Viernes, 14 de noviembre

—Buenos días.

Gregor Lauterbach saludó con la cabeza a Ines SchürmannLiedtke, su secretaria jefe, y entró en su amplio despacho del Ministerio de Educación y Ciencia de Hesse, ubicado en la Luisenplatz de Wiesbaden. Ese día tenía la agenda a reventar. A las ocho celebraba una reunión con su subsecretario, a las diez era el discurso en el pleno, en el que presentaría los presupuestos del año siguiente. A mediodía se había reservado una hora para tomar un breve almuerzo con representantes de la delegación de profesores de Wisconsin, el estado norteamericano hermanado con Hesse. En su mesa estaba ya el correo, ordenado según su importancia en carpetas de distintos colores; la primera era la carpeta con la correspondencia que había de firmar. Lauterbach se desabrochó la chaqueta y se sentó al escritorio para liquidar cuanto antes lo más urgente. Las ocho menos veinte. El subsecretario sería puntual, siempre lo era.

—Su café, señor ministro.

Ines entró y le dejó delante una taza de café humeante.

—Gracias —dijo y sonrió. No solo era una secretaria inteligente y sumamente eficaz, sino también una mujer espectacular: guapa, de cabello oscuro y grandes ojos negros y la tez como la leche con miel. Le recordaba un poco a Daniela, su esposa. A veces se permitía soñar despierto, y en esos sueños lujuriosos Ines desempeñaba un papel estelar, pero en la realidad su relación con ella siempre había sido intachable. Aunque cuando se incorporó al cargo, hacía dos años, habría tenido derecho a cambiar la plantilla, Ines le gustó a primera vista, y ella le había agradecido el que la mantuviera en su puesto con una lealtad absoluta y una increíble diligencia—. Tiene usted muy buen aspecto, Ines, como de costumbre —observó, y bebió un sorbito de café—. El verde le sienta estupendamente.

—Muchas gracias.

Ella sonrió halagada, pero acto seguido volvió al terreno profesional y le leyó deprisa la lista de llamadas que esperaban ser devueltas. Lauterbach escuchaba con un oído mientras estampaba su rúbrica en las cartas que Ines había escrito y asentía o cabeceaba. Cuando hubo terminado, le entregó la correspondencia. Ella salió del despacho y él se dedicó al correo, que Ines ya había clasificado. Había cuatro cartas dirigidas a él de carácter estrictamente «personal», y todavía no las había tocado. Las abrió todas con un abrecartas, leyó por encima las dos primeras y las dejó a un lado. Al abrir la tercera se quedó sin aliento: «Si sigues manteniendo la boca cerrada, no pasará nada. En caso contrario, la Policía sabrá lo que se te perdió hace años en el pajar, cuando te cepillaste a tu alumna menor de edad. Saludos de Blancanieves».

De pronto tenía la boca seca. Miró la segunda hoja: una foto de un manojo de llaves. Un miedo frío le recorrió las venas, y al mismo tiempo rompió a sudar. Aquello no era una broma, iba muy en serio. Empezó a devanarse los sesos. ¿Quién lo habría escrito? ¿Quién podía saber lo de su desliz con la chica? ¿Y por qué demonios llegaba esa carta precisamente en ese momento? Gregor Lauterbach tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho. Durante once años había conseguido borrar de su mente lo sucedido. Sin embargo, ahora volvía de golpe, con tanta fuerza como si hubiera pasado el día anterior. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la desierta Luisenplatz, donde poco a poco iba clareando esa mañana de noviembre gris. Inspiró y espiró despacio. Lo principal era no perder los nervios. En un cajón de la mesa encontró la sobada libreta en la que apuntaba números de teléfono desde hacía años. Cuando fue a coger el auricular, comprobó con fastidio que le temblaba la mano.

