Martes, 11 de noviembre

—Veamos, se trata del esqueleto de una muchacha. Cuando le sobrevino la muerte su edad rondaba entre quince y dieciocho años. —El doctor Henning Kirchhoff tenía prisa. Debía coger un avión a Londres, donde lo esperaban para que emitiese su dictamen en un caso. Bodenstein estaba sentado en una silla ante la mesa escuchando, mientras Kirchhoff metía la documentación necesaria en un maletín y sentaba cátedra sobre suturas basilares fundidas, crestas ilíacas parcialmente fundidas y demás indicadores de la edad.

—¿Cuánto tiempo estuvo en aquel depósito? —lo interrumpió finalmente Bodenstein.

—Diez años, quince a lo sumo. —El forense se acercó al negatoscopio y dio unos golpecitos en una radiografía—. En una ocasión se rompió un brazo. Aquí se aprecia perfectamente una fractura cerrada.

Bodenstein miró con fijeza la placa: los huesos, blancos, formaban un luminoso contraste con el fondo negro.

—Ah, sí, y algo sumamente interesante… —Kirchhoff no era de los que revelaban sin más todo lo que sabían. Incluso cuando tenía prisa, prefería darle emoción al asunto. Miró unas radiografías, las colocó contra la luz de neón de la pantalla y situó la que buscaba junto a la del brazo—. Le extrajeron los primeros premolares superiores de la izquierda y la derecha, probablemente porque tenía la mandíbula demasiado pequeña.

—Y eso ¿qué significa?

—Que les hemos ahorrado trabajo a sus muchachos. —Kirchhoff miró a Bodenstein con las cejas enarcadas—. Al comparar en el ordenador los datos de la dentadura con los de los desaparecidos, encontramos una coincidencia: la desaparición de la chica fue denunciada en 1997. De manera que cotejamos las radiografías con radiografías de la desaparecida previas a su defunción… y aquí tiene… —fijó otra radiografía al negatoscopio—, la fractura cuando aún era bastante reciente.

Bodenstein hizo un ejercicio de paciencia, aunque para entonces empezaba a barruntar a quién habían desenterrado por casualidad los obreros en el antiguo aeródromo. Ostermann había elaborado una lista de chicas y mujeres jóvenes que habían desaparecido a lo largo de los últimos quince años y de las que no se había vuelto a saber nada. Encabezaban el listado los nombres de las dos muchachas asesinadas por Tobias Sartorius.

—Puesto que ya no hay sustancias orgánicas —prosiguió Kirchhoff—, no ha sido posible establecer una secuencia genética, pero sí hemos podido extraer el ADN mitocondrial y hemos encontrado una segunda coincidencia. La chica del depósito es…

Calló, rodeó la mesa y revolvió en uno de los numerosos montones de papeles.

—Laura Wagner o Stefanie Schneeberger —aventuró Bodenstein. Y Kirchhoff alzó la cabeza y sonrió con acritud.

—Es usted un aguafiestas, Bodenstein —aseguró el forense—. Dado que con su impaciencia ha pretendido chafarme la sorpresa, yo debería dejarlo en suspenso hasta que volviera de Londres. Sin embargo, con este tiempo de perros, si es tan amable de llevarme hasta la estación de cercanías, por el camino le revelaré de cuál de las dos se trata.

