Nine, ten, a good fat hen[5]
1
Al salir de la vista del proceso, Japp dijo en tono jovial a Poirot:
—¡Buen trabajo!…, pero ya sabe que yo tampoco estaba satisfecho con el cadáver. No se golpea el rostro de una muerta por placer. Es algo desagradable, y estaba bien claro que fue hecho por algún motivo. Y solo existe uno: para encubrir su identidad —y añadió con generosidad—: Pero yo no hubiese caído tan pronto.
—Y eso que las características eran las mismas —dijo Poirot con una sonrisa—. Mistress Chapman era elegante, atractiva y vestía a la última moda. Miss Sainsbury Seale era descuidada y no usaba colorete ni rouge. Pero las dos eran cuarentonas, recias y de la misma estatura y constitución, y ambas se teñían el pelo de rubio.
—Sí, claro, visto así; pero tiene que admitir una cosa…, la rubia Mabel no fue sincera con nosotros. Hubiese jurado que era una buena persona.
—Pero ¡si lo era, amigo mío! Conocemos toda su vida pasada.
—Ignorábamos que fuese capaz de cometer un asesinato. Y ahora resulta que Sylvia no mató a Mabel, sino que fue Mabel quien asesinó a Sylvia.
Hércules Poirot movió la cabeza preocupado. Le costaba reconocer a Mabelle Sainsbury Seale como asesina. En sus oídos aún resonaba la vocecilla irónica de Mister Barnes: «Busque entre la gente respetable». Mabelle Sainsbury Seale evidentemente lo fue.
—Voy a terminar este caso, Poirot —dijo Japp, con énfasis—. Esta mujer no volverá a engañarme.
2
Al día siguiente Japp le llamó por teléfono. Su voz tenía un tono curioso.
—Poirot, ¿quiere saber unas cuantas novedades? Se acabó, muchacho, se acabó.
—Pardon. La línea no está quizá bien conectada. No entiendo bien.
—Se acabó, muchacho, ¡se acabó! ¡Vaya un día! ¡Ya podemos cruzarnos de brazos!
Poirot, sorprendido, captó la amargura de su voz.
—¿Qué se acabó?
—Las pesquisas. La alarma. La publicidad. Todos esos ardides.
—Todavía no lo entiendo.
—Bien; escuche, escuche con atención, porque no puedo mencionar nombres. ¿Sabe lo que andamos buscando? ¿Sabe que estábamos barriendo el país en busca de un bicho comediante?
—Sí, sí. Ahora comprendo.
—Pues bien. Se da por terminado. Tenemos orden de que no se hable más de ello, que se olvide. ¿Me entiende ahora?
—Sí, sí; pero ¿por qué?
—Orden del maldito Ministerio de Negocios Exteriores.
—¡Es extraordinario!
—Sí, sucede pocas veces.
—¿Por qué harán eso con la señorita…, con ese bicho comediante?
—No les importa un comino. Es por la publicidad… Si se llega a un proceso podría salir a relucir A. C: el cadáver. ¡Ahí está el Misterio! No conviene que su esposo…, Mister A. C… ¿Me comprende?
—Sí, sí.
—Estará en algún lugar estratégico por el extranjero y no querrán que se sospeche de él. ¡Vaya usted a saber qué hay tras todo esto!
—¡Pchs!
—¿Qué ha dicho?
—Nada, mon ami, ha sido una exclamación.
—¡Ah! Creí que estaba acatarrado. Dejando escapar a esta dama lo veo todo negro.
—No se escapará —dijo Poirot sin alzar la voz.
—¡Le digo que tenemos las manos atadas!
—Las suyas, quizá; las mías, no.
—¡Mi buen Poirot! Luego, ¿piensa continuar?
—Mais, oui, hasta la muerte.
—Bueno, pero no deje que sea su muerte. Si este asunto continúa como empezó, es probable que le manden por correo una tarántula envenenada.