El roble viejo y nudoso estaba en la parte de delante del extenso parque, a menos de cinco metros de la tapia que rodeaba el terreno. Hasta ahora, ella no había reparado en la casa del árbol, tal vez porque en verano quedaba oculta por la densa fronda del roble. No era nada fácil subir con minifalda y pantis la frágil escalera, con esos peldaños que tan poca confianza inspiraban y que estaban resbaladizos debido a la lluvia que había caído los días anteriores. Ojalá a Thies no se le ocurriera salir del estudio precisamente en ese instante, pues sabría en el acto lo que estaba haciendo allí. Cuando por fin llegó a la casa, entró a cuatro patas. Era un refugio estable de madera, muy similar a los apostaderos del bosque. Amelie se irguió con cuidado, echó un vistazo, se sentó en el banco y se asomó por la ventana delantera. ¡Bingo! Se sacó el iPod del bolsillo de la cazadora y revisó los cuadros, que había fotografiado la noche anterior. La perspectiva era esa, sin duda. Desde allí se disfrutaba de una vista magnífica de medio pueblo; la parte de arriba de la propiedad de los Sartorius, con el pajar y la vaqueriza, quedaba directamente a sus pies. Incluso a simple vista se distinguía cada detalle. Si además se tenía en cuenta que hacía once años el laurel real debía de ser aún un arbolito, estaba claro que el autor de los cuadros observó los acontecimientos desde ese punto. Amelie se encendió un cigarrillo y apoyó los pies en la pared. ¿Quién se habría sentado allí? No podía tratarse de Thies, pues se lo veía en tres de los cuadros. ¿Sacaría alguien desde allí unas fotos que luego Thies encontró y pintó? Más interesante aún era la cuestión de quiénes eran las demás personas de los cuadros. La presencia de Laura Wagner y Stefanie Schneeberger, alias Blancanieves, estaba clara. Y también conocía al hombre que se lo montaba con Blancanieves en el pajar. Pero ¿y los tres muchachos? Fumaba pensativa mientras se planteaba qué hacer con lo que sabía. La Policía quedaba excluida. En el pasado, sus experiencias con la poli solo habían sido negativas, en parte por eso había acabado en ese pueblucho con su progenitor, del cual apenas supo nada en doce años, salvo el día de su cumpleaños y en Navidad. La segunda alternativa, sus padres, también acabaría en la pasma, así que no tenía sentido. Un movimiento en la granja de los Sartorius llamó su atención. Tobias entró en el pajar y poco después se oyó el traqueteo del viejo tractor rojo. Probablemente aprovechara el día no muy lluvioso para seguir desescombrando. ¿Y si le contaba a él lo de los cuadros?

Aunque la señora Engel había hecho hincapié en que no se volvieran a investigar los dos asesinatos perpetrados once años atrás, Pia seguía enfrascada en las quince carpetas, en cierto modo para no pensar en la amenaza que latía en las lapidarias palabras de Gerencia de Urbanismo. Ya había erigido mentalmente la casa nueva de Birkenhof y la había convertido en el hogar acogedor y decorado con gusto con el que siempre soñó. Muchos de los muebles de Christoph encajaban a la perfección en su decoración soñada: la antiquísima mesa de refectorio con sus arañazos, donde se podía acomodar perfectamente a doce personas; el curtido sofá de piel del invernadero, el armario antiguo, los exquisitos divanes… Pia suspiró. Quizá todo acabara bien y Gerencia le concediese la autorización para poder empezar de una vez.