Pia estaba sentada a su mesa, cavilando. El día anterior se había quedado por la noche hasta las tantas estudiando los autos del caso y se había topado con algunas incoherencias. Los hechos estaban claros, las pruebas contra Tobias Sartorius parecían irrefutables. Pero solo lo parecían. Con una primera lectura de las actas de la vista, a Pia ya le habían surgido preguntas para las que luego no encontró respuesta cuando se puso a leer todo. Tobias Sartorius tenía veinte años cuando fue condenado a la máxima pena que imponía el Derecho Penal de menores por el homicidio de Stefanie Schneeberger, que a la sazón contaba con diecisiete años, y por el asesinato de Laura Wagner, de la misma edad. Un vecino vio que las dos muchachas entraban en la casa de la familia Sartorius la noche del 6 de septiembre de 1997 con escasos minutos de diferencia; ya en la calle, Tobias y su exnovia Laura Wagner habían protagonizado una trifulca a voz en grito. Antes, los tres habían estado en las fiestas del pueblo, donde, según declaraciones de testigos, consumieron importantes cantidades de alcohol. El tribunal consideró demostrado que Tobias mató a su novia, Stefanie Schneeberger, con un gato en un acto pasional y después hizo lo mismo con su exnovia Laura, que había presenciado el crimen. A juzgar por la sangre de Laura que se encontró por toda la casa, en la ropa de Tobias y en el maletero del coche de este, el crimen hubo de llevarse a cabo con una brutalidad extrema. Por tanto, se daban por sentados el ensañamiento y la ocultación de un delito. En un registro efectuado en la casa encontraron la mochila de Stefanie en el cuarto de Tobias, la cadena de Laura en el establo, bajo una pila, y finalmente el arma homicida, el gato, en la fosa de purín, tras la vaqueriza. La argumentación de la defensa de que después de la pelea a Stefanie se le olvidó la mochila en la habitación de su novio fue tildada de irrelevante. Más tarde, poco después de las 23.00, hubo testigos que vieron salir a Tobias de Altenhain en su coche, pero sus amigos Jörg Richter y Felix Pietsch afirmaron haber estado hablando con él en la puerta de su casa sobre las 23.45. Al parecer, estaba lleno de sangre y no quiso acompañarlos a la vigilia del árbol, símbolo de la festividad.

A Pia no le cuadraban las horas. El tribunal partía de la base de que Tobias había transportado el cuerpo de las dos muchachas en el maletero de su coche, pero ¿qué habría podido hacer en tres cuartos de hora escasos? Pia bebió un sorbo de café y apoyó la barbilla en la mano con aire pensativo. Sus compañeros se habían empleado a fondo por aquel entonces, y en el curso de la investigación interrogaron a casi todos los habitantes del pueblo. Pero ella tenía la vaga sensación de que algo se les había pasado por alto.

La puerta se abrió y en el umbral apareció Hasse. Estaba blanco como la pared, salvo la nariz, de un rojo reluciente e irritada de tanto limpiársela.

—¿Qué? —dijo Pia—. ¿Te encuentras mejor?

Por toda respuesta, Hasse estornudó dos veces seguidas, después inspiró aire al tiempo que se sorbía los mocos y se encogió de hombros.

—Andreas, por favor, vete a casa. —Pia sacudió la cabeza—. Métete en la cama y ponte bien de una vez. Por el momento, esto está muerto.

—¿Cómo vas con eso? —Señaló con suspicacia las carpetas, que se amontonaban en el suelo junto a la mesa de su compañera—. ¿Has encontrado algo?

A Pia le extrañó su interés, pero probablemente este se debiese al temor de que ella pudiera pedirle ayuda.

—Según se mire —contestó—. A primera vista todo parece haber sido examinado minuciosamente, pero algo no encaja. ¿Quién dirigió la investigación?

—El inspector jefe de la brigada de la K 11 de Frankfurt —repuso Hasse—. Pero si quieres hablar con él, llegas un año tarde: falleció el invierno pasado. Yo fui al entierro.

—Ah…

—Al año de jubilarse. Como le gusta al Estado. Uno se desloma hasta los sesenta y cinco y después, directo a la caja.

Pia pasó por alto la amargura habitual de su voz. Sin duda, Hasse no se había expuesto en toda su vida al riesgo de morir deslomado.

Después de dejar al doctor Kirchhoff en la estación de cercanías próxima al estadio, Bodenstein continuó por la vía de acceso en dirección al cruce de Frankfurt. Ese día, los padres de Laura Wagner por fin sabrían con certeza cuál fue la suerte que corrió su hija. Posiblemente les supusiera un alivio poder dar sepultura a los restos de la chica al cabo de once años y, con ello, decirle adiós de una vez por todas. Estaba tan sumido en sus pensamientos que tardó unos segundos en reconocer la matrícula del X5 oscuro que tenía justo delante. ¿Qué hacía Cosima allí, en Frankfurt? ¿Acaso no se había quejado esa mañana de que probablemente tuviera que pasarse el resto de la semana en el estudio en Maguncia, porque no avanzaban con el montaje del material? Bodenstein la llamó al móvil. A pesar de la mala visibilidad que había debido a la llovizna y las salpicaduras de los coches, vio que, delante de él, la conductora se llevaba el teléfono a la oreja. Él sonrió al oír esa voz familiar. Mira por el retrovisor, iba a decir, pero un pensamiento repentino se lo impidió. Las palabras de su hermana le bailaban en la cabeza. Pondría a prueba a Cosima y se convencería de que su desconfianza era injustificada. De manera que preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

La respuesta de su mujer le cortó el habla.

