—Dios mío. —La doctora Daniela Lauterbach se mostró sinceramente horrorizada cuando Bodenstein le contó cómo había conseguido su número de teléfono. Palideció bajo su bronceado veraniego—. Rita es una buena amiga mía. Éramos vecinas hasta que se separó, hace unos años.
—Un testigo afirma haber visto que a la señora Cramer la empujaron por la barandilla de la pasarela de peatones —añadió él—. Por eso estamos investigando un intento de asesinato por parte de una persona desconocida.
—Es terrible. Pobre Rita. ¿Cómo está?
—No muy bien. Su estado es crítico.
La doctora Daniela Lauterbach unió las manos como en oración y sacudió la cabeza consternada. Bodenstein calculó que tendría cuarenta y muchos o cincuenta años. Su silueta era muy femenina, el brillante cabello oscuro recogido en un moño sencillo. Con sus cálidos ojos marrones rodeados de pequeñas arrugas, irradiaba cordialidad y un algo maternal. Seguro que era una médico que se tomaba su tiempo con sus pacientes y se interesaba por sus circunstancias. La espaciosa consulta se encontraba en la zona peatonal de Königstein, sobre una joyería, y contaba con unas habitaciones grandes y luminosas de techos altos y suelo de parqué.
—Vamos a mi despacho —propuso ella. Bodenstein la siguió hasta una estancia muy amplia presidida por una mesa antigua imponente. En las paredes, unos cuadros expresionistas de gran formato y colores sombríos suponían un contrapunto inusitado, aunque atractivo, al agradable espacio—. ¿Le apetece un café?
—Sí, gracias. —Bodenstein sonrió y asintió—. Hoy ni siquiera me ha dado tiempo a tomarme uno.
—Se ha dado un buen madrugón. —Daniela Lauterbach colocó una taza bajo la cafetera automática, que se hallaba en un aparador junto a toda clase de libros de consulta, y pulsó un botón. Se oyó el mecanismo de molienda, y el agradable olor del café recién molido inundó el aire.
—Usted también —replicó el policía—. Y eso que es sábado.
La noche anterior había dejado un mensaje en el contestador de la consulta, y ella lo había llamado esa misma mañana a las siete y media.
—Los sábados por la mañana hago visitas a domicilio. —Le ofreció el café, que él tomó sin leche ni azúcar después de darle las gracias—. Después me suelo ocupar del papeleo, que por desgracia cada vez va a más. Preferiría dedicarle ese tiempo a mis pacientes. —Señaló la mesa con un gesto y Bodenstein tomó asiento en una de las sillas. Detrás del escritorio, las ventanas ofrecían unas magníficas vistas del parque del balneario, sobre el que se alzaban las ruinas del castillo de Königstein—. ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó ella después de beber un sorbo de su taza de café.
—Por desgracia, en la vivienda de la señora Cramer no encontramos un solo indicio de que tuviera familia —contestó—. Pero ha de haber alguien a quien podamos informar del accidente.
—Rita sigue teniendo una buena relación con su exmarido —respondió Daniela Lauterbach—. Estoy segura de que él se ocupará de ella. —Sacudió la cabeza de nuevo, afligida—. Pero ¿quién puede haber hecho eso? —Observó a Bodenstein pensativa con sus ojos castaños.
—Ese es un punto que también nos interesa a nosotros. ¿Tenía enemigos?
—¿Rita? Por el amor de Dios, no. Es una persona encantadora, y ya le ha tocado sufrir bastante en la vida. Pese a todo, no es una amargada.
—¿Sufrir? ¿A qué se refiere? —Bodenstein estudió a la doctora con atención. Tan serena y calmada, Daniela Lauterbach le caía muy bien. Su médico de cabecera despachaba a sus pacientes como si se tratara de una cadena de montaje. Cada vez que tenía que ir a verlo, después se sentía nervioso por la agitación con la que llevaba a cabo el examen.