Se concentró de nuevo en los documentos del caso que tenía delante, leyó por encima un informe y apuntó dos nombres. Su último encuentro con Tobias Sartorius le había provocado una extraña sensación. ¿Y si durante todos esos años había dicho la verdad? ¿Y si no era el asesino de las dos chicas? Aparte del hecho de que el verdadero asesino seguía en libertad, ese error judicial le habría costado diez años de su vida a él y la existencia a sus padres. Junto a sus notas, Pia consignó algunos datos sobre Altenhain. ¿Quién vivía dónde? ¿Quién era amigo de quién? A primera vista, antes Tobias Sartorius y sus padres eran personas respetadas y queridas en el pueblo; sin embargo, si se leía entre líneas, las palabras de quienes fueron interrogados destilaban envidia. Tobias Sartorius era un joven sumamente atractivo, inteligente, deportista, generoso. Todo en él permitía augurar un futuro excelente, nadie decía nada malo del primero de la clase, el as del deporte, el preferido de las chicas. Pia observó algunas fotos. ¿Cómo se sentirían esos amigos suyos del montón, con la cara brillante y llena de granos, a los que siempre se comparaba con él? ¿Qué sentirían estando siempre a la sombra, siendo tan solo la segunda opción entre las chicas más guapas? ¿Acaso no eran inevitables la envidia y los celos? Entonces, de repente, se les presentó la oportunidad de vengarse por todas esas pequeñas afrentas: «Bueno, puede que Tobias sí sea algo irascible —declaró uno de sus mejores amigos—. Sobre todo cuando bebe. Entonces, a veces flipa pero bien».

Su antiguo profesor había dicho de él que era un alumno muy bueno, ambicioso, que lo pillaba todo al vuelo, pero que también podía ser muy disciplinado en los estudios. Un gran orador, seguro de sí mismo hasta la arrogancia, a veces colérico, bastante maduro para su edad. Un hijo único idolatrado por sus padres. Pero también alguien que llevaba mal la competencia y la derrota. Maldita sea, ¿dónde había leído eso? Pia empezó a pasar hojas. La declaración policial del profesor de Tobias, que asimismo era el profesor de las dos chicas en el momento de su desaparición, ya no estaba. Confusa, Pia se puso a revolver su mesa en busca de las notas que había tomado la semana anterior y comparó su lista de nombres con el listado que había elaborado ese mismo día.

—Qué raro —murmuró.

—¿Qué pasa? —Ostermann levantó la vista de su ordenador mientras masticaba algo.

—En los autos faltan las declaraciones de Gregor Lauterbach correspondientes a Stefanie Schneeberger y Tobias Sartorius —repuso ella al tiempo que seguía pasando páginas—. ¿Cómo puede ser?

—Estarán en otra carpeta —repuso Ostermann, y volvió a centrarse en su trabajo y en su donut. Lo volvían loco esos bollos grasientos, y a Pia le asombraba desde hacía años que a esas alturas su compañero no estuviera como una foca. Debía de tener un metabolismo increíble para quemar los miles de calorías que engullía a diario. Ella en su lugar iría por ahí rodando.

—No —negó Pia—. Te digo que han desaparecido.

—Pia —contestó Ostermann en tono paciente—, esto es la Policía. Aquí no entra nadie sin más a robar declaraciones de una vieja carpeta.

—Lo sé, lo sé. Pero lo cierto es que ya no están. Las leí la semana pasada.

Pia frunció el ceño. ¿A quién podía interesarle ese antiguo caso? No había ningún motivo para robar unas declaraciones en sí mismas banales. El teléfono de su mesa sonó. Lo cogió y escuchó un instante. En Wallau, una furgoneta de reparto se había salido de la calzada y luego incendiado tras dar varias vueltas de campana. El conductor estaba gravemente herido, pero entre los restos del vehículo los bomberos habían encontrado al menos a dos personas irreconocibles. Con un suspiro, Pia cerró la carpeta y guardó sus notas en un cajón. Las perspectivas de recorrer un barrizal con aquel tiempo eran poco halagüeñas.