—Todavía estoy en Maguncia. Hoy no ha salido nada a derechas —respondió en un tono en el que por regla general a él no le habría hecho dudar. La mentira le supuso un golpe tan fuerte que comenzó a temblar por dentro. Sus manos se aferraron con más fuerza al volante, levantó el pie del acelerador, se quedó rezagado y dejó que lo adelantara otro coche. ¡Mentía! ¡Y seguía mintiendo! Mientras su mujer ponía el intermitente derecho y se metía en la A5 le contaba que había echado por tierra toda la planificación de las escenas y por eso no había terminado el montaje a tiempo—. Solo teníamos la sala de montaje hasta las doce —explicó ella.

A Bodenstein la sangre se le agolpó en los oídos. Averiguar que Cosima, su Cosima, le mentía de un modo tan frío y descarado era más de lo que podía soportar. Le habría gustado chillarle, pedirle: por favor, te lo ruego, no me mientas, estoy detrás de ti, pero no fue capaz de articular palabra, se limitó a farfullar algo y colgó. Condujo el resto del camino hasta comisaría como en trance. En el garaje, donde se hallaba el parque móvil, apagó el motor y permaneció sentado en el coche. La lluvia tamborileaba sobre el techo del BMW y corría por los cristales. Su mundo se desmoronaba. ¿Por qué demonios le mentía Cosima? La única explicación era que había hecho algo de lo que él no debía enterarse. Qué podía ser, era algo que no quería saber. Esas cosas les pasaban a los demás, no a él. Tardó un cuarto de hora en estar en disposición de bajar del coche e ir al edificio.

Bajo una llovizna incesante, Tobias cargó el remolque del tractor para después llevarlo todo hasta los contenedores que habían depositado junto a la fosa de purín vacía. Madera, enseres, desechos. El tipo de la empresa de recogida de basuras le había dado a entender reiteradamente que la broma le saldría muy cara si no clasificaba la basura como era debido. En cuanto al metal, el chatarrero había ido a la granja a última hora de la mañana. Al hombre le hicieron los ojos chiribitas cuando vio la mina que tenía delante. Lo cargó todo con dos ayudantes, empezando por las cadenas herrumbrosas con las que antes aseguraban a las vacas y terminando por las partes grandes de la vaqueriza y el pajar. El chatarrero le dio a Tobias cuatrocientos cincuenta euros y le prometió volver a la semana siguiente para llevarse el resto. Tobias era perfectamente consciente de que cada uno de sus movimientos era seguido con atención por Paschke, el vecino. El viejo se escondía tras las cortinas, pero de vez en cuando miraba por una abertura. Tobias no le hacía caso. Cuando su padre volvió del trabajo, a las cuatro y media, de las montañas de basura de la parte delantera no quedaba ni rastro.

—Pero las sillas… —objetó Hartmut Sartorius, pesaroso—. Tobias, las sillas estaban bien. Y las mesas. Podríamos haberles dado una mano de pintura…

Tobias llevó a su padre a casa y después encendió un cigarrillo y se concedió el primer y merecido descanso desde esa mañana. Se sentó en el último escalón de la entrada y contempló satisfecho el terreno despejado, en cuyo centro aún se alzaba el viejo castaño. Nadja. Por vez primera permitió que sus pensamientos vagaran hasta la noche anterior. Aunque tuviera treinta años, en lo tocante al sexo era un auténtico principiante. En comparación con lo que Nadja y él habían hecho, sus experiencias anteriores se le antojaron infantiles. A falta de algo con lo que comparar, a lo largo de los años su fantasía las había elevado a algo maravilloso, único, pero ahora podía ponerlas en el sitio que en realidad les correspondía. Escarceos juveniles, el presuroso metesaca en la cama con olor a cerrado de la adolescencia, los pantalones vaqueros y los calzoncillos en las corvas, siempre con los oídos alerta, no fuera a ser que los padres irrumpieran de improviso, puesto que en la puerta de la habitación no había llave.