Al colgar el receptor se dijo: «¿Por qué habré empleado esa frase melodramática “Hasta la muerte”? Vraiment, eso es absurdo».
3
La carta llegó en el correo de la tarde, escrita a máquina a excepción de la firma.
Mister Poirot:
Le estaré muy agradecido si viene a verme mañana. Tengo que hacerle un encargo. ¿Qué le parece a las doce y media en mi casa de Chelsea? Si no le va bien, telefonee a mi secretario y quede de acuerdo con él para otro día. Le ruego disculpe esta carta tan corta.
Suyo afectísimo,
Alistair Blunt
Poirot se disponía a leer la misiva por segunda vez cuando sonó el teléfono.
Hércules se preciaba de adivinar por el sonido del timbre la condición de la llamada.
En esta ocasión estaba seguro de que era muy significativa. No sería un número equivocado…, ni ninguno de sus amigos.
Se levantó para descolgar el auricular. Dijo con su voz amable de acento extranjero:
—¿Diga?
Una voz anónima preguntó:
—¿Qué número tiene usted, por favor?
—El siete mil doscientos setenta y dos, de Whitehall.
Se hizo un silencio y luego habló otra voz de mujer.
—¿Mister Poirot?
—Sí.
—¿Mister Hércules Poirot?
—Sí, yo soy.
—Mister Poirot, usted ha recibido, o está a punto de recibir una carta.
—¿Con quién hablo?
—No es necesario que lo sepa.
—Muy bien. Esta tarde he recibido ocho cartas y tres recibos, madame.
—Luego ya sabe a qué carta me refiero. Será mejor que renuncie al encargo que se le ha anunciado, Mister Poirot.
—Madame, eso debo decirlo yo.
—Le estoy advirtiendo, Mister Poirot —dijo la voz con frialdad—, que no toleraremos su intervención. No se mezcle en este asunto.
—¿Y si no hago caso?
—Entonces daremos los pasos necesarios para que no haya que temer su intervención en lo sucesivo…
—Eso es una amenaza, madame.
—Solo le pedimos que sea razonable… por su propio bien.
—¡Es usted muy magnánima!
—Usted no puede alterar el curso de los acontecimientos. ¡No se meta en lo que no es de su incumbencia! ¿Comprende?
—¡Oh, sí, comprendo! Pero considere que la muerte de Mister Morley sí es de mi incumbencia.
—La muerte de Morley fue solo un accidente —dijo la voz—. Se interpuso en nuestros planes.
—Era un ser humano, madame, y murió antes que sonara su hora.
—No tiene importancia.
Poirot habló despacio, pero amenazador:
—Se equivoca.
—Fue culpa suya. No quiso ser razonable.
—Yo también renuncio a serlo.
—Entonces es usted tonto.
Y se oyó cómo colgaban el receptor.
Poirot preguntó: «¿Diga?», y al no obtener respuesta colgó a su vez. No se tomó la molestia de preguntar a la central desde dónde fue hecha la llamada. Con seguridad, desde un teléfono público.
Lo que le desconcertaba era el hecho de que había oído aquella voz en alguna parte. Trató de recordar inútilmente. ¿Sería la voz de Miss Sainsbury Seale?
Según recordaba, la de Mabelle era aguda, algo afectada y de dicción bastante exagerada. Esta otra era distinta…, aunque podía ser que Miss Sainsbury Seale la hubiese desfigurado. Después de todo, en sus buenos tiempos fue actriz y podía cambiar la voz con bastante facilidad. Su timbre era tan distinto, según su memoria.
Mas esta explicación no le satisfizo. No. Le recordaba la voz de otra persona. No muy conocida, pero que estaba seguro había oído una o dos veces.
«¿Por qué —se preguntaba— se ha molestado en llamar para amenazarme? ¿Es que creyeron que me detendrían sus amenazas? Por lo visto, sí. ¡Qué malos psicólogos!».
