Miércoles, 12 de noviembre

Nicola Engel miraba descontenta su diezmada K 11. En la reunión de equipo matutina solo eran cuatro; aparte de Behnke, ese día también faltaba Kathrin Fachinger. Mientras Ostermann informaba de la escasa repercusión que había tenido el llamamiento de búsqueda, Bodenstein revolvía el café con expresión ausente. Pia notó que parecía haber trasnochado, como si no hubiera dormido mucho. ¿Qué le pasaba? Desde hacía unos días, daba la impresión de estar al margen de todo. Pia intuía problemas familiares. En mayo del año anterior ya lo había notado raro; entonces le preocupaba la salud de Cosima, una preocupación que finalmente resultó ser infundada: no sabía lo de su embarazo.

—Bien. —Engel tomó la palabra al ver que Bodenstein no lo hacía—. En cuanto al esqueleto del hangar, se trata de Laura Wagner, de Altenhain, desaparecida en septiembre de 1997. El ADN coincide, la fractura cerrada del brazo izquierdo también si la comparamos con radiografías anteriores a su fallecimiento.

Pia y Ostermann conocían el contenido del informe forense, pero escucharon pacientemente hasta que su jefa terminó de hablar. ¿Se aburría en su trabajo la señora Engel y por eso no paraba de entrometerse en el de la K 11? Su predecesor, el señor Nierhoff, únicamente aparecía de pascuas a ramos, y la mayoría de las veces solo cuando había que esclarecer un caso realmente espectacular.

—Lo que yo me pregunto —observó Pia cuando Engel hubo finalizado— es cómo pudo Tobias Sartorius en apenas tres cuartos de hora ir de Altenhain a Eschborn, colarse en una zona militar vigilada y cerrada a cal y canto y arrojar el cadáver a un depósito subterráneo.

Nadie dijo nada. A excepción de Bodenstein, todos la miraban.

—Al parecer, Sartorius mató a las dos chicas en casa de sus padres —explicó Pia—. Los vecinos lo vieron primero entrar con Laura Wagner y después abrirle la puerta a Stefanie Schneeberger. Más tarde, lo vieron sus amigos, sobre la medianoche, cuando fueron a buscarlo.

—¿Qué quiere decir con esto? —inquirió la señora Engel.

—Que probablemente Tobias Sartorius no fuera el asesino.

—Desde luego que lo fue —se apresuró a objetar Hasse—. ¿Acaso has olvidado que lo condenaron?

—En un proceso basado en pruebas puramente circunstanciales. Y al examinar los expedientes, he visto algunas incoherencias. A las once menos cuarto el vecino vio que Stefanie Schneeberger entraba en casa de Tobias Sartorius, y media hora después dos testigos vieron su coche en Altenhain.

—Sí —replicó Hasse—. Mató a las chicas, se subió al coche y se deshizo de los dos cadáveres. Todo eso se demostró.

—Entonces se partió de la base de que se había librado de los cadáveres cerca de allí. Hoy sabemos que no fue el caso. ¿Y cómo entró en la zona militar vallada?

—Los chicos siempre hacían fiestas a escondidas en ese sitio. Conocían alguna entrada secreta.

—Eso es absurdo. —Pia cabeceó—. ¿Cómo hace algo así un hombre borracho y solo? ¿Y qué hizo con el segundo cuerpo? ¡No lo hemos encontrado en el depósito! Os digo que el espacio de tiempo es demasiado corto.

—Señora Kirchhoff —espetó Engel—, no estamos investigando ese caso. En su día el asesino fue detenido, declarado culpable y condenado, y ha cumplido dicha condena. Vaya a ver a los padres de la chica, comuníqueles que se han encontrado los restos de su hija y punto.

—¡«Y punto»! —Pia imitó a su jefa—. No pienso dejarlo así. Está claro que la investigación fue descuidada, y las conclusiones, absolutamente arbitrarias. Y yo me pregunto, ¿por qué?

Bodenstein, que le había cedido el puesto al volante, no respondió. Había cruzado sus largas piernas en el incómodo Opel oficial, cerrado los ojos y mantenido el silencio todo el camino.

