One, two, buckle my shoe[1]
1
Mister Morley no estaba de muy buen humor aquella mañana.
Se quejó de la calidad del jamón y del café, diciendo que tenía aspecto de barro líquido, y que las frutas eran peores en cada desayuno.
Mister Morley era un hombrecillo menudo, de mandíbula enérgica y barbilla retadora. Su hermana, que administraba la casa, era una mujer alta, bastante parecida a un granadero. Mirando pensativa a su hermano, le preguntó si había vuelto a encontrar el baño frío.
Mister Morley, de mala gana, dijo que no.
—El Gobierno parece que pasa de su estado de incompetencia a otro de positiva imbecilidad —comentó leyendo el periódico.
Miss Morley dijo con su voz profunda y grave:
—¡Es vergonzoso!
Como mujer siempre había reconocido el poder del Gobierno, y quiso que su hermano le explicara exactamente por qué la actual política era inconcluyente, idiota, imbécil y francamente suicida.
Cuando Mister Morley hubo explicado aquellos puntos, tomóse otra taza del café injuriado, arrepintiéndose de su anterior injusticia.
—¡Estas muchachas —dijo— son todas iguales! ¡Informales, egoístas; quieren ser independientes!
Miss Morley le miró inquisitivamente.
—¿Te refieres a Gladys?
—Acabo de recibir este aviso. Su tía ha sufrido un ataque y ha tenido que ir a Somerset.
Miss Morley dijo:
—Es muy lamentable, querido; pero, después de todo, ella no tiene la culpa.
Mister Morley movió la cabeza tristemente.
—¿Y cómo sé yo que su tía ha sufrido un ataque? ¿Quién me dice a mí que no ha sido todo tramado por ella y ese jovenzuelo indeseable que la acompaña? ¡Ese muchacho es de lo peor que he visto! Entre los dos deben de haber planeado esta escapatoria.
—¡Oh, no, querido! No creo que Gladys hiciera una cosa así. Siempre has dicho que es muy escrupulosa.
—Sí, es cierto.
—Y muy inteligente y diestra en su trabajo.
—Sí, sí, Georgina; pero eso era antes que apareciera ese indeseable. Está muy cambiada…, por completo… Abstraída, trastornada, nerviosa.
La mujer exhaló un profundo suspiro.
—Al fin y al cabo, Henry, llega un momento en que todas las muchachas se enamoran. Es inevitable… y necesario a la vez.
Mister Morley alzó la voz.
—Pero no debería dejar que afectase su eficiencia de secretaria. Y precisamente hoy que estoy tan ocupado. Tengo varios pacientes muy importantes. ¡Es demasiada molestia!
—Seguramente debe de ser un fastidio, Henry. A propósito, ¿cómo se desenvuelve el nuevo botones?
Henry Morley repuso de mal humor:
—Es de los peores que he tenido. Es incapaz de recordar un solo nombre, por sencillo que sea, y tiene unos modales de lo más groseros. Si no mejora, tendré que echarle y probar otro. No comprendo los resultados de la educación de hoy en día. Salen una colección de inútiles que no comprenden nada de lo que les dices, y ni siquiera lo recuerdan.
Miró su reloj.
—Debo marcharme. Tengo toda la mañana ocupada, y he de sacar tiempo para atender a esa Miss Sainsbury Seale. Le sugerí que viera a Reilly, pero no quiso ni oírme.
—Claro que no —dijo Georgina fielmente.
—Reilly es muy competente, mucho. Diplomas de primera clase y muy al día en su trabajo.
—Le tiembla el pulso —dijo Miss Morley—. Yo creo que bebe.
Su hermano echóse a reír, recobrando su buen humor.
—A la una y media vendré a tomar un bocadillo, como siempre.
2
En el hotel Savoy, Mister Amberiotis, con el entrecejo fruncido, escarbaba sus dientes con un palillo.
Todo iba bien.
La suerte le acompañaba, como de costumbre. Y pensar que un puñado de palabras amables dedicadas a aquella mujer estúpida fueran tan espléndidamente recompensadas. ¡Oh, bien!… Arroja tu pan sobre las aguas… Siempre fue un hombre bondadoso. ¡Y generoso! En el futuro podría serlo aún más. Se imaginó haciendo buenas obras El pobre Dimitri… y el buen Constantopopolus luchando para sacar adelante su restaurante… ¡Qué agradables sorpresas iba a darles!