4
Los periódicos de la mañana trajeron noticias sensacionales. Habían disparado contra el primer ministro cuando salía con un amigo del número 10 de la calle Downing la tarde anterior. Afortunadamente, la bala pasó rozándole. El autor del hecho, un indio, había sido detenido.
Después de leerlos, Poirot tomó un taxi hasta Scotland Yard, siendo introducido en el despacho de Japp, que le recibió con los brazos abiertos.
—¡Vaya, las noticias le han traído aquí! ¿Ha mencionado algún periódico quién es «el amigo» que estaba con el primer ministro?
—No. ¿Quién es?
—Alistair Blunt.
—¿De veras?
—Y —prosiguió Japp— tenemos razones para creer que la bala iba dirigida a él y no al primer ministro. Es decir, a no ser que el indio fuese peor tirador de lo que es.
—¿Quién es?
—Un loco estudiante hindú. Medio desnudo, como van ellos. No fue cosa suya. Le indujeron a hacerlo. Su captura dio algo de trabajo. Ya sabe que siempre hay un grupo de gente frente al número diez de esa calle. Cuando sonó el disparo, un joven americano agarró a un hombrecillo barbudo diciendo a la Policía que había sido él. Mientras tanto el indio los contemplaba tranquilamente…, pero uno de los nuestros le había visto y le capturó.
—¿Quien es ese americano? —preguntó Poirot con interés.
—Un joven llamado Raikes. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Poirot respondió:
—Howard Raikes se hospeda en el hotel Holborn Palace.
—Sí, es verdad. ¿Quién?… ¡Ah, claro! Por eso me sonaba el nombre. Es el paciente que salió corriendo de casa de Morley cuando este se suicidó.
Hizo una pausa.
—¡Este asunto va tomando incremento! ¿Aún sigue teniendo ideas sobre esto, Poirot?
—Sí, aún las tengo —repuso el detective gravemente.
5
En la Casa Gótica, Poirot fue recibido por el secretario del banquero, un joven alto y muy educado.
—Lo siento mucho, Mister Poirot, y también Mister Blunt. Pero ha tenido que ir a la calle Downing a causa del lamentable incidente de anoche. He llamado a su piso, pero usted ya había salido.
El joven continuó con rapidez:
—Mister Blunt le ruega acepte pasar el fin de semana en su finca de Kent. Ya sabe: en Exsham. De ir, pasaría a buscarle en su coche mañana por la tarde.
Poirot vacilaba y el joven le convenció.
—Mister Blunt está deseando verle.
—Gracias. Dígale que acepto —dijo Poirot con una inclinación de cabeza.
—¡Magnífico! Mister Blunt estará encantado. ¿Le parece bien que le pase a recoger a eso de las seis menos cuarto? ¡Oh, buenos días, mistress Olivera!
La madre de Jane Olivera acababa de entrar. Iba vestida con elegancia, y un sombrero colocado en la frente ocultaba parte de su peinado muy soignée.
—¡Oh, Mister Selby! ¿Le ha dicho algo Mister Blunt sobre las sillas del jardín? Quería hablar con él anoche, porque nos vamos este fin de semana y…
Mistress Olivera reparó en el detective y se detuvo.
—¿Conoce a mistress Olivera, Mister Poirot?
—Ya he tenido el placer de conocerla —y se inclinó.
—¡Oh! ¿Cómo está usted? —repuso mistress Olivera—. Mister Selby, ya sé que Alistair Blunt es un hombre demasiado ocupado y que no da importancia a estos detalles domésticos.
—No se preocupe —le dijo el eficiente Mister Selby—. Me habló de ello y telefoneé a Mister Deevers.
—Bien, eso me quita un peso de encima. Ahora, Mister Selby, si usted quisiera decirme…
Mistress Olivera siguió charlando. Según Poirot, se parecía bastante a una gallina. ¡Una gallina grande y gorda! Parloteando se acercaba a la puerta.
