Lunes, 10 de noviembre

Claudius Terlinden se tomó el café de pie y miró por la ventana de la cocina la casa de al lado. Si se daba prisa, podría llevar de nuevo a la chica hasta la parada del autobús. Cuando unos meses atrás su apoderado, Arne Fröhlich, le presentó a la hija casi adulta que había tenido en su primer matrimonio, no le llamó la atención de inmediato. Los piercing, ese peinado estrafalario y la extravagante ropa negra le resultaron irritantes, al igual que su rostro enfurruñado y su actitud reservada. Sin embargo, el día anterior, en el Zum Schwarzen Ross, cuando ella le sonrió, de pronto cayó en la cuenta: la chica tenía un parecido casi inquietante con Stefanie Schneeberger. Los mismos rasgos delicados, la misma tez alabastrina, la boca jugosa, los ojos oscuros, cómplices. ¡Sencillamente increíble!

—Blancanieves —musitó. Esa noche había soñado con ella, un sueño extraño, siniestro, en el que presente y pasado se mezclaban de un modo desconcertante. Cuando despertó en mitad de la noche, bañado en sudor, tardó un instante en comprender que solo había sido un sueño. Oyó pasos a sus espaldas y se volvió. Su mujer apareció en la puerta de la cocina, perfectamente peinada a pesar de lo temprano que era—. Has madrugado. —Fue hacia el fregadero y echó agua caliente en la taza—. ¿Haces algo hoy?

—He quedado a las diez con Verena en la ciudad.

—Bien. —No le interesaba lo más mínimo cómo pasara el día su mujer.

—Otra vez igual —decía ella—. Ahora que todo empezaba a olvidarse.

—¿De qué estás hablando? —Terlinden le dirigió una mirada confundida.

—Tal vez habría sido mejor que los Sartorius se hubieran marchado de aquí.

—¿Y dónde iban a ir? Una historia así te persigue allí adondequiera que vayas.

—Habrá problemas. La gente del pueblo ya está afilando los cuchillos.

—Me lo temía. —Claudius Terlinden introdujo la taza de café en el lavavajillas—. Por cierto, Rita tuvo un accidente el viernes por la tarde y está grave. Al parecer, alguien la empujó desde un puente y cayó encima de un coche que pasaba.

—¿Cómo dices? —Christine Terlinden abrió los ojos como platos, afectada—. ¿Cómo te has enterado?

—Ayer por la tarde estuve hablando un momento con Tobias.

—¿Que hiciste… qué? ¿Por qué no me lo has contado? —Miró a su marido sin dar crédito. A sus cincuenta y un años, Christine Terlinden seguía siendo una mujer muy guapa. Lucía una melenita a lo paje, el corte de moda, en su cabello rubio natural. Era menuda y delicada y conseguía estar elegante incluso en bata.

—Porque después no te vi.

—Hablas con el chico, lo vas a ver a la cárcel, ayudas a sus padres. ¿Acaso has olvidado que te comprometió en aquel lío?

—No, no lo he olvidado —contestó. Su mirada descansó en el reloj de pared de la cocina: las siete y cuarto. Dentro de diez minutos Amelie saldría de su casa—. Tobias se limitó a decirle a la Policía lo que oyó. Y a decir verdad, fue mejor así que si… —No dijo más—. Date con un canto en los dientes de que las cosas saliesen de esa manera. De lo contrario Lars no estaría donde está hoy, eso seguro.

Obedientemente, Terlinden besó la mejilla que su mujer le ofreció.

—Debo irme. Puede que hoy llegue tarde.