—Di, ¿qué te pasa, Oliver? —le preguntó Pia, un tanto enfadada—. No me apetece pasarme el santo día con alguien que habla lo mismo que un muerto.

Bodenstein abrió un ojo y suspiró.

—Cosima me mintió ayer.

Vaya, un problema familiar, lo que ella suponía.

—¿Y? ¿Quién no ha mentido alguna vez?

—Yo. —Bodenstein abrió el otro ojo—. Nunca he mentido a Cosima. Hasta le conté lo de aquella vez con Kaltensee.

Se aclaró la garganta y le contó a Pia lo que había sucedido el día anterior. Ella escuchó con creciente malestar. Aquello parecía grave. Sin embargo, incluso en esa situación su aristocrático decoro remordía la conciencia de su jefe por haber fisgado en el móvil de su mujer en busca de pruebas.

—Puede que haya una explicación inocente —dijo Pia, aunque no lo creía.

Cosima von Bodenstein era una mujer guapa y temperamental y, gracias a su trabajo de productora cinematográfica, autónoma y económicamente independiente. Pia sabía que de un tiempo a esa parte cada vez eran más frecuentes las pequeñas disputas entre ella y Bodenstein, pero su jefe no parecía concederle gran importancia. Normal que ahora estuviese desconcertado. Vivía en una torre de marfil. Y eso resultaba tanto más sorprendente cuanto que le fascinaban los abismos de las relaciones de los demás, con los que se las veían a diario. A diferencia de Pia, él rara vez se permitía implicarse emocionalmente en un caso, mantenía una distancia interior que a ella le parecía bastante soberbia. ¿Acaso pensaba que a él no podían pasarle esas cosas? ¿Que estaba por encima de algo tan cotidiano como los problemas conyugales? ¿De verdad pensaba que Cosima se sentía satisfecha encerrada en casa con una niña pequeña y esperándolo a él? Estaba acostumbrada a otra clase de vida.

—¿Cuando se ve con alguien y me cuenta que estaba en otra parte? Eso no es inocente. ¿Qué puedo hacer?

Pia tardó en responder. En su situación, ella habría hecho todo lo posible por saber la verdad. Probablemente le hubiese pedido explicaciones a su pareja en el acto, con gritos y lágrimas y reproches. No le cabía en la cabeza hacer como si no hubiera pasado nada.

—Pregúntale directamente —le propuso—. No creo que te vaya a mentir a la cara.

—No —contestó su jefe con decisión.

Pia suspiró por dentro. Oliver von Bodenstein no funcionaba como las personas normales. Con tal de conservar las apariencias y proteger a su familia, tal vez incluso aceptase a un posible rival y sufriera en silencio. En la asignatura de autocontrol se merecía más de un diez.

—¿Apuntaste el número de teléfono?

—Sí.

—Dámelo y llamo ahora mismo. Con número oculto.

—No, mejor que no.

—¿Es que no quieres saber la verdad?

Bodenstein vaciló.

—Escucha —le dijo—, no saber qué pasa te está consumiendo.

—¡Maldita sea! —exclamó él—. Ojalá no la hubiera visto. Ojalá no la hubiese llamado.

—Pero lo hiciste. Y te mintió.

Bodenstein respiró hondo y se pasó una mano por el cabello. Rara vez había visto Pia a su jefe tan desconcertado, ni siquiera cuando se enteró de que la hija de Vera Kaltensee lo drogó y lo obligó a tener relaciones sexuales para chantajearlo. Lo de ahora le estaba afectando mucho más.

—¿Y qué hago si me entero de que… de que me engaña?

—No es la primera vez que sacas conclusiones equivocadas de su comportamiento —le recordó Pia para apaciguarlo.

—Esta vez es distinto —aseguró él—. ¿Tú querrías saber la verdad si sospecharas que te están engañando?

—Desde luego.

—Y si… —se interrumpió.

Pia no dijo nada. Habían llegado a la carpintería de Manfred Wagner, en el cinturón industrial de Altenhain. Hombres, pensó ella. Todos son iguales. No tienen ningún problema en tomar decisiones en el trabajo, pero en cuanto se trata de las relaciones y entran en juego los sentimientos son todos unos puñeteros cobardes.