—Uf —suspiró meditabundo.

Sonaba cursi, pero no cabía duda de que Nadja era quien realmente lo había hecho un hombre. Tras el primer contacto, presuroso, en el sofá se fueron a la cama, y él supuso que ahí acababa la cosa. Permanecieron abrazados, acariciándose, hablando, y Nadja le confesó que ya lo amaba antaño. No había sido consciente de ello hasta que él desapareció de su vida. Y durante todos esos años, sin querer, había medido con él a cada hombre que conocía. Esa confesión salida de la boca de esa belleza desconocida a la que ya no podía relacionar con la amiga de la infancia, lo desconcertó y lo hizo profundamente feliz a un tiempo. Ella había conseguido motivarlo para que su cuerpo, empapado en sudor, realizara unas proezas de las que él nunca se habría creído capaz. Seguía oliéndola, saboreándola y sintiéndola. Sencillamente maravilloso. Estupendo. Excitante. Tobias estaba tan abismado en sus pensamientos que no oyó unos pasos silenciosos, y dio un respingo cuando una figura apareció por la esquina de la casa inesperadamente.

—¿Thies? —preguntó sorprendido.

Se puso en pie, pero no hizo ademán de ir hacia el hijo de los vecinos ni de darle un abrazo. A Thies Terlinden no le gustaban esas confianzas. Tampoco lo miró a los ojos, se limitó a quedarse allí plantado, en silencio, con los brazos pegados al cuerpo. Seguía sin notársele su minusvalía, así que en la actualidad Lars debía de parecérsele mucho. Lars, el gemelo menor por dos minutos, que debido a la enfermedad de su hermano, había ascendido involuntariamente a la categoría de príncipe heredero de la dinastía Terlinden. Después de aquel aciago día de septiembre de 1997, Tobias no había vuelto a ver al que fuera su mejor amigo. Solo entonces cayó en la cuenta de que no había hablado de Lars con Nadja, aunque antes eran como hermanos. Kalle, Anders y Eva-Lotte, los llamaban, la Rosa Blanca, como en los libros de Astrid Lindgren. De repente Thies dio un paso hacia Tobias y, para asombro de este, le tendió la mano con la palma hacia arriba. Sorprendido, Tobias comprendió lo que esperaba Thies: así se saludaban antes, con tres palmadas. Primero era la contraseña secreta del grupo; después, una broma que habían mantenido. Una leve sonrisa afloró al bello rostro de Thies cuando Tobias le chocó la mano.

—Hola, Tobi —lo saludó con esa voz peculiar, carente de entonación—. Me alegro de que hayas vuelto.

Amelie limpió la barra. El comedor del Zum Schwarzen Ross todavía estaba desierto; las cinco y media era demasiado pronto para la clientela vespertina. Para su sorpresa, ese día no le había costado renunciar a su ropa de siempre. ¿Tendría razón su madre de nuevo y su identidad gótica no era, como afirmaba ella, una forma de vida, sino tan solo una fase contestataria de la pubertad? En Berlín se sentía bien con su ropa negra y holgada, con los piercings, el maquillaje y el complicado peinado. Todos sus amigos eran así, y nadie se daba la vuelta para mirarlos cuando vagaban por las calles como una bandada de cuervos negros, les daban patadas a las farolas con las botas militares y, si se terciaba, jugaban al fútbol con cubos de basura. Lo que dijeran los profesores y los demás burgueses le importaba un pepino, ella nunca les había hecho el menor caso. Objetos molestos que movían los labios y decían gilipolleces. Sin embargo, de pronto todo había cambiado. Las miradas de reconocimiento de los hombres el domingo, que sin duda iban dirigidas a su cuerpo y a su generoso escote, le habían gustado. Más aún: se sintió en el séptimo cielo cuando comprendió que todos los hombres del Zum Schwarzen Ross le miraban el trasero, incluidos Claudius Terlinden y Gregor Lauterbach. Esa agradable sensación persistía. Jenny Jagielski salió de la cocina moviendo las caderas; las suelas de goma de sus zapatos hacían un ruidito curioso. Al ver a Amelie arqueó las cejas.