Christine Terlinden esperó a oír la puerta de la calle y cogió una taza del estante, la colocó bajo la cafetera y presionó el botón para un expreso doble. Con la taza entre las manos se acercó a la ventana y vio que el Mercedes oscuro de su marido bajaba despacio por el camino de entrada. Poco después se detuvo ante la casa de los Fröhlich; las rojas luces de freno iluminaron la oscuridad matutina. La hija de los vecinos parecía estar esperándolo, y se subió al coche. Christine Terlinden inspiró aire, sus dedos aferraron con fuerza la taza. Lo había visto venir, desde que conoció a Amelie Fröhlich. El inquietante parecido le había llamado la atención en el acto. No le hacía gracia que la chica fuera amiga de Thies. Por aquel entonces, no fue fácil mantener apartado de todo aquello a su hijo discapacitado. ¿Y si volvía a repetirse todo? La sensación de desesperación y desvalimiento, casi olvidada, se apoderó de ella.

—No, Dios mío —musitó—. Te lo ruego, otra vez no.

Aunque la foto que Ostermann sacó del vídeo del andén estaba en blanco y negro y era bastante granulada, el hombre de la gorra de béisbol se veía perfectamente. Por desgracia, el ángulo de la cámara no había permitido que esta captara el incidente de la pasarela, pero la verosímil declaración de Niklas Bender, el testigo de catorce años, era suficiente para detener al hombre, en el caso de que lo encontraran. Bodenstein y Pia iban camino de Altenhain para enseñarles la foto a Hartmut Sartorius y a su hijo. Pero después de llamar varias veces, nadie abrió la puerta.

—Podemos ir a la tienda de enfrente y enseñar la foto —propuso ella—. No sé por qué, me da la sensación que este ataque está relacionado con Tobias.

Bodenstein asintió. La buena intuición de Pia era similar a la de su hermana, y no solía errar en sus suposiciones. Bodenstein se había pasado la noche entera pensando en la conversación que mantuvo con Theresa y esperando en vano que Cosima le contase con quién estaba hablando por teléfono en la herrería. Se había convencido de que probablemente no tuviera ninguna importancia, y por ese motivo a Cosima se le había olvidado. Hablaba mucho por teléfono y sus colaboradores la llamaban a menudo, incluso los domingos. Esa mañana, desayunando, decidió no darle demasiada importancia al asunto, sobre todo porque ella se comportó con absoluta normalidad. Su mujer le habló de los planes que tenía para ese día con alegría y buen humor: trabajar en la película en la sala de montaje, reunirse con el locutor de la voz en off, y luego, almorzar con el equipo en Maguncia. Todo de lo más normal. Cuando se despidieron, le dio un beso, como casi todas las mañanas de los últimos veinticinco años. No, Bodenstein no tenía de qué preocuparse.

La campanilla del pequeño ultramarinos sonó cuando entraron. Unas mujeres con sendas cestas de la compra estaban de pie con la cabeza apoyada en las estanterías, probablemente comentando los últimos chismes del pueblo.

—Todas tuyas, jefe —le dijo Pia en voz baja a Bodenstein, que por regla general se ganaba sin problemas a la mayoría de féminas con su indiscutible buena planta y su atractivo a lo Cary Grant. Ese día, sin embargo, no se sentía en forma.

—Será mejor que te ocupes tú —contestó. Por una puerta abierta se veía la parte de atrás, donde un hombre de cabello cano descargaba fruta y verdura de una camioneta de reparto. Pia se encogió de hombros y fue directa al grupo de mujeres.

—Buenos días. —Les mostró el carné—. Policía Judicial de Hofheim.

Miradas de recelo y curiosidad.

—El viernes por la tarde, la exmujer de Hartmut Sartorius fue víctima de una agresión con alevosía. —Pia escogió las palabras con cierto dramatismo, intencionadamente—. Supongo que conocen a Rita Cramer, ¿no es así?

Asentimiento generalizado.

—Tenemos una foto del hombre que la empujó desde una pasarela justo antes de que pasara un coche por debajo.

Del hecho de que no reaccionaran con espanto se podía inferir que la noticia del accidente ya había llegado al pueblo. Pia sacó la foto y se la enseñó a la señora de la bata blanca, a todas luces la propietaria del establecimiento.

—¿Conoce usted a este hombre?