El viento aullaba alrededor del pajar, se colaba por los maderos y sacudía la puerta como si quisiera entrar. A Tobias Sartorius le daba lo mismo. Por la tarde había llamado a un agente inmobiliario y había concertado una visita el miércoles de la siguiente semana. Para entonces el terreno, el pajar y los viejos establos debían estar impecables. Fue tirando con brío un viejo neumático tras otro a la caja de la carretilla. Había docenas amontonados en un rincón del pajar; su padre los había guardado para poner peso sobre las lonas que cubrirían las pacas de heno y paja. Ahora ya no había pacas de heno, ni tampoco paja, de manera que los neumáticos no eran más que basura.

La sombra de un recuerdo fugaz llevaba persiguiéndolo el día entero y Tobias se estaba volviendo loco, ya que no caía en lo que era. La noche anterior, uno de sus amigos había dicho algo en el taller que él había relacionado automáticamente con otra cosa, pero el recuerdo se hallaba en lo más profundo de su conciencia y no había manera de hacerlo aflorar a la superficie, por mucho que se esforzara. Se detuvo, sin aliento, y se pasó el antebrazo por la frente sudorosa. Notó un aire frío y se volvió al percibir un movimiento por el rabillo del ojo. Se sobresaltó. Tres figuras vestidas con ropa oscura y con sus rostros cubiertos por un amenazador verdugo habían entrado en el pajar. Una de ellas corrió por dentro el pesado cerrojo de hierro de la puerta. Las tres se quedaron allí plantadas, mirándolo por las ranuras de las capuchas. Los bates de béisbol en las manos enguantadas revelaban su intención. La adrenalina recorrió el cuerpo de Tobias de la cabeza a los pies. No le cupo la menor duda de que dos de ellos eran los hombres que habían golpeado a Amelie. Habían vuelto por su verdadero objetivo, es decir, él. Retrocedió y se puso a pensar febrilmente en cómo escapar. En el pajar no había ventanas ni puerta trasera, pero sí una escalera por la que se subía al henil, que estaba vacío. Era su única oportunidad. Se obligó a no mirarla para no desvelar lo que se proponía a los tres hombres. Pese al creciente pánico que sentía, consiguió mantener la calma. Tenía que llegar a la escalera antes de que se le acercaran. Se hallaban a unos cinco metros de él cuando echó a correr. En cuestión de segundos llegó a la escalera y trepó por ella lo más deprisa que pudo. Un bate de béisbol descargó toda su fuerza en una de sus piernas. Tobias no sintió dolor, pero la pierna izquierda se le entumeció en el acto. Apretó los dientes y continuó subiendo, pero uno de sus perseguidores, casi tan rápido como él, lo agarró por el pie y tiró de él. Tobias se agarró con fuerza a los peldaños de la escalera y le dio una patada al hombre con el otro pie. Oyó un grito de dolor ahogado y notó que la presión en torno al tobillo aflojaba. La escalera se tambaleó, y de pronto, Tobias asió el vacío y a punto estuvo de perder el equilibrio. ¡Faltaban tres peldaños! Miró abajo y se sintió como un gato en un tronco pelado al que pisaran los talones tres rottweiler sanguinarios. Logró alcanzar el siguiente peldaño y se impulsó arriba con todas sus fuerzas; la pierna entumecida le cosquilleaba y apenas le era de ayuda. Finalmente llegó al henil. Dos de los tipos iban tras él, el tercero había desaparecido. Presa del nerviosismo, Tobias recorrió con la mirada el henil en penumbra. La escalera estaba atornillada a los maderos, imposible echarla abajo. Fue cojeando todo lo aprisa que pudo hasta el punto más bajo del tejado y comenzó a dar golpes con la mano contra las tejas. Una se soltó, luego otra. Mientras tanto, no paraba de volverse. La cabeza del primer perseguidor apareció por el borde del henil. ¡Mierda! El orificio aún era demasiado pequeño para deslizarse por él. Cuando comprendió lo inútil de la empresa, corrió hacia la trampilla, bajo la cual, unos metros más abajo, se encontraba la carretilla con los neumáticos. Con el valor que confiere la desesperación, se arriesgó a saltar. Uno de los perseguidores lo vio y descendió por la escalera a toda prisa, como una gran araña negra. Tobias bajó al suelo y se sumió en las sombras negras de debajo del remolque. A continuación palpó el suelo y maldijo su afán de limpieza. Allí ya no había nada que pudiera utilizar como arma defensiva. El corazón le martilleaba contra el pecho. Tras permanecer quieto un instante, se lo jugó todo a una sola carta y salió corriendo.