—De espantajo a vampiresa —observó mordaz—. Bueno, para gustos…

Acto seguido miró con ojo crítico el resultado del trabajo de Amelie, pasó el dedo por la barra y se sintió satisfecha.

—Puedes lavar los vasos —dijo—. Supongo que, para variar, mi hermano no lo habrá hecho.

Aún había docenas de vasos sucios del mediodía junto al fregadero. A Amelie le daba lo mismo hacer una cosa que otra. Lo principal era que por la noche le dieran la pasta. Jenny se encaramó a un taburete delante de la barra y, pese a la prohibición de fumar, se encendió un cigarrillo. Solía hacerlo cuando estaba sola y tranquila, como era el caso ese día. Amelie aprovechó tan favorable oportunidad para sonsacarle información sobre Tobias Sartorius.

—Claro que lo conozco de antes —respondió Jenny—. Tobi era un buen amigo de mi hermano y venía a menudo a casa. —Suspiró y sacudió la cabeza—. A pesar de todo, sería mejor que no hubiera vuelto.

—¿Por qué?

—Bueno, piensa cómo debe de ser para Manfred y Andrea cruzarse con el asesino de su hija.

Amelie secó los primeros vasos limpios y les sacó brillo esmeradamente.

—En realidad, ¿qué fue lo que pasó? —inquirió como si tal cosa, si bien no hacía falta motivación alguna, ya que su jefa estaba parlanchina.

—Tobi estuvo primero con Laura y luego con Stefanie, que era nueva en Altenhain. El día que desaparecieron las dos se celebraban las fiestas del pueblo. Todo el mundo estaba en la carpa. Por aquel entonces yo tenía catorce años y me parecía genial poder pasarme ahí la noche entera. Para ser sincera, ni siquiera me enteré de lo que ocurrió. Solo a la mañana siguiente, cuando se presentó la Policía, con perros y helicópteros y demás, supe que Laura y Stefanie habían desaparecido.

—Jamás se me habría pasado por la cabeza que en un pueblucho como Altenhain pudiera pasar algo tan sensacional —comentó Amelie.

—Sensacional sí fue —repuso Jenny, contemplando ensimismada el cigarro, que humeaba entre las morcillas que tenía por dedos—. Pero desde entonces, aquí ya nada es como era. Antes todos eran amigos de todos, y eso se terminó. El padre de Tobias llevaba el Zum Goldenen Hahn, todas las noches estaba animado, más que esto. Tenían un comedor inmenso, en carnaval nos lo pasábamos de miedo. Por aquel entonces no existía el Zum Schwarzen Ross. Mi marido antes trabajaba de cocinero en el Zum Goldenen Hahn. —Calló, abandonándose a sus recuerdos. Amelie le pasó un cenicero—. Sí, sé que la Policía estuvo horas interrogando a Jörg y sus amigos —continuó Jenny al rato—. Nadie sabía nada. Después dijeron que Tobi había matado a las dos chicas. La Policía encontró sangre de Laura en su coche y cosas de Stefanie debajo de su cama. Y el gato con el que mataron a golpes a Stefanie apareció en la fosa de Sartorius.

—Qué fuerte. ¿Conocía usted a Laura y Stefanie?

—A Laura, sí. Era de la pandilla de mi hermano, Felix, Micha, Tobi, Nathalie y Lars.

—¿Nathalie? ¿Lars?

—Terlinden. Y Nathalie Unger, que ahora es una actriz famosa. Ahora se llama Nadja von Bredow. Puede que la hayas visto en televisión. — Jenny se quedó con la mirada extraviada—. Los dos han llegado lejos. Tengo entendido que Lars tiene un puestazo en un banco. Nadie sabe exactamente cuál. No volvió a pisar Altenhain. Bueno, yo también soñaba con conocer mundo. Pero a menudo las cosas no salen como crees…

A Amelie le costó ver a su jefa, gorda, siempre de mal humor, como a una chica de catorce años feliz y contenta. ¿Tendría por eso siempre esa mala uva, porque se había quedado varada en el pueblucho con tres niños pequeños que siempre estaban berreando y un marido que, refiriéndose a su cuerpo, la llamaba desdeñosamente «michelín» delante de todo el mundo?

—¿Y Stefanie? —inquirió Amelie cuando Jenny amenazaba con hundirse en sus recuerdos—. ¿Cómo era?