La aludida observó la fotografía un instante con los ojos entrecerrados, después alzó la cabeza e hizo un gesto negativo.

—No —replicó con pesar fingido—. Lo siento. No lo he visto en mi vida.

Las otras tres la secundaron y sacudieron la cabeza, desconcertadas, pero a Pia no se le escapó la rápida mirada que una de ellas intercambió con la dueña de la tienda.

—¿Están completamente seguras? Mírenla de nuevo con atención. La calidad no es muy buena.

—No lo conocemos. —La propietaria le devolvió la foto a Pia y sostuvo su mirada sin pestañear. Mentía. Estaba claro.

—Es una pena. —Pia sonrió—. ¿Le importaría decirme cuál es su nombre?

—Richter. Margot Richter.

En ese preciso instante, el hombre del patio entró en la tienda con tres cajas de fruta que dejó en el suelo ruidosamente.

—Lutz, es la Policía Judicial —informó Margot Richter antes de que Pia pudiera abrir la boca. Su marido se acercó. Era alto y corpulento, con rostro bonachón, de nariz abultada, con la piel enrojecida por el frío y el esfuerzo. Su forma de mirar a su mujer reveló que era ella quien llevaba los pantalones y que tenía poco que decir. Cogió la foto con su manaza, pero antes de que pudiera mirarla, Margot Richter se la arrebató—. Mi esposo tampoco conoce a este hombre.

Pia compadeció al marido, que sin duda no tenía muchos motivos para reírse.

—Con su permiso. —Pia le quitó la foto a la señora Richter y se la puso al marido delante de las narices antes de que ella pudiera poner ningún pero—. ¿Ha visto alguna vez a este hombre? El viernes empujó a su antigua vecina por un puente cuando pasaba un coche. Desde entonces, Rita Cramer está en cuidados intensivos, en coma, y no es seguro que sobreviva.

Richter titubeó un instante, parecía sopesar su respuesta. No sabía mentir, pero era un marido obediente. Su mirada insegura se posó un segundo en su esposa.

—No —respondió—. No lo conozco.

—Muy bien. Muchas gracias. —Pia esbozó una sonrisa forzada—. Que tengan un buen día.

Salió del establecimiento, seguida de Bodenstein.

—Lo conocen todos.

—Sí, sin duda. —Bodenstein echó un vistazo a la calle principal—. Ahí abajo hay una peluquería. Probemos.

Recorrieron los escasos metros de la estrecha acera que los separaban del lugar, pero al entrar en el pequeño y anticuado salón, la peluquera colgaba el teléfono con cara de culpabilidad.

—Buenos días —saludó Pia, y señaló con la cabeza el teléfono—. Seguro que la señora Richter ya le habrá informado de lo que queremos, así que me ahorraré la pregunta.

La mujer puso cara de atontada, su mirada pasó de Pia a Bodenstein y allí se quedó. De haber estado en mejor forma su jefe ese día, la peluquera no habría tenido nada que hacer.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Pia, ligeramente enfadada, cuando un minuto después se vieron de nuevo en la calle—. Con que le hubieras sonreído, esa peluquera se habría derretido y probablemente te hubiese dado el nombre, la dirección y el número de teléfono del sospechoso.

—Perdona —contestó él como sin fuerzas—. No sé qué me pasa, pero hoy no tengo la cabeza en su sitio.

Un coche pasó a toda velocidad por la calle, y otro, después un camión. Tuvieron que pegarse a la pared para que no les rozara el retrovisor.

—En cualquier caso, hoy a mediodía pediré el sumario del caso Sartorius —dijo ella—. Juraría que todo esto está relacionado.

Preguntaron en la floristería y tampoco obtuvieron respuesta, al igual que en el parvulario y en la secretaría del colegio. Margot Richter ya había transmitido sus instrucciones. La comunidad cerraba filas y se refugiaba en la supuesta ley del silencio siciliana para proteger a uno de los suyos.

