrá graves repercusiones para usted, y no fue una buena idea que no acudiera a la Policía.
—Quería hacerlo —aseguró Wagner con voz llorosa—. Pero… pero todos me aconsejaron que no lo hiciera.
—¿A quiénes se refiere? —quiso saber Pia, a quien el hombre no le inspiraba ninguna compasión. Había sufrido una gran pérdida, sí, pero eso no justificaba el ataque a la madre de Tobias.
Wagner se encogió de hombros y no la miró.
—A todos —repuso, igual de vago que Hartmut Sartorius escasas horas antes, cuando Pia le preguntó quién podía estar detrás del anónimo y la agresión a su hijo.
—Ya. ¿Siempre hace usted lo que dicen todos? —Su tono sonó más duro de lo que pretendía, pero surtió efecto.
—¡Usted no tiene ni idea! —espetó—. Mi Laura era muy especial. Habría llegado lejos. Y era preciosa. A veces no me podía creer que de verdad fuera mi hija. Y murió. Se deshicieron de ella como si fuera basura. Éramos una familia feliz, acabábamos de hacernos una casa fuera, en la nueva zona industrial, y la carpintería iba bien. En el pueblo formábamos una buena comunidad, todos amigos de todos. Y entonces… desaparecieron Laura y su amiga. Las mató Tobias, ese cerdo insensible. Le supliqué que me dijera por qué la había matado y qué había hecho con su cuerpo, pero nunca lo dijo.
Se encorvó y se desmoronó, sollozando. Bodenstein iba a desconectar la grabadora, pero Pia se lo impidió. ¿Lloraba Wagner de dolor por la hija perdida o por pura autocompasión?
—Déjese de tanto teatro —soltó.
Manfred Wagner levantó la cabeza y la miró tan perplejo como si le hubiese dado una patada en el culo.
—He perdido a mi hija… —empezó con voz temblorosa.
—Lo sé —lo interrumpió Pia—. Y lo siento mucho. Pero tiene otros dos hijos y una mujer que lo necesitan. ¿Es que no se le ocurrió pensar lo que sería de su familia si atentaba contra la vida de Rita Cramer?
Wagner no dijo nada, pero de pronto se le demudó el rostro.
—¡No tiene usted ni idea de lo que he sufrido estos once años! —gritó furioso.
—Pero sí de lo que ha sufrido su esposa —contestó Pia con frialdad—. No solo ha perdido a una hija, sino también a su marido, que se emborracha todas las noches por pura autocompasión y la deja completamente sola. Su mujer lucha por sobrevivir, y usted, ¿qué hace?
Los ojos de Wagner empezaron a echar chispas. Era evidente que Pia había puesto el dedo en la llaga.
—Y eso a usted, ¿qué demonios le importa?
—¿Quién le aconsejó que no acudiera a la Policía?
—Mis amigos.
—¿No serán esos mismos amigos que se quedan mirando cómo se emborracha usted cada noche en el Zum Schwarzen Ross y pone en peligro su vida y no hacen nada?
Wagner abrió la boca para replicar, pero calló. Su mirada hostil se volvió insegura y se centró en Bodenstein.
—No voy a permitir que me sermoneen —espetó con voz vacilante—. No diré más si no es en presencia de un abogado.
Cruzó los brazos y apoyó la barbilla en el pecho, como un niño porfiado. Pia miró a su jefe y enarcó las cejas. Bodenstein apagó la grabadora.
—Puede irse a casa —anunció.
—¿No estoy… no estoy… detenido? —preguntó el hombre, extrañado.
—No. —Bodenstein se levantó—. Sabemos dónde encontrarlo. El fiscal formulará la acusación contra usted. En cualquier caso, necesita un abogado.
Abrió la puerta, y Wagner pasó ante él titubeando, acompañado por el agente que había estado presente en la sala durante el interrogatorio. Bodenstein lo siguió con la mirada.
—Con ese estado tan lamentable, casi podría dar pena —comentó Pia a su lado—. Pero solo casi.
—¿Por qué lo has atacado así? —quiso saber Bodenstein.
—Porque tengo la sensación de que detrás de todo este asunto hay mucho más de lo que vemos ahora. En ese pueblo se cuece algo. Y desde hace tiempo. Estoy completamente segura.