—Mmm… —Jenny miró al vacío con aire pensativo—. Era guapa. Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano. —Miró a Amelie. Sus ojos claros con las pestañas rubias recordaban los de un cerdo—. Tú te pareces un poco a ella. —No lo dijo como si fuera un cumplido.

—¿En serio? —Amelie dejó lo que tenía entre manos.

—Stefanie era muy distinta de las chicas del pueblo —prosiguió Jenny—. Acababa de mudarse aquí con sus padres, y Tobi se quedó prendado de ella en el acto y dejó a Laura. —Jenny soltó una risilla desdeñosa—. Entonces, mi hermano vio que era su oportunidad. Todos los chicos estaban locos por Laura. Era guapísima. Pero también muy caprichosa. Se pilló un buen cabreo cuando eligieron a Stefanie miss de las fiestas y no a ella.

—¿Por qué se marcharon de aquí los Schneeberger?

—¿Te quedarías tú en el pueblo donde le pasó algo tan horrible a tu hija? Aguantaron unos tres meses más, y un buen día se marcharon.

—Ah. ¿Y Tobi? ¿Cómo era?

—Bueno, todas las chicas estaban enamoradas de él. Yo también. —Jenny sonrió con melancolía al recordar los tiempos en que aún debía de ser joven y delgada y tenía sueños—. Estaba de miedo y era… guay. Y encima no era un estirado, como los demás chicos. Cuando iban a la piscina, no le importaba que yo los acompañase. Los demás decían que ni de coña, que la pequeña lapa podía quedarse en su casa y esas cosas. No, él era un encanto. Y encima, listo. Todos pensaban que llegaría muy lejos. En fin. Y luego pasó eso. Pero el alcohol cambia a la gente. Cuando Tobi bebía, no era el mismo…

La puerta se abrió y entraron dos hombres, y Jenny apagó el cigarrillo deprisa. Amelie quitó de en medio los vasos y después se acercó a los recién llegados y les dio la carta. De camino a la barra cogió el periódico de una mesa. Su mirada se centró en la página por la que estaba abierto, de la sección local. La Policía buscaba al hombre que había empujado desde el puente a la madre de Tobias.

—Maldita sea —musitó, ojiplática. Aunque la foto no era muy buena, había reconocido de inmediato al hombre.

Bodenstein temía el momento de verse cara a cara con Cosima. Se había encerrado en su despacho y le había estado dando vueltas al asunto hasta que no pudo postergarlo más. Su mujer se encontraba arriba, en el cuarto de baño, cuando él entró en casa; en la bañera, a juzgar por el chapoteo del agua. Se hallaba en la cocina, los brazos caídos, cuando se fijó en el bolso de Cosima, que colgaba del respaldo de una silla. Bodenstein no había registrado el bolso de su mujer en su vida. Como tampoco se le habría ocurrido hurgar en su mesa, ya que siempre había confiado en ella y suponía que no tenía nada que ocultarle. Ahora la cosa había cambiado. Se debatió un instante y a continuación cogió el bolso y revolvió en él hasta dar con el móvil. El corazón le dio un vuelco cuando lo abrió. Cosima no lo había apagado. Bodenstein supo que cometía un grave abuso de confianza, pero no pudo evitarlo. En el menú, abrió la carpeta de mensajes y fue bajando por los SMS. El día anterior, a las 21.48, había recibido un breve mensaje de un remitente desconocido: «¿Mañana a las 9.30? ¿En el mismo sitio?». Y ella había respondido al minuto. ¿Y dónde estaba él? ¿Cómo es que no se había enterado de que Cosima escribía: «Perfecto. ¡¡¡Qué ganas!!!»? Tres exclamaciones. Se sintió desfallecer. Las sospechas que llevaba abrigando todo el día parecían confirmarse. Con los tres signos de exclamación se esfumaban alternativas más inocentes, como el médico o la peluquería. De eso difícilmente tendría tantas ganas a las diez menos diez de la noche de un lunes. Bodenstein aguzó el oído, pendiente de la parte de arriba, mientras seguía buscando en el teléfono mensajes delatores. Pero Cosima debía de haber borrado la memoria hacía poco, y ya no encontró nada más. Sacó su móvil y guardó el número de teléfono del desconocido que se vio con su mujer un martes por la mañana a las nueve y media y, a todas luces, no por primera vez. Luego apagó el móvil y lo puso de nuevo en el bolso. Se sentía mal. La idea de que Cosima lo engañaba, le mentía, le resultaba absolutamente insoportable. Por su parte, nunca le había mentido, en más de veinticinco años de matrimonio. No siempre era una ventaja ser recto y sincero, pero las mentiras y las falsas promesas iban profundamente en contra de su carácter y de la estricta educación que había recibido. ¿Y si subía, ponía sobre el tapete sus sospechas y le preguntaba por qué le había mentido? Bodenstein se pasó ambas manos por su abundante y oscuro cabello y respiró hondo. No, decidió, no diría nada. Aún mantendría un tiempo las apariencias y la ilusión de tener una relación íntegra. Tal vez fuese una cobardía, pero, sencillamente, no se sentía capaz de coger su vida y destrozarla. Aún albergaba la minúscula esperanza de que aquello no fuera lo que parecía.

