Capítulo VIII

Fifteen, sixteen, maids in the kitchen[9]

1

La entrevista con Agnes Fletcher se celebró en Hertford en un salón de té poco concurrido, pues la muchacha había expresado el deseo de contar su historia lejos de la mirada inquisidora de Miss Morley.

El primer cuarto de hora lo pasó escuchando las particularidades de la madre de Agnes… y también de su padre, que aunque propietario de una licencia de premisas, nunca tuvo simpatía por la Policía. Los dos eran respetados y queridos en Little Darlingham, Gloucestershire, y ninguno de sus seis hijos (dos murieron en la infancia) ocasionó a sus padres el menor disgusto. Y si ahora Agnes se viera mezclada en un asunto así, su papá y su mamá morirían de pena, porque siempre llevaron la frente muy alta y nunca tuvieron nada que ver con la Policía.

Después que lo hubo repetido, da capo varias veces, Agnes se atrevió a exponer el motivo de la entrevista.

—No quise decirle nada a Miss Morley por temor a que me dijera por qué no lo expuse antes; pero la cocinera y yo vimos que no era cosa nuestra, puesto que leímos en el periódico que nuestro amo se había equivocado al poner una inyección, matándose luego con la pistola que encontraron en su mano, y todo eso; así que todo estaba claro, ¿verdad?

—¿Cuándo pensó que no era así? —Poirot esperaba acercarse a la revelación prometida, aunque sin preguntar directamente.

Agnes respondió con prontitud.

—Al leer en los periódicos lo de Francis Carter…, el novio de Miss Nevill. Al ver que había disparado contra ese caballero, de quien era jardinero, pensé que pudiera estar loco, porque yo sé que hay gente así, creen que los persiguen, que los rodean los enemigos y al final resulta peligroso tenerlos en casa y hay que llevarlos al manicomio. Y pensé que Francis Carter era de esos, porque recordé que siempre decía que Mister Morley estaba contra él y quería separarle de Miss Nevill, aunque nunca oyó una palabra contra él, y con razón, porque Enmma y yo no podemos negar que Mister Carter es bien parecido y muy caballero. Aunque, claro, no pensamos que fuese a hacer nada a Mister Morley. Solo lo encontramos un poco raro, ¿me comprende?

Poirot dijo con paciencia:

—¿Qué es lo raro?

—Fue aquella mañana, señor; la mañana en que Mister Morley se suicidó. No me atrevía a bajar por el correo. El cartero ya había venido, pero Alfred no subió las cartas, lo que nunca hacía, a menos que hubiera alguna para la señorita o Mister Morley; pero si eran para mí o para Emma, no se molestaba en subirlas hasta la hora de comer. Así que salí al pasillo y miré por el rellano de la escalera. Miss Morley no quiere que bajemos durante las horas de trabajo, pero pensé que pudiera ser que viese a Alfred al subir con un paciente de Mister Morley y llamarle cuando regresara.

Agnes se detuvo para tomar aliento.

—Y entonces fue cuando le vi…, me refiero a ese Francis Carter. Estaba en mitad de la escalera, o sea más arriba del piso de mi amo. Y aguardaba en pie mirando abajo, y empecé a pensar más y más que aquello era algo raro. Parecía escuchar atentamente, ¿me comprende?

—¿Qué hora era?

—Serían las doce y media, señor. Y mientras pensaba: «Aquí está ese joven, y Miss Nevill ha ido a pasar el día fuera y no va a gustarle», me preguntaba si debía bajar a decírselo, porque me figuré que ese tonto de Alfred se habría olvidado; de otro modo no la estaría esperando, y cuando yo no sabía qué hacer, Mister Carter pareció tomar una determinación, y bajando rápidamente la escalera se fue por el pasillo que conduce a la clínica de mi señor, y me dije: «Esto no va a parecerle bien a mi amo». Entonces Emma me llamó preguntándome qué hacía, y subí. Luego, supe que Mister Morley se había suicidado, y, claro, me asusté tanto que me olvidé de todo. Pero más tarde, cuando se hubo marchado el inspector de Policía, le dije a Emma que no había dicho que Francis Carter estuvo con él aquella mañana, y ella creyó que debieran saberlo, pero de todos modos me pareció mejor esperar un poco, y ella estuvo de acuerdo, porque ninguna de las dos queríamos complicar a Carter, de poder evitarlo. Y cuando en el proceso se descubrió que el señor se había equivocado al administrar una droga y presa de pánico puso fin a su vida, todo perfectamente natural…; bueno, entonces no hubo ocasión de decirlo. Pero al leer en el periódico lo de hace dos días…, me dio la oportunidad y me dije: «¿Y si fuese de esos chiflados que van por ahí disparando contra la gente porque se creen perseguidos? Puede que al fin y al cabo disparase contra mi amo».