—A su hijo lo metieron en la cárcel —repuso la doctora, y profirió un suspiro—. Rita lo encajó mal. Probablemente fuera eso lo que acabó con su matrimonio.
Bodenstein, que iba a beber un sorbo de café, suspendió el movimiento.
—¿El hijo de la señora Cramer está en la cárcel? ¿Por qué?
—Estuvo en la cárcel. Salió hace dos días. Hace diez años mató a dos chicas.
Bodenstein se estrujó los sesos, pero no fue capaz de recordar a ningún joven acusado de doble asesinato apellidado Cramer.
—Después de separarse, Rita recuperó su apellido de soltera para que no se la relacionara con ese horrible asunto —aclaró Daniela Lauterbach, como si le hubiese leído el pensamiento a Bodenstein—. Antes se apellidaba Sartorius.
Pia apenas daba crédito a lo que veía. Leyó por encima con incredulidad el escrito, redactado en un prosaico alemán burocrático sobre papel ecológico gris. Su corazón había dado un salto de alegría al ver en el buzón la carta de Gerencia de la ciudad de Frankfurt que con tanta ilusión esperaba desde hacía tanto tiempo, pero lo que estaba leyendo ahora, desde luego, no se lo esperaba. Desde que Christoph y ella decidieron vivir juntos en Birkenhof, tenían pensado reformar la casita, que se quedaba un tanto pequeña para dos personas, por no hablar de las posibles visitas. Un arquitecto amigo de Pia se encargó de los planos y presentó la correspondiente solicitud de licencia de obras. Desde entonces ella aguardaba con impaciencia la respuesta, ya que le habría gustado empezar cuanto antes. Leyó la carta una segunda y una tercera vez y después la apartó, se levantó de la mesa de la cocina y fue al cuarto de baño. Tras darse una ducha rápida, se envolvió en una toalla y se miró malhumorada en el espejo. Pese a que eran las tres y media de la madrugada cuando se fueron de la fiesta, Pia se había levantado a las siete para dejar salir a los perros y dar de comer a los demás animales. Después aprovechó un momento en que no llovía para darles cuerda a los dos jóvenes caballos y limpiar los boxes. Estaba claro que ella ya no estaba para trasnochar. A los cuarenta y un años, lo de no dormir una noche ya no se llevaba tan bien como a los veintiuno. Se cepilló con aire pensativo la melena, que le llegaba por los hombros, y se hizo dos trenzas. Después de recibir la mala noticia ya no le apetecía dormir. Atravesó la cocina, cogió de la mesa la desagradable carta y entró en el dormitorio.
—Hola, cariño —musitó Christoph al tiempo que, medio dormido, entrecerraba los ojos por la luz—. ¿Qué hora es?
—Las diez menos cuarto.
Él se incorporó y se masajeó las sienes gemebundo. En contra de su costumbre, la noche anterior había empinado bastante el codo.
—¿Cuándo sale el avión de Annika?
—A las dos de la tarde. Todavía falta mucho.
—¿Qué es eso? —preguntó al ver la carta que tenía Pia en la mano.
—Una catástrofe —replicó ella sombríamente—. Nos han escrito de Gerencia.
—¿Y? —Christoph hizo un esfuerzo por despertar.
—Es una orden de derribo.
—¿Cómo?
—Los antiguos propietarios construyeron la casa sin permiso, imagínate. Y nosotros, con nuestra solicitud, hemos levantado la liebre. Solo están autorizados una caseta y un establo. No lo entiendo. —Se sentó en el borde de la cama y cabeceó—. Llevo empadronada aquí unos años, el servicio de recogida de basura se lleva la basura, pago el agua y la electricidad. ¿Y qué creen? ¿Que vivo en una chabola?
—A ver. —Christoph se rascó la cabeza y leyó la carta oficial—. Interpondremos un recurso. No puede ser. El vecino construye un pabellón inmenso y tú no puedes hacer una pequeña reforma.
El móvil, en la mesilla, sonó. Pia, que ese día estaba de guardia, lo cogió sin mucho entusiasmo. Estuvo escuchando un minuto en silencio.