—… ¿y está usted seguro de que estaremos solos este fin de semana?
—¡Hum! —Mister Selby carraspeó— Mister Poirot viene también.
Mistress Olivera se detuvo y miró a Poirot con manifiesto desagrado.
—¿Es verdad eso?
—Mister Blunt ha tenido la amabilidad de invitarme —dijo Poirot.
—¡Qué extraño! Usted me perdonará, Mister Poirot; pero Mister Blunt me dijo que deseaba pasar este fin de semana tranquilo y en familia.
—Mister Blunt tiene grandes deseos de que venga Mister Poirot —dijo Selby con firmeza.
—¡Oh! ¿De veras? No me dijo nada.
Se abrió la puerta y Jane preguntó, impaciente:
—¿Vienes, mamá? ¡Nuestra cita es a la una y cuarto!
—Ya voy, Jane. No seas impaciente.
—Bueno, apresúrate, por lo que más quieras… ¡Hola, Mister Poirot!
De pronto se puso seria y angustiada.
—Mister Poirot viene a Exsham con nosotros a pasar el fin de semana —dijo la madre con frialdad.
—¡Ah, ya!
Jane Olivera dejó paso a su madre, pero antes de seguirla se volvió.
—¡Mister Poirot!
Era un mandato. Poirot se aproximó a ella, que le habló en voz baja.
—¿Viene usted a Exsham? ¿Por qué?
El detective encogióse de hombros.
—Ha sido idea de su tío.
Jane dijo:
—Pero él no puede… No puede… ¿Cuándo le invitó? ¡Oh, no hay necesidad de…!
—¡Jane!
Su madre la llamaba desde el vestíbulo, y Jane se apresuró a susurrar:
—¡Quédese! No vaya, por favor.
Y se fue. Poirot las oyó discutir.
«No voy a tolerar esos modales, Jane. Tomaré mis medidas para que no te mezcles en esto…».
—Entonces, un poco antes de las seis —le decía el secretario—, Mister Poirot.
Poirot hizo un gesto mecánico de asentimiento. Estaba inmóvil como quien acaba de ver un fantasma. Pero fue su oído y no su vista lo que le impresionó. Las dos frases que llegaron hasta él eran bastante parecidas a las que oyera por teléfono, y ahora ya sabía por qué la voz le era familiar.
Al salir a la luz del sol se preguntó: «¿Mistress Olivera?». Pero eso era imposible. No pudo ser ella quien le hablara por teléfono.
«Una mujer insustancial, egoísta, avara. ¿Cómo acababa de calificarla interiormente? ¿Gallina gorda? C’est ridicule! —dijose el detective—. Mis oídos debieron de engañarme, y, sin embargo…».
6
El Rolls llegó puntualmente, poco antes de las seis, para recoger a Poirot. Los únicos ocupantes eran Alistair Blunt y su secretario. Por lo visto, mistress Olivera y Jane se fueron más temprano en otro coche.
El viaje transcurrió sin incidentes, Blunt habló casi exclusivamente de su jardín y de la próxima exposición de horticultura.
Poirot le dijo que celebraba hubiese escapado de la muerte, a lo que Blunt repuso:
—¡Oh, eso…! No creo que el muchacho disparase contra mí. De todas formas, no tiene la más remota idea de cómo se hace. Es uno de esos estudiantes medio locos. No tienen picardía. Creen que un disparo contra el primer ministro puede cambiar el curso de la Historia. Es una verdadera lástima.
—Debe de haber sufrido otros atentados, ¿verdad?
—Parece melodrama —repuso Blunt con un ligero respingo—. No hace mucho me enviaron una bomba por correo. No estalló. Si esos jóvenes no son capaces de inventar un explosivo más eficaz, ¿qué clase de negocios esperan realizar? Siempre son los mismos tipos…, cabellos largos, idealistas de mentalidad corta sin un ápice de cultura. Yo no soy inteligente…, ni nunca lo fui…, pero sé leer y escribir y conozco la aritmética. ¿Comprende lo que quiero significar?