Sus ojos, ansiosos y asustados, miraron esperanzados a Hércules Poirot, que puso toda la firmeza que pudo en su voz al decir:

—Esté completamente segura de que ha hecho muy bien al contármelo, Agnes.

—Debo confesar que me quito un peso de encima, ¿sabe? No dejaba de repetirme que debía decirlo, y, claro, como no quería verme mezclada con la Policía por lo que diría mi madre… Ha sido siempre tan especial…

—Ya, ya —dijo el detective, ya harto.

Había oído hablar de la madre de Agnes todo lo que podía soportar por aquella tarde.

2

Poirot llegó a Scotland Yard, preguntando por Japp, y una vez fue introducido en su despacho, dijo:

—Quiero ver a Carter.

—¿Qué se le ocurre ahora? —dijo Japp, mirándole de reojo.

—¿Es que no quiere?

Japp se encogió de hombros.

—¡Oh! Yo no soy quién para impedirlo. No serviría de nada. ¿Quién es aquí el niño mimado? Usted. ¿Quién se ha metido el Ministerio en el bolsillo? Usted, silenciando sus escándalos.

La mente de Poirot recordó por unos momentos el caso que dio en llamar Los establos de Augías[10], y murmuró con satisfacción:

—Fue ingenioso, ¿eh? Tiene que reconocerlo. Digamos, bien planeado.

—¡Nadie sino usted habría pensado una cosa así! Algunas veces, Poirot, pienso que no tiene usted escrúpulos.

El rostro del detective se puso repentinamente serio.

—Eso no es cierto.

—¡Oh, está bien, no quise decir eso! Pero está tan satisfecho de su condenada ingenuidad. ¿Para qué quiere ver a Carter? ¿Para preguntarle si fue él quien mató a Morley?

Ante el asombro de Japp, Poirot movió la cabeza afirmando.

—Sí, mi amigo; esa es precisamente la razón.

—¿Y supongo que cree que se lo dirá?

Japp sonreía, pero Hércules Poirot permaneció serio.

—Puede que me conteste… que sí.

—¿Sabe una cosa? Hace mucho tiempo que le conozco… ¿Veinte años? Más o menos. Y aún no sé adonde quiere ir a parar. Sé que le preocupa Francis Carter. Por alguna razón no quiere que sea culpable.

—No. No. Está usted equivocado —dijo Hércules Poirot, meviendo la cabeza con energía—. Hay otra razón…

—Creí que, a lo mejor, era por esa… rubita. En cierto modo es usted un sentimental…

—No soy yo el sentimental —Poirot se indignó—. ¡Ese es un defecto inglés! Es Inglaterra la que llora por los jóvenes enamorados, madres fallecidas y niños infelices. Yo soy lógico. Si Francis Carter es un asesino, no seré lo bastante sentimental como para desear que se una en matrimonio a una joven bonita, pero vulgar, que si le ahorcaran le olvidaría al cabo de uno o dos años por cualquier otro.

—Entonces, ¿por qué no quiere creer en su culpabilidad?

—Yo sí quiero.

—¿Es que ha encontrado algo que pruebe su inocencia? ¿Por qué esconderlo entonces? Debe jugar noblemente con nosotros, Poirot.

—Yo soy leal con usted. Muy en breve le daré el nombre y la dirección de un testigo que será definitivo. Su evidencia hará que no tenga escapatoria.

—Pero entonces, ¡oh!, me estoy armando un lío. ¿Por qué tiene tanto afán por verle?

—Para mi satisfacción —repuso el detective.

Y no le pudo sacar más.

3

Francis Carter, pálido, ojeroso, pero con ganas de fanfarronear, recibió a su inesperado visitante con declarado disgusto.

—¿Es usted, hombrecillo extranjero? ¿Qué es lo que quiere?

—Verle y charlar con usted.

—Pues ya me ve, pero no quiero charlar y menos sin mi abogado. Esto es legal, ¿verdad? Tengo derecho a no hablar a no ser en presencia de mi defensor.

—Cierto. Puede enviar a buscarle…, pero preferiría que no lo hiciese.