—Ahora voy —dijo; colgó y lanzó el móvil a la cama—. Maldita sea.
—¿Tienes que salir?
—Sí, por desgracia. En la comisaría de Niederhöchstadt se ha presentado un muchacho que dice que ayer por la tarde vio que un hombre empujaba a una mujer por un puente.
Christoph le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia él. Pia suspiró. Él la besó en la mejilla primero y en la boca después. ¿No podría haber reprimido el muchacho sus ganas de hablar hasta esa tarde? A Pia no le apetecía lo más mínimo trabajar. Lo cierto es que tendría que haber sido Behnke quien estuviera de servicio ese fin de semana, pero, claro, estaba enfermo. Y Hasse también estaba enfermo. ¡Que se fueran al infierno esos dos idiotas! Pia se derrumbó hacia atrás y se arrimó al cuerpo caliente de Christoph. La mano de él se deslizó por debajo de la toalla y le acarició el vientre.
—No te preocupes por ese papelucho —musitó, y volvió a besarla—. Encontraremos una solución. No echarán la casa abajo así como así.
—Es que todo son problemas —farfulló ella, y decidió que el muchacho podía esperar una hora en la comisaría de Niederhöchstadt.
Bodenstein estaba en el coche, enfrente del hospital de Bad Sodener, esperando a su compañera. Daniela Lauterbach le había dado la dirección del exmarido de Rita Cramer en Altenhain, pero antes de que le comunicara al hombre la mala noticia se había pasado de nuevo por el hospital para interesarse por el estado de Rita Cramer. La mujer había sobrevivido a la primera noche; después de someterse a una operación, estaba en coma en la unidad de cuidados intensivos. Eran las once y media cuando Pia aparcó a su lado, se bajó del coche y se dirigió hacia el suyo esquivando los charcos.
—El chico ha dado una descripción bastante precisa del hombre. —Pia se acomodó en el asiento del copiloto y se abrochó el cinturón—. Si Kai consigue sacar una foto medianamente buena de la cámara de vigilancia, tendríamos una imagen para la prensa.
—Muy bien. —Bodenstein arrancó. Le había pedido a Pia que lo acompañara a ver al exmarido de Rita Cramer. Durante el breve trayecto a Altenhain la informó de su conversación con la doctora Daniela Lauterbach. A Pia le costaba concentrarse, seguía dándole vueltas al escrito de Gerencia. ¡Una orden de derribo! Contaba con todo menos con eso. ¿Y si la ciudad iba en serio y la obligaba a derribar la casa? Entonces, ¿dónde vivirían ella y Christoph?—. ¿Me estás escuchando? —preguntó él.
—Claro —contestó Pia—. Sartorius. Vecina. Altenhain. Lo siento, cuando volvimos a casa eran las cuatro.
Bostezó y cerró los ojos. Estaba rendida. Por desgracia no poseía el férreo autocontrol de Bodenstein, que incluso después de noches en vela e investigaciones agotadoras estaba tan fresco. Ahora que lo pensaba, ¿lo había visto bostezar alguna vez?
—El caso ocupó titulares hace once años —le oyó decir a su jefe—. Tobias Sartorius fue condenado a la máxima pena por asesinato y homicidio en un proceso basado en pruebas puramente circunstanciales.
—Ah, ya —musitó ella—. Lo recuerdo vagamente. Doble asesinato sin cuerpos. ¿El tipo sigue en la cárcel?
—Pues no. Tobias Sartorius salió el jueves. Y ha vuelto a Altenhain, con su padre.
Pia pensó unos segundos y abrió los ojos.
—¿Quieres decir que podría haber una relación entre la excarcelación y la agresión a su madre?
Bodenstein la miró divertido.
—Increíble —dijo.
—¿Qué?
—Tu perspicacia no falla ni cuando estás medio dormida.
—Estoy completamente despierta —se defendió ella mientras luchaba con todas sus fuerzas por reprimir un nuevo bostezo.