Amelie esperó hasta que su madrastra salió de casa. Barbara había creído a pie juntillas que ese día no había clase a primera hora. Amelie sonrió para sus adentros. Esa mujer era tan ingenua que hasta resultaba aburrido mentirle. Nada que ver con su suspicaz madre. Por principio, su madre no le creía una sola palabra, de ahí que Amelie hubiera tomado por costumbre mentirle. A menudo se tragaba las mentiras antes que la verdad.

Amelie esperó hasta que Barbara se hubo alejado con los dos pequeños en su Mini rojo, salió y corrió hasta la granja de los Sartorius. Aún estaba oscuro y no había nadie en la calle, tampoco se veía a Thies. El corazón se le aceleró cuando cruzó a hurtadillas la sombría granja, dejando atrás el pajar y el amplio establo, donde hacía tiempo que ya no había animales. Manteniéndose pegada a la tapia, llegó a la esquina y a punto estuvo de darle un infarto cuando de pronto vio delante a dos encapuchados. Antes de que pudiera gritar, uno de ellos la agarró y le tapó la boca con la mano. Después le retorció los brazos con brutalidad y la puso contra la pared. El dolor era tal que le cortó la respiración. ¿Por qué le hacía ese tío tanto daño? ¿Y qué se les había perdido a esos tipos ahí a las siete y media de la mañana? Amelie ya se había enfrentado antes a más de una situación amenazadora y, una vez superado el susto inicial, tampoco en ese momento sintió miedo, sino rabia. Se defendió enconadamente de la férrea garra, empezó a soltar patadas a diestro y siniestro e intentó quitarle a su atacante la capucha, en la que solo se distinguían unas aberturas para los ojos. La desesperación hizo que consiguiera liberar la boca. Vio un trozo de piel justo delante de los ojos, un espacio desnudo entre el guante y la manga de la chaqueta, y lo mordió con todas sus fuerzas. El hombre profirió un grito de dolor amortiguado y tiró a Amelie al suelo. Ni él ni su compinche contaban con una resistencia tan feroz, y jadeaban debido al esfuerzo y la ira. Al final, el segundo hombre le dio a Amelie una patada en las costillas que la dejó sin aliento. Después le propinó un puñetazo en la cara. Amelie vio las estrellas, y su instinto le dijo que sería mejor que se quedara quieta y cerrara la boca. Los pasos se alejaron deprisa y después reinó un silencio absoluto; lo único que se oía era su respiración acelerada.

—Mierda —gruñó, y se incorporó a duras penas. Tenía la ropa empapada y sucia. Un hilo de sangre caliente le corría por la barbilla y le goteaba en las manos. Aquellos capullos le habían hecho daño de verdad.

La carpintería Wagner y la vivienda adosada informaban de que el dinero se había acabado cuando las obras iban por la mitad. Las paredes sin enlucir, el pavimento medio adoquinado, medio asfaltado, lleno de hoyos: aquello no era mucho menos deprimente que la granja de los Sartorius. Por todas partes se amontonaban maderos y tablas, algunos ya estaban cubiertos de musgo y era como si llevaran años allí. Contra la pared del taller había puertas envueltas en plástico, todo estaba sucio.

Pia llamó al timbre de la casa y después a la puerta en la que ponía «Oficina», pero no obtuvo respuesta. Dentro del taller había luz, de manera que empujó la puerta metálica y entró. Bodenstein la siguió. Olía a madera.

—¿Hola? —dijo.

Cruzaron el lugar, que era un caos absoluto, y detrás de una pila de tablas vieron a un joven con unos cascos en las orejas que movía la cabeza al compás de la música. Con una mano barnizaba algo, al tiempo que tenía un cigarrillo en la boca. Cuando Bodenstein le dio unos golpecitos en la espalda, se sobresaltó. Se quitó los auriculares y puso cara de culpabilidad.

—Apague el cigarro —ordenó Pia, y él obedeció en el acto—. Buscamos al señor o a la señora Wagner. ¿Están aquí?

—En la oficina —respondió el muchacho—. O eso creo.

—Gracias.