—Ya. Cree que voy a dejarme coger en la trampa haciendo concesiones peligrosas.

—Recuerde que estamos solos.

—Eso no es lo corriente. ¿A que tiene a sus agentes escuchando?

—Se equivoca. Esta entrevista es privada.

Francis Carter soltó la carcajada. Pero no parecía hallarse muy a gusto. Dijo:

—¡Vamos! ¡No va a engañarme con ese cuento!

—¿Recuerda a una muchacha llamada Agnes Fletcher?

—Nunca oí ese nombre.

—Creo que la recordará, aunque no se haya fijado mucho en ella. Es la doncella del número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota.

—Y bien, ¿qué?

Hércules Poirot dijo, despacio:

—La mañana en que Morley fue asesinado, la muchacha estaba mirando, por casualidad, desde la barandilla del piso alto, y le vio parado en la escalera, escuchando o aguardando, hasta que se dirigió a la clínica de Mister Morley. La hora era de las doce y veintiséis en adelante.

Francis Carter se puso a temblar. Su frente se perló de sudor y su mirada, más huidiza que nunca, vagaba de un lado a otro.

—¡Es mentira! ¡Es mentira! Usted le ha pagado…, o la Policía, para que diga que me vio.

—A esa hora, según usted, había salido de la casa y paseaba por la calle Marylebone.

—Y allí estaba. Esa chica miente. No pudo haberme visto. Es un juego sucio. Si fuese verdad, ¿por qué no lo dijo antes?

—Se lo dijo a su amiga y colega, la cocinera. Estaban preocupadas y aturdidas y no supieron qué hacer. Cuando se enteraron del veredicto de suicidio decidieron, aliviadas, que ya no era necesario decir nada.

—No creo ni una palabra. Estarían de acuerdo. Vaya un par de farsantes y…

Les dedicó unos cuantos improperios.

Hércules Poirot aguardó y, cuando se hubo calmado, dijo con voz lenta y mesurada:

—El enfurecerse no le servirá de nada. Esas muchachas lo contarán y las creerán, porque dicen la verdad. Agnes Fletcher le vio. Estuvo en la escalera en aquellos momentos y usted no había salido de la casa. Y usted entró en el gabinete de Mister Morley —hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Qué pasó entonces?

—¡Le digo que es mentira!

Hércules Poirot sintióse cansado…, viejo. No le agradaba Francis Carter. Según su opinión era un matón, mentiroso, estafador… El tipo de hombre que estorba en el mundo. Él, Hércules Poirot, si dejaba que aquel joven persistiera en sus falsedades, la Humanidad no se vería libre de uno de sus peores miembros. Pero… le dijo:

—¿Por qué no me dice la verdad?

Comprendía a Francis Carter. Era un estúpido, pero no tanto como para no ver que su única solución era seguir negando. Si confesaba por un solo momento que entró en el gabinete a las doce, y veintiséis, habría dado un paso más hacia la muerte. Porque después todo lo que dijese sería considerado falso…

Si le dejaba persistir en su negativa, su tarea habría concluido. Francis Carter sería ahorcado como asesino de Henry Morley… y pudiera ser que justamente.

Solo tenía que ponerse en pie y marcharse.

—¡Es mentira! —repitió Francis Carter.

Se hizo un silencio. Hércules Poirot no se levantó ni se marchó. Hubiese querido hacerlo…, pero se quedó e, inclinándose hacia adelante, puso en su voz toda la fuerza de su poderosa personalidad.

—No le engaño. Le pido que me crea. Si no ha matado a Morley, su única esperanza es contarme la verdad de lo sucedido aquella mañana.

Su rostro mezquino se alzó para mirarle indeciso. Se mordió los labios mientras sus ojos vagaban de un lado a otro como los de un animal aterrorizado. Y de pronto, sugestionado por la personalidad del detective, reaccionó.

—Está bien, se lo diré. ¡Dios le castigue si me engaña ahora! Fui allí, subí la escalera y aguardé hasta asegurarme de que estaba solo. Entró y salió un hombre gordo. Estaba a punto de decidirme a bajar cuando salió otra persona del gabinete de Morley. Había que obrar aprisa. Bajé y entré sin llamar. Tenía pensado lo que iba a decirle: que por qué molestaba a mi novia y la predisponía contra mí… ¡Maldito!…

—¿Y luego? —dijo Hércules Poirot, y su voz seguía siendo apremiante.