—Creo que sí, pero expliqúese mejor.
—Pues bien: si leo algo escrito, entiendo lo que dice…, no le hablo de cosas complicadas, fórmulas o filosofía…, sino del inglés comercial…, que muchos desconocen. Si quiero escribir, escribo lo que deseo (he descubierto que no todas las personas pueden). Y, como ya le he dicho, sé aritmética. Si Juan tiene ocho plátanos y Pedro le quita diez, ¿cuántos plátanos le quedan a Juan? Esta es la clase de resta que la gente cree de solución sencilla. No admiten, primero, que Pedro no puede quitarle diez plátanos, y segundo, que no puede sobrar ninguno.
—Y convierten la solución en un juego de ilusión.
—Exacto. Los políticos son así. Pero yo siempre he procurado conservar el sentido común. Bueno, no debo hablar de mi profesión. Es una mala costumbre. Además, me gusta no pensar en los negocios cuando salgo de Londres. Me gustaría conocer alguna de sus aventuras. Leo muchas historias emocionantes detectivescas, ¿cree usted que ocurren en la vida real?
La conversación versó durante el resto del viaje sobre los casos más espectaculares de Hércules Poirot. Alistair Blunt le escuchó como un colegial ávido de detalles.
Este ambiente de cordialidad se heló al llegara Exsham, donde mistress Olivera les dispensó un frío recibimiento. Hizo caso omiso de Poirot, dirigiéndose exclusivamente a su anfitrión y a Mister Selby.
Este último acompañó al detective a su habitación.
La casa era muy bonita, no demasiado grande, pero amueblada según el estilo que Poirot observó en Londres. Todo era bueno, aunque sencillo. El servicio, admirable. La cocina, inglesa, no europea…, los manjares y los vinos encantaron al detective. Un consomé perfecto, lenguado a la parrilla, costillas de cordero con guisantes y fresas con nata.
Poirot estaba tan a gusto entre tantas atenciones, que apenas reparó en la frialdad de mistress Olivera ni en los bruscos modales de su hija, Jane. Por lo visto, le demostraba su hostilidad. Al final de la comida Poirot preguntóse el porqué.
—¿Helen no cena con nosotros esta noche? —preguntó Blunt, tras observar a los comensales con curiosidad.
Los labios de mistress Olivera se unieron hasta formar una delgada línea.
—La pobre Helen se ha cansado demasiado en el jardín. Le he dicho que sería mejor que no se vistiera para la cena y se acostara. En seguida me obedeció.
—¡Ah, ya! —Blunt pareció extrañado—. Creí que los fines de semana serían una distracción para ella.
—¡Helen es tan sencilla! Le gusta acostarse temprano —dijo mistress Olivera.
Cuando Poirot se reunió con las señoras en la sala, Blunt se había retirado a conversar con su secretario y Jane Olivera decía:
—A tío Alistair no le gusta que te portes tan fríamente con Helen Montressor, mamá.
—¡Qué tontería! —dijo mistress Olivera con energía—. Alistair es demasiado bueno con los parientes pobres… Es muy amable al dejarla disfrutar de balde de la casita, pero de eso a pensar que ha de participar en todas las reuniones… ¡Es absurdo! Solo es prima segunda. ¡No creo que Alistair tenga obligaciones con ella!
—Es orgullosa a su manera —dijo Jane—, y trabaja mucho en el jardín.
—Eso demuestra todo un carácter —dijo mistress Olivera—. Los escoceses son muy independientes y se los respeta por ello.
Se arrellanó cómodamente en el sofá, y sin advertir la presencia de Poirot añadió:
—Tráeme la revista Lov Dawn. Trae un artículo de Lois van Schuyler.
Alistair Blunt apareció bajo el dintel de la puerta.