Lo cogieron justo cuando tenía el cerrojo en la mano. Le golpearon en los hombros y los brazos, en los riñones. Sus piernas cedieron, y él se hizo un ovillo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Los hombres lo molieron a palos y le dieron patadas sin decir ni mu. Después le cogieron los brazos, se los retorcieron con brutalidad y le sacaron por la cabeza el jersey y la camiseta. Tobias apretó los dientes para no quejarse ni suplicar por su vida. Vio que uno de los hombres hacía un nudo corredizo en una cuerda de tender la ropa. Por mucho que forcejeó, ellos eran mayoría; le ataron las manos y los pies a la espalda y le rodearon el cuello con el lazo. Desvalido, atado como un paquete, hubo de soportar que lo arrastraran rudamente con el torso desnudo por el áspero suelo frío hasta la pared trasera, le metieran un trapo apestoso en la boca a modo de mordaza y le vendasen los ojos. Estaba tendido en el suelo, respirando con dificultad, el corazón desbocado. El lazo le cortaba la respiración en cuanto se movía aunque fuese un milímetro. Aguzó el oído, pero solo oyó la tormenta, que bramaba alrededor del pajar con la misma furia de antes. ¿Se contentarían con eso? ¿Es que no pensaban matarlo? ¿Se habían marchado? La tensión cedió un tanto, sus músculos se relajaron. Pero el alivio fue prematuro. Oyó un siseo, percibió un olor a laca. En ese instante recibió un golpe en toda la cara, el tabique nasal se le rompió con un crujido que resonó en su cabeza como si fuera un disparo. Se le saltaron las lágrimas, la sangre le obstruyó la nariz. Con la mordaza en la boca, apenas le llegaba aire. Volvió a sentir pánico, con mucha más fuerza que antes, ya que ahora ya no veía a sus agresores. Le llovieron las patadas y los golpes, y en esos segundos que se le antojaron horas, días y semanas, tuvo la certeza de que querían matarlo.

En el Zum Schwarzen Ross no había mucho ambiente. En la mesa de los asiduos no estaban todos los jugadores de cartas de siempre, también faltaba Jörg Richter, lo cual dio lugar a que su hermana estuviera de un humor de perros. Esa tarde, Jenny Jagielski tendría que haber asistido a una reunión de padres en el parvulario, pero al no estar su hermano no se había atrevido a dejar el Zum Schwarzen Ross en manos de sus empleados, sobre todo porque Roswitha había caído enferma y Jenny estaba sola con Amelie para ocuparse del servicio. Eran las nueve y media cuando aparecieron Jörg Richter y su amigo Felix Pietsch. Se quitaron las cazadoras empapadas y se sentaron a una de las mesas; poco después llegaron otros dos hombres a los que Amelie había visto a menudo con el hermano de su jefa. Jenny se acercó a su hermano como un ángel vengador, pero este la despachó con pocas y secas palabras. Ella volvió tras la barra apretando los dientes, roja de ira.

—Tráenos cuatro cervezas y cuatro Willis —ordenó Jörg Richter a Amelie.

—Para ese cerdo no hay nada —espetó, furiosa, Jenny Jagielski.

—Pero los otros son clientes —contestó ella inocentemente.

—¿A ti te han pagado alguna vez? —inquirió Jenny, y al ver que Amelie negaba con la cabeza, añadió—: Clientes, ¡y una porra! Unos gorrones, eso es lo que son.