—Y le vi tendido allí… muerto. Es cierto, ¡le juro que es verdad! En la posición qué dijeron en el proceso. Al principio no quise creerlo y me acerqué a él. Pero estaba muerto. Su mano estaba fría como una piedra, y vi el agujero de la bala en la sien con un círculo de sangre seca…

El recuerdo hizo perlar de sudor su frente.

—Entonces comprendí que estaba en un apuro. Dirían que lo hice yo. No había tocado más que su mano y el pomo de la puerta. Los limpié con mi pañuelo y salí. Bajé la escalera tan aprisa como pude. No encontré a nadie en el vestíbulo y abandoné la casa no sabe usted en qué estado de ánimo.

Hizo Una pausa para mirar asustado a Poirot.

—Esa es la verdad. Le juro que es la verdad… Ya estaba muerto… ¡Tiene que creerme!

Poirot levantóse y dijo con voz cansada:

—Le creo —y se dirigió a la puerta.

—Me ahorcarán —gritó Francis Carter—, me ahorcarán si saben que estuve allí.

—Por haberme dicho la verdad se ha salvado de la horca.

—No sé. Dirán…

Poirot le interrumpió:

—Su relato ha confirmado mi teoría. Deje este asunto en mis manos.

Y salió. No estaba satisfecho.

4

A las seis cuarenta y cinco llegó a casa de Mister Barnes, en Ealing. Recordó que era buena hora para visitarle.

Mister Barnes hallábase trabajando en el jardín, y le dijo a modo de saludo:

—Necesitamos lluvia, Mister Poirot…, y con urgencia —le miró pensativo—. No tiene usted buen aspecto, Mister Poirot.

—A veces no me gusta mi trabajo.

—Lo comprendo.

Mister Barnes asintió con simpatía.

Hércules Poirot contempló el esmerado arreglo de los arriates.

—Este jardín está muy bien ideado y calculado. Es pequeño, pero simétrico.

—Cuando se tiene poco espacio, hay que sacar el mejor partido posible. No pueden cometerse errores en la distribución.

El detective asintió. Mister Barnes seguía diciendo:

—Veo que ya encontró a su hombre.

—¿Francis Carter?

—Sí. Estoy bastante sorprendido.

—¿No pensó que pudiera ser un asesino privado, por decirlo así?

—No, con franqueza. Estaban mezclados Amberiotis y Alistair Blunt, estaba seguro de que era algún plan de espionaje o contraespionaje.

—Ese es el punto de vista de que me habló en mi primera visita.

—Sí. Entonces estaba seguro.

Poirot le contestó pausadamente:

—Pero equivocado.

—Sí. No me lo repita. Eso me sucede por mi propia experiencia. Siempre me vi envuelto en estos asuntos y estoy predispuesto a verlos por todas partes.

—¿Ha observado a un prestidigitador cuando ofrece una carta y le hace tomar la que él quiere? Eso se llama forzar una carta.

—Sí.

—Eso es lo que ha pasado. Cada vez que pensábamos en algún motivo de la muerte de Morley, ¡presto la carta aparecía! Amberiotis, Alistair Blunt, el actual estado de la política territorial… —se encogió de hombros—. Y usted ha sido quien más me ha despistado.

—¡Oh Poirot, lo siento! Creo que tiene razón.

—Usted estaba en condiciones de saber. Sus palabras tenían mucho peso.

—Yo… creía lo que le dije. Esa es la única disculpa que puedo darle… —hizo una pausa para suspirar—. ¿Y fue todo por un mero motivo de índole particular?

—Exacto. He tardado mucho tiempo en conocer el móvil del crimen…, aunque tuve mala suerte.

—¿Sí? ¿Cómo fue?

—Un fragmento de una conversación. Muy significativa, si hubiese tenido el instinto de comprenderla entonces.

Mister Barnes se rascó la nariz para limpiarse una mota de tierra.

—Es muy Misterioso.

Poirot volvió a encogerse de hombros.

—Quizá. Usted tampoco fue muy franco conmigo.

—¿Yo?

—Sí.

—Mi querido amigo, yo no tenía la menor idea de la culpabilidad de Carter. Lo único que sabía era que salió de la casa mucho antes que Morley fuera asesinado. Supongo que no era cierto, ¿verdad?

—Carter estaba en la casa a las doce y veinticinco y vio al asesino —dijo Poirot.

—Así que Carter no…

—Le digo que Carter vio al asesino.

—¿Le…, le reconoció?

El detective movió la cabeza lentamente.