Amelie estaba en la hamaca que Thies había colocado expresamente para ella entre dos palmeras, meciéndose suavemente. Ante las ventanas de baquetillas se escuchaba el murmullo de la lluvia, que repiqueteaba contra el tejado del invernadero que se ocultaba tras un imponente sauce llorón en los extensos jardines de la villa de los Terlinden. Allí hacía calor y se estaba a gusto, olía a óleo y aguarrás, ya que Thies utilizaba como estudio esa construcción alargada en la que pasaban el invierno las delicadas plantas mediterráneas del jardín. Cientos de lienzos pintados se alineaban en las paredes, dispuestos con precisión según el tamaño. En tarros de mermelada vacíos había docenas de pinceles. Thies era sumamente meticuloso en todo cuanto hacía. Todas las macetas —adelfas, palmeras, lantanas, limoneros y naranjos estaban en fila como soldados de plomo, asimismo ordenadas por tamaño. Nada era arbitrario. Las herramientas y los útiles que Thies empleaba en verano para ocuparse del enorme jardín estaban o bien colgados de la pared o en hileras debajo. A veces Amelie movía algo de sitio o dejaba una colilla en alguna parte adrede para fastidiar a Thies, que enmendaba en el acto algo que para él era insoportable. También se percataba de inmediato de si ella cambiaba las plantas.

—Me parece extraordinario —afirmó Amelie—. Me gustaría averiguar más cosas, pero no sé cómo.

No esperaba oír respuesta alguna, pero así y todo observó un instante a Thies, que se hallaba ante el caballete, y pintaba concentrado. Casi todos sus cuadros eran abstractos y de colores sombríos, no aptos para casas de personas depresivas, en opinión de Amelie. A primera vista, Thies parecía completamente normal. De no tener unos rasgos tan pétreos, incluso habría sido un hombre bastante atractivo, con su rostro ovalado, la nariz recta y estrecha y la boca delicada y carnosa. El parecido con su bella madre era evidente. De ella había heredado el cabello rubio y los grandes ojos azules, enmarcados por unas pestañas abundantes y oscuras. Sin embargo, a Amelie lo que más le gustaba de él eran sus manos. Thies tenía las manos delicadas y finas de un pianista, ni siquiera la jardinería las había dañado. Cuando el muchacho se agitaba, esas manos cobraban vida propia, aleteaban a un lado y a otro como pájaros espantados en una jaula. Pero ahora estaba completamente tranquilo, como casi siempre cuando pintaba.

—Me pregunto qué pudo hacer Tobias con las dos chicas —continuó Amelie—. ¿Cómo es que no lo dijo? Si lo hubiera hecho, quizá no se habría pasado tanto tiempo en la cárcel. Es extraño. Pero me cae bien, no sé. Es tan distinto de los demás tíos de este pueblucho.

Cruzó los brazos detrás de la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a un agradable escalofrío.

—¿Las descuartizaría? Puede que hasta las enterrara en algún lugar de la granja.

Thies seguía a lo suyo como si tal cosa. Mezcló en la paleta un verde oscuro con un rojo rubí, tras una breve reflexión desechó el resultado y le añadió algo de blanco. Amelie dejó de balancearse.

—¿Tú crees que estoy mejor cuando me quito los piercings?

Thies no dijo nada. Amelie se incorporó con cuidado de la hamaca tambaleante y se acercó a él. Cuando miró el lienzo por encima de su hombro, se quedó boquiabierta al ver lo que el muchacho había estado pintando en las últimas dos horas.

—¡Atiza! —exclamó, impresionada y sorprendida al mismo tiempo—. Esto sí que es una guarrada…

Del archivo de la comisaría de Frankfurt llegaron quince carpetas manoseadas en unas cajas que fueron a parar al lado de la mesa de Pia. En 1997, en el distrito de Main-Taunus aún no existía una brigada propia de Delitos Contra las Personas; antes de la reforma de la Policía de Hesse de hacía unos años, en caso de asesinato, violación u homicidio la responsabilidad recaía en la K 11 de Frankfurt. Sin embargo, el estudio de los autos tendría que esperar, ya que Nicola Engel había fijado para las cuatro una de esas inútiles reuniones de equipo que tanto le gustaban.