Jörg Richter no tardó ni dos minutos en meterse tras la barra y tirar cuatro cervezas. Estaba del mismo mal humor que su hermana, y los dos se enzarzaron en una violenta riña en voz baja. Amelie se preguntó qué pasaba. En el aire había una agresividad latente, parecía como electrizado. El gordo Felix Pietsch tenía la cara encendida, y el semblante de los otros dos también era sombrío. Amelie salió de su ensimismamiento cuando entraron los tres jugadores que faltaban y de camino a su mesa le pidieron filetes con patatas fritas, chuletón y cervezas de trigo. Se despojaron de las cazadoras y los abrigos mojados y se sentaron; uno de ellos, Lutz Richter, comenzó a contar algo en el acto. Los hombres juntaron las cabezas y escucharon con atención. Richter calló cuando Amelie apareció en la mesa con las bebidas y esperó hasta que la muchacha se hubo alejado lo bastante. Amelie no le dio importancia al extraño comportamiento de los hombres; seguía dándole vueltas a lo de los cuadros de Thies. Quizá de momento lo mejor fuera hacer lo que Thies le había pedido: mantener la boca cerrada.

Llegó a la puerta y se quitó la cazadora empapada y los zapatos sucios en el zaguán. En el espejo que había junto al perchero se topó con su mirada y bajó sin querer la cabeza. Lo que habían hecho no estaba bien. Nada bien. Si Terlinden se enteraba, él estaba listo… y los otros dos igual. Fue a la cocina y encontró un botellín de cerveza en el compartimento lateral de la nevera. Los músculos le dolían, y al día siguiente tendría algunos moratones en los brazos y las piernas; el tío se había defendido. En vano, eso sí. Al ser tres ellos, se habían impuesto. Oyó unos pasos que se acercaban.

—¿Y bien? —inquirió tras él la voz curiosa de su mujer—. ¿Cómo ha ido?

—Según lo previsto.

No se volvió hacia ella, sacó un abridor del cajón y abrió el botellín. La chapa saltó con un leve siseo y un sonido sordo. Se estremeció: así había sonado la nariz de Tobias Sartorius cuando se la rompió de un puñetazo.

—¿Ha…?

Ella no terminó la frase. Se volvió y la escudriñó.

—Probablemente —contestó él. La silla plegable gimió bajo su peso al sentarse. Bebió un trago de cerveza que no le supo a nada. Los demás habrían dejado que el tío se asfixiara, pero él le sacó la mordaza de la boca a toda prisa sin que se dieran cuenta—. En cualquier caso, le hemos dado una buena lección.

Su mujer enarcó las cejas y él desvió la mirada.

—Una lección. Pues qué bien —soltó con desdén.

Recordó cómo los había mirado Tobias, con un miedo cerval reflejado en su rostro. Solo cuando le taparon los ojos él fue capaz de darle golpes y patadas. Después, enfadado por esa muestra de debilidad, lo golpeó y pateó con todas sus fuerzas. Ahora se avergonzaba. No, no había estado nada bien.

—Blandengues —masculló su mujer entonces.

Él reprimió a duras penas la creciente ira que sentía. ¿Qué esperaba de él? ¿Que matara a un hombre? ¿A un vecino? Lo único que les faltaba era que la poli se pusiera a curiosear por el pueblo y a hacer preguntas embarazosas. Había demasiados secretos que era mejor que siguieran siéndolo.