Dejaron atrás la señal que indicaba que habían entrado en Altenhain y llegaron a la dirección de la calle principal que Daniela Lauterbach le apuntara a Bodenstein. Este entró en el descuidado aparcamiento que había delante del antiguo restaurante. En ese preciso instante, un hombre borraba con pintura blanca una pintada roja en la fachada del edificio. «AQUÍ VIVE UN CERDO ASESINO», decía. Las letras rojas aún se distinguían bajo la pintura blanca. Ante la entrada, en la acera, había tres mujeres de mediana edad.
—¡Tú, asesino! —le oyeron gruñir a una de ellas Bodenstein y Pia cuando abrieron las portezuelas para bajar del coche—. ¡Largo de aquí, desgraciado! O verás lo que es bueno.
La mujer escupió en el suelo.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Bodenstein, pero las tres mujeres no le hicieron ni caso y pusieron pies en polvorosa. Por su parte, el hombre desoyó los insultos de las mujeres. Bodenstein lo saludó educadamente, se presentó y le presentó a Pia.
—¿Qué querían esas mujeres de usted? —inquirió Pia, curiosa.
—Pregúnteselo a ellas —repuso él con aspereza, les dirigió una mirada indiferente y siguió a lo suyo. A pesar del frío que hacía, llevaba solo una camiseta gris de manga larga, unos vaqueros y unos zapatos recios.
—Nos gustaría hablar con el señor Sartorius.
Al oír aquello el hombre se volvió, y Pia creyó reconocerlo.
—¿No estuvo usted ayer por la tarde en Neuenhain, en la casa donde vive la señora Cramer? —preguntó.
Si estaba sorprendido, no dejó que se le notara. La miró con fijeza, sin sonreír, con unos ojos extraordinariamente azules, y ella se acaloró sin querer.
—Sí —contestó—. ¿Está prohibido?
—No, claro que no. Pero ¿qué fue a hacer allí?
—Iba a ver a mi madre. Habíamos quedado y no apareció. Estaba preocupado.
—Ah, entonces usted debe de ser Tobias Sartorius, ¿no?
El hombre enarcó las cejas y a su boca afloró un gesto burlón.
—El mismo, sí. El asesino de muchachas.
Tenía un atractivo inquietante. La cicatriz estrecha y blanquecina que le cruzaba la cara desde la oreja izquierda hasta el mentón, en lugar de afearlo, hacía que su agraciado rostro resultara más interesante. Algo en su forma de mirarla despertó una extraña sensación en Pia, que meditó a qué podía deberse.
—Ayer por la tarde, su madre sufrió un grave accidente —terció Bodenstein—. La operaron la noche pasada y ahora está en cuidados intensivos. Su estado es crítico.
Pia vio que por un instante las aletas nasales de Tobias Sartorius se hincharon, sus labios se apretaron hasta formar una fina raya. Después el joven tiró de cualquier manera el rodillo en el cubo de pintura blanca y se dirigió hacia el portón. Bodenstein y Pia se miraron brevemente y lo siguieron. Aquel lugar parecía un basurero. De repente, Bodenstein soltó un grito ahogado y se quedó de piedra. Pia se volvió hacia su jefe.
—¿Qué ocurre? —preguntó sorprendida.
—¡Una rata! —exclamó él, completamente blanco—. Ese bicho me ha pasado por encima del pie.
—No me extraña, con toda esta porquería. —Pia se encogió de hombros e hizo ademán de continuar, pero Bodenstein seguía allí parado, como una estatua de sal.
—No hay cosa que más odie que las ratas —aseguró con voz temblorosa.
—Pero si creciste en una finca —replicó ella—. Seguro que allí había ratas.
—Precisamente por eso.
Pia sacudió la cabeza con incredulidad. Jamás habría creído que su jefe fuera de los que tenían esas fobias.