Pia ni se molestó en mencionarle la normativa relativa a la prevención de incendios. Se fue en busca del jefe, al que por lo visto todo le daba igual. Dieron con Manfred Wagner en una minúscula oficina sin ventanas que estaba tan abarrotada que apenas cabían los tres. Tenía el teléfono descolgado y leía el periódico Bild. Era evidente que no cuidaban mucho de la clientela. Cuando Bodenstein llamó a la puerta abierta para hacerse notar, él levantó la cabeza de mala gana.

—¿Sí?

Tendría unos cincuenta y tantos años, y a pesar de la hora temprana olía a alcohol. El mono marrón daba la impresión de no haber visto una lavadora por dentro desde hacía semanas.

—¿Señor Wagner? —dijo Pia—. Somos de la Policía Judicial de Hofheim, nos gustaría hablar con usted y con su esposa.

Se puso blanco como el papel y los miró con unos ojos enrojecidos y acuosos, como un conejo a una serpiente. En ese mismo instante llegó un coche, se oyó una puerta.

—Ahí… ahí viene… mi mujer —balbució Wagner.

Andrea Wagner entró en el taller, taconeando en el suelo de cemento. Tenía el cabello rubio y corto y era muy delgada. En su día debió de ser guapa, pero ahora parecía apesadumbrada. El dolor, la amargura y la incertidumbre por el destino de su hija habían abierto profundas arrugas en su rostro.

—Hemos venido para comunicarles que se han encontrado los restos de su hija Laura —informó Bodenstein después de presentarse a la señora Wagner.

Durante un instante se hizo el silencio. Manfred Wagner prorrumpió en sollozos. Una lágrima le corrió por la mejilla sin afeitar, y enterró la cara en las manos. Su mujer permaneció tranquila y serena.

—¿Dónde? —se limitó a preguntar.

—En el solar del antiguo aeródromo de Eschborn.

Andrea Wagner exhaló un hondo suspiro.

—Por fin.

Esas dos palabras ponían de manifiesto un alivio que la mujer no habría podido expresar en diez frases. ¿Cuántos días y noches de esperanza vana, angustia y desesperación habían soportado esas dos personas? ¿Cómo sería sentirse perseguido constantemente por fantasmas del pasado? Los padres de la otra chica se habían marchado, pero los Wagner no habían podido prescindir del negocio, la base de su existencia. Se habían visto obligados a quedarse, mientras las esperanzas de que su hija regresara cada vez eran menores. Once años de incertidumbre debían de haber sido un infierno. Quizá les sirviera de ayuda poder enterrar a su hija y decirle adiós.

—No, déjalo —insistió Amelie—. No es para tanto. Un moratón, nada más.

Desde luego no estaba dispuesta a desvestirse y enseñarle a Tobias el sitio donde el cerdo aquel le había clavado el zapato. Ya le resultaba bastante bochornoso estar ante él tan sucia y fea.

—Pero sería mejor que te dieran unos puntos en las heridas.

—Bobadas. Verás cómo se me pasa.

Tobias se la había quedado mirando como si fuese un fantasma cuando poco después de las siete y media apareció ante su puerta, ensangrentada y sucia, y le contó que acababan de atacarla dos hombres enmascarados fuera, en su casa. Él la sentó en una silla de la cocina y le retiró la sangre del rostro con delicadeza. La nariz ya no le sangraba, pero el corte que tenía sobre la ceja, que cerró provisionalmente con dos tiritas, empezaría a sangrar de nuevo.

—Lo haces muy bien. —Amelie esbozó una sonrisa torcida y le dio una calada al cigarrillo. Estaba temblorosa y con el corazón desbocado, y no tenía nada que ver con el ataque, sino con Tobias. Visto de cerca y a la luz del día era aún más guapo de lo que había supuesto en un principio. Sus manos la electrizaban, y su forma de mirarla con esos increíbles ojos azules, tan preocupado y pensativo… casi era demasiado para sus nervios. No era de extrañar que antes todas las chicas de Altenhain fueran detrás de él—. Me pregunto qué andarían buscando aquí —reflexionó la joven mientras Tobias preparaba una cafetera. Amelie miró a su alrededor con curiosidad. Así que en esa casa habían muerto las dos chicas, Blancanieves y Laura.