Acudieron de dos en dos o en pequeños grupos, entraron por la puerta de atrás de la iglesia después de pronunciar la contraseña. La invitación se había transmitido de boca en boca, la contraseña era importante, ya que él quería asegurarse de que solo estuviesen presentes las personas adecuadas. Habían pasado once años desde que convocara una reunión secreta similar, impidiendo con ello una desgracia aún mayor. Ahora había llegado el momento de volver a tomar medidas, antes de que la situación fuera a más. Se hallaba junto al órgano, en el coro, escondido detrás de una de las vigas de madera, y observaba con creciente nerviosismo cómo se iban llenando poco a poco los bancos de debajo. La trémula luz de las escasas velas del presbiterio proyectaba sombras grotescas en el techo y los muros de la nave abovedada. Probablemente la luz eléctrica hubiese atraído una atención no deseada, ya que ni siquiera la densa niebla que se había instalado fuera podría ocultar las vidrieras iluminadas de la iglesia. Carraspeó y se frotó las manos, que tenía húmedas. Consultó el reloj y vio que había llegado el momento. Ya estaban todos. Bajó a tientas, despacio, la escalera de caracol de madera; los peldaños crujieron bajo su peso. Cuando salió de la oscuridad a la luz crepuscular de las velas, los susurros de las conversaciones cesaron. El reloj del campanario dio las once, una coreografía perfecta. Se situó en el pasillo central, ante la primera fila de bancos, y observó aquellos rostros conocidos. Lo que vio le infundió valor. Todos los ojos estaban puestos en él, y vio en ellos la misma resolución de antaño. Todos habían entendido de qué iba aquello.

—Gracias por haber venido esta noche —comenzó así el discurso que tanto había pulido mentalmente. Aunque hablaba bajo, su voz llegó hasta el último rincón de la amplia estancia. La acústica de la iglesia era perfecta, como bien sabía por las pruebas del coro—. La situación se ha vuelto insostenible desde que ha regresado, y os he pedido que vengáis hoy para que decidamos cómo tratar este asunto.

No era un orador experto, temblaba de nervios, como siempre que tenía que hablar en público. Así y todo, logró resumir en pocas palabras su deseo y el deseo del pueblo. A ninguno de los presentes hacía falta explicarle lo que se trataba esa noche, de manera que tampoco pestañeó nadie cuando anunció la determinación que había tomado. Por un instante reinó un silencio ominoso. Se oyó una tos sofocada. Notó que el sudor le corría por la espalda. Aunque estaba firmemente convencido de la necesidad de su plan, también era consciente de que se encontraba en una iglesia y de que había incitado al asesinato. Sus ojos recorrieron el rostro de las treinta y cuatro personas que tenía delante. Conocía a todas y cada una de ellas desde que tenía uso de razón. Ninguna diría una sola palabra de lo que se hablara allí. Antes, once años atrás, había sucedido otro tanto. Aguardó en tensión.

—Conforme —se oyó una voz de la tercera fila.

Se hizo el silencio. Aún faltaba un voluntario. Debían ser al menos tres.

—Yo también me apunto —afirmó finalmente alguien. Un suspiro se extendió entre los allí reunidos.

—Bien. —Se sentía aliviado. Durante un momento temió que se echaran atrás—. Será una advertencia. Si después no se larga de buen grado, iremos en serio.