—Vamos —dijo—. Se van en cuanto nos ven. Estas ratas son asustadizas. Mi amiga tenía dos ratas mansas, y eso era otra cosa. Siempre andábamos…
—No quiero oírlo. —Bodenstein respiró hondo—. Ve tú delante.
—Anda, que… —Pia no pudo por menos de esbozar una sonrisilla cuando Bodenstein reanudó la marcha tras ella. Desconfiado y preparado para soltar un taco a las primeras de cambio, miraba los montones de basura que se elevaban a ambos lados del angosto camino que llevaba hasta la casa.
—¡Uy, ahí hay otra! Y bien gorda —anunció Pia, y frenó en seco; Bodenstein chocó con ella y miró a su alrededor con cara de pánico. Su sangre fría habitual había desaparecido—. Era broma —rio ella, pero Bodenstein no fue capaz de reírse.
—Si vuelves a hacer eso, te vas a casa a patita —amenazó—. Casi me da un infarto.
Continuaron andando. Tobias Sartorius había entrado en la vivienda, y la puerta estaba abierta. Bodenstein adelantó a Pia en los últimos metros y subió los tres escalones que llevaban a la puerta como el excursionista que, tras recorrer un pantano, quiere sentir tierra firme bajo sus pies. En el umbral apareció un hombre de cierta edad con la espalda encorvada. Llevaba unas zapatillas de andar por casa gastadas, unos pantalones grises con manchas y una chaqueta de punto que clareaba y le quedaba demasiado holgada teniendo en cuenta su delgadez.
—¿Es usted Hartmut Sartorius? —preguntó Pia, y él asintió. Parecía tan descuidado como la granja. Arrugas profundas surcaban su rostro delgado y alargado, y el único parecido con Tobias Sartorius residía en el azul intenso de los ojos, que sin embargo habían perdido toda su luz.
—Dice mi hijo que se trata de mi exmujer —contestó el hombre con un hilo de voz.
—Sí —asintió Pia—. Ayer sufrió un grave accidente.
—Pasen.
Los condujo por un pasillo estrecho y sombrío hasta una cocina que podría haber sido agradable, de no estar tan sucia. Tobias estaba junto a la ventana, con los brazos cruzados.
—La doctora Lauterbach nos facilitó su dirección —empezó Bodenstein, que había recobrado la compostura deprisa—. Según los testigos, ayer por la tarde alguien empujó a su exmujer desde la pasarela peatonal de la estación de cercanías de Sulzbach Nord. Cayó sobre un coche que pasaba por debajo en ese preciso momento.
—Bendito sea Dios. —El color se desvaneció del macilento rostro del hombre, que se agarró al respaldo de una silla—. Pero… ¿quién puede hacer algo así?
—Lo averiguaremos —aseguró Bodenstein—. ¿Tiene alguna idea de quién podría haberlo hecho? ¿Tenía algún enemigo su exmujer?
—Mi madre, lo dudo —intervino Tobias Sartorius desde el fondo—. Pero yo sí los tengo. El maldito pueblucho este entero.
Su voz sonó amarga.
—¿Sospecha de alguien en concreto? —preguntó Pia.
—No —se apresuró a responder Hartmut Sartorius—. No, no creo a nadie capaz de hacer algo tan horrible.
Pia miró a Tobias Sartorius, que seguía junto a la ventana. A contraluz no distinguía bien los rasgos de su rostro, pero su forma de enarcar las cejas y torcer el gesto decían que no opinaba lo mismo. Pia casi pudo sentir la ira que parecía emanar de su cuerpo en tensión. En sus ojos ardía una rabia reprimida largo tiempo, como una llama pequeña y peligrosa que solo esperaba un motivo para convertirse en un gran incendio. Estaba claro que Tobias Sartorius era una bomba con el mecanismo de relojería en marcha. Su padre, por el contrario, parecía cansado y sin fuerzas, como un anciano. El estado de la casa y de la propiedad lo decía todo. Sus ganas de vivir se habían esfumado, se había atrincherado, en el sentido estricto de la palabra, tras las ruinas de su vida. Ser los padres de un asesino siempre es terrible, pero más aún para Hartmut Sartorius y su exmujer, que habían tenido que quedarse en un pueblo tan pequeño como Altenhain; cada día un nuevo suplicio, que finalmente la señora Sartorius no pudo soportar. Seguro que dejó a su marido sintiendo remordimientos. No había conseguido empezar de nuevo, como reflejaba el vacío descorazonador de su piso.