—Probablemente me estaban esperando, y tú les chafaste el plan —contestó él. Y puso dos tazas en la mesa, el azucarero, y después sacó leche de la nevera.

—Y lo dices tan pancho. ¿Es que no tienes miedo?

Tobias se apoyó en la encimera, se cruzó de brazos y la miró con la cabeza ladeada.

—¿Qué quieres que haga? ¿Esconderme? ¿Marcharme? No pienso hacerles ese favor.

—¿Sabes quién pudo ser?

—No exactamente, pero me lo imagino.

Amelie notó que se acaloraba cuando él la miraba. ¿Qué le ocurría? ¡Nunca le había pasado algo así! Apenas se atrevía a mirarlo a los ojos, y él acabó por darse cuenta del caos de sentimientos que le provocaba. La cafetera emitió unos estertores malsanos y empezó a expulsar vapor.

—Habría que quitarle la cal —afirmó ella, y de repente una sonrisa iluminó el rostro de Tobias y la transformación fue increíble. Amelie lo miró fijamente y de pronto sintió el disparatado deseo de protegerlo, de ayudarlo.

—La cafetera no es mi máxima prioridad. —Sonrió—. Primero tengo que organizar lo de fuera.

En ese momento sonó el estridente timbre de la puerta. Tobias se acercó a la ventana y la sonrisa se borró de su rostro.

—Otra vez la pasma —dijo, de repente tenso—. Será mejor que te largues. No quiero que te vean aquí.

Ella asintió y se puso de pie. Él la llevó hasta la entrada y le señaló una puerta.

—Por ahí se llega a la vaqueriza pasando por el establo. ¿Puedes tú sola?

—Claro. No tengo miedo. Ahora que hay luz, esos tipos no andarán acechando —contestó con un tono marcadamente tranquilo. Se miraron, y ella bajó los ojos.

—Gracias —dijo Tobias en un susurro—. Eres una chica valiente.

Amelie le quitó importancia con un gesto y se dio media vuelta, dispuesta a marcharse. Entonces a Tobias se le pasó algo por la cabeza y la retuvo.

—Espera un momento.

—¿Sí?

—Ahora que lo pienso, ¿por qué estabas en mi casa?

—Vi la foto en el periódico y sé quién es el hombre que empujó a tu madre desde aquella pasarela —repuso—: Manfred Wagner, el padre de Laura.

—Otra vez ustedes. —Tobias Sartorius no disimuló que la Policía no era especialmente bienvenida—. No tengo mucho tiempo. ¿Qué sucede?

Pia olisqueó el aire: flotaba un olor a café recién hecho.

—¿Tiene visita? —inquirió. Bodenstein creía haber visto hacía un instante a otra persona por la ventana de la cocina, una mujer de cabello oscuro.

—No. —Tobias se quedó en la puerta cruzado de brazos. No los invitó a pasar, aunque había empezado a llover. Genial.

—Tiene que haber trabajado como un mulo —comentó Pia, al tiempo que sonreía con amabilidad—. Esto tiene muy buena pinta.

La amabilidad no surtió el efecto deseado. La actitud de Tobias Sartorius seguía siendo reservada, todo su cuerpo indicaba rechazo.

—Solo queríamos comunicarle que se han encontrado los restos de Laura Wagner —terció Bodenstein.

—¿Dónde?

—A decir verdad, eso debería saberlo mejor usted que nosotros —espetó Bodenstein con frialdad—. Al fin y al cabo, fue usted quien llevó hasta allí el cuerpo de Laura en el maletero de su coche la noche del 6 de septiembre de 1997.

—Pues no, no fui yo. —Tobias arrugó la frente, pero su voz no se alteró—. No volví a ver a Laura después de que se fuera. Pero, claro, eso ya lo he dicho cientos de veces, ¿no?

—Hallaron el esqueleto de Laura al realizar unas obras en el antiguo aeródromo de Eschborn —contó Pia—. En un depósito.

Tobias la miró y tragó saliva. Sus ojos reflejaban perplejidad.

—En el aeródromo —se dijo en voz queda—. Nunca se me habría ocurrido.