Poco después de medianoche, Hartmut Sartorius se despertó. El televisor seguía encendido, una película de terror brutal en la que adolescentes chillones huían despavoridos, con los ojos desorbitados, de un psicópata enmascarado que los iba matando uno por uno con un hacha y una motosierra. Perturbado, el hombre buscó a tientas el mando y apagó el aparato. Al levantarse se dio cuenta de que le dolían las rodillas. En la cocina había luz, la sartén tapada con el filete y las patatas fritas se hallaba intacta en el fogón. En el reloj de la cocina vio qué hora era. La cazadora de Tobias no estaba en el perchero, pero vio las llaves del coche en el vacíabolsillos que había bajo el espejo, de manera que su hijo no había ido lejos. Lo cierto es que el chico exageraba con lo de la limpieza. Quería que la semana siguiente, cuando fuera el de la inmobiliaria, el lugar estuviese impecable. Hartmut Sartorius había accedido a todo cuanto Tobias le propuso, pero sabía que tenía que hablar a toda costa con Claudius respecto al agente. A fin de cuentas, Claudius Terlinden era el único dueño de la propiedad, le gustara o no a Tobias. Hartmut fue a orinar y después se fumó un cigarrillo sentado a la mesa de la cocina. Para entonces ya era la una menos veinte. Suspiró, se levantó y fue al recibidor. Se puso la vieja chaqueta de punto antes de abrir la puerta y salir a una noche de lluvia tormentosa y fría. Para su sorpresa, la luz de la esquina de la casa no se encendió, aunque Tobias había instalado un sensor de movimiento hacía solo tres días. Atravesó el terreno y vio que también el establo y el pajar estaban a oscuras. Sin embargo, allí estaban el coche y el tractor. ¿Habría ido Tobias a casa de alguno de sus amigos? Lo asaltó una extraña sensación al darle al interruptor de la puerta de la vaqueriza. Sonó, pero la luz no se encendió. Esperaba que a Tobias no le hubiese pasado nada mientras él dormitaba tan ricamente en casa delante del televisor. Hartmut Sartorius se dirigió al establo. Allí estaban los fusibles, y además funcionaba la luz, ya que esa habitación compartía circuito con la casa. Habían saltado tres plomos. Los bajó y se encendieron en el acto las luces de las puertas del establo y del pajar. El hombre cruzó el terreno y profirió una imprecación entre dientes al pisar un charco con las zapatillas de fieltro.

—¿Tobias?

Se detuvo y aguzó el oído. Nada. En el establo no había nadie, ni rastro de su hijo. Continuó andando. El viento le alborotaba el cabello y se le colaba por la chaqueta de punto. Se estaba helando. La tormenta se había abierto paso entre la densa capa de nubes, jirones de las cuales pasaban veloces ante la media luna. A la luz blanquecina, los tres enormes contenedores que se alineaban en la parte superior del terreno parecían carros de combate enemigos. La sensación de que algo iba mal se intensificó al ver que una hoja de la puerta del pajar crujía y batía a un lado y otro con el viento. Intentó atraparla, pero se le escapó cuando sopló una nueva ráfaga, casi como si tuviera vida propia. Hartmut Sartorius entró y la cerró con todas sus fuerzas. La luz se apagó segundos después, pero él sabía moverse por su propiedad incluso a oscuras y encontró en el acto el interruptor.

—¡Tobias! —llamó.

Los fluorescentes zumbaron y se encendieron, y en ese mismo instante vio las letras rojas en la pared: «QUIEN SE NIEGA A OBEDECER, TIENE SU MEREZIDO». Le llamó la atención la falta de ortografía, y solo entonces reparó en la figura aovillada del suelo. El susto fue tal que empezó a temblar. Atravesó el pajar a trompicones, se arrodilló y, horrorizado, vio lo que había sucedido. Los ojos se le arrasaron en lágrimas. Tobias estaba maniatado, y una cuerda le apretaba de tal modo el cuello que se le había hundido en la carne. Tenía los ojos vendados, y el rostro y el torso desnudo mostraban claras señales de una brutalidad feroz. Debían de haber pasado horas, ya que la sangre había coagulado.

—¡Dios mío, Dios mío, Tobi!

Con dedos temblorosos, Hartmut Sartorius se dispuso a desatarlo. En la espalda tenía una pintada en rojo: «ASESINO». Tocó el hombro de su hijo y se asustó: estaba helado.