El mondadientes de Mister Amberiotis seguía escarbando sus encías descuidadamente hasta que se hizo daño. Las visiones rosadas se desvanecieron para dar paso a las preocupaciones del inmediato presente. Acarició la parte dolorida con la lengua. Sacó su librito de anotaciones:
«A las doce. Calle de la Reina Carlota, número 58».
Quiso recobrar su anterior estado de ánimo, sin conseguirlo. El horizonte se limitaba ahora a estas escuetas palabras:
«Calle de la Reina Carlota, 58. A las doce».
3
En el hotel Glengowrie, al sur de Kensington, acababa de concluir el desayuno. En el vestíbulo, Miss Sainsbury Seale charlaba con mistress Bolitho. Eran vecinas de mesa en el comedor e hiciéronse amigas al día siguiente de la llegada de Miss Sainsbury, una semana antes.
Miss Sainsbury Seale estaba diciendo:
—¿Sabes, querida? Ya no me duele. ¡Ni una punzada! Me parece que voy a telefonear…
Mistress Bolitho la interrumpió:
—Vamos, no seas tonta. Ve al dentista y acaba de una vez.
Mistress Bolitho era una mujer alta y autoritaria, de voz profunda. Miss Sainsbury Seale tendría unos cuarenta años, y llevaba los cabellos teñidos, formando bucles descuidados. Sus vestidos eran holgados, aunque bastante elegantes; y sus lentes, sujetos solo sobre la nariz, siempre se le caían. Era una gran conversadora.
Le decía con animación:
—Pero es que en realidad no me duele nada.
—¡Qué tontería! Me has dicho que apenas dormiste esta noche.
—No, no dormí, es verdad; pero quizá ahora el nervio esté muerto.
—Razón de más para ir al dentista —afirmó mistress Bolitho—. Todos queremos librarnos por cobardía. Es mejor que te decidas y acabes de una vez.
Algo pugnaba por salir de los labios de Miss Sainsbury Seale en un susurro:
«Sí, pero el diente no es tuyo».
En cambio, solo dijo:
—Creo que tienes razón. Y Mister Morley es un hombre muy cuidadoso y nunca hace daño a nadie.
4
La reunión de la junta directiva finalizó habiendo transcurrido sin incidencias. El informe fue bueno, sin ninguna nota discordante, aunque el sensible Samuel Rotherstein vio algo desacostumbrado en el presidente.
Una o dos veces había empleado un tono áspero, completamente innecesario.
¿Alguna preocupación interna? Quizá. Y, sin embargo, Rotherstein no podía relacionar a Alistair Blunt con preocupaciones. Era un hombre insensible, netamente inglés.
Siempre cabía la posibilidad de qué le molestase el hígado. A Mister Rotherstein le atormentaba de vez en vez, pero nunca oyó quejarse a Alistair de aquella dolencia. Su salud era tan buena como su cerebro para las finanzas. Y, a pesar de todo…, había algo… Un par de veces, el presidente, llevándose la mano a la cara para apoyar en ella su barbilla (cosa rara en él) pareció…, sí, distraído.
Al salir del salón de la junta empezaron a bajar la escalera.
Rotherstein dijo:
—¿Puedo llevarle a su casa?
Alistair Blunt, sonrió moviendo la cabeza.
—Mi coche está esperándome —miró su reloj—. No vuelvo a la ciudad. A decir verdad, tengo hora dada en casa del dentista.
El Misterio estaba aclarado.
5
Hércules Poirot, después de apearse del taxi y pagar al conductor, pulsó el timbre del número 58 de la calle de la Reina Carlota.
Tras un corto intervalo abrió la puerta un muchacho pelirrojo, de cara pecosa, vestido con el uniforme de botones.
Hércules Poirot, habló:
—¿Mister Morley?
En su interior albergaba la ridícula esperanza de que Mister Morley hubiese tenido que salir, estuviera indispuesto o no visitase aquel día… Todo en vano. El botones se hizo a un lado y Hércules Poirot tuvo que entrar en la casa. La puerta cerróse tras él como una sentencia inapelable.
El botones preguntó:
—¿Su nombre, por favor?