Todo el rechazo desapareció de pronto; parecía afectado, trastornado incluso. Pia fue consciente de que él había tenido once años para prepararse para el momento en que tuviera que enfrentarse con lo que había hecho. Debía de contar con que algún día encontrarían el cuerpo de las chicas. Tal vez se hubiera estudiado la reacción, hubiera pensado a fondo cómo hacerse el sorprendido y resultar creíble. Por otro lado, ¿para qué iba a hacer eso? Había cumplido su condena, le daría igual que encontraran los cadáveres. Recordó cómo lo había descrito Hasse: arrogante, presuntuoso y frío. ¿Era así?

—Nos interesaría saber si Laura ya había muerto cuando la arrojó usted al depósito —dijo Bodenstein. Pia observaba a Tobias con atención. Estaba muy pálido y la boca le temblaba, como si fuera a romper a llorar.

—A eso no le puedo responder —contestó él con entonación inexpresiva.

—¿Quién puede? —quiso saber Pia.

—Llevo dándole vueltas a esa pregunta once años casi día y noche. —Su voz sonaba controlada a duras penas—. Me da lo mismo que me crean o no. Me acostumbré hace tiempo a que me consideraran el malo.

—A su madre podría irle mucho mejor ahora si entonces hubiera dicho usted lo que hizo con las chicas —apuntó Bodenstein.

Tobias se metió la mano en los bolsillos de los vaqueros.

—¿Significa eso que han averiguado quién fue el cerdo que tiró a mi madre del puente?

—No, todavía no lo sabemos —negó Bodenstein—. Pero creemos que se trata de alguien del pueblo.

Tobias se rio. Un resoplido breve, carente de alegría.

—Les felicito, son ustedes muy agudos —respondió burlón—. La verdad es que yo podría ayudarles, porque sé quién ha sido, pero ¿por qué tendría que hacerlo?

—Porque esa persona ha cometido un delito —contestó Bodenstein—. Tiene que decirnos lo que sabe.

—Ni hablar. —Tobias Sartorius negó con la cabeza—. Puede que seáis mejores que vuestros colegas de entonces. Porque a mi madre, a mi padre y a mí nos iría mucho mejor si entonces la Policía hubiera hecho su trabajo como era debido y hubiese trincado al verdadero asesino.

Pia iba a decir algo para aplacarlo, pero Bodenstein se le adelantó.

—Desde luego. —Su tono de voz sonó sarcástico—. Usted es inocente, lo sabemos. Nuestras cárceles están llenas de inocentes.

Tobias lo escrutó con el semblante pétreo. Sus ojos reflejaban una rabia contenida a duras penas.

—Todos los polis sois iguales: arrogantes y despóticos —afirmó desdeñoso—. Pero no tenéis ni puñetera idea de lo que pasa aquí. Y ahora, largo. Dejadme en paz de una vez.

Antes de que Pia o Bodenstein pudieran decir algo, les dio con la puerta en las narices.

—No deberías haber dicho eso —le reprochó Pia a su jefe cuando volvieron al coche—. Ahora lo has puesto en nuestra contra y seguimos sin saber nada.

—Tenía razón. —Bodenstein se detuvo—. ¿Te has fijado en sus ojos? Ese tipo es capaz de todo, y si de verdad sabe quién tiró a su madre del puente, esa persona corre peligro.

—Tienes prejuicios —le reprochó Pia—. Vuelve a casa después de pasarse más de diez años en el talego, puede que injustamente, y se encuentra con que aquí todo ha cambiado. A su madre la atacan y la hieren de gravedad, unos desconocidos del pueblo hacen pintadas en la casa de sus padres. ¿Tan raro es que esté enfadado?

—Por favor, Pia. No creerás en serio que condenaron a ese tipo por doble asesinato erróneamente, ¿no?

—Yo no creo nada, pero he visto contradicciones en el sumario del caso, así que tengo mis dudas.

—Es un tipo frío. Y en lo que respecta a las reacciones de los lugareños, incluso puedo entenderlas.

—No me digas que apruebas que embadurnen las paredes de la casa y encubran a un delincuente. —Pia cabeceó; no daba crédito a lo que oía.