—Mister Poirot, tenga la bondad de venir a mi habitación.
El santuario de Alistair Blunt era un cuarto rectangular situado en la parte posterior de la casa, cuyas ventanas daban al jardín; muy cómodo, con amplios butacones y canapés, y con cierto desorden que lo hacía muy acogedor.
No es necesario decir que Hércules Poirot hubiera preferido más simetría y orden.
Después de ofrecer un cigarro a su huésped y prender fuego a su pipa, Alistair Blunt pasó directamente a hablar de lo que le interesaba.
—Hay muchas cosas que no me satisfacen. Me estoy refiriendo a esa mujer, Sainsbury Seale. Por razones de su incumbencia, sin duda perfectamente justificadas, las autoridades han dejado de investigar. Yo no sé con exactitud quién es Albert Chapman ni lo que hace…; pero sea lo que sea es algo de vital importancia y es de esa clase de negocios que pueden conducirle a una situación embarazosa. No conozco los pros y los contras, pero el primer ministro dijo que no podía consentirse más publicidad y que cuanto antes lo olvidase el público, mejor. Eso está bien. Es la opinión oficial y saben lo que es necesario. Así es que la Policía tiene las manos atadas —se inclinó hacia adelante—. Pero yo quiero saber la verdad, Mister Poirot, y usted es el hombre que puede ayudarme. A usted no se lo impide el Gobierno.
—¿Qué quiere que yo haga, Mister Blunt?
—Quiero que encuentre a esa mujer.
—¿Viva o muerta?
—¿Cree usted posible que haya muerto? —Alistair Blunt enarcó las cejas.
Hércules Poirot permaneció en silencio unos instantes, y luego dijo, despacio y con energía:
—Si desea saber mi opinión…, solo es una simple opinión…, creo que sí, que está muerta.
—¿Por qué lo cree?
Hércules Poirot sonrió.
—Si no le pareciese una falta de sentido común, le diría que a causa de un par de medias que encontré en un cajón.
Blunt le miró con curiosidad.
—Es usted un hombre extraño, Mister Poirot.
—Sí, lo soy. Es decir, soy metódico, ordenado y lógico…, aunque no descarto los factores desconcertantes para formar mis teorías…, eso, por lo visto, es excepcional.
—He estado dándole vueltas al asunto en mi cabeza…, me cuesta bastante comprender las cosas… ¡Y todo es tan extraño! Me refiero al suicidio del dentista y luego a esa mistress Chapman enterrada en su propio arcón con la cara destrozada. ¡Qué horror! No puedo dejar de pensar que algo se esconde tras todo esto.
Poirot asintió. El millonario seguía diciendo:
—¿Y sabe usted?… Cuanto más lo pienso…, estoy seguro de que esa mujer no conoció nunca a mi esposa. Que fue solo un pretexto para hablar conmigo; pero ¿por qué? ¿Qué bien podía hacerle? Una limosna que ni siquiera era para ella, sino para una sociedad. Y, sin embargo, sigo pensando que fue un ardid para detenerme en la escalera de mi casa. ¡Fue tan oportuno! ¡Tan bien calculado! Pero ¿por qué? Eso es lo que no dejo de preguntarme. ¿Por qué?
—¿Por qué? También yo quisiera saberlo… y no puedo dar con ello.
—¿No tiene ninguna idea?
—Mis ideas son extremadamente infantiles. Quizá fue un ardid para que alguien pudiera verle con tranquilidad. Pero eso también es absurdo. Usted es un hombre conocido y es mucho más fácil decir: «Mira, es aquel que sale ahora de su casa».
—De todas formas, ¿para qué querían fijarse en mí?
—Mister Blunt, trate de recordar la mañana en que fue al dentista. ¿Notó algo raro en Mister Morley? ¿No recuerda nada que pudiera darnos una pista?
Alistair Blunt hizo un esfuerzo por recordar. Al cabo movió la cabeza.