Pia miró a Tobias Sartorius, que se mordisqueaba el nudillo del pulgar sumido en sus pensamientos, con la mirada perdida. ¿En qué pensaría tras ese semblante inexpresivo? ¿Le preocupaba lo que les había hecho a sus padres? Bodenstein le ofreció su tarjeta de visita a Hartmut Sartorius, que la observó un instante y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Tal vez puedan ocuparse usted y su hijo de su exmujer. La verdad es que no está muy bien.
—Desde luego. Iremos ahora mismo al hospital.
—Y si sospecha de quién podría haberlo hecho, no dude en llamarme.
Sartorius padre asintió, su hijo no reaccionó. Pia tuvo un mal presentimiento. Dios quisiera que Tobias Sartorius no empezara a buscar por su cuenta al hombre que había atacado a su madre.
Hartmut Sartorius metió el coche en el garaje. Ir a ver a Rita había sido horrible. El médico con el que habló no quiso arriesgarse a dar un pronóstico. Había tenido suerte, aseguró, de que la columna estuviese prácticamente ilesa, pero de los 206 huesos que integran el cuerpo humano ella tenía alrededor de la mitad rotos, eso por no hablar de las graves lesiones internas que le había provocado la caída. En el camino de vuelta Tobias no dijo ni pío, se limitó a mirar al frente, melancólico. Cruzaron el portón de la casa, pero ante los escalones de la puerta, Tobias se detuvo y se subió el cuello de la cazadora.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Hartmut Sartorius a su hijo.
—Voy a tomar el aire.
—¿Ahora? Son las once y media. Y llueve a cántaros. Con el tiempo que hace te pondrás hecho una sopa.
—En los últimos diez años no hizo ningún tiempo. —Tobias miró a su padre—. No me importa mojarme. Y a esta hora, por lo menos no me verá nadie.
Hartmut Sartorius vaciló, pero después le puso una mano en el brazo a su hijo.
—No hagas ninguna tontería, Tobi. Prométemelo, por favor.
—Claro. No te preocupes.
Esbozó una breve sonrisa, aunque no tenía ganas de sonreír, y esperó a que su padre hubiera entrado en casa. Después, con la cabeza gacha, echó a andar por la oscuridad, dejando atrás el establo vacío y el pajar. Pensar en su madre, con los huesos destrozados en cuidados intensivos, con todos aquellos tubos y aparatos, le afectó más de lo que creía. ¿Guardaba relación ese ataque con el hecho de que lo hubieran soltado? Si su madre moría, posibilidad que no excluían los médicos, quienquiera que la hubiera empujado desde el puente tendría un asesinato sobre su conciencia.