—No estoy diciendo que lo apruebe —repuso Bodenstein. Se hallaban bajo el arco, discutiendo como un viejo matrimonio, de modo que no vieron que Tobias Sartorius salía de la casa y desaparecía por la parte de atrás.

Andrea Wagner no podía dormir. Habían encontrado el cuerpo de Laura, o más bien lo que quedaba de él. Por fin, por fin terminaba la incertidumbre. Hacía ya tiempo que no esperaba un milagro. Primero solo sintió un alivio inmenso, pero después llegó la pena. Durante once años se prohibió a sí misma llorar y sentir dolor, se mostró fuerte y apoyó a su marido, que se había abandonado con desenfreno al sufrimiento por la hija a la que perdieron. Por su parte, ella no había podido permitirse desmoronarse. Estaba la empresa, que debía seguir en pie para pagar las deudas del banco. Y estaban sus hijos menores, que tenían derecho a una madre. Ya nada era como antes. Manfred había perdido la energía y las ganas de vivir, para convertirse en una carga, con su autocompasión quejumbrosa y su alcoholismo. A veces lo despreciaba por ello. Para él, todo se arreglaba odiando a la familia de Tobias.

Andrea Wagner abrió la puerta del cuarto de Laura, donde nada había cambiado desde hacía once años. Manfred insistió, y ella se mostró conforme. Encendió la luz, cogió una foto de Laura de la mesa y se sentó en la cama. Aguardó en vano las lágrimas. Sus pensamientos retrocedieron once años atrás, al instante en que la Policía se presentó en su casa para comunicarle que, tras examinar las pruebas del caso, creían que Tobias Sartorius era el asesino de su hija.

«¿Tobias?», pensó perpleja. De pronto le vinieron a la cabeza diez personas más que habrían tenido más motivos para vengarse de Laura que Tobias. Andrea Wagner sabía lo que decían por detrás de su hija en el pueblo. Decían que era una chica fácil, una pájara calculadora que picaba alto. Mientras que Manfred idolatraba ciegamente a su primogénita y siempre disculpaba sus faltas, Andrea también veía las debilidades de Laura, y esperaba que desaparecieran con los años. Pero la muchacha no tuvo esa oportunidad. Qué raro que le costara acordarse de cosas buenas relacionadas con su hija. Lo cierto es que resultaba mucho más vivo el recuerdo de asuntos desagradables, y había habido unos cuantos. Laura despreciaba a su padre y se avergonzaba de él. Quería tener un padre como Claudius Terlinden, con modales y poder, y se lo decía a la cara a Manfred, viniera o no a cuento. Manfred se tragó esas humillaciones sin pestañear, que no menoscabaron en modo alguno el amor que sentía por su hermosa hija. Andrea, por el contrario, comprendió escandalizada lo poco que conocía a su hija y que, a todas luces, algo había fallado en su educación. Al mismo tiempo sintió miedo. ¿Y si Laura se enteraba de que ella tenía una relación con Claudius, su jefe?

Pasó noches en vela pensando en su hija. A lo largo de los años que siguieron hubo bastantes más motivos de preocupación, pues Laura iba demasiado lejos con los chicos del pueblo… hasta que acabó dando con Tobias. De pronto parecía otra, satisfecha y feliz. Tobias le hacía bien. No cabía duda de que era especial: atractivo, un estudiante y un deportista excelente, y un líder para los demás muchachos. Él era justo lo que Laura siempre había deseado, y su luz la iluminaba a ella, su novia. Durante seis meses todo fue bien… hasta que llegó a Altenhain Stefanie Schneeberger. Laura vio en el acto que era una rival y se hizo amiga suya, en vano. Tobias se enamoró de Stefanie y dejó a Laura. Y esta apenas pudo digerir la derrota. Andrea Wagner no sabía qué había pasado exactamente ese verano entre los chicos, pero probablemente Laura jugara con fuego al poner a sus amigos en contra de Stefanie. Un día encontró a su hija en la fotocopiadora de la oficina, donde acababa de hacer un montón de fotocopias. Laura perdió los estribos cuando quiso echarles un vistazo. Se enzarzaron en una fuerte discusión, y con los nervios, Laura olvidó el original en la fotocopiadora. En la hoja blanca había una única frase en letras grandes: «BLANCANIEVES DEBE MORIR». Andrea Wagner dobló el papel y se lo guardó, pero no se lo enseñó ni a su marido ni a la Policía. La idea de que su hija le deseara la muerte a otra persona se le antojó insoportable. ¿Fue Laura víctima de su propia intriga? Ella mantuvo la boca cerrada, dejó correr las cosas y escuchó noche tras noche a Manfred glorificando a su hija.