—Lo siento. No recuerdo.
—¿Está usted seguro de que no mencionó a esa mujer…, Miss Sainsbury Seale?
—Seguro.
—¿Ni a la otra…, esa mistress Chapman?
—Tampoco, no me habló de nadie. Charlamos de flores, jardines, vacaciones…, nada más.
—¿No entró nadie en la habitación mientras estuvo usted allí?
—A ver…, no. Creo que no. En otras ocasiones recuerdo haber visto a una joven rubia. Pero aquel día no estaba. ¡Ah, sí! Entró otro dentista, ahora me acuerdo… un joven con acento irlandés.
—¿Y qué es lo que dijo o hizo?
—Solo le hizo un par de preguntas y salió. Morley fue muy conciso, porque solo le entretuvo un par de minutos.
—¿Y no recuerda más? ¿Nada en absoluto?
—No. Lo encontré muy natural.
—Yo también le encontré completamente normal.
Se hizo un silencio, y al fin Poirot habló:
—¿Y no recuerda a un joven que estaba en la sala de espera?
—Deje que piense —Alistair Blunt frunció el entrecejo—. Sí. Había un joven… bastante nervioso. Pero no le vi nada de particular. ¿Por qué?
—¿Le conocería si volviera a verle?
—Apenas me fijé en él.
—¿No intentó entablar conversación?
—No, no.
Blunt le miró con franca curiosidad.
—¿Quién es ese hombre?
—Su nombre es Howard Raikes.
Poirot esperó su reacción, pero no la hubo.
—¿Tengo que conocerle? ¿Le he visto en alguna parte?
—No. No lo creo. Es amigó de su sobrina, Miss Olivera.
—¡Ah, uno de los amigos de Jane!
—Me parece que su madre no aprueba esa amistad.
—No creo que eso haga mella en ella —dijo Alistair Blunt con indiferencia.
—Su madre reprueba esa amistad hasta el punto de que ha traído a su hija de los Estados Unidos con intención de apartarla de ese hombre.
—¡Ah! —el rostro de Blunt expresó inteligencia—. ¿Es ese muchacho?
—¡Ajá! Ahora parece más interesado.
—Creo que es un indeseable en todos aspectos, y está mezclado en muchas actividades subversivas.
—He sabido por su sobrina que fue a la calle Reina Carlota solo para verle.
—¿Para tratar de convencerme?
—Pues… no. Más bien creo que fue a ver si usted le agradaba.
—¡Qué cinismo! —dijo indignado el banquero.
Poirot se dignó sonreír.
—Parece ser que usted representa todo lo que él desaprueba.
—Él sí que pertenece a la clase de hombres que aborrezco. Se pasa el tiempo predicando en vez de dedicarse a un trabajo honrado.
Poirot guardó silencio durante unos instantes. Luego, añadió:
—¿Me perdona si le hago una pregunta muy personal e impertinente?
—Pregunte.
—En el caso de fallecer usted, ¿cuáles son las condiciones testamentarias?
—¿Para qué quiere saberlo?
—Porque es posible que tenga mucha importancia en este caso.
—¡Qué tontería!
—Puede ser que sí y puede ser que no.
—Creo que se está poniendo trágico, Poirot. No están tratando de asesinarme… ni nada parecido.
—Una bomba a la hora del desayuno…, un disparo en medio de la calle…
—¡Oh! Cualquier hombre que se desenvuelve en el mundo de los negocios está expuesto a estos atentados de algunos locos fanáticos.
—Pudiera ser alguien que no fuese ni loco ni fanático.
—¿Adonde quiere ir a parar?
—Sin más rodeos, quiero saber quién se beneficiaría de su muerte.
—Principalmente el hospital de San Eduardo. El de cancerosos y el Instituto Real de Ciegos.
—¡Ah!