Tobias se detuvo cuando llegó al portón trasero. Estaba cerrado y cubierto de hiedra y maleza. Probablemente no se hubiera abierto nunca en los últimos años. A la mañana siguiente sin falta se pondría a despejarlo. Sus ganas de aire fresco y trabajo al cabo de diez años eran enormes. Cuando solo llevaba tres semanas en la trena se dio cuenta de que se embrutecería si no utilizaba el cerebro. No iban a reducirle la condena, le comunicó su abogado, porque habían desestimado el recurso de casación. Por eso presentó una solicitud para estudiar en la universidad a distancia de Hagen y empezó a aprender el oficio de cerrajero de inmediato. Cada día trabajaba ocho horas y, tras hacer deporte una hora, se pasaba media noche estudiando para distraerse y hacer más soportable la monotonía de los días. Con los años se había acostumbrado a las normas estrictas, y la repentina falta de estructura de su vida se le antojaba amenazadora. No es que echara de menos la cárcel, pero tardaría un tiempo en acostumbrarse de nuevo a la libertad. Tobias salvó de un salto el portón y permaneció al amparo del laurel real, que se había convertido en un árbol imponente. Giró a la izquierda y pasó por delante de la entrada de la propiedad de los Terlinden. El portón de hierro forjado de dos hojas estaba cerrado, sobre una de las jambas habían instalado una cámara, toda una novedad. Tras la casa arrancaba el bosque. Al cabo de unos cincuenta metros Tobias enfiló el angosto sendero que los lugareños llamaban Stichel, el Punzón, y que serpenteaba por el pueblo hasta el cementerio, dejando atrás los jardincitos y patios traseros de las casas apiñadas. Tobias reconocía cada recoveco, cada escalón y cada valla; allí no había cambiado nada. De pequeños y adolescentes solían ir a menudo por allí, camino de la iglesia, a hacer deporte o a visitar a algún amigo. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora. A la izquierda vivía la vieja Maria Kettels, en una casa minúscula. Había sido su único testigo de descargo, la única que afirmó haber visto a Stefanie aquella noche, tarde, pero el tribunal no escuchó su testimonio. Todo Altenhain sabía que Maria Kettels sufría demencia, y además estaba medio ciega. Por aquel entonces ya debía de tener más de ochenta años, sin duda a esas alturas estaría en el cementerio. Junto a su terreno estaba el de los Paschke, que lindaba con la granja de los Sartorius y estaba tan arreglado como de costumbre. El viejo Paschke solía arremeter contra las malas hierbas con la contundencia de los productos químicos. Antes trabajaba en la ciudad, y había arramblado con el arsenal del almacén de material de la construcción municipal, al igual que todos los vecinos que habían trabajado para la Hoechst AG, quienes levantaron y reformaron sus casas y jardines con el material de la empresa sin el menor arrepentimiento. Los Paschke eran los padres de Gerda Pietsch, la madre de Felix, amigo de Tobias. Allí todo el mundo estaba emparentado con algún vecino y se sabía de memoria la historia familiar del resto. Se conocían los secretos más secretos; aficiones y faltas, descalabros y enfermedades de los vecinos, todo era motivo de cotilleo. Debido a una localización geográfica nada ventajosa, en un angosto valle, Altenhain se había librado de convertirse en una zona de ensanche. Allí apenas se instalaba nadie nuevo, de manera que la comunidad llevaba siendo más o menos la misma desde hacía cientos de años.
Tobias llegó al cementerio y empujó con el hombro la pequeña puerta de madera, que se abrió con un chirrido atroz. Las ramas desnudas de los imponentes árboles que se alzaban entre las tumbas chasqueaban con el viento, que empezaba a ser huracanado. Recorrió despacio las hileras de tumbas. Los cementerios nunca le habían dado miedo. Para él tenían algo apacible. Tobias se acercó a la iglesia cuando el reloj del campanario anunciaba la medianoche con doce campanadas. Se detuvo, volvió la cabeza y contempló un instante la recia torre de cuarcita gris. ¿Y si aceptaba el ofrecimiento de Nadja y se iba a su casa hasta que fuera independiente? En Altenhain no lo querían, estaba claro. Pero tampoco podía dejar a su padre en la estacada. Había contraído una profunda deuda con sus padres, que jamás le habían dado la espalda a alguien condenado por asesinar a dos muchachas. Tobias rodeó la iglesia y entró en el pórtico. Se sobresaltó al percibir un movimiento a su derecha. A la débil luz de la farola distinguió a una chica de cabello oscuro sentada en el respaldo del banco de madera que había junto al portal, fumando un cigarrillo. El corazón se le aceleró, apenas creía lo que veía: delante tenía a Stefanie Schneeberger.