En la sala de reuniones hacía un calor pegajoso. Dado que no había nada extraordinario en la orden del día, el ambiente era entre indolente y aburrido. Tras las ventanas, la lluvia caía de un cielo encapotado y ya había oscurecido.

—La foto del desconocido llegará hoy a manos de la prensa —dispuso la jefa—. Seguro que alguien lo reconoce y llama.

Andreas Hasse, que había aparecido por la mañana, pálido y lacónico, estornudó.

—¿Por qué no te quedas en casa antes de que nos contagies a todos? —le espetó irritado Kai Ostermann, que estaba sentado a su lado.

Hasse no contestó.

—¿Alguna cosa más? —La atenta mirada de Nicola Engel pasó de uno a otro, pero sus subordinados se guardaron muy mucho de establecer contacto visual, pues esa mujer parecía poder ver directamente dentro de su cerebro. Con una sensibilidad propia de un sismógrafo, había captado hacía ya tiempo la tensión subliminal que se respiraba en el ambiente y quería averiguar cuál era la causa.

—He pedido los autos del caso Sartorius —informó Pia—. Sospecho que la agresión que sufrió la señora Cramer podría estar relacionada directamente con la excarcelación de Tobias Sartorius. Hoy todos los vecinos de Altenhain reconocieron al hombre de la foto, aunque lo negaron. Quieren protegerlo.

—¿Opina usted lo mismo? —preguntó Nicola Engel a Bodenstein, que estaba ausente, con la mirada perdida.

—Es muy posible —respondió este—. Sea como fuere, la gente reaccionó de manera extraña.

—Bien. —Nicola Engel miró a Pia—. Écheles un vistazo a esos expedientes, pero no se entretenga demasiado con eso. Estamos a la espera de que el Instituto Forense nos haga llegar los resultados del esqueleto, y tiene prioridad.

—Todo el mundo en Altenhain odia a Tobias Sartorius —contó Pia—. Embadurnaron la casa de su padre con pintadas, y el sábado, cuando llegamos nosotros para dar la noticia del accidente, había tres mujeres en la otra acera insultándolo.

—Yo vi a ese tipo en aquella época. —Hasse carraspeó un par de veces—. Ese Sartorius era un asesino frío. Un guaperas arrogante y presuntuoso que pretendía hacer creer a todo el mundo que había tenido un lapsus y no se acordaba de nada. Y eso que las pruebas eran evidentes. Mintió hasta que fue a parar a la cárcel.

—Pero ha cumplido su condena. Tiene derecho a la reinserción —objetó Pia—. Y el comportamiento de los del pueblo me saca de quicio. ¿Por qué mienten? ¿A quién quieren proteger?

—¿Crees que vas a averiguarlo leyendo esos viejos archivos? —Hasse sacudió la cabeza—. El tipo mató a palos a su novia cuando ella lo dejó, y como su exnovia lo vio, corrió la misma suerte.

A Pia le extrañó lo comprometido que se mostraba de repente un compañero que solía ser más bien indiferente.

—Es posible —contestó—. Por eso ha estado diez años en el trullo. Pero puede que en las actas del juicio me tope con el que empujó a Rita Cramer desde la pasarela peatonal.

—Pero ¿qué pretendes…? —empezó Hasse de nuevo, pero Nicola Engel puso fin a la discusión con firmeza.

—Señora Kirchhoff, écheles un vistazo a los autos hasta que lleguen los datos del esqueleto.

Dado que no había más de que hablar, se dio por concluida la reunión. Nicola Engel desapareció en su despacho y la K 11 se disolvió.

—Debo irme a casa —anunció Bodenstein de pronto después de consultar el reloj. Pia decidió irse también y llevarse una parte de los expedientes. Allí difícilmente pasaría algo importante.