—Además dejo una cantidad a mi sobrina Julia Olivera, otra equivalente, aunque en custodia, a su hija Jane, y otra similar a mi prima segunda, única parienta, Helen Montressor, que ha venido a menos y ocupa una casita de mi propiedad en esta localidad.
Hizo una pausa antes de añadir:
—Esto, Mister Poirot, es estrictamente confidencial.
—Desde luego, monsieur, desde luego.
Alistair Blunt prosiguió con sarcasmo:
—Supongo que no sugerirá que Julia o Jane Olivera o mi prima Helen Montressor están planeando mi muerte por cobrar mi dinero.
—No sugiero nada…, nada en absoluto.
—¿Y tomará el encargo que le he hecho?
—¿La búsqueda de Miss Sainsbury Seale? Sí, lo haré.
Alistair Blunt dijo de corazón:
—Buen muchacho.
7
Al abandonar la estancia, Poirot casi tropieza con una persona que estaba detrás de la puerta.
—Le ruego me perdone, mademoiselle.
Jane Olivera se hizo a un lado.
—¿Sabe lo que pienso de usted?
—Eh bien, mademoiselle?
No le dio tiempo a concluir. La pregunta fue hecha con intención de contestarla acto seguido.
—… Que es usted un espía. ¡Eso es lo que es! Un espía miserable y rastrero, que va metiendo cizaña.
—Le aseguro, mademoiselle…
—¡Sé lo que anda buscando! ¡Y las mentiras que cuenta! ¿Por qué no lo reconoce? Bien, voy a decirle una cosa: no descubrirá nada, absolutamente nada. ¡No hay nada que descubrir! Nadie va a tocar un pelo de la preciosa cabeza de mi tío Alistair. Está a salvo…, como siempre…; ¡presumido, próspero y lleno de vulgaridades! Es un inglés glotón sin pizca de imaginación.
Se detuvo y con su voz agradable y pastosa dijo con odio:
—¡Aborrezco su presencia…, detective bourgeois y sanguinario!
Y se alejó entre el revuelo de su vestido, un modelo de mucho precio.
Hércules Poirot quedó atusándose el bigote, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas.
El epíteto bourgeois le cuadraba muy bien. Su visión de la vida era esencialmente burguesa; pero empleado como epíteto por la exquisita Jane Olivera, le daba mucho que pensar.
Y pensativo dirigióse al salón.
Mistress Olivera, que estaba resolviendo problemas de ajedrez, dedicóle la más glacial de sus miradas y murmuró, distraída:
—Alfil blanco come a la reina negra.
Dolido, el detective se retiró.
«Cielos, parece que nadie me quiere», se dijo.
Y salió al jardín. Hacía una noche apacible y el perfume de madreselvas embalsamaba el ambiente. Poirot aspiró con fruición y echó a andar por un sendero bordeado de arbustos.
Al volver un recodo vio dos figuras que se separaban.
Le pareció haber interrumpido una escena amorosa, y se dispuso a volver sobre sus pasos. Incluso en aquel lugar estorbaba. Pasó ante la ventana de Alistair Blunt y le vio dictando a su secretario.
En definitiva, no había lugar para él, y subió a su cuarto.
Durante un rato fue considerando varios aspectos de la situación.
Debió de equivocarse al creer que la voz de la llamada telefónica fuese la de mistress Olivera. ¡Parecía una idea absurda!
Recordó las revelaciones de Mister Barnes sobre las Misteriosas andanzas de Q.X.912, alias Albert Chapman, y la mirada ansiosa y preocupada de Agnes, la doncella…
Siempre lo mismo…, la gente se reserva muchas cosas. Por lo general, sin importancia, pero a menos que salgan a relucir es imposible seguir una pista segura.
Y el peor obstáculo para ordenar y aclarar las cosas era el Misterio insoluble y contradictorio de Miss Sainsbury, Seale. Porque si los factores que había observado eran ciertos…, entonces nada tenía sentido.
—¿Es posible que me esté haciendo viejo?