Capítulo III

Five, six, pick up sticks[3]

1

Veinticuatro horas más tarde Japp telefoneaba a Poirot. Su tono era amargo.

—¡Ya está todo aclarado!

—¿Qué quiere decir, amigo mío?

—Que Morley se suicidó. Ya sabemos el motivo.

—¿Cuál fue?

—Acabo de recibir el informe del doctor acerca de la muerte de Amberiotis. No voy a repetirle las palabras técnicas, pero en lenguaje sencillo le diré que ha fallecido a consecuencia de una dosis abusiva de adrenalina y procaína. Le atacó el corazón y ha sufrido un colapso. Cuando anoche nos dijo que no se encontraba bien, el pobre diablo solo decía la verdad. Pues bien, en conclusión: adrenalina y procaína es la mezcla que los dentistas inyectan en las encías, anestesia local. Morley, por error, inyectó una dosis extraordinaria, y cuando se dio cuenta de lo que había hecho no fue capaz de arrostrar las consecuencias y se disparó un tiro.

—¿Con una pistola que no tenía? —preguntó Poirot.

—Pudiera ser que la tuviera. Los familiares no lo saben todo. Le sorprendería la de cosas que ignoran a veces.

—Eso sí es verdad.

—Bueno…, ya ve usted: es una explicación lógica de lo sucedido.

Poirot dijo:

—¿Pues sabe que no me satisface del todo? Es cierto que algunos pacientes reaccionan desfavorablemente ante esas anestesias. Es bien conocida la idiosincrasia de la adrenalina, que, combinada con procaína, produce efectos tóxicos, aun empleada en pequeñas dosis. Pero el doctor o el dentista que la hubiera empleado no acostumbra suicidarse.

—Sí, pero usted se refiere a los casos en que el empleo del anestésico sea normal. En esas circunstancias, el cirujano no tiene nada que reprocharse. Es la idiosincrasia del paciente la causa de su fallecimiento. Pero en este caso está bien claro que le administraron una dosis excesiva. Aún no se conoce la cantidad exacta (parece ser que esos análisis llevan mucho tiempo), pero es seguro que fue una dosis fuera de lo normal. Eso significa que Morley debió de equivocarse.

—Incluso en ese caso —dijo Poirot— sería un error y no un asunto criminal.

—Sí, pero ¿qué bien iba a hacerle en su profesión? Habría sido su ruina. Nadie visita a un dentista capaz de administrarle dosis mortales de veneno solo porque es un tanto distraído.

—Admito que hay algo de verdad.

—Esas cosas suceden a médicos…, farmacéuticos. Durante años son cuidadosos y de toda confianza, y luego, en un momento de distracción, el mal está hecho, y los pobres diablos pagan las consecuencias. Morley era hombre sensible. En el caso de un médico, siempre hay un farmacéutico o un preparador a quien echar la culpa, o con quien compartirla. En este caso, Morley era el único responsable.

—¿Y no habría dejado algún mensaje diciendo lo hecho, que no era capaz de afrontar las consecuencias, o algo por el estilo? ¿O unas palabras para su hermana?

—Tal como yo lo veo, no. Al darse cuenta de lo ocurrido, perdería el dominio de sus nervios y eso le hizo tomar el camino más corto.

Poirot no respondió.

Japp seguía hablando.

—Le conozco, viejo amigo. Una vez que usted mete las narices en un caso de muerte, quiere que sea asesinato. Confieso que esta vez he sido yo quien le ha metido en esto. Bueno, me equivoqué, lo confieso. Se acabaron las explicaciones.

—Yo sigo pensando que puede haber otra explicación.

—Y muchísimas. He pensado en ello, pero todas me parecen demasiado fantásticas. Supongamos que Amberiotis matase a Morley y una vez en su casa se suicidase presa de remordimientos utilizando drogas sustraídas de la clínica de Morley. Si esto le parece probable, yo lo considero increíble. En el Yard hemos encontrado un informe de Amberiotis muy interesante. Comenzó en Grecia con una casa de huéspedes reducida, y luego se mezcló en la política. Dedicóse al espionaje en Alemania y Francia…, con lo que hizo algo de dinero. Pero así no se hacía rico lo bastante aprisa, y se cree que llevaría a cabo algunos chantajes. No era persona escrupulosa nuestro Amberiotis. El año pasado estuvo en la India y les sacó dinero a los príncipes nativos con bastante desparpajo. Lo difícil era encontrar pruebas contra él. ¡Escurridizo como una anguila! Queda otra posibilidad. Que hubiese utilizado el chantaje con Morley, y este, aprovechando la ocasión, le inyectara adrenalina y procaína con la esperanza de que el veredicto fuese: «Accidente desgraciado» por idiosincrasia o algo por el estilo. Luego, una vez se hubo marchado su víctima, Morley, presa de remordimientos, se suicida. Eso es posible, pero no puedo imaginar a Morley como asesino consciente. No. Estoy casi seguro de que fue como dije primero: una lamentable equivocación cometida en una mañana de excesivo trabajo. Tendremos que dejarlo así, Poirot.

—Ya —dijo el detective con un suspiro—. Ya veo…

Japp añadió, con amabilidad:

—Sé lo que siente, viejo amigo; pero no puede tratarse siempre de un asesinato. Todo lo que puedo decir a modo de disculpa es la frase tan sabida: «¡Siento haberle molestado!». Adiós.

Y colgó el receptor.

2

Hércules Poirot hallábase sentado ante su moderno y elegante escritorio. Siempre le gustaron los muebles modernos. Prefería simplicidad y solidez a los contornos suaves de los modelos antiguos.

Ante él, una hoja de papel, y en ella escritos algunos nombres seguidos de comentarios.

En primer lugar:

Amberiotis. Espía. ¿Para qué vino a Inglaterra? El año pasado estuvo en la India durante un período de motines e intranquilidad. Pudiera ser un agente comunista.

Luego de un espacio, venía lo siguiente:

¿Frank Carter? Morley no le tenía en buen concepto. Recientemente fue despedido de su empleo. ¿Por qué?

Luego, tan solo un nombre entre interrogantes:

¿Howard Raikes?

Después una frase con admiración:

Pero ¡esto es absurdo!

Hércules Poirot piensa. En el exterior pasó un pájaro llevando paja en el pico para construir su nido. El detective semejaba bastante un pájaro, allí sentado con su cabeza de forma ovoidal ladeada.

Hizo otra anotación:

¿Mister Barnes?

Luego de una pausa escribió:

¿Clínica de Morley? Rastro sobre la alfombra. Posibilidades.

Consideró estos datos durante algún tiempo.

Al cabo, levantándose, pidió su sombrero y el bastón y salió a la calle.

3

Tres cuartos de hora más tarde Hércules Poirot asomaba por la estación del Metro de Ealing Broadway, y cinco minutos después llegó a su destino, el número 88 de Castlegardens Road.

Era una casa pequeña, y la pulcritud de su jardín hizo brotar una frase de elogio de Hércules Poirot:

—¡Admirable simetría! —murmuró.

Mister Barnes se hallaba en casa y el detective fue introducido en un reducido comedor. Le vemos en el momento en que entra Mister Barnes.

Este es un hombre de corta estatura, ojos chispeantes y bastante calvo. Miraba a su visitante por encima de sus lentes, mientras en su mano izquierda sostenía la tarjeta que Poirot diera a la doncella, diciéndole con su voz aguda, casi de falsete:

—¡Vaya, vaya! ¿Mister Poirot? Me honra usted,

—Debe perdonar que me presente tan de improviso.

—Es la mejor manera —dijo Mister Barnes—, y la hora también. A las siete menos cuarto, en esta época del año, sé encuentra siempre a la gente en casa. Siéntese, Mister Poirot. Sin duda tendremos de qué hablar acerca del número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota, ¿eh?

—Supone usted bien; pero ¿por qué cree que hemos de hablar sobre eso precisamente?

—Mi buen amigo —repuso Mister Barnes—, estoy retirado desde hace tiempo del Ministerio de la Gobernación, pero aún no me he enmohecido del todo. Donde hay algún negocio oculto es muchísimo mejor que no intervenga la Policía. ¡Llamaría la atención!

—Quiero hacerle otra pregunta. ¿Por qué supone que hay un negocio oculto?

—¿Y no es así? Pues bien: en mi opinión debería haberlo —inclinóse hacia adelante golpeando con sus lentes el brazo de su sillón—. En el Servicio Secreto no es el pececillo quien interesa, sino los peces gordos, pero para llegar a ellos es necesario no asustar a los pececillos.

—Me parece, Mister Barnes, que sabe usted más que yo.

—No sé nada en absoluto; solo ordeno los factores.

—¿Y uno de ellos es…?

—Amberiotis —fue la inmediata respuesta de Mister Barnes—. Olvida usted que estuve sentado frente a él en la sala de espera durante un par de minutos. Él no me conocía. Soy un ser insignificante, pero yo le conocía muy bien, y podría adivinar lo que vino a hacer aquí.

—¿Y qué es ello?

Mister Barnes parpadeó más que nunca.

—Somos muy cargantes en este país. Conservadores hasta la medula. Refunfuñamos siempre, pero no deseamos realmente cambiar nuestro gobierno democrático y probar nuevos experimentos. Eso es lo que descorazona a ese agitador extranjero que insiste una y otra vez. Desde su punto de vista, lo peor es que nuestra nación es solvente, casi como ninguna otra de Europa en la actualidad. Para trastornar a Inglaterra de verdad hay que desbaratar su economía, y para eso vino. No se puede mandar una economía al diablo cuando la dirige un hombre como Alistair Blunt.

Mister Barnes hizo una pausa antes de continuar:

—Blunt es el hombre que en su vida privada siempre paga sus cuentas religiosamente, vive dentro de lo que le permiten sus ingresos, lo mismo si gana dos peniques, o varios millones al año. Es de esos tipos. Y cree que una nación puede hacer igual. Nada de experimentos costosos, ni de gastos de posibles utopías. Por eso…, por eso ciertas personas han determinado que Blunt debe marcharse.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—Sí —le dijo Mister Barnes—, sé de lo que hablo. Existen varios tipos. Algunos muy agradables: cabellos largos, ojos ansiosos y llenos de ideales para un mundo mejor. Otros no tanto, más bien repugnantes, furtivos como ratoncillos con barbas y acento extranjero. Y otro grupo perteneciente al tipo camorrista. Pero todos tienen la misma idea: Blunt debe irse.

Recostóse en su silla y luego volvió a inclinarse hacia adelante.

—¡Barramos el antiguo régimen! A los Conservadores, Los Sin Corazón, Cabezas duras y a los suspicaces hombres de negocios. Ese es su lema. Quizá tengan razón. No lo sé, solo sé una cosa: se necesita algo que pueda sustituir al antiguo régimen. No que solo suene bien. No es necesario llegar a eso. Estamos hablando de factores concretos, no de teorías abstractas. Quite las vigas y el edificio se derrumbará. Blunt es uno de los puntales del actual estado de cosas.

Barnes proseguía:

Van tras Blunt. Lo sé. Y según mi opinión, ayer por la mañana casi le eliminan. Puedo equivocarme, pero ya se ha intentado antes. Me refiero al método empleado.

Hizo una pausa y luego, despacio, mencionó tres nombres. Un canciller del Tesoro muy hábil, un fabricante inteligente y próspero y un prometedor joven político que ganó las simpatías del público. El primero murió en la mesa de operaciones; el segundo, de una extraña enfermedad reconocida demasiado tarde, y el tercero, atropellado por un automóvil.

—Es muy sencillo —seguía diciendo Mister Barnes—. El practicante poco diestro causó la muerte del canciller al anestesiarle; eso puede suceder. En el segundo caso, los síntomas eran confusos. Era probable que el doctor, a pesar de ser un médico famoso, no los reconociera, y en el tercer caso, una madre ansiosa por reunirse con su hijito enfermo conducía el coche a toda marcha. Un trance sentimental. El jurado la absolvió. Todo perfectamente natural y pronto olvidado. Pero yo puedo decirle dónde están ahora esas personas. El practicante ha establecido por su cuenta un laboratorio de investigaciones de primera clase, sin reparar en gastos. El doctor no ejerce. Posee un yate y una casita en las afueras. Y la madre educa a sus hijos en los mejores colegios y viven en una linda casita con gran jardín y ponyes para que monten durante las vacaciones. En todas las profesiones y pasos de la vida, siempre hay alguien vulnerable a la tentación. En nuestro caso, Morley no quiso serlo.

—¿Cree usted que fue así? —preguntó Hércules Poirot.

—Sí. No es fácil librarse de uno de esos grandes hombres. Están muy protegidos. El ardid del coche es arriesgado y no siempre tiene éxito. Pero un hombre está completamente indefenso en la silla de su dentista.

Quitóse los lentes para limpiarlos, volviendo a colocárselos antes de proseguir.

—¡Esta es mi teoría! Morley no quiso hacerlo. Sabía demasiado y le eliminaron.

—¿Eliminaron? —inquirió Poirot.

—Al hablar en plural me refiero a la organización que se esconde detrás de todo esto. Claro que lo haría una sola persona.

—¿Quién?

—Bien podría tratar de adivinarlo… —repuso Mister Barnes—; pero sería solo por adivinar y pudiera equivocarme.

—¿Reilly? —pronunció despacio el detective.

—¡Pues claro! Si es la persona indicada… Puede ser que él no se lo propusiera a Morley. Lo que había que hacer era llevar a Blunt a su socio en el último momento; por haber enfermado súbitamente o algo por el estilo. Reilly habría ejecutado el trabajo… y hubiese habido otro lamentable accidente: fallecimiento de un famoso banquero, y el desgraciado dentista comparece ante el Juzgado en tal estado de temor y desesperación, que es puesto en libertad. Luego, abandona la odontología y se instala cómodamente viviendo de una renta de varios miles al año.

Mister Barnes miró de hito en hito a Poirot.

—No crea que estoy inventando. Esas cosas suceden a menudo.

—Sí, sí, ya lo sé.

Mister Barnes se dispuso a continuar, golpeando con su mano una novela de portada espeluznante que había a su lado sobre una mesita.

—Leo mucho sobre esas organizaciones de espías. Algunas son fantásticas. Pero es curioso, ninguna es más fantástica que la realidad. Hermosas aventureras, hombres siniestros con acento extranjero, bandas, asociaciones internacionales y asesinos. Le asombraría leer impresas algunas cosas que yo sé. ¡Nadie las creería ni por un segundo!

—¿Cuándo aparece Amberiotis, según su teoría? —preguntó Poirot.

—No estoy seguro. Creo que fue el encargado de dar el golpe. Más de una vez ha desempeñado un doble papel, y me atrevo a decir que estaba planeado así. Es solo una idea mía.

Hércules Poirot prosiguió lentamente:

—Y de ser ciertas sus suposiciones…, ¿qué pasará después?

Mister Barnes rascóse la nariz.

—Pues que tratarán de quitarle de en medio —dijo—. ¡Oh sí! Lo intentarán otra vez. El tiempo apremia. Blunt tiene quien le vigila y hay que extremar las precauciones. No puede hacerlo un hombre con un revólver escondido detrás de un arbusto. Es demasiado crudo, y buscarán entre la gente respetable, sus parientes, criados, el farmacéutico que prepara sus medicinas, el vinatero que le vende el oporto. Alistair Blunt representa muchos millones, y es maravilloso lo que la gente es capaz de hacer por…, digamos una renta de cuatro mil dólares al año.

—¿Tanto?

—Posiblemente más…

Poirot habló al cabo de unos momentos de silencio:

—Reilly fue el primero de quien sospeché. Había un rastro sobre la alfombra como si hubiesen arrastrado el cuerpo. Si Morley fue asesinado por un paciente no hubiese habido necesidad de mover el cadáver. Por eso sospeché desde el principio que no le dispararon en la clínica, sino en su despacho, que está en la habitación de al lado. Eso significaría que el asesino fue alguien de su propia casa.

—¡Claro! —convino Barnes.

Hércules Poirot le tendió la mano.

—Gracias —le dijo—. Me ha servido de gran ayuda.

4

De regreso, el detective se detuvo en el hotel Glengowrie Court.

Y como resultado de esta visita, a la mañana siguiente muy temprano llamó a Japp.

Bonjour, mon ami. Es hoy la vista de la causa, ¿verdad?

—Sí. ¿Va usted a ir?

—Me parece que no.

—Creo que no vale la pena.

—¿Piensa llamar a Miss Sainsbury Seale como testigo?

—La adorable Mabelle, ¿por qué no puede llamarse sencillamente Mabel? ¡Estas mujeres me vuelven loco! No, no voy a llamarla. No es necesario.

—¿Ha sabido algo de ella?

—No. ¿Por qué?

—Por nada. Suposiciones. Puede ser que le interese saber que Miss Sainsbury Seale salió del hotel Glengowrie Court hace dos noches, antes de cenar… y aún no ha vuelto.

—¿Qué? ¡Se ha escondido!

—Esa es una posible explicación.

—Pero ¿por qué? Sabe que no es sospechosa. Nos dijo la verdad. Cablegrafié a Calcuta antes de saber la causa de la muerte de Amberiotis, de otro modo no me habría molestado, y ayer noche me contestaron. La conocen hace años y todo es cierto…, excepto que desvirtuó algo su matrimonio. Se casó con un estudiante hindú y luego supo que había tenido otros enlaces. Así que volvió a usar su nombre de soltera dedicándose a buenas obras. Está en buenas relaciones con los misioneros, enseñaba declamación y los ayudaba en las representaciones teatrales de aficionados. En resumen, lo que yo llamo una mujer terrible, pero definitivamente fuera de sospecha de asesinato. Y ahora me dice que ha desaparecido. No lo entiendo. ¿No será que se ha cansado ya del hotel? Puedo averiguarlo.

Poirot le dijo:

—Su equipaje sigue allí. No se llevó nada consigo.

Japp lanzó una blasfemia.

—¿Cuándo se marchó?

—Cerca de las siete menos cuarto.

—¿Qué dicen en el hotel?

—Están muy angustiados.

—¿Por qué no avisan a la Policía?

—Porque, suponiendo que una dama quiere pasar la noche fuera (por raro que parezca en este caso), pudiera muy justamente ofenderse a su regreso al ver que llamaron a la Policía. La dueña, mistress Harrison, llamó a varios hospitales por si hubiera sufrido un accidente. Cuando yo fui pensaba dar parte. Mi aparición fue como una respuesta a sus plegarias. Me hice cargo de todo, explicándole que recurriría a la ayuda de un detective discreto.

—Y supongo que ese detective discreto será usted mismo, ¿verdad?

—Supone usted bien.

—De acuerdo. Me reuniré con usted en el hotel Glengowrie Court después del juicio.

5

Japp dijo, refunfuñando mientras aguardaba a la dueña del hotel:

—¿Por qué habrá desaparecido esa mujer?

—Es curioso, ¿verdad?

No hubo tiempo para más comentarios. Mistress Harrison, propietaria del Glengowrie Court, estaba antes ellos, semillorosa y muy angustiada por Miss Sainsbury Seale. ¿Qué pudo haberle ocurrido? Rápidamente expuso varias desgracias posibles: Pérdida de memoria, repentina indisposición, una hemorragia, atropello, robo, asalto, secuestro…

Se detuvo para respirar y murmuró:

—Una señora tan agradable…, que parecía encontrarse tan a gusto aquí…

A petición de Japp los acompañó hasta el dormitorio ocupado por la dama desaparecida. Todo estaba pulcro y ordenado. Los vestidos, colgados en el armario; el camisón, preparado sobre la cama; en un rincón, las dos modestas maletas de Miss Sainsbury Seale, y bajo el tocador, una hilera de zapatos…, algunos deportivos, dos pares de fantasía adornados con lazos de ante y altos tacones; otros «salón» de raso negro para noche, prácticamente nuevos, y un par de zapatillas.

Poirot observó que los zapatos de vestir eran un número más cortos que los de día, factor que podía atribuirse a coquetería o a los juanetes. Preguntábase si habría tenido tiempo de coserse la hebilla de su zapato antes de salir. Ojalá fuera así, le desagradaba el desaliño en el vestir.

Japp se entretenía revisando unas cartas que encontró en un cajón del tocador. Hércules Poirot abrió otro lleno de ropa interior, volviéndolo a cerrar, murmurando que «por lo visto Miss Sainsbury Seale prefería la ropa de lana». Se dispuso a abrir otro cajón lleno de medias.

—¿Ha encontrado algo, Poirot? Poirot repuso, mostrándole un par:

—De la talla diez, seda barata; probablemente le costaron dos chelines y once peniques.

Japp dijo:

—No pensará presentarlas como prueba. Aquí hay dos cartas de la India, y un par de recibos de una organización benéfica. Un personaje muy estimable Miss Sainsbury Seale.

—Pero con muy poco gusto para vestir —comentó Poirot.

—Puede ser que lo considere mundano —Japp anotaba una dirección de una carta fechada meses antes—. Esta gente acaso sepa algo de ella. Su amistad parece bastante íntima.

Ya no había más que investigar en el hotel Glengowrie Court. Les dijeron que Miss Sainsbury Seale no parecía preocupada ni excitada cuando salió, y todo, les hizo suponer que pensaba regresar, puesto que al tropezarse en el vestíbulo con su amiga, mistress Bolitho, le gritó:

—Después de cenar te enseñaré ese punto que te dije.

Además, en el hotel era costumbre avisar en el comedor si se comía o cenaba fuera, y la señorita en cuestión no lo hizo. Todo indicaba que había pensado volver a la hora de la cena, que servían de siete y media a ocho y media.

Mas no regresó. Se fue por la calle Cromwell para desaparecer.

Japp y Poirot se dirigieron a la dirección de la carta hallada, West Hampstead.

Era una casa de buen aspecto y los Adams gente simpática y con mucha familia. Habían vivido en la India durante muchos años, y hablaron con cariño de Miss Sainsbury Seale. Sin embargo, no les sirvieron de ayuda.

Dejaron de verla un mes antes, más exactamente desde que regresaron de las vacaciones de Pascua. Entonces se hospedaba en un hotel cerca de la plaza Russell. Mistress Adams les dio la dirección y otra de unos amigos angloindios que vivían en Streatham.

Los dos hombres fracasaron en ambos lugares. Miss Sainsbury Seale se hospedó en el hotel, pero la recordaba vagamente como una señora apacible que había vivido en el extranjero. La familia de Streatham tampoco pudo ayudarlos. No había visto a la dama desde febrero.

Quedaba la posibilidad de un accidente, pero también fue descartado. No había ingresado en ningún hospital nadie que respondiera a sus características.

Miss Sainsbury Seale se había desvanecido en el aire.

6

A la mañana siguiente Poirot se dirigía al hotel Holborn Palace para preguntar por Mister Howard Raikes.

No le habría sorprendido que también Mister Raikes se hubiese marchado una tarde, sin regresar. Sin embargo, Howard Raikes todavía se hallaba en el Holborn Palace y, según le dijeron, desayunándose.

La aparición de Hércules Poirot ante la mesa pareció proporcionar un dudoso placer a Mister Raikes. Aunque su aspecto no era tan feroz como recordaba el detective, su ceño era formidable. Mirándole de frente le preguntó:

—¿Qué diablos le trae por aquí?

—¿Me permite?

Hércules Poirot acercó una silla perteneciente a otra mesa.

—¡Qué más me da! ¡Siéntese y haga como si se encontrase en su casa! —le dijo Mister Raikes.

Poirot, sonriente, se tomó el permiso.

—Bien, ¿qué es lo que desea?

—¿Me recuerda usted bien, Mister Raikes?

—No lo he visto en mi vida.

—Está usted equivocado. No hace ni tres días que estuvimos sentados en la misma estancia durante cinco minutos por lo menos.

—No puedo recordar a todo el que tropiezo por esas malditas reuniones.

—No fue en una fiesta —dijo el detective—, sino en la sala de espera de un dentista.

Un ligero sobresalto brilló en los ojos del joven para morir al instante. Sus modales cambiaron; dejó de mostrarse agresivo y se mantuvo a la expectativa.

—¿Y bien?

Poirot le fue estudiando cuidadosamente antes de responder. Aquel hombre era peligroso. Rostro estrecho y famélico; mandíbula agresiva y ojos de fanático, aunque atractivo para las mujeres. Descuidado, casi mal vestido, y comía con una voracidad muy significativa para su observador. Poirot se dijo: «Es un lobo astuto».

—¿Qué diablos busca usted aquí? —preguntó Raikes.

—¿Le desagrada mi visita?

—Ni siguiera sé quién es usted.

—Le ruego me perdone.

Poirot extrajo una tarjeta de su cartera.

De nuevo aquel indefinible sobresalto volvió a apoderarse de Mister Raikes. No era miedo…, sino más bien agresividad.

Le devolvió la tarjeta.

—¿Así que ese es usted? He oído hablar de usted.

—Y mucha gente —dijo el detective sin modestia.

—Un detective privado, y de los caros. De los que alquila la gente que no le importa el dinero… cuando se trata de salvar sus miserables pellejos…

—Bébase el café —dijo Hércules Poirot amablemente—. Se le quedará frío.

Raikes le miró de hito en hito.

—Dígame: ¿qué clase de insecto es usted?

—De todas maneras, en este país el café es muy malo; pero frío…, peor.

—Lo es —convino Raikes.

—Si se deja enfriar, es imposible tomarlo.

El joven inclinóse hacia adelante.

—¿Qué busca? ¿Qué le ha traído aquí?

Poirot se encogió de hombros.

—Quería… verle a usted.

—¡Ah!, ¿sí? —repuso Mister Raikes con sarcasmo.

Sus ojos se entornaron.

—Si es dinero lo que busca, se equivoca usted. Mi gente no puede comprar lo que desea. Será mejor que vuelva con quien le paga.

Poirot dijo con un suspiro:

—Nadie me ha pagado nada… todavía.

—¡No me diga!

—Es la verdad —repuso Hércules Poirot—: Estoy perdiendo un tiempo precioso sin que nadie me recompense. Simplemente, como diríamos…, por satisfacer mi curiosidad.

—Y supongo que el otro día en casa del maldito dentista lo que estaba haciendo era satisfacer su curiosidad.

Poirot movió la cabeza.

—Parece usted olvidar que la razón ordinaria de hallarse en la sala de espera de un dentista es aguardar a que le revisé la dentadura.

—¿Así que era eso lo que usted hacía allí?

El tono de Mister Raikes denotaba incredulidad.

—Cierto.

—Me perdonará si no lo creo.

—¿Puedo preguntar a mi vez, Mister Raikes, qué hacía usted allí?

Mister Raikes parpadeó nerviosamente al decir:

—¡Ya lo vio usted! También aguardaba turno.

—¿Tal vez le dolían las muelas?

—Eso es, muchacho.

—Pero, de todas maneras, se marchó sin que le atendieran.

—¿Y qué? Eso es asunto mío.

Hizo una pausa, y luego dijo en tono iracundo:

—¿A qué diablos viene toda esta conversación inútil? Usted estaba allí para vigilar a su pez gordo. Bueno, y está ileso, ¿verdad? No le ha sucedido nada a su precioso Alistair Blunt. Usted no tiene nada contra mí.

—¿Adonde fue usted cuando salió tan de improviso de la sala de espera? —prosiguió Poirot.

—Desde luego, fuera de la casa.

—¡Ah! —el detective miró al techo—. Pero nadie le vio salir, Mister Raikes.

—¿Y eso qué importa?

—¿No?… Recuerde que poco después una persona murió en aquella casa.

—¡Ah!, ¿se refiere al dentista?

La voz de Poirot tenía un timbre de dureza al decir:

—Sí, a él me refiero.

—¿Y usted intenta colgarme el sambenito? ¿Es eso lo que pretende? No puede hacerlo. Ayer leí la síntesis del proceso. El pobre diablo se suicidó por equivocarse al administrar una anestesia local, provocando la muerte a uno de sus pacientes.

Poirot seguía inconmovible:

—¿Puede usted probar que, efectivamente, abandonó la casa cuando dice? ¿Hay alguien que pueda atestiguar dónde estuvo entre las doce y la una?

—Quiere cargármelo a mí, ¿eh? Supongo, que Blunt le paga para que investigue.

Poirot suspiró:

—Me perdonará, pero creo que para usted es una obsesión Mister Alistair Blunt. No estoy bajo sus órdenes ni nunca lo estuve. A mí no me atañe su integridad personal, sino la muerte de un hombre que se desenvolvía muy bien en su profesión.

—Lo siento. No lo creo. Usted es el detective privado de Mister Blunt, pero no podrá salvarle. Tendrá que desaparecer con todo lo que representa. Habrá nuevas negociaciones…, él viejo sistema bancario se acabará…, y esta maldita red de banqueros de todo el mundo se desvanecerá como una tela de araña. Tendrán que marcharse todos. No tengo nada contra Blunt personalmente…, pero es el tipo de hombre que aborrezco. Mediocre…, presumido. De los que dicen: «No pueden romperse las bases de la civilización». ¡Que espere y verá! Es un obstáculo en el camino del progreso y tiene que ser reemplazado. Hoy en día no hay lugar en el mundo para hombres como Blunt…, hombres que miran al pasado…, que viven como sus padres y sus abuelos. Tenemos bastantes seres como ese en Inglaterra, corazones disecados, inútiles símbolos de una era en decadencia, y, ¡cielos!, tiene que marcharse. Tiene que haber un mundo nuevo. ¿Me lo trae usted?

—Ya veo, Mister Raikes, que es usted un idealista —repuso Poirot, mientras suspiraba y se levantaba de su asiento.

—¿Y qué si lo soy?

—Demasiado idealista para preocuparse por la muerte de un dentista.

Mister Raikes dijo, resentido:

—¿Qué importa que muera un miserable dentista?

—A usted no le importa. A mí, sí. Esta es la diferencia que hay entre nosotros.

7

Cuando Poirot regresó a su casa, George le anunció la visita de una dama.

—Está…, ejem…, un poquito nerviosa, señor.

Puesto que la señora no había dado su nombre, Poirot se tomó la libertad de adivinarlo, y se equivocó, pues la joven que se puso en pie agitadísima al verle entrar era la última secretaria de Morley, Miss Gladys Nevill.

—¡Oh Mister Poirot! Siento tanto molestarle así. En realidad no sé como he tenido valor para venir… Temo que me crea muy osada. No quisiera hacerle perder el tiempo…; sé lo que significa para un hombre tan ocupado…, pero estoy tan triste… No le molestaré mucho… No…

Conocedor del carácter inglés, Poirot sugirió la idea de tomar una taza de té. La reacción de Miss Nevill fue la que era de esperar.

—Gracias, Mister Poirot, es muy amable por su parte. No hace mucho que me he desayunado, pero una taza de té siempre apetece, ¿no es verdad?

Poirot, que nunca lo tomaba, asintió cortésmente, George recibió las instrucciones oportunas al efecto y en brevísimo tiempo el detective y su visitante vieron ante ellos una bandeja con el servicio.

—Debo pedirle perdón —dijo Miss Nevill recobrando su aplomo habitual bajo la influencia del brebaje—, pero la verdad es que el juicio de ayer me trastornó bastante.

—Lo creo —dijo Poirot amablemente.

—No había ninguna razón que motivara mi presencia, pero alguien tenía que acompañar a Miss Morley. Claro que Mister Reilly también fue…, pero yo me refiero a una mujer. Además, a Miss Morley no le agrada Mister Reilly. Así que creí mi deber ir.

—Fue una gentileza por su parte —dijo el detective para halagarla.

—¡Oh, no!, yo debía hacerlo. Ya sabe que he trabajado con Mister Morley durante varios años…, y lo sucedido fue un gran golpe para mí…, y, claro, el proceso lo agravó…

—Me temo que sí.

Miss Nevill se inclinaba hacia adelante con ansiedad.

—Pero están equivocados, Mister Poirot. Todo es un error.

—¿Quiénes están equivocados, mademoisélle?

—No puede haber sucedido…, como dicen; me refiero a que le diera una dosis excesiva de anestésico. Eso no puedo creerlo.

—Usted cree que no fue así.

—Estoy segura. Algunas veces los pacientes no la asimilan bien, pero es porque son fisiológicamente ineptos…, porque su corazón no funciona normalmente, pero una superdosis es algo muy raro. Los odontólogos están tan acostumbrados a la cantidad empleada, que en ellos se convierte en un hábito mecánico por completo… Automáticamente ponen la cantidad requerida.

Poirot asintió.

—Sí, eso es lo que yo creo.

—Siempre utilizan la misma cantidad. No como un farmacéutico, que prepara diferentes combinaciones de dosis múltiples, donde un error puede producirse sin intención. Ni un doctor, cuyas recetas son tantas y tan diferentes. Un dentista es muy distinto.

Poirot quiso saber:

—¿No pidió que le permitieran hacer estas observaciones durante el interrogatorio del forense?

Gladys Nevill negó con la cabeza mientras retorcía sus manos, inquieta.

—Ya verá —dijo al fin—. Temía empeorar las cosas. Claro que sé que Mister Morley no hizo una cosa así…, pero eso haría que la gente creyese… que lo había hecho deliberadamente.

Poirot hizo un gesto de asentimiento. La muchacha continuó:

—Por eso he venido a verle, Mister Poirot. Porque nuestra conversación no será oficial… Pero yo creo que alguien debe saber… lo poco convincente que es todo esto…

—Nadie desea saberlo —le repuso Poirot.

Ella le miró extrañada.

—Quisiera saber algo más de aquel telegrama que recibió pidiéndole que se marchara.

—Con sinceridad, no sé qué pensar, Mister Poirot. Es tan raro. Quien lo envió conoce bien mi vida… y la de mi tía…, su residencia y lo demás.

—Sí. Parece como si lo hubiese escrito uno de sus amigos íntimos, o alguien que viviera en la casa y la conociera muy bien.

—Ninguno de mis amigos haría una cosa así, Mister Poirot.

—¿No sospecha de nadie?

La muchacha vacilaba. Al fin dijo, despacio:

—Solo al principio, cuando supe que Mister Morley se había suicidado, pensé si lo habría enviado él.

—¿Quiere decir que en consideración a usted quiso que no estuviera presente?

La joven asintió con la cabeza.

—Esa idea me parece algo fantástica, aunque hubiese pensado suicidarse. Es muy extraño. Francis, mi novio, se mostró muy poco comprensivo al principio. Me acusó de querer marcharme a pasar el día con otra persona…, como si yo fuese a hacer una cosa semejante.

—¿Hay alguien más?

Miss Nevill enrojeció.

—No. Claro que no. Pero Francis ha estado tan extraño últimamente…, tan variable y desconfiado. La verdad es que, como usted sabe, había perdido su empleo y no le era posible encontrar otro. Es malo para un hombre no tener nada que hacer. Me sentía muy angustiada.

—Se disgustó al saber que se había marchado, ¿verdad?,

—Sí. Venía a decirme que había encontrado un nuevo empleo…, algo maravilloso…, diez libras semanales. Y no pudo esperar. Quería que lo supiera en el acto. Y que se enterara también míster Morley, porque le dolía su desprecio, y que influyera en mí contra él.

—Lo cual es cierto, ¿verdad?

—Sí, en cierto modo. Claro que Francis ha perdido muchos empleos y no ha sido lo que se dice muy… seguro. Pero ahora será distinto. Yo creo que uno puede hacer mucho bajo la influencia de otra persona. Si un hombre sabe lo que una mujer espera de él, procura realizar ese ideal.

Poirot suspiró. Mas no hizo comentario alguno. Había oído el mismo argumento a cientos de mujeres, con la misma fe ciega en el poder redentor de su amor. Suponía cínicamente que por lo menos una vez entre mil pudiera ser cierto.

Y entonces dijo:

—Me gustaría hablar con su novio.

—Y a mí también, Mister Poirot. Pero ahora su único día libre es el domingo. Toda la semana la pasa en el campo.

—¡Ah!, en su nuevo empleo. A propósito, ¿en qué consiste?

—Pues no lo sé con exactitud. Me figuro que alguna secretaría o departamento del Gobierno. Solo sé que tengo que escribirle a Londres y de allí le remiten las cartas.

—Es un poco extraño. ¿No le parece?

—Sí, pero Francis dice que hoy en día es muy corriente.

Poirot la miró unos instantes sin hablar. Al cabo dijo deliberadamente:

—Mañana es domingo. ¿Me harían el honor de comer conmigo en el Logan’s Corner House? Me gustaría que discutiéramos este desgradable asunto.

—Gracias, Mister Poirot. Yo… Sí, estoy segura de que nos encantará comer en su compañía.

8

Frank Carter era un muchacho joven, de mediana estatura y aspecto elegante. Hablaba deprisa y con facilidad. Sus ojos, demasiado juntos, movíanse inquietos de un lado a otro.

Mostróse receloso y hostil.

—No tenía idea de que íbamos a comer con usted, Mister Poirot. Gladys no me dijo nada.

Al hablar dirigía una mirada contrariada a su novia.

—Lo decidimos ayer —sonrió Poirot—. Miss Nevill está muy trastornada por las circunstancias del fallecimiento de Mister Morley y quizá si nos uniéramos…

—¿La muerte de Morley? —le interrumpió Francis Carter—. ¡Estoy harto de este asunto! ¿Por qué no puedes olvidarle, Gladys? No ha sido nada extraordinario, que yo sepa.

—¡Oh, Francis!, no creo que debas hablar así. Me ha dejado cien libras. Ayer me dieron la carta en que lo dice.

—Esto está bien. Pero, después de todo, ¿por qué no había de hacerlo? Te hacía trabajar como una negra…, ¿y quién cobraba las facturas importantes? Él, desde luego.

—Bien; es cierto, pero me pagaba un buen sueldo.

—No, según mis ideas. Eres demasiado modesta, Gladys querida. Conocía a Morley. Sabes tan bien como yo que hizo lo que pudo para que me dieses calabazas.

—¡Él no comprendía!

—Comprendía perfectamente. Ahora está muerto; de otro modo puedo decirte que hubiese sabido lo que pienso.

—Y fue a decírselo en la mañana de su defunción, ¿verdad? —preguntó el detective con amabilidad.

Francis Carter dijo de malos modos:

—¿Quién le ha dicho eso?

—Fue usted a eso, ¿verdad?

—¿Y qué? Deseaba ver a Miss Nevill.

—Pero le dijeron que no estaba.

—Sí, y eso me hizo sospechar bastante. Le dije a ese tonto pelirrojo que esperaría para ver a Morley. Ya duraba demasiado su interés en ponerla contra mí. Quería decirle que ya no era un pobre desgraciado sin trabajo, que tenía un buen empleo y que ya era hora de que Gladys lo supiera y fuera pensando en su trousseau.

—Pero no se lo dijo.

—No. Me cansé de esperar en aquel mausoleo oscuro y me fui.

—¿A qué hora salió?

—No me acuerdo.

—Entonces, ¿a qué hora llegó?

—No lo sé. Me figuro que poco después de las doce.

—Y estuvo allí una media hora… ¿Más? ¿Menos?

—Le digo que no lo sé. No soy de esos que siempre están mirando el reloj.

—¿Había alguien más en la sala de espera?

—Había un gordiflón cuando entré, pero no estuvo mucho tiempo. Luego, me quedé solo.

—Así, pues, debió de salir antes de las doce y media, porque a esa hora llegó una dama.

—Puede ser. Aquel lugar me crispaba los nervios.

Poirot contemplábale pensativo. El fanfarrón estaba inquieto. No parecía muy sincero, aunque bien podría ser solo los nervios.

Con tono cordial le dijo el detective:

—Miss Nevill me ha dicho que ha tenido la suerte de encontrar un buen empleo.

—El sueldo es bueno.

—Me dijo que diez libras semanales.

—Sí. No es despreciable, ¿verdad? Demuestra que puedo ganarlo cuando me empeño.

Fanfarroneaba un poco.

—Sí. ¿Es un trabajo pesado?

—No demasiado —contestó Francis, cauteloso.

—¿E interesante?

—¡Oh!, sí, mucho. Hablando de trabajos, siempre me ha interesado saber cómo averiguan las cosas ustedes, los detectives. Supongo que eso de las corazonadas de Sherlock Holmes habrá pasado a la historia. ¿Muchos divorcios?

—Yo no me dedico a eso.

—¿De veras? Entonces no sé cómo vive.

—Me las arreglo, amigo mío, me las arreglo.

—Pero usted siempre está en lo alto, ¿verdad, Mister Poirot? —intervino Gladys Nevill—. Así lo decía Mister Morley. Quiero decir que a usted lo llama la nobleza, el Ministerio de Gobernación…, duquesas…

Poirot se sonrió para decir:

—Me confunde usted, mademoiselle.

9

Poirot, de vuelta a su casa por las calles solitarias, iba pensativo.

Al llegar telefoneó a Japp.

—Perdone que le moleste, inspector; quisiera saber si hizo alguna averiguación con respecto al telegrama que enviaron a Gladys Nevill.

—¿Todavía indagando? Sí, se hizo. El telegrama fue enviado con bastante perspicacia, pues la tía vive en Richbourne, en Somerset, y fue redactado en Richbarn…, ya sabe, el suburbio londinense.

Hércules dijo:

—Sí. Fue una medida inteligente. Si el destinatario miraba desde donde fue remitido, Richbarn es tan parecido a Richbourne, que convencería.

Hizo una pausa.

—¿Sabe lo que opino?

—¿Qué?

—Que hay un cerebro que dirige este asunto.

—Hércules Poirot quiere que sea asesinato, y tiene que serlo.

—¿Cómo se explica el telegrama?

—Coincidencia. Alguien quiso gastar una broma a la muchacha.

—¿Y por qué?

—¡Oh, por Dios, Poirot! ¿Por qué se hacen estas cosas? Bromas. Inocentadas. Un equivocado sentido del humor, ¡qué sé yo! ¿Por qué es usted tan horriblemente suspicaz?

—Y alguien tuvo la ocurrencia de sentirse con ganas de broma precisamente el día que Morley iba a equivocarse al poner una inyección.

—Pudo haber ciertas causas y efectos. Al hallarse ausente Miss Nevill, Morley estuvo más ocupado que de costumbre y, en consecuencia, más predispuesto a cometer un error.

—No me satisface del todo.

—Yo diría… ¿No ve adonde le conduce su punto de vista? Si alguien quiso librarse de Miss Nevill, sería probablemente el propio Morley, que hubiese premeditado matar a Amberiotis.

Poirot no contestó. Japp siguió diciendo:

—¿Lo ve?

Poirot repuso:

—A Amberiotis pudieron matarle de otra manera.

—Pero no él. Nadie fue a verle al Savoy. Comió en su habitación. Los médicos dicen que la droga le fue inyectada, no ingerida por vía bucal…, no tenía nada en el estómago. Ahí tiene. Es un caso claro.

—Eso es lo que se pretende que creamos.

—Scotland Yard está conforme.

—¿Y también lo está con lo de la dama desaparecida?

—¿El caso de la Dama Evaporada? No. No puedo decir eso; aún están trabajando en ello. Esa mujer tiene que estar en alguna parte. Uno no puede salir a la calle y desaparecer.

—Pues ella parece que lo hizo.

—De momento. Pero tiene que estar en algún sitio, viva o muerta, y yo no creo que esté muerta.

—¿Por qué no?

—Porque habríamos encontrado su cadáver.

—¡Oh, Japp! ¿Es que los cadáveres aparecen tan pronto?

—Supongo que insinúa que ha sido asesinada y que la encontraremos en una cantera cortada a pedacitos, como mistress Ruxton.

—Al fin y al cabo, usted sabe, mon ami, que algunas personas desaparecen y no vuelve a saberse de ellas.

—Muy rara vez, amigo mío. Desaparecen montones de mujeres, pero solemos encontrarlas perfectamente. Nueve de cada diez se hallan en compañía de algún hombre. Pero no creo que este sea el caso de nuestra Mabel, ¿verdad?

—Eso no se sabe nunca —dijo Poirot—. Pero no lo creo. ¿Así que está seguro de poder encontrarla?

—La encontraremos. Hemos publicado su fotografía en la Prensa y dado su descripción por la B.B.C.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Imagino que eso traerá consecuencias.

—No se preocupe. Encontraremos a su bella desaparecida con su ropa interior de lana y todo.

Y colgó.

George entró en la estancia con su habitual parsimonia para depositar sobre la mesita una taza humeante de chocolate con sus correspondientes bizcochos.

—¿Desea algo más el señor?

—Estoy perplejo, George.

—¿De veras, señor? Lo siento.

El detective, muy pensativo, tomó un sorbo de chocolate.

George, que conocía esos síntomas, aguardó en pie. En algunas ocasiones, Hércules Poirot discutía sus casos con su criado. Siempre dijo que encontraba sus comentarios muy acertados.

—Sin duda estarás enterado de la muerte de mi dentista, ¿no es así, George?

—¿Mister Morley? Sí, señor. Muy lamentable. Según tengo entendido, se suicidó.

—Esa es la opinión general. No se suicidó; fue asesinado.

—Sí, señor.

—El problema está, si ha sido asesinado, en ¿quién le mató?

—Cierto, señor.

—Hay solo un número limitado de personas que pudieron asesinarle. Es decir, que estaban en la casa… o que podrían haber estado cuando sucedió.

—Cierto, señor.

—Esas personas son: la cocinera y la doncella, ambas simples domésticas incapaces de nada semejante. Una hermana que le adora, pero que hereda sus bienes…, no hay que descuidar el aspecto económico. Un socio hábil y eficiente…, sin motivo conocido. Un botones atolondrado, con afición a las novelas de crímenes y, por último, un caballero griego con antecedentes algo dudosos.

George carraspeó:

—Esos extranjeros, señor…

—Exacto. Estoy de acuerdo contigo. El caballero griego es muy sospechoso. Pero ya sabes que ese hombre también murió, y en apariencia fue Mister Morley quien le mató, sea intencionadamente o a causa de una lamentable equivocación. No podemos asegurarlo.

—Puede ser que se matasen mutuamente. Quiero decir que cada uno de ellos tuviese la idea de asesinar al otro, aunque, claro, ignorasen sus respectivas intenciones.

Hércules Poirot le miró aprobadoramente.

—Muy ingenioso, George. El dentista asesina al infortunado caballero sentado ante él, sin saber que la supuesta víctima está aguardando la oportunidad de sacar su revólver. Pudiera ser así, pero a mí me parece muy inverosímil, George. Aún no hemos terminado la lista. Nos quedan otras dos personas que acaso estuvieran en la casa en el momento preciso. Todos los pacientes anteriores a Mister Amberiotis fueron vistos al salir, a excepción de uno…, un joven americano. Abandonó la sala de espera a las doce menos veinte y nadie le vio salir de la casa. Debemos contarle como sospechoso. El otro es un tal Mister Francis Carter (no era paciente), que llegó a la casa un poco después de las doce con intención de ver a Mister Morley. Tampoco le vieron salir. Estos, mi buen George, son los personajes. ¿Qué opinas de ellos?

—¿A qué hora fue cometido el crimen, señor?

—Si Amberiotis fue el asesino, debió de ser entre doce y cinco y doce y veinte. Si le mató otra persona, sería después de las doce y veinticinco; de otro modo, Amberiotis hubiera hallado el cadáver. Ahora, mi buen George, ¿qué tienes que decir sobre este asunto?

El criado meditó antes de decir:

—Me sorprende, señor.

—¿Sí, George?

—Tendrá usted que buscar otro dentista que cuide de su dentadura en el futuro.

Hércules Poirot exclamó:

—Te superas, George. ¡No se me había ocurrido este aspecto del asunto!

Satisfecho, George salió de la habitación.

El detective siguió saboreando su taza de chocolate y considerando los factores expuestos. Sintióse satisfecho. En aquel círculo de personas hallábase la mano que cometiera el crimen no importa por qué motivo.

Sus cejas se unieron al darse cuenta de que la lista estaba incompleta. Había olvidado un nombre, y no debía dejarse ninguno…, ni siquiera el menos sospechoso.

Hubo otra persona en la casa cuando se cometió el crimen.

Y escribió:

«Mister Barnes».

10

George anunció:

—Una señora desea hablar con usted. Está al teléfono, señor.

Una semana antes, Poirot no supo adivinar a su visitante. Esta vez sí acertó.

Reconoció la voz al instante.

—¿Mister Hércules Poirot?

—Al habla.

—Soy Jane Olivera. La sobrina de Alistair Blunt.

—Sí, Miss Olivera.

—¿Podría venir a la Casa Gótica, por favor? Hay algo que creo debe saber.

—De acuerdo. ¿A qué hora le parece?

—A las seis y media.

—Allí estaré.

—Espero no haber interrumpido su trabajo.

—En absoluto. Aguardaba su llamada.

Rápidamente colgó el receptor, y sonriente preguntóse qué excusa habría encontrado Jane Olivera para citarle.

Al llegar a la mansión gótica fue conducido directamente a la amplia biblioteca, cuyas ventanas miraban al río. Alistair Blunt, sentado ante el escritorio, jugueteaba distraído con un cortapapeles.

Jane Olivera hallábase en pie ante la chimenea. Una mujer de mediana edad decía, malhumorada, al entrar Poirot:

—… y creo que mis sentimientos debieran tenerse en cuenta en este asunto.

—Sí, claro, Julia, claro —dijo Alistair Blunt apaciguadoramente al levantarse para saludar a Poirot.

—Y si van ustedes a hablar de horrores, me iré —añadió la buena señora.

—Yo sí, madre —dijo Jane Olivera.

Mistress Olivera salió de la estancia ignorando la presencia del detective.

Alistair Blunt comenzó la conversación.

—Ha sido muy amable al venir, Mister Poirot. Creo que ya conoce a Miss Olivera. Fue ella quien le llamó.

Jane dijo precipitadamente:

—Es para algo referente a esa mujer desaparecida de que hablan los periódicos. Miss Nósequé Seale. ¿No es algo parecido?

—¿Sainsbury Seale? ¿Sí?

—Es un nombre tan raro; por eso no lo recuerdo. ¿Se lo cuento, o lo haces tú, tío Alistair?

—Es cosa tuya, querida.

Jane volvióse hacia Poirot.

—Puede ser que no tenga importancia, pero creí que debía saberlo.

—¿Sí?

—Sucedió la última vez que tío Alistair fue al dentista. No me refiero al otro día, sino hace tres meses. Le acompañé a la calle Reina Carlota en el Rolls, que luego debía llevarme a Regent’s Park para reunirme con unos amigos y volver a recogerle. Nos detuvimos ante el número cincuenta y ocho y mi tío se apeó. En aquel momento salía una mujer de la casa…, de mediana edad, cabellos alborotados y vestida con bastante mal gusto. Se hizo a un lado para dejar paso a mi tío, diciendo —la voz de Jane Olivera simulaba un afectado falsete—: «¡Oh Mister Blunt! No me recuerda. Estoy segura». Pude ver en el rostro de mi tío que no la recordaba en absoluto.

Alistair Blunt suspiró.

—Es cierto. La gente siempre dice…

—Puso cara de circunstancias —prosiguió Jane—. Le conozco bien. Mitad amable, mitad incrédulo. No engañaría a un niño. Mi tío dijo en tono poco convincente: «¡Oh…, claro!». La terrible mujer continuó: «Fui muy amiga de su esposa, ¿sabe?».

—Acostumbran decir eso —la voz de Alistair Blunt tuvo un dejo de tristeza—. Todas terminan pidiendo una suscripción para un sitio u otro. Aquella vez me salió barato. Solo le di cinco libras para una misión en la India o algo parecido.

—¿Es cierto que conoció a su esposa?

—Al interesarse por las misiones me hizo suponer que, de ser cierto, debió de ser en la India. Estuvimos allí hará unos diez años, pero, naturalmente, no debió de ser muy grande su amistad, pues si no, yo la hubiera conocido. Acaso se vieran en alguna ocasión.

Jane Olivera intervino:

—Yo no creo que conociera a tía Rebeca. Opino que fue un pretexto para hablar contigo.

El magnate de la Banca dijo, tolerante:

—Es posible.

Jane continuó:

—Quiero decir que me pareció una forma de trabar amistad contigo, tío.

—Solo quería una limosna.

El detective preguntó:

—¿No hizo nada para continuarla?

Blunt negó con la cabeza.

—No volví a pensar en ella. Incluso había olvidado su nombre hasta que Jane lo leyó en el periódico.

La joven habló sin gran convencimiento:

—Bien; yo creí que Mister Poirot debía saberlo.

—Gracias, mademoiselle —dijo el detective con amabilidad—. No debo entretenerle más, Mister Blunt. Usted es un hombre muy ocupado.

—Iré con usted —Jane habló presurosa.

Por debajo de su bigote, Hércules Poirot sonrió.

Al llegar a la planta baja la muchacha se detuvo y le dijo:

—Entre usted aquí.

Y entraron en una habitación pequeña a un lado del vestíbulo.

La muchacha se enfrentó a él.

—¿Qué quiso significar al decirme por teléfono que esperaba mi llamada?

Poirot sonrió.

—Solo esto, mademoiselle. Esperaba que usted me llamara…, y llamó.

—¿Es que usted sabía que iba a llamarle a causa de Miss Sainsbury Seale?

Poirot movió la cabeza.

—Eso fue solo el pretexto. Hubiese encontrado otro cualquiera de ser necesario, ya que usted tenía interés por verme.

—¿Por qué tenía que llamarle?

—¿Por qué me ha dado a mí esta información en vez de dársela a Scotland Yard? Eso hubiese sido lo más natural.

—Muy bien, señor Sabelotodo. ¿Qué es exactamente lo que usted sabe?

—Sé que le interesa hablar conmigo desde que supo que el otro día estuve en el hotel Holborn Palace.

Se puso tan pálida que le asustó. Nunca hubiese creído que su color tostado pudiera cambiar tanto. Continuó despacio, pero con firmeza:

—Me ha hecho venir hoy aquí porque deseaba sonsacarme… Sí, sonsacarme acerca de Mister Howard Raikes.

—¿Quién es? —preguntó Jane Olivera.

—No necesita sonsacarme, mademoiselle. Le diré lo que sé o, mejor dicho, lo que he adivinado. El primer día que vine aquí con el inspector Japp se asustó al vernos. Creyó que le había sucedido algo a su tío, ¿por qué?

—Pues… porque es de esos hombres a quienes pueden sucederles ciertas cosas. El otro día recibió una bomba por correo…, después del empréstito checoslovaco, y recibe montones de cartas amenazadoras.

Poirot prosiguió:

—El inspector Japp le dijo que un dentista llamado Morley se había suicidado. Debe recordar cuál fue su respuesta; dijo: «Pero ¡eso es absurdo!».

—¿Eso dije? —Jane se mordió los labios—. Fue bastante tonto por mi parte. ¿No cree?

—Fue un curioso comentario, mademoiselle, y revelaba que conocía la existencia de Mister Morley y que esperaba que ocurriera algo…, no precisamente a él, sino en su casa.

—Le gusta contarse las historias usted mismo, ¿no?

Poirot no le hizo caso.

—Usted esperaba, mejor dicho, temía que ocurriera algo en casa de Mister Morley, y que ese algo le hubiese sucedido a su tío. Mas en ese caso usted debe saber algo que nosotros ignoramos. Recordé a todas las personas que estuvieron en casa de Morley aquel día y di en seguida con la persona que puede tener relación con usted, y es el joven americano, Howard Raikes.

—Es como una novela por entregas, ¿verdad? ¿Cuál es el apasionante episodio siguiente?

—Fui a ver a Mister Howard Raikes. Es un hombre peligroso… y atractivo…

Poirot hizo una significativa pausa.

Jane dijo, pensativa:

—Sí, ¿verdad? —sonrió—. ¡Está bien, usted gana! —inclinóse hacia adelante—. Voy a decirle varias cosas, Mister Poirot. A usted no pueden engañarle. Prefiero decírselo antes que lo descubra. Quiero a Howard Raikes. Estoy loca por él. Mi madre me trajo aquí para separarme de él. Bueno, y en parte porque tiene la esperanza de que tío Alistair se encariñe lo bastante conmigo para nombrarme su heredera aunque soy parienta muy lejana. La madre de mi madre es hermana de Rebeca Harnold. Por tanto, es tío abuelo político mío. Como no tiene parientes, mi madre dice que por qué no podemos ser sus herederas. Ya ve que soy franca con usted, Mister Poirot. Ya sabe la clase de personas que somos. En la actualidad tenemos mucho dinero…, una ridiculez, según Howard; pero no pertenecemos a la esfera de Alistair Blunt.

Hizo una pausa. Asióse con fuerza al brazo del sillón antes de continuar.

—¿Cómo podré hacérselo comprender? Howard aborrece y quiere destruir todo lo que yo aprendí a querer. Y de cuando en cuando pienso como él. Aprecio a tío Alistair, pero me crispa los nervios. Es un tragón…, tan inglés, tan precavido y conservador… Siento algunas veces que es de los que debieran desaparecer, que bloquean el progreso…, que sin ellos podrían hacerse las cosas.

—¿Se ha convertido a las ideas de Howard Raikes?

—Sí… y no. Howard es… más impetuoso que los suyos. Existen personas, ya sabe, que…, que están de acuerdo con él en algunos puntos. Quisieran intentar… ciertas cosas… si tío Alistair y los suyos estuvieran de acuerdo. Pero ¡nunca lo hacen! Se sientan y, moviendo la cabeza, dicen: «No resultaría económicamente». «Tenemos que considerar nuestra responsabilidad». «Mirad la Historia». Pero yo opino que no se debe copiar de la Historia. Eso es mirar atrás, y se debe mirar siempre adelante.

—Es una perspectiva atractiva —dijo amablemente el detective.

—¡Usted también dice eso! —Jane le miró con desagrado.

—¡Quizá porque soy viejo! Los viejos tienen sueños…, solo sueños, ya ve usted.

Hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Por qué Mister Howard Raikes pidió hora al dentista de la calle Reina Carlota?

—Porque yo quería que se entrevistase con tío Alistair y no sabía cómo arreglarlo. Estaba tan resentido contra mi tío, tan lleno de…, sí, de odio, que pensé que si pudiera verle…, ver la persona tan amable y modesta que es, cambiaría de parecer… No pude arreglarlo para que se viesen aquí, porque mi madre… lo habría estropeado todo.

—Pero después de este arreglo usted estaba asustada.

Los ojos de Jane se agrandaron y oscurecieron.

—Sí…, porque…, porque Howard se extralimita a veces… A él…

Poirot concluyó la frase:

—Le gusta acabar pronto. Exterminar…

Jane Olivera exclamó:

—¡No digo eso!