Amelie también se llevó un buen susto cuando de repente apareció un hombre bajo el alero de la iglesia. Tenía la cazadora reluciente debido a la lluvia, y el cabello oscuro, empapado, le caía por el rostro. Ella nunca lo había visto, pero supo en el acto de quién se trataba.
—Buenas noches —lo saludó, y se quitó los auriculares del iPod de las orejas. La voz de Adrian Hates, el cantante de su grupo preferido, Diary of Dreams, siguió saliendo por los cascos hasta que apagó el iPod.
Reinaba un silencio absoluto, solo se oía el murmullo de la lluvia. Por la carretera que había más abajo pasó un coche. La luz de los faros barrió durante una décima de segundo el rostro del hombre. No cabía duda, ¡era Tobias Sartorius! Amelie había visto bastantes fotos suyas en Internet como para reconocerlo. A decir verdad era mono. Bastante guapo, incluso. Nada que ver con los tipejos del pueblucho. Y desde luego no parecía un asesino.
—Hola —contestó él mientras la escrutaba con una expresión extraña—. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—Escuchando música. Fumándome un cigarro. Llueve demasiado para irme a casa.
—Ah.
—Soy Amelie Fröhlich —dijo ella—. Y tú eres Tobias Sartorius, ¿no?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—He oído hablar mucho de ti.
—Supongo que es lo que toca, si se vive en Altenhain. —Su voz sonó cínica. Parecía estar decidiendo cómo catalogarla.
—Vivo aquí desde mayo —contó Amelie—. En realidad soy de Berlín, pero tuve tal pelotera con el nuevo novio de mi madre que ella me mandó aquí con mi padre y mi madrastra.
—¿Y te dejan andar por ahí sin más por la noche? —Tobias Sartorius se apoyó en la pared y la observó detenidamente—. ¿Ahora que un asesino ha vuelto al pueblo?
Ella sonrió.
—Creo que no se han enterado. Yo sí. Porque por la tarde trabajo ahí. —Señaló en dirección al restaurante, que estaba al otro lado del aparcamiento, junto a la iglesia—. Desde hace dos días no se habla de otra cosa.
—¿Dónde?
—En el Zum Schwarzen Ross.
—Ah, sí. Antes no estaba.
Amelie recordó que cuando se cometieron los asesinatos en Altenhain, el padre de Tobias Sartorius regentaba el único restaurante del lugar, el Zum Goldenen Hahn.
—¿Y qué haces tú aquí a estas horas?
Amelie se sacó el paquete de tabaco de la mochila y se lo ofreció. Él vaciló un instante y después cogió un cigarrillo y le dio fuego a Amelie con su propio encendedor.
—Estaba dando una vuelta. —Puso un pie en la pared—. He pasado diez años en el talego, allí no podía hacerlo.
Fumaron un rato en silencio. Al otro lado del aparcamiento, algunos parroquianos rezagados salían del Zum Schwarzen Ross. Oyeron voces y puertas de coches. Los ruidos de motores se alejaron.
—¿No tienes miedo de andar de noche a oscuras?
—No. —Amelie sacudió la cabeza—. Soy de Berlín. —A veces pasaba la noche con algunos colegas en casas medio derruidas y vacías, y se liaba con los vagabundos que las ocupaban. O con la pasma.
Tobias Sartorius expulsó el humo por la nariz.
—¿Dónde vives?
—En la casa de al lado de los Terlinden.
—¿Cómo?
—Ya, lo sé. Thies me lo contó. Ahí es donde vivía Blancanieves.
Tobias Sartorius se quedó helado.
—Eso es mentira —dijo al cabo de un rato, y su voz experimentó un cambio.
—No lo es —contestó ella.
—Sí. Thies no habla. Nunca.
—Conmigo, sí. De vez en cuando. Porque es mi amigo.
Tobias dio otra calada al cigarrillo. El resplandor rojizo iluminó su rostro, y Amelie vio que arqueaba las cejas.
—No es mi novio, si eso es lo que piensas —se apresuró a aclarar—. Thies es mi mejor amigo. El único que tengo.