—¿Le llevo la maleta a su casa, señor ministro? —inquirió el chófer. Pero Gregor Lauterbach negó con la cabeza.

—Ya me ocupo yo. —Sonrió—. Usted váyase a casa, Forthuber. Mañana lo necesito a las ocho.

—De acuerdo. Que pase una buena tarde, señor ministro.

Lauterbach asintió y tomó la pequeña maleta. Llevaba fuera de casa tres días. Primero había tenido algunas citas en Berlín, después la reunión del Ministerio de Educación y Ciencia en Stralsund, en la que los colegas de Baden-Wurtemberg y los de Renania del Norte-Westfalia se enzarzaron en una violenta discusión por la determinación de las directrices para satisfacer las demandas del profesorado. Oyó el teléfono cuando abría la puerta y desactivó el dispositivo de alarma de un manotazo. Saltó el contestador, pero quien llamaba no se tomó la molestia de dejar ningún mensaje. Gregor Lauterbach dejó la maleta al pie de la escalera, dio la luz y entró en la cocina. Echó una ojeada al correo, que se amontonaba en la mesa de la cocina, separado en dos pilas perfectas por la señora de la limpieza. Daniela todavía no había llegado. Si mal no recordaba, esa tarde su mujer daba una conferencia en un congreso médico en Marburgo. Lauterbach siguió hasta el salón y contempló un instante las botellas del aparador antes de decidirse por whisky escocés Black Bowmore de cuarenta y dos años, un obsequio de alguien que quería hacerle la pelota. Desenroscó el tapón y sirvió dos dedos en un vaso. Desde que era ministro de Educación y Ciencia de Wiesbaden, él y Daniela solo se veían por casualidad o para cuadrar agendas. En la misma cama no dormían desde hacía diez años. Lauterbach tenía un piso secreto en Idstein, donde se veía una vez a la semana con una amante discreta. Desde el principio le había dejado bien claro que no tenía la menor intención de separarse de Daniela, de manera que ese tema no desempeñaba ningún papel en sus encuentros. Desconocía si, por su parte, Daniela tenía una relación, y tampoco se lo iba a preguntar. Se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta del traje, que dejó de cualquier manera en el respaldo del sofá, y bebió un sorbo de whisky. El teléfono sonó de nuevo, tres veces. Después saltó otra vez el contestador.

—Gregor. —La voz, de hombre, tenía un tono perentorio—. Si estás ahí, ponte. Es muy importante.

Lauterbach vaciló un instante. Reconoció la voz. Todo parecía ser siempre muy importante. Finalmente, exhaló un suspiro y lo cogió. Quien llamaba no se anduvo con fórmulas de cortesía. Mientras escuchaba, Lauterbach notó que el vello de la nuca se le erizaba. Se incorporó de mala gana. La sensación de amenaza lo asaltó tan de improviso como un depredador.

—Gracias por llamar —dijo con voz bronca, y colgó.

Se quedó petrificado en la penumbra. Un esqueleto en Eschborn. Tobias Sartorius, de vuelta en Altenhain. A su madre la había empujado por un puente un desconocido. Y una funcionaria ambiciosa de la K 11 de Hofheim andaba escarbando en los antiguos expedientes. Maldición. El whisky caro amargaba. Dejó el vaso sin miramientos, subió la escalera deprisa y llegó a su dormitorio. No tenía por qué significar nada. Intentó calmarse diciéndose que podía ser una casualidad, pero no lo consiguió. Lauterbach se sentó en la cama, se quitó los zapatos y se tumbó. Por su cabeza desfiló un sinfín de imágenes no deseadas. ¿Cómo podía ser que una única decisión equivocada, en sí misma insignificante, tuviera unas repercusiones tan funestas? Cerró los ojos. El cansancio se apoderó de su cuerpo. Sus pensamientos abandonaron el presente para transitar por senderos tortuosos del mundo de los sueños y los recuerdos: «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano».