Capítulo II

Three, four, shut the door[2]

1

A las tres menos cuarto sonó el teléfono. Hércules Poirot, sentado en un butacón, se hallaba digiriendo tranquilamente el espléndido lunch, y, sin moverse, aguardó a que el fiel George atendiera a la llamada.

¡Eh bien! —dijo cuando George, con un «Espere un momento, señor», dejaba el auricular.

—Es el inspector Japp, señor.

—¡Ajá!

Poirot acercó el receptor a su oído.

Eh bien, mon vieux —dijo—, ¿cómo le va?

—Eso a usted, Poirot.

—Perfectamente.

—Me han dicho que esta mañana fue al dentista. ¿Es cierto?

Poirot murmuró:

—¡Scotland Yard lo sabe todo!

—¿A… a uno llamado Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho?

—Sí —la voz de Poirot había cambiado—. ¿Por qué?

—¿Fue una visita intrascendente? Quiero decir… que no fue usted allí con el propósito de irritarle.

—Naturalmente que no. Tuvo que arreglarme tres muelas, si es eso lo que le interesa saber.

—¿Le pareció que estaba… del mismo humor de siempre?

—Yo diría que sí. ¿Por qué?

La voz de Japp no se alteró al decir:

—Porque poco rato después se disparó un tiro.

—¿Qué?

Japp dijo, irónico:

—¿Le sorprende?

—Sí, francamente.

Japp siguió hablando…

—No estoy muy satisfecho. Me gustaría charlar con usted. Supongo que no le importará venir por aquí.

—¿Dónde está usted?

—En la calle Reina Carlota.

—Me reuniré con usted inmediatamente —prometió Poirot.

2

Un agente le abrió la puerta del número 58 preguntando respetuoso:

—¿Mister Poirot?

—El mismo.

—El inspector está arriba en el segundo piso. ¿Sabe dónde es?

—Estuve aquí esta mañana —repuso Hércules Poirot.

Tres hombres hallábanse en la habitación. Japp levantó la cabeza al entrar el detective.

—Celebro verle, Poirot. Ahora íbamos a levantar el cadáver. ¿Quiere verle primero?

Un hombre con un aparato fotográfico, que se hallaba arrodillado al lado del muerto, se levantó.

Poirot aproximóse. El cuerpo yacía junto a la chimenea.

El cadáver de Mister Morley estaba exactamente igual que en vida, a excepción de una agujerito ennegrecido en su sien derecha. Cerca de su mano extendida veíase un revólver de reducido tamaño.

Poirot movió la cabeza con pesar.

Japp dijo:

—Está bien; podéis sacarlo ya.

Japp y Poirot quedaron solos.

El primero dijo:

—Hemos terminado con los formulismos. Huellas dactilares, etcétera.

Poirot sentóse, diciendo:

—Cuénteme.

Japp humedecióse los labios para decir:

Puede haberse disparado él mismo. Probablemente se suicidó. Solo hemos encontrado sus huellas dactilares en el revólver…, pero no me doy por satisfecho.

—¿Qué tiene que objetar?

—Bueno; para empezar parece que no existe razón alguna para que se suicidara… Gozaba de buena salud, ganaba mucho dinero, no tenía preocupaciones que se sepan, ni estaba ligado a ninguna mujer…, al menos… —Japp corrigiese con precaución—, no tanto que resultase comprometido. No estaba triste ni desanimado. A este respecto deseaba conocer su opinión. Usted le vio esta mañana. ¿Notó algo de particular?

Poirot negó con la cabeza.

—Absolutamente nada. Estaba… ¿Cómo le diré yo?… Muy normal.

—Luego es muy extraño, ¿no le parece? De todas formas, ¿cree usted que un hombre se suicidaría en sus horas de trabajo? ¿Por qué no esperar hasta la noche? Eso es lo más lógico.

Poirot asentía.

—¿Cuándo ocurrió?

—No puede precisarse. Parece ser que nadie oyó el disparo, y lo creo. Hay dos puertas entre esta habitación y el pasillo, y las dos están forradas de bayeta, supongo que para ahogar los gritos de los pacientes.

—Es muy probable. A veces meten mucho ruido.

—Cierto. Y además hay mucho tráfico en la calle y no debería gustarle que se oyera desde aquí.

—¿Cuándo le descubrieron?

—Cerca de la una y media. Lo encontró Alfred Biggs, el botones. Aunque no es un dato muy seguro. Según él, la paciente de las doce y media protestó de que la hicieran aguardar tanto. Sobre la una y diez el botones llamó a la puerta del consultorio. No obtuvo respuesta y no quiso entrar. Mister Morley le había reñido varias veces y temía no obrar correctamente. Volvió a bajar y la paciente marchóse furiosa a la una y cuarto… No se lo reprocho. Estar esperando cuarenta y cinco minutos a la hora de la comida…

—¿Quién era?

Japp hizo una mueca.

—Según el botones, Miss Shirty; pero en la agenda consta como Kirby.

—¿Qué sistema seguía para introducir a los clientes?

—Cuando Morley se disponía a recibir al siguiente tocaba ese timbre que ve usted allí y el botones le acompañaba hasta esta habitación.

—¿Y cuándo llamó Morley por última vez?

—A las doce y cinco, y el botones subió con Mister Amberiotis, del hotel Savoy, según consta en la mencionada agenda.

Una ligera sonrisa bailó en los labios de Poirot al comentar:

—¡Dios sabe lo que diría el muchacho en vez de un nombre tan difícil!

—¡Figúrese! Se lo preguntaremos si quiere reírse un poco.

Poirot preguntó:

—¿Y a qué hora salió Mister Amberiotis?

—El botones no le acompañó a la puerta, así que no lo sabe. Por lo visto muchos pacientes no bajan en el ascensor, y salen solos.

Poirot asintió.

Japp prosiguió:

—Telefoneé al hotel Savoy. Mister Amberiotis ha sido muy exacto. Dijo que había mirado su reloj al salir de la casa y que eran las doce y veinticinco exactamente.

—¿No le ha dicho nada de importancia?

—No, solo que el dentista estuvo muy natural, en sus ademanes y en su aspecto.

¡Eh bien! —dijo Poirot—. Entonces está claro. Entre las doce y veinticinco y la una y media tuvo que suceder algo, seguramente más cerca de las doce y media.

—Cierto, porque en otro caso…

—En otro caso hubiera tocado el timbre para que subiera otro cliente.

—Exacto. El informe del forense concuerda: el doctor examinó el cuerpo a las dos y veinte y dice que no pudo morir más tarde de la una, probablemente mucho antes, aunque no quiere asegurar nada.

El detective dijo, pensativo:

—Luego a las doce y veinticinco nuestro hombre es un dentista normal, alegre y educado, competente. Y después, ¿qué? Desesperación, ruina…; lo que sea, y se dispara un tiro.

—Es curioso —dijo Japp—. Tiene que admitir que es curioso.

—Curioso no es la palabra.

—Es verdad, pero es lo que se acostumbra decir. Diré: es extraño, si es que le parece mejor así.

—¿Era suyo el revólver?

—No. No tenía pistola. Nunca la tuvo. Si hemos de creer a su hermana, en su casa no había cosa semejante. Como no la hay en la mayoría. Claro que pudo comprarla si había decidido quitarse la vida. De ser así, pronto lo sabremos.

Poirot preguntó:

—¿Le preocupa algo más?

Japp rascóse la nariz.

—Pues sí. La posición en que le encontramos. Yo no digo que no pudiera caer así, pero no es demasiado real. En la alfombra hay un rastro…, como si hubiesen arrastrado algo.

—Eso es muy sugestivo.

—Sí, a menos que no lo hiciera ese muchacho atolondrado. Tengo el presentimiento de que intentaría mover a Morley cuando le encontró. Claro que lo niega porque está asustado. Es un estúpido. De esos que siempre están metiendo la pata y recibiendo reprimendas, y por eso se acostumbran a mentir casi automáticamente.

Poirot fue observando la estancia pensativo.

El lavabo adosado a la pared detrás de la puerta, la salita que se veía por ella, el sillón y los aparatos quirúrgicos cerca de la ventana; luego, la chimenea, el lugar donde yaciera el cuerpo y la puerta.

Japp siguió su mirada.

—Solo hay una salita pequeña —y abrió la puerta de par en par.

Era, como dijo, una habitación reducida, con un escritorio, una mesa con un quinqué, un servicio de té y algunas sillas. No tenía más puertas.

—Aquí es donde trabaja su secretaria, Miss Nevill —explicó Japp—. Parece ser que hoy está ausente.

Sus ojos encontraron los de Poirot, que dijo:

—Eso me contó, ahora que recuerdo. Eso… puede ser un punto contra la idea de suicidio.

—¿Quiere decir que la quitaron de en medio?

Japp hizo una pausa.

—Si no es suicidio, fue asesinato. Pero ¿por qué? Esta idea parece tan descabellada como la otra. Era un sujeto tranquilo e inofensivo. ¿Quién querría asesinarle?

Poirot rectificó:

—¿Quién pudo haberle asesinado?

Japp repuso:

—¡Casi nadie! Su hermana pudo bajar del piso de arriba y matarle, o uno de sus criados lo mismo. Su socio, Reilly, también. El botones. O alguno de sus pacientes, y entre ellos Amberiotis con más facilidad que los demás.

Poirot asintió.

—Pero, en ese caso…, tenemos que hallar la causa.

—Exacto. Hemos llegado al problema básico. El porqué. Amberiotis se hospeda en el Savoy. ¿Piara qué iba a venir un griego acaudalado a matar a un dentista inofensivo?

—Este va a ser el hueso. ¡El móvil!

Poirot encogióse de hombros al decir:

—Parece como si la muerte se hubiese equivocado de hombre. El griego enigmático, el rico banquero, el detective famoso, es natural que cualquiera de los tres hubiese sido asesinado, porque los extranjeros Misteriosos pueden estar mezclados en espionaje; los ricos banqueros, tener parientes a quienes beneficiar con su muerte, y los detectives famosos, ser un peligro para los criminales.

—Mientras que el pobre Morley no era un peligro para nadie —observó Japp lúgubremente.

—Eso creo.

Japp dio una vuelta en torno al detective.

—¿Qué está usted pensando?

—Nada. Cierta observación.

Y le refirió el comentario de Mister Morley sobre su facilidad para recordar las caras y el paciente que puso por ejemplo.

Japp pareció meditar.

—Es posible; era algo aventurado. Pudo ser alguien que no quiso ser reconocido. ¿No notó nada de particular en otros pacientes esta mañana?

—Observé a uno de ellos en la sala de espera, un joven, que tenía todo el aspecto de un asesino —repuso Poirot.

—¿Como? —dijo Japp, sorprendido.

Poirot sonrió.

Mon cher, era cuando llegué. Estaba nervioso, fantaseaba; en fin, aprensiones. Todo me parecía siniestro: la sala de espera, los pacientes, hasta la alfombra de la escalera. Ahora creo que al joven debían de dolerle mucho las muelas. Eso es todo.

—Sí, puede ser —aceptó Japp—; sin embargo, investigaremos acerca de ese nombre y de todo el mundo, sea o no suicidio. Creo que lo primero que hay que hacer es volver a interrogar a Miss Morley. Solo hemos cruzado unas palabras. Ha sido un gran golpe para ella; pero no es persona que se deje abatir. Vayamos ahora a verla.

3

Arrogante y afligida, Georgina Morley escuchaba a los dos hombres respondiendo a sus preguntas con énfasis:

—¡Me parece increíble que mi hermano se haya suicidado!

Poirot intervino:

—¿Cree posible otra alternativa, señorita?

—¿Quiere decir… asesinato?

Hizo una pausa antes de continuar:

—Es verdad. Esta idea parece casi tan descabellada como la otra.

—Pero no tanto, ¿verdad?

—No, porque, ¡oh!, en el primero de los casos yo les hablo de algo que conozco, esto es, el estado de ánimo de mi hermano. Sé que no tenía esa idea en el cerebro, y que no había ninguna razón para que se quitara la vida.

—¿Le vio usted esta mañana, antes que empezara su trabajo?

—Sí, a la hora del desayuno.

—¿Y estaba como de costumbre? ¿No le encontró alterado?

—Lo estaba un tanto, pero no en el sentido que usted alude. Simplemente estaba contrariado.

—¿Y por qué causa?

—Le esperaba una mañana de mucho trabajo, y su secretaria y ayudante había tenido que marcharse.

—¿Se trata de Miss Nevill?

—¿Cuál es su trabajo?

—Lleva toda su correspondencia y, claro está, anota en la agenda la hora que corresponde a cada cliente, y sus fichas. También se ocupa de esterilizar el instrumental, preparar los empastes y ayudarle en su trabajo.

—¿Hacía tiempo que trabajaba con él?

—Tres años. Es una chica de toda confianza, y nosotros… la apreciamos mucho.

—Me dijo su hermano que tuvo que marcharse por tener una parienta enferma —comentó Poirot.

—Sí. Recibió un telegrama diciendo que su tía había sufrido un ataque. Se fue a Somerset en el primer tren.

—¿Y eso es lo que contrariaba tanto a su hermano?

—Sí… —hubo cierta vacilación en la respuesta de Miss Morley, que se apresuró a proseguir—: No deben creer que mi hermano fuese insensible. Es solo que por un momento pensó…

—¿Qué, Miss Morley?

—Pues que pudieran haberlo planeado premeditadamente. ¡Oh, comprendan! Yo estoy se-gura de que Gladys no haría nunca una cosa así, y se lo dije a Henry. Pero el caso es que está prometida a un joven bastante indeseable, cosa que contrariaba a mi hermano, y se le ocurrió que ese joven pudiera haberla convencido para que se tomara un día de fiesta.

—¿Y eso es probable?

—No. Estoy segura de que no. Gladys es una chica consciente.

—Pero ¿es algo que podría haber salido de ese joven?

Miss Morley sorbió.

—Eso sí.

—¿A qué se dedica ese muchacho? A propósito, ¿cuál es su nombre?

—Carter, Francis Carter. Es, o era, empleado de Seguros, según tengo entendido. Perdió su trabajo hace unas semanas y parece que no es capaz de encontrar otro. Henry decía, y me atrevo a añadir que con razón, que es un indeseable. Gladys le prestaba algunos de sus ahorros, cosa que disgustaba a Henry.

Japp preguntó con intención:

—¿Trató su hermano de convencerla para que rompiera su noviazgo?

—Sí, lo hizo. Me consta.

—Luego es muy posible que Francis Carter estuviese resentido con su hermano.

—¡Qué tontería! Si es que quiere sugerir que Francis Carter mató a Henry… Es cierto que mi hermano le aconsejó que le dejase, pero ella no le hizo caso; está locamente enamorada de Francis.

—¿Existe alguna otra persona que usted considere capaz de odiar a su hermano?

Miss Morley negó con la cabeza.

—¿Se llevaba bien con su socio, Mister Reilly?

—¡Todo lo bien que puede uno llevarse con un irlandés! —repuso agriamente Miss Morley.

—¿Qué quiere usted decir, Miss Morley?

—Pues que los irlandeses tienen un genio muy vivo; se acaloran por cualquier cosa. A Mister Reilly le gustan las discusiones sobre política.

—¿Eso es todo?

—Sí. Mister Reilly tiene sus cosas, pero es muy hábil en su profesión, o por lo menos eso decía mi hermano.

Japp insistió:

—¿Qué cosas?

Miss Morley vacilaba.

—Bebe demasiado; pero, por favor, no lo digan a nadie.

—¿Hubo algún disgusto entre él y su hermano por este motivo?

—Henry le hizo un par de indicaciones. Para ser dentista —continuó Miss Morley— se necesita una mano firme, y un aliento alcohólico no inspira confianza.

Japp inclinó la cabeza, asintiendo. Luego, dijo:

—¿Puede decirnos algo referente a la posición económica de su hermano? Tengo entendido que era uno de los dentistas que más ganaban.

—Henry tenía buenos ingresos, que depositaba en su cuenta corriente. Los dos poseemos una pequeña renta que nos dejó nuestro padre.

Japp carraspeó ligeramente.

—¿Sabe si su hermano deja testamento?

—Sí. Y puedo decirles su contenido. Deja cien libras a Gladys, y el resto pasa a mi poder.

—Ya. Ahora…

Llamaron a la puerta con fuerza, apareciendo tras ella la cara de Alfred. Sus inquietos ojos repasaban a los dos visitantes al anunciar:

—Es Miss Nevill. Ha regresado… muy apenada. Pregunta si puede pasar.

Japp asintió.

—Dile que entre, Alfred —respondió Miss Morley.

—Muy bien —repuso el botones antes de desaparecer.

Miss Morley suspiró, y sin duda con mayúsculas silabeó:

—Este Muchacho Es Una Dura Prueba.

4

Gladys Nevill era una joven de unos veintiocho años, alta, rubia y algo anémica. Aunque no ocultaba su congoja, veíasela capaz e inteligente.

Con el pretexto de dar un vistazo a los papeles de Mister Morley, Japp bajó con la joven a la salita contigua a la clínica, alejándola de Miss Morley.

La muchacha fue repitiendo varias veces:

—¡No puedo creerlo! Es increíble que Mister Morley hiciera una cosa así.

No parecía preocupada ni turbada.

—Hoy tuvo usted que marcharse fuera, Miss Nevill… —comenzó a decir Japp.

—Sí, y la verdad es que ha resultado todo una broma poco graciosa. Es imperdonable que hagan estas cosas.

—¿Qué quiere decir, Miss Nevill?

—Pues que no le ha pasado nada a mi tía. Nunca estuvo mejor. Se sorprendió al verme aparecer de repente. Claro que yo me alegré…, pero me puse furiosa. Mandar un telegrama y asustarme de ese modo.

—¿Conserva el telegrama?

—Lo tiré. Creo que en la estación. Solo decía: «Su tía ha sufrido un ataque esta noche. Por favor, venga en seguida».

—¿Está usted segura… (¡Bueno…!) —Japp carraspeó—, de que no fue su amigo Mister Carter quien lo envió?

—¿Francis? ¿Y para qué? ¡Oh! Comprendo; quiere usted decir que fue una broma entre nosotros. No, inspector. Ninguno de los dos haríamos una cosa semejante.

Su indignación parecía bastante natural, y a Japp le fue difícil calmarla. Al preguntarle por los pacientes de aquella mañana volvió a ser dueña de sí.

—Están anotados en la agenda. Me atrevo a decir que ya los habrá usted mirado. Los conozco a casi todos. A las diez, mistress Soames; vino a ponerse la dentadura postiza. Diez y media, lady Grant; es ya de edad y vive en la plaza Lowndes. Once, Mister Hércules Poirot; viene con regularidad. ¡Oh, claro, pero si es usted! Lo siento, Mister Poirot. ¡Estoy tan trastornada! Once y media, Mister Blunt; ya sabe, el banquero; cuestión de poco rato, porque Mister Morley le había limpiado las caries la última vez. Luego, Miss Sainsbury Seale. Había telefoneado a última hora quejándose de dolor de muelas, y Mister Morley le hizo un hueco. Es muy parlanchína, nunca calla. Después, a las doce, Mister Amberiotis; es un paciente nuevo; pidió hora desde el Hotel Savoy. Mister Morley tenía muchos clientes extranjeros y americanos. Doce y media, Miss Kirby. Viene desde Worthing.

Poirot quiso saber:

—Cuando yo llegué estaba aquí un militar alto. ¿Quién sería?

—Supongo que uno de los pacientes de Mister Reilly. Puedo traerle su lista. ¿Quiere usted?

—Gracias, Miss Nevill.

Tras breves instantes de ausencia regresó con un libro parecido al de Mister Morley. Leyó:

—«A las diez, Bety Heath (Es una niña de nueve años); a las once, coronel Abercrombie…» —leyó.

—¡Abercrombie! —murmuró Poirot—. C’était gal

—«… a las once y media, Mister Howard Raikes. A las doce, Mister Barnes, y estos son todos los de esta mañana. Mister Reilly no tiene tantos clientes como Mister Morley».

—¿Puede decirnos algo sobre alguno de los pacientes de Mister Reilly?

—El coronel Abercrombie es cliente suyo desde hace mucho tiempo, y todos los niños de rnistress Heath visitan a Mister Reilly. No puedo decirle nada de Mister Raikes ni de Mister Barnes, aunque creo haber oído sus nombres. Yo atiendo todas las llamadas telefónicas. ¿Sabe usted?

—Podemos interrogar a Mister Reilly. Quisiera verle tan pronto como sea posible —dijo Japp.

Miss Nevill salió. El inspector dirigióse a Poirot:

—Todos clientes antiguos, menos Amberiotis. Voy a sostener una conversación muy interesante con Mister Amberiotis. Es la última persona, según consta, que vio vivo a Morley, y tenemos que asegurarnos de que cuando lo vio por última vez estaba vivo.

—Pero tendrá que probar el móvil.

—Ya lo sé. Eso va a ser lo más peliagudo. Puede que encontremos algo referente a Amberiotis en Scotland Yard. ¡Está usted muy pensativo, Poirot!

—Quisiera saber una cosa.

—¿Qué?

Poirot sonreía.

—¿Por qué el inspector Japp?

—¿Eh?

—Digo: ¿Por qué el inspector Japp? Un funcionario de su importancia… ¿es lógico que le llamaran para un mero caso de suicidio?

—A decir verdad, me encontraba cerca cuando sucedió. En la calle Wigmore, investigando un fraude muy ingenioso. Me telefonearon para que viniese aquí.

—Pero ¿por qué le telefonearon?

—¡Oh, es muy sencillo! Por Alistair Blunt. En cuanto el inspector territorial oyó que había estado esta mañana aquí, llamó a Scotland Yard. Mister Blunt es de las personas que nos inquietan.

—¿Insinúa que existe quien desearía quitarle de en medio?

—Puede apostar a que los hay. Los rojos, y también nuestros amigos camisas negras. Mister Blunt y sus secuaces están respaldados por el Gobierno actual. Y nos ordenaron investigar por si hubiese habido el menor atentado contra él.

Poirot convino:

—Eso es más o menos lo que suponía, y de ahí mi presentimiento de que aquí hay… alguna equivocación. La víctima debía ser Alistair Blunt. ¿O esto es solo el comienzo…, el principio de alguna campaña? Me huelo…, me huelo… —husmeó el aire— que en este asunto hay mucho dinero por medio.

—Eso es mucho suponer.

—Imagino que ce pauvre Morley era solo un peón en este juego. Es probable que supiese algo, quizá dijese alguna cosa a Blunt… o temieran que pudiera decírsela.

Se detuvo al ver entrar a Gladys Nevill.

—Mister Reilly está ocupado en la extracción de una muela. Terminará dentro de unos diez minutos.

—Mientras tanto —dijo Japp—, hablemos de nuevo con Alfred, el botones.

5

En Alfred mezclábase nerviosismo, regocijo y un miedo cerval a que le acusaran de lo ocurrido. Solo llevaba quince días al servicio de Mister Morley, y durante ese tiempo no hizo nada a derechas. Las constantes censuras le habían hecho perder la confianza en sí mismo.

—Tal vez estuviera algo más irritado que de costumbre —dijo, respondiendo a una pregunta—, pero nada más que yo recuerde. Nunca habría pensado que iba a matarse.

—Cuéntanos todo lo sucedido —intervino Poirot—. Eres un testigo muy importante, y tus observaciones pueden sernos de gran utilidad.

El rostro de Alfred tornóse escarlata. Anteriormente ya había dado a Japp un breve resumen de los sucesos de la mañana, y se propuso ser más extenso sabiéndose un personaje importante.

—Puedo contarles lo que gusten; solo tienen que preguntar.

—Para empezar. ¿Sucedió algo anormal?

Alfred, tras reflexionar unos instantes, repuso:

—No. Todo estuvo como de costumbre.

—¿Vino alguna persona extraña?

—No, señor.

—¿Ni siquiera entre los pacientes?

—No sé lo que quiere decir. No viene nadie si no tiene pedida hora de antemano. Todos están anotados en la agenda.

Japp asintió.

—¿Pudo haber entrado alguien? —inquirió Poirot.

—No. A no ser que tuviera una llave.

—Y, en cambio, es fácil salir de la casa.

—¡Oh, sí! Como le digo, muchos lo hacen. A menudo bajan la escalera mientras yo subo en el ascensor con el nuevo cliente. ¿Sabe?

—Ya. Ahora dinos quién llegó primero y sigue con los demás. Si no recuerdas los nombres, descríbelos.

Alfred, luego de pensar un poco, explicó:

—Primero vino una señora con una niña para ver a Mister Reilly, y Mister Soap, o algo así, cliente de Mister Morley.

—Muy bien, continúa —dijo Poirot.

—Luego, otra señora de edad, muy elegante, que vino en un Daimler. Cuando ella salía llegó un militar alto, y después usted —dijo, señalando a Poirot.

—Perfectamente.

—Luego, vino el americano.

Japp preguntó interesado:

—¿Americano?

—Sí, señor. Un joven muy americano…, se le notaba en el acento. Vino temprano, ¡ya lo creo!, y eso que su hora era a las once y media, y, lo que es más, tampoco se esperó.

—¿Cómo es eso? —extrañóse el inspector Japp.

—Vine a buscarle a las once y media, cuando sonó el timbre de Mister Reilly… Puede que fuese algo más tarde…, las doce menos veinte…, y ya no estaba allí. Debió de acobardarse —y añadió con aire experimentado—: A veces lo hacen.

Poirot siguió interrogándole.

—Luego, debió de salir poco después que yo.

—Sí, señor. Usted salió cuando hube acompañado a un individuo que vino en un Rolls. ¡Oh, es magnífico el coche de Mister Blunt! Después de despedirle a usted llegó una señora. Miss Some Berry Seale o algo parecido, y luego… Bueno, a decir verdad, bajé a la cocina a tomar un bocadillo, y entonces sonó el timbre de Mister Reilly; así que subí, y, como le dije, el americano ya no estaba. Fui a decírselo a Mister Reilly, que juró y maldijo como tiene por costumbre.

—Continúa —dijóle Poirot.

—Déjeme pensar. ¿Qué pasó después? ¡Ah, sí! El timbre de Mister Morley para que subiera Miss Seale, y Mister Blunt salió mientras yo subía con ella en el ascensor. Luego, volví a bajar y llegaron dos caballeros, uno bajito de voz atiplada, no recuerdo su nombre. Querían ver a Mister Reilly. Y un extranjero grueso, a Mister Morley. Miss Seale terminó en seguida (en menos de un cuarto de hora). La acompañé hasta la puerta e hice subir al extranjero. Ya había acompañado a los caballeros de Mister Reilly cuando él llegó.

—¿Y no viste salir a Mister Amberiotis, el caballero extranjero? —le dijo Japp.

—No, señor. Debió de marcharse solo. Tampoco vi salir a los dos caballeros.

—¿Dónde estuviste de las doce en adelante?

—Siempre me siento en él ascensor, en espera de que llamen a la puerta o suenen los timbres.

—¿Y puede que estuviera leyendo? —aventuró Hércules Poirot.

Alfred volvió a enrojecer.

—No hay ningún mal en ello, señor. Lo hago cuando no tengo nada que hacer.

—Muy cierto. ¿Y qué leías?

Asesinato a las once cuarenta y cinco. Una novela policíaca americana. ¡Estupenda! Todos son pistoleros.

Poirot sonrió ligeramente al decir:

—¿Oyes cerrarse la puerta principal desde allí?

—¿Quiere decir si salió alguna persona? No creo, pero sí sé que lo habría notado. El ascensor está al fondo del vestíbulo. Los timbres suenan allí, también el de la puerta. No puedo dejar de oírlos.

Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y qué pasó luego? —quiso saber él inspector.

Alfred frunció el entrecejo, esforzándose por recordar.

—Solo quedaba Miss Shirty. Esperé a que llamase Mister Morley, y en vista de que no la recibía, se marchó a la una y media, bastante enfadada.

—¿Y no se te ocurrió subir a ver si Mister Morley estaba preparado?

Alfred negó con la cabeza.

—No, señor. Ni soñarlo. Porque sabía que el último cliente estaba todavía arriba. Tenía que esperar a oír el timbre. Claro que de haber sabido lo que había hecho Mister Morley…

—¿El timbre suena antes que baje el paciente, o mientras baja? —preguntó Poirot.

—¡Oh, según! En general, cuando ya ha bajado la escalera. Si pide el ascensor, suena a veces mientras bajamos. Pero no hay regla fija. Alguna vez Mister Morley esperaba unos minutos antes de llamar. Cuando tenía prisa llamaba en cuanto salían de la habitación.

—Ya… —Poirot hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Te ha sorprendido el suicidio de Mister Morley, Alfred?

—Me quedé de una pieza. No tenía motivos para hacer eso —los ojos de Alfred abriéronse desmesuradamente—. ¡Oh!… No habrá sido asesinado, ¿verdad?

—Suponiendo que sí, ¿te sorprendería menos? —intervino Poirot antes que Japp pudiera hablar.

—Pues no lo sé, señor. ¿Quién desearía asesinar a Mister Morley? Era…, era un hombre muy corriente. ¿De veras le han asesinado?

—Tenemos que considerarlo todo. Por eso te he dicho que podrías ser un testigo muy importante y que debieras probar de reconstruir todo lo sucedido esta mañana —repuso Poirot con gravedad.

Alfred frunció el entrecejo en un prodigioso esfuerzo de memoria.

—No puedo recordar nada más, señor. De veras.

El tono de Alfred convenciólos.

—Está bien. ¿Y estás seguro de que no vinieron más pacientes?

—Sí, señor. Y el novio de Miss Nevill…, muy enfadado por no encontrarla aquí.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Japp, receloso.

—Poco después de las doce. Al decirle que Miss Nevill pasaría el día fuera, pareció desconcertado y quiso ver a Mister Morley. Le dijo que estaría ocupado hasta la hora de comer, pero re-puso que no importaba, que esperaría.

—¿Y esperó? —inquirió Poirot.

Los ojos de Alfred reflejaron asombro al decir:

—¡Oh, no había pensado en eso! Entró en la sala de espera, pero más tarde no estaba allí. Debió de cansarse de esperar y pensaría volver en otra ocasión.

6

Una vez hubo salido Alfred de la habitación, Japp, dijo, mordaz:

—¿Cree usted que era conveniente sugerir al muchacho la idea de asesinato?

Poirot encogióse de hombros.

—Yo creo que sí. Es un estímulo para hacerle recordar cosas olvidadas y que le hará estar alerta por lo que pudiera suceder.

—De todas maneras, no queremos darle este carácter tan pronto.

Mon cher, Alfred lee novelas detectivescas. Está enamorado del crimen. Lo que se le escape a Alfred lo registrará su morbosa imaginación.

—Bien; acaso tenga razón, Poirot. Ahora vayamos a oír lo que tenga que decirnos Reilly.

* * *

La clínica y despacho de Mister Reilly, situada en el primer piso, era tan espaciosa como la de arriba, aunque no tan bien equipada, y con menos claridad.

El socio de Mister Morley era un hombre joven, alto y moreno, con un mechón rebelde de cabellos cayendo sobre su frente, voz atractiva y mirada astuta.

—Esperamos, Mister Reilly —le dijo Japp después de las presentaciones—, que nos dé alguna luz sobre este asunto.

—Están ustedes equivocados. No puedo —respondió el otro—. Solo les digo que Henry Morley era una persona incapaz de suicidarse. Yo podría hacerlo, pero él no.

—¿Por qué habría usted de suicidarse? —inquirió Poirot.

—Porque tengo mil preocupaciones. La primera: el dinero. Nunca supe adaptar mis gastos a mis ingresos. Morley era hombre cuidadoso. Estoy seguro de que no le encontrarán deudas.

—¿Y en cuestiones amorosas…? —insinuó Japp.

—¿Quién? ¿Morley? No sentía la alegría de vivir. ¡Pobre hombre! Estaba dominado por su hermana.

Japp pasó a interrogarle sobre los pacientes de aquella mañana.

—¡Oh! Todos los tengo anotados y a su disposición. La niña Betty Heath es una chiquilla muy mona. He ido a visitar a toda su familia. Uno tras otro. El coronel Abercrombie, también antiguo cliente…

—¿Y qué nos dice de Mister Howard Raikes? —preguntóle Japp.

Reilly hizo una mueca.

—¿El que se fue sin verme? Es la primera vez que viene. No sé nada de él. Telefoneó pidiendo hora.

—¿Desde dónde llamó?

—Desde el hotel Holborn Palace. Me parece que es americano.

—Eso dijo Alfred.

—Pues debe saberlo —aseguró Mister Reilly—. Es un fanático aficionado al cine Alfred.

—¿Y el otro paciente?

—¿Barnes? Es un hombrecillo gracioso y puntual. Empleado del Estado, ya retirado. Vive en Ealing.

Japp hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Qué puede decirnos de Miss Nevill?

Reilly arqueó las cejas.

—¿La secretaria rubia? ¡Nada en absoluto! Sus relaciones con Morley eran perfectamente honestas… Estoy seguro.

—Yo no he dicho que no lo fueran —respondió Japp, enrojeciendo ligeramente.

—Ha sido culpa mía —repuso Reilly—. ¿Querrá perdonar mi mentalidad suspicaz? Creí que podría ser un intento por su parte para cherchez la femme. Perdone que emplee su idioma —añadió, dirigiéndose a Poirot—: Tengo buen acento, ¿verdad? Es que he sido educado en un colegio de monjas.

Japp no aprobó esta impertinencia.

—¿Sabe algo del prometido de Miss Nevill? Se llama Carter, según creo. Francis Carter.

—Morley no le tenía en buen concepto —explicó Reilly—, y trató de que Miss Nevill rompiera con él.

—¿Eso pudo disgustar a Carter?

—Probablemente, muchísimo —convino Mister Reilly con regocijo.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Discúlpeme, pero es un suicidio lo que está investigando, no un asesinato.

—Y si lo fuese, ¿tendría algo que sugerir? —preguntó Japp, vivamente interesado.

—¡Lo que es yo, no! ¿Quién quiere que fuese? ¿Georgina? Es mujer de temperamento, pero su moral es muy recta. Claro que yo pude subir fácilmente y matarle, pero no lo hice. En resumen, no puedo suponer que quisieran matarle; pero tampoco concibo que se suicidara.

Y añadió en otro tono de voz:

—A decir verdad, lo he sentido mucho. No deben juzgarme por mis modales. Estoy nervioso. Yo apreciaba al pobre Morley y le echaré mucho de menos.

7

Japp colgó el teléfono. Su rostro parecía preocupado al volverse hacia Poirot.

—Mister Amberiotis no se encuentra bien… y no podrá ver a nadie esta tarde. Pues a mí me recibirá… No se me escapa. Tengo a un agente en el Savoy dispuesto a detenerle si trata de escabullirse.

—¿Cree que Amberiotis mató a Morley? —dijo Poirot, pensativo.

—No lo sé. Pero es la última persona que le vio vivo. Y era un paciente nuevo. Según su relato, le dejó vivo y perfectamente a las doce y veinticinco. Eso puede ser o no verdad. Si Morley estaba con vida a esa hora, tendremos que reconstruir lo que pasara después. Aún quedan cinco minutos antes de su próximo cliente. ¿Entró alguien durante esos cinco minutos? ¿Carter? ¿Reilly? ¿Qué sucedió? A las doce y media, o todo lo más a la una menos veinticinco, Morley falleció; de otro modo, habría llamado o avisado de palabra si es que no pensaba recibir a Miss Kirby. Como no lo hizo, o bien fue asesinado o alguien le dijo algo que le trastornó hasta el punto de suicidarse.

Hizo una pausa.

—Voy a interrogar a todos los pacientes de esta mañana. Queda la posibilidad de que dijera algo a alguno de ellos que nos ponga sobre la pista segura.

Miró su reloj.

—Mister Alistair Blunt dijo que podría dedicarnos unos minutos a las cuatro y cuarto. Iremos a verle el primero. Su casa está en Chelsea Embankment, y luego Miss Sainsbury Seale, de paso para visitar a Amberiotis. Prefiero que sepamos lo más posible sobre este asunto antes de hablar con nuestro amigo griego. Después querría charlar con el americano, que según usted tenía cara de criminal.

Hércules Poirot movió la cabeza.

—De criminal, no; de dolor de muelas.

—Es lo mismo; veremos a Mister Raikes. Su comportamiento fue muy extraño para decidirlo ahora. Indagaremos sobre el telegrama de Miss Nevill, su tía y su novio. En resumen, lo investigaremos todo e interrogaremos a todo el mundo.

8

Alistair Blunt nunca se había presentado a la vista del público. Posiblemente debido a ser un hombre apacible y retirado. Quizá porque durante años había figurado más como príncipe consorte que como rey.

Rebeca Sanseverato, de soltera Arnholt, a los cuarenta y cinco años vino a Londres desilusionada. Era descendiente de la realeza de los ricos Su madre fue una heredera de la familia europea Rothersteins. Su padre, la cabeza de la Banca americana Arnholt. Rebeca, debido a la desgraciada muerte de sus dos hermanos y un primo en un accidente de aviación, fue la única heredera de una inmensa fortuna. Se casó con un aristócrata europeo de nombre famoso, el príncipe Felipe di Sanseverato. Tres años más tarde obtuvo el divorcio y la custodia del hijo de su matrimonio, después de pasar dos años de miseria con aquel canalla bien educado, cuya mala conducta era notoria. Pocos años más tarde, el niño murió.

Amargada por sus sufrimientos, Rebeca Arnholt dedicó a la Banca su indudable capacidad para los negocios que llevaba en la sangre, y se asoció a su padre.

Después de muerto este, ella continuó siendo una figura poderosa del mundo de los negocios con sus inmensas posesiones. Se vino a Londres y enviaron a un joven socio de la casa londinense para entregarle varios documentos. Seis meses después el mundo estremecióse al saber que Rebeca Sanseverato iba a contraer nuevas nupcias con Alistair Blunt, un hombre casi veinte años más joven que ella.

Hubo las consiguientes burlas… y sonrisas. Rebeca, según sus amistades, era una tonta en lo referente al sexo masculino. Primero, Sanseverato; ahora, aquel muchacho. Claro que él se casaba solo por su dinero. Iba hacia el segundo desastre. Pero ante la sorpresa general el matrimonio fue un éxito. Los que profetizaron que Alistair Blunt gastaría su caudal en otras mujeres, se equivocaron. Permaneció fiel a su esposa. Incluso diez años después de su fallecimiento, al heredar toda su fortuna, no volvió a casarse, viviendo su vida apacible y sencilla. Era un genio para los negocios, lo mismo que lo fuera su compañera. Sus decisiones e intervenciones eran seguras; su honradez, indiscutible. Dominaba los vastos intereses de Arnholt y Rotherstein con sus dotes extraordinarias.

Apenas frecuentaba la sociedad. Poseía una casa en Kent y otra en Norfolk donde pasar los fines de semana; no en alegres francachelas, sino con unos pocos amigos pacíficos y tragones. Era aficionado al golf, y jugaba bastante bien. Le gustaba ocuparse en su jardín y en pequeños entretenimientos.

Este es el retrato del hombre a cuyo encuentro iba el inspector Japp y Hércules Poirot en un taxi bastante desvencijado.

La Casa Gótica era muy conocida en Chelsea Embankment. Su interior era lujoso, de una sobriedad muy costosa. No muy moderno, pero sí muy confortable.

Alistair Blunt no los hizo aguardar.

—¿El inspector Japp?

Esta adelantóse, para presentarle a Hércules Poirot. Blunt le miró con interés.

—Desde luego conozco su nombre, monsieur Poirot, y creo haberlo oído hace muy poco… —se detuvo, tratando de recordar.

Poirot dijo:

—Esta misma mañana, señor, en la sala de espera de ce pauvre Morley.

Alistair Blunt desarrugó la frente.

—Claro, sabía que le había visto en alguna parte —volvióse a Japp—. ¿En qué puedo servirle? He sentido muchísimo lo ocurrido al pobre Morley.

—¿Le ha sorprendido, Mister Blunt?

—Muchísimo. Claro que sé muy poco de él, pero le consideraba incapaz de suicidarse.

—¿Así que esta mañana le pareció alegre y lleno de salud?

—Eso creo…, sí —Alistair Blunt se detuvo; luego, prosiguió con sonrisa infantil—: La verdad es que soy un cobarde cuando se trata de ir al dentista, y odio esa ruedecilla que le meten a uno en la boca. Por eso no me fijé en nada hasta que hube terminado y me dispuse a salir. Pero debo decir que entonces parecía natural, de buen humor y ocupado en su trabajo.

—¿Iba a la consulta a menudo?

—Creo que es la tercera o cuarta vez. No me molestaron las muelas hasta el año pasado.

Hércules Poirot preguntó:

—¿Quién le recomendó a Mister Morley?

Blunt frunció el entrecejo, haciendo un esfuerzo para concentrarse.

—Déjeme que piense… Tuve dolor de muelas… Alguien me dijo que viera a Morley, de la calle Reina Carlota… No… Aunque me maten, no recuerdo quién fue… Lo siento…

Poirot dijo:

—Si lo recuerda, ¿querrá comunicárnoslo?

Alistair Blunt le observó con curiosidad.

—Sí, desde luego. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Quizá pueda importarnos mucho —dijo Poirot.

Mientras bajaban los escalones de la entrada, se detuvo un automóvil ante la mansión. Era de tipo deportivo…, uno de esos coches de cuyo interior es necesario salir por partes.

La joven que así lo hizo era toda brazos y piernas. Acababa de apearse cuando los dos hombres enfilaban la calle.

La muchacha los vio marchar en pie en la acera. De pronto gritó:

—¡Eh!

Sin comprender que la llamada iba dirigida a ellos, no se volvieron y la joven repitió:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Ustedes!

Detuviéronse para volverse con aire interrogador. La muchacha se aproximó a ellos. Seguía dando la impresión de ser toda brazos y piernas. Era alta, delgada, y en su rostro había una inteligencia y vivacidad que reemplazaba su falta de belleza. Era morena y de piel muy tostada.

Dirigióse a Poirot:

—Sé quien es usted…, el detective Hércules Poirot —su voz era cálida y profunda con algo de acento americano.

—Para servirle —dijo Poirot.

La muchacha miraba a su compañero.

—El inspector Japp —presentó Poirot.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente…, casi con susto, y habló con cierto desasosiego.

—¿Qué han estado haciendo aquí? No le habrá pasado nada a tío Alistair, ¿verdad?

Poirot se apresuró a decir:

—¿Por qué piensa usted eso, Miss…?

—No, ¿verdad? Gracias a Dios.

Japp repitió la pregunta de Poirot.

—¿Qué le hace pensar que le haya ocurrido algo a Mister Blunt, Miss…? —se detuvo, interrogándola.

La chica dijo mecánicamente:

—Olivera. Jane Olivera —luego, echóse a reír—. ¿No es verdad que ver sabuesos en la puerta sugiere una tragedia?

—Me satisface decir que no le ha sucedido nada a Mister Blunt, Miss Olivera.

Esta miró de frente a Poirot.

—¿Los llamó para algo?

Japp repuso:

—Nosotros vinimos a verle, Miss Olivera, para ver si podía iluminarnos sobre el caso de suicidio ocurrido esta mañana.

Ella dijo, interesada:

—¿Suicidio? ¿Quién fue? ¿Y dónde?

—El dentista Mister Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho.

—¡Oh! —dijo Jane Olivera, añadiendo impulsivamente—: ¡Oh, pero eso es absurdo! —y dando media vuelta los dejó sin más ceremonias, subiendo al galope la escalera de la Casa Gótica, que abrió ella misma con su llave.

—¡Bueno! —dijo Japp, contemplándola—. Esto es algo inaudito.

—Interesante —observó Poirot.

Japp miró su reloj y detuvo un taxi.

—Tenemos tiempo para ver a Miss Sainsbury Seale de paso para el Savoy.

9

Miss Sainsbury Seale hallábase tomando el té en el vestíbulo, escasamente iluminado, del hotel Glengowrie Court.

Sorprendióse al ver a los policías vestidos de paisano, pero su agitación fue debida a su naturaleza afable.

Poirot pudo observar con disgusto que aún no había cosido la hebilla de su zapato.

—No sé adonde podríamos ir para hablar privadamente —dijóles mirando a su alrededor—. Es difícil; es la hora del té… ¿No querría tomar una taza? Y su amigo…

—Yo no, gracias —respondió Japp—. Este es Mister Hércules Poirot.

—¿De veras? ¿Cierto que no tomarían un poco de té? ¿No? Bien, podemos probar en el salón, aunque suele llenarse. ¡Oh, veo un rincón al fondo que va a desocuparse! Podemos ir allí.

Los condujo hasta un sofá y dos butacas situados en un ángulo. Poirot y Japp la siguieron; El primero recogió el chal y un pañuelo que Miss Sainsbury Seale dejó caer por el camino y se lo devolvió.