—Laura —musitó al tiempo que pasaba el índice por la foto—. ¿Qué hiciste?

De repente, una lágrima le rodó por la mejilla, y una más. Pestañeó y se pasó la mano por el rostro. No era el dolor lo que empañaba sus ojos, sino el remordimiento por no haber querido a su hija.

Era la una y media cuando llegó a su casa. Se había pasado tres horas dando vueltas sin rumbo por la zona. Ese día le habían sucedido tantas cosas que, sencillamente, no logró aguantar en casa. Primero Amelie, que se presentó llena de sangre. La conmoción que le supuso verla. No fue la sangre del rostro lo que hizo que la adrenalina se le disparara, sino su increíble parecido con Stefanie. Y eso que era completamente distinta, nada que ver con la pequeña y vanidosa reina de la belleza que lo deslumbró, lo sedujo y lo embaucó para después librarse de él con frialdad. Amelie era una chica impresionante. Y no parecía tener ningún temor a relacionarse con él.

Luego, llegó la bofia. Habían encontrado el cuerpo de Laura. Como llovía tanto, dejó de trabajar fuera y descargó su ira en la pocilga que era su cuarto. Arrancó los absurdos pósteres de las paredes y metió sin vacilar en bolsas de la basura azules el contenido de los armarios y de todos los cajones. ¡Fuera con toda esa basura! De pronto se vio con un CD en la mano: Time to say goodbye, de Sara Brightman y Andrea Bocelli. Se lo había regalado Stefanie, porque se besaron por primera vez escuchando esa canción, en junio, en la fiesta de selectividad. Puso el CD, pero no estaba preparado para la sensación de vacío que lo asaltó con el primer acorde, que todavía no lo había dejado. Nunca antes se había sentido tan solo, tan abandonado, ni siquiera en la cárcel. Allí aún esperaba que vinieran tiempos mejores, pero ahora sabía que no sería así. Su vida había terminado.

Nadja tardó un momento en abrirle. Él empezaba a temerse que no estuviera en casa. No había ido para acostarse con ella, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero ahora que la tenía delante y entrecerraba los ojos por la claridad, adormilada, el cabello rubio cayéndole revuelto por los hombros, tan dulce y cálida, experimentó la sacudida del deseo con una vehemencia que no habría creído posible.

—¿Qué…?

Tobias borró el resto de la frase con un beso, la atrajo hacia sí, casi esperando que se defendiera, que lo empujara. Pero no lo hizo. Ella le quitó la cazadora de cuero, que estaba empapada, le desabrochó la camisa y lo despojó de la camiseta. Acto seguido estaban en el suelo; él la penetró con ímpetu, sintió su lengua en la boca y sus manos en el trasero, instándolo a arremeter más y más deprisa. Notó demasiado pronto la oleada, el calor que lo hacía sudar por todos los poros. Después llegó al clímax, tan soberbia, tan aliviadora, que Tobias profirió un gemido que acabó en un grito sordo. Permaneció unos segundos encima de ella, con el corazón acelerado; apenas podía creer lo que había hecho. Se echó a un lado, se quedó tumbado de espaldas con los ojos cerrados, boqueando como un pez fuera del agua. La suave risa de ella hizo que abriera los ojos.

—¿Qué pasa? —musitó confuso.

—Creo que tenemos que practicar un poco.

Con un movimiento elegante, se levantó y le tendió la mano. Él la cogió, se puso en pie entre suspiros y la siguió hasta el dormitorio tras quitarse los zapatos y los vaqueros. Los fantasmas del pasado habían desaparecido. Al menos por el momento.