—¡Oh, gracias! ¡Soy tan descuidada! Ahora, por favor, inspector, pregúnteme lo que guste. ¡Es un caso tan desconcertante! ¡Pobre hombre! Supongo que tendría alguna preocupación. ¡Vivimos en una época tan difícil!

—¿Le pareció angustiado, Miss Seale?

—Pues… —Miss Sainsbury Seale reflexionó antes de responder—. No puedo decir que lo estuviera. Pero quizá no me diera cuenta debido a las circunstancias. Me temo que soy bastante cobarde.

Miss Sainsbury Seale acarició sus rizos.

—¿Puede decirnos quién más había en la sala de espera mientras estuvo usted allí?

—Veamos… Cuando entré solo vi a un joven. Pensé que debían de dolerle mucho las muelas, porque hablaba en voz baja con mirada de animal herido, volviendo las hojas de una revista sin ton ni son. De repente se puso en pie y salió. Debía de tener un dolor muy fuerte.

—¿No sabe si abandonó la casa al salir de la habitación?

—No lo sé. Me figuré que no podía esperar más para ver al dentista. Pero no debió de ver a Mister Morley, porque unos instantes más tarde vino el botones para acompañarme.

—¿Volvió a entrar en la sala de espera al salir?

—No. Me peiné y me puse el sombrero arriba. Algunas personas —continuó Miss Sainsbury Seale— dejan sus sombreros abajo, en la sala de espera, pero yo no. A una amiga mía le ocurrió algo muy desagradable. Estrenaba un sombrero y lo dejó sobre una silla; cuando volvió a buscarlo, no querrá usted creerlo, una niña se había sentado encima, dejándolo como una torta. ¡Estropeado…, completamente estropeado!

—Una catástrofe —dijo Poirot con gentileza.

—La culpa fue de la madre —prosiguió Miss Sainsbury Seale—. Las madres deben vigilar a sus hijos. Las criaturas no quieren hacer ningún daño, pero hay que vigilarlas.

Japp insistía.

—Entonces, ¿ese joven fue el único cliente que encontró en el número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota?

—Cuando subía para ver a Mister Morley, bajaba por la escalera un caballero… ¡Oh!… Y recuerdo a un extranjero muy peculiar que salía de la casa cuando yo llegué.

Japp carraspeó.

—Ese era yo, madame —intervino Poirot con dignidad.

—¡Oh Dios mío! ¡Era usted! Perdóneme, soy tan corta de vista, y esto está tan oscuro, ¿ver-dad? Yo alardeo de tener buena memoria, para las caras, pero hay muy poca luz aquí, ¿verdad? Perdone mi lamentable equivocación.

Consolaron a la dama y Japp preguntó:

—¿Está segura de que Mister Morley no dijo nada de…, por ejemplo, de que aguardaban una entrevista desagradable esta mañana? ¿O algo parecido?

—No. Estoy segura.

—¿No mencionó a un paciente llamado Amberiotis?

—No, no. No dijo nada, excepto, claro está, lo que los dentistas suelen decir.

Por la mente de Poirot pasaron veloces las palabras: «Enjuagúese», «Abra la boca un poco más», «Puede cerrarla».

Japp, mientras, advertía a Miss Seale que quizá tuviese que prestar su testimonio ante el Jurado.

Después de exhalar un grito ahogado, Miss Sainsbury Seale pareció acoger la idea con agrado. A la primera insinuación de Japp les contó toda la historia de su vida.

Había llegado de la India hacía seis meses. Estuvo hospedada en varios hoteles y casas de huéspedes hasta que al fin vino al hotel Glengowrie Court, que le gustaba por su ambiente familiar; en la India vivió casi siempre en Calcuta, trabajando como misionera y profesora de declamación.

—Inglés puro; lo más importante es pronunciar bien. ¿Sabe, inspector? Cuando niña trabajé en el teatro. ¡Oh, solo en papeles sin importancia! ¡En provincias! Pero tenía grandes ambiciones y repertorio. Hice una gira por todo el mundo… Shakespeare, Bernard Shaw… —suspiró—. Lo que nos pierde a las mujeres es el corazón… y la piedad de nuestros corazones. Me casé de pronto, y lo dejé todo. Y bien que me engañó. Recobré mi nombre de soltera. Una amiga me prestó un pequeño capital, y monté mi escuela de declamación. Formé una sociedad dramática de aficionados. Ya le enseñaré algunos programas.

El inspector Japp conocía ese peligro. Escabullóse mientras Miss Seale iba diciendo:

—… Y si por casualidad debiera aparecer mi nombre en los periódicos, como testigo en el juicio, claro, ¿ya sabe cómo se escribe? Mabelle Sainsbury Seale. Mabelle se escribe MABELLE, y Seale, SEALE. Y si quisieran mencionar mi actuación en Como tú quieras, en el teatro de Oxford…

—¡Claro, claro! —el inspector Japp casi salió huyendo.

En el taxi suspiró, mientras se secaba el sudor de su frente.

—Es preciso investigar por si todo fuesen mentiras… Aunque no lo creo.

Poirot movió la cabeza.

—Los mentirosos no son tan circunstanciales, ni tan inconsecuentes.

Japp proseguía;

—Temo que haga demasiada comedia en el juicio (muchas solteronas lo hacen), pero habiendo sido actriz será mucho peor. ¡Pues no es poca propaganda para ella!

—¿De veras la quiere como testigo? —le preguntó Hércules Poirot.

—Probablemente, no. Veremos —hizo una pausa antes de continuar—: Estoy más convencido que nunca, Poirot. Esto no fue un suicidio.

—¿Y el móvil?

—Dejémoslo de momento. Suponga que Morley hubiese seducido a la hija de Amberiotis.

Poirot, en silencio, trató de imaginar a Mister Morley en el papel de seductor de una muchacha griega, pero fracasando.

Recordó a Japp que Mister Reilly dijo que su socio no sentía la alegría de vivir.

Japp repuso vagamente:

—¡Oh, nunca se sabe lo que puede pasar en un crucero! —y añadió con satisfacción—: Sabremos a qué atenernos cuando hablemos con ese individuo.

Pagó al taxista y luego entraron en el Savoy.

Japp preguntó por Mister Amberiotis.

El encargado miróle con bastante extrañeza.

—¿Mister Amberiotis? Lo siento, señor; pero me temo que no podrá verle.

—¡Oh, sí que puedo! —saltó Japp, enseñando sus credenciales.

El encargado repuso:

—No me ha entendido, señor. Mister Amberiotis ha fallecido hace media hora.

A Hércules Poirot le pareció como si acabasen de cerrar una puerta sin hacer ruido.