Poirot se lo dijo, y el muchacho, luego de abrir una puerta a la derecha del vestíbulo, le hizo pasar a la sala de espera.
Era una habitación amueblada con buen gusto y, según opinión de Hércules Poirot, muy lúgubre. Sobre la bruñida mesa, imitación Sheraton, veíanse revistas y periódicos cuidadosamente colocados. En un mueble, dos candelabros plateados y un épergne. Sobre la chimenea, un reloj y dos jarrones de bronce. Las ventanas estaban ocultas por cortinajes de terciopelo azul, y las butacas tapizadas de un tejido de dibujo jacobino con pájaros rojos y flores.
En una de ellas hallábase sentado un caballero de aspecto marcial con un fiero mostacho y rostro amarillento. Miró a Poirot como quien contempla un insecto dañino y quisiera tener a su alcance un pulverizador con D.D.T. Poirot, observándole con disgusto, se dijo: «En verdad que algunos ingleses son tan desagradables y ridículos que debieran librarlos de su miseria en el momento de nacer».
El militar, concluida su larga contemplación, volvió su silla para evitar mirar a Poirot y se puso a leer el Times.
Poirot a su vez cogió el Punch.
Fue leyéndolo detenidamente, pero no encontraba gracioso ninguno de sus chistes.
El botones entró preguntando:
—¿El coronel Arrowbumby?
Y el militar salió tras él.
Poirot se puso a pensar en las posibilidades de que se llamara así efectivamente, cuando volvióse a abrir la puerta para dar paso a un hombre de unos treinta años.
Mientras el recién llegado, en pie junto a la mesita, revolvía nervioso entre las revistas, Poirot pudo verle de perfil.
«Un hombre desagradable y peligroso —pensó—, un posible asesino».
Sea como fuere, tenía un aspecto más criminal que todos los que el detective arrestara durante el curso de su carrera.
El botones abrió la puerta y dijo:
—¿Mister Poirot?
Considerando que habría querido pronunciar su nombre, Poirot se levantó. El muchacho le condujo otra vez al vestíbulo y de allí a un reducido ascensor, en el que llegaron al segundo piso. Siguieron un pasillo y abrió la puerta de una pequeña antesala, en la que entraron. El botones golpeó con los nudillos una segunda puerta y, sin aguardar respuesta, abrióla para que entrase Poirot.
Al entrar oyó el rumor de un grifo abierto, y dando vuelta a la puerta, encontró a Mister Morley lavándose las manos con placer profesional en un lavabo adosado a la pared.
6
En las vidas de los grandes hombres hay ciertos momentos humillantes. Ningún hombre es un héroe para su criado, se dice, y a esto hay que añadir que muy pocos se consideran héroes en el momento de visitar a su dentista.
A Hércules Poirot le constaba este hecho.
Era hombre acostumbrado a tener buena opinión de sí mismo. Él era Hércules Poirot, superior en muchos aspectos a los demás mortales; y, sin embargo, en aquel momento era incapaz de sentirse superior a ninguno. Su moral estaba bajo cero. Constituía tan solo la imagen vulgar, cobarde, del hombre asustado ante el sillón del odontólogo.
Mister Morley había concluido sus abluciones, y le hablaba con su amabilidad profesional.
—Para la época del año en que estamos, apenas hace calor.
Le llevó hasta el punto temido… ¡El sillón!
Hércules Poirot aspiró profundamente antes de sentarse y apoyar la cabeza para que Mister Morley la acomodara a la altura conveniente;
—Bueno —dijo Mister Morley con vivacidad—; ¿está usted cómodo? ¿De verdad?
Con voz sepulcral, Poirot dijo que estaba perfectamente.
Mister Morley aproximó una mesita auxiliar, cogió su espejito y una herramienta y se preparó para su trabajo.
Hércules Poirot, asido con fuerza a los brazos del sillón, cerró los ojos y abrió la boca.
—¿Le duele algo? —preguntó Mister Morley.
Bastante confusamente, debido a la dificultad de pronunciar las consonantes teniendo la boca abierta, Hércules Poirot dijo que no le dolía nada en especial. Esta era la segunda visita anual que su orden y minuciosidad le exigía dedicar al cuidado de su dentadura. Era muy probable, claro está, que no tuviese nada. Pudiera ser que Mister Morley no viese la segunda muela del maxilar inferior que le diera aquellos pinchazos… Pudiera ser, pero no era probable, pues Mister Morley era un buen dentista.
Mister Morley iba examinando lentamente su dentadura, golpeando y tanteando, comentando al mismo tiempo…
—Este empaste está algo gastado; no es nada importante. Las encías las tiene muy bien… Me alegro de que así sea.
Una pausa. ¿Algo sospechoso? No; falso motivo de alarma. Uno, dos… ¿No pasa al tercero? No.
«El perro ha olfateado al conejo», pensó haciendo uso de un conocido modismo.
—Aquí hay algo. ¿No le ha dolido? ¡Hum, me extraña!
La prueba continuó.
Al fin Mister Morley apartóse, satisfecho.
—Nada de particular. Solo un par de empastes y un principio de caries en esta muela. Podré arreglárselo todo ahora.
Hizo girar un conmutador y se oyó un zumbido. Mister Morley descolgó el torno para colocarle una fresa con gran cuidado.
—Guíeme —dijo sencillamente, y se dispuso a trabajar.
A Poirot no le fue necesario hacer uso de su advertencia, ni levantar la mano, ni siquiera gritar, pues en el momento preciso Mister Morley detenía el torno, le daba la breve orden: «Enjuagúese», aplicaba una hila y escogía otra fresa para continuar. El torno produce más miedo que dolor.
Mientras Mister Morley preparaba el empaste, reanudaron la conversación.
—Esta mañana tengo que hacerlo yo mismo —explicó—. Miss Nevill ha tenido que ausentarse. ¿Recuerda a Miss Nevill?
Poirot asintió sin acordarse.
—Ha tenido que marcharse al campo a causa de un pariente enfermo. Estas cosas siempre ocurren en días de mucho trabajo, y hoy voy algo retrasado. El paciente que le ha precedido ha llegado tarde. Es de lamentar. Me estropea toda la mañana. Y además tengo que admitir a una cliente más porque tiene mucho dolor. Siempre reservo un cuarto de hora para estos casos. A pesar de eso, tendré que apresurarme.
Mister Morley revolvía en el pequeño mortero. Luego, prosiguió su discurso.
—Voy a decirle algo que he observado, Mister Poirot. Las personas importantes siempre llegan a tiempo, nunca hacen esperar. Los reyes, por ejemplo, siempre son puntuales, y esos grandes hombres de la ciudad, lo mismo. Esta mañana espero a uno de los más importantes… ¡Alistair Blunt!
Mister Morley pronunció el nombre con voz triunfal.
Poirot, a quien varios trozos de algodón y un tubo de cristal colocado bajo su lengua impedían hablar, exhaló un sonido indefinible.
¡Alistair Blunt! Hombres como aquel eran los que hacían vibrar en la actualidad. No duques, ni condes, ni primeros ministros. No. Sencilla y llanamente, Mister Alistair Blunt. Un hombre de rostro desconocido para el público en general, cuyo nombre solo aparecía en sencillos párrafos. Ningún ser excepcional. Sencillamente un inglés desconocido, que era la cabeza de la mayor firma bancaria de Inglaterra. Un hombre inmensamente rico, que decía «sí» y «no» a los gobiernos, y llevaba una vida sosegada y discreta, sin aparecer jamás en ninguna tribuna pública ni pronunciar discursos. Sin embargo, en sus manos tenía el poder supremo.
Mister Morley continuaba empleando un tono, reverente mientras rellenaba su muela.
—Siempre acude a sus citas con puntualidad. A menudo despide su coche y regresa a pie a su despacho. Es un sujeto afable, sosegado y modesto; aficionado al golf y a su jardín. Al verle nunca se creería que puede comprar media Europa. Es como usted o como yo.
Momentáneamente, Poirot sintióse ofendido. Mister Morley era un buen odontólogo, eso sí; pero existían otros buenos dentistas en Londres. En cambio, Hércules Poirot solo había uno.
—Enjuagúese, haga el favor —dijo Mister Morley—. Esta es la réplica a sus Hitler, Mussolini y todos los demás —continuó Mister Morley emprendiéndola con otra muela—. Aquí no armamos tanto alboroto. Fíjese en nuestro rey y nuestra reina qué democráticos son. Claro, que un francés como usted, acostumbrado a la idea republicana…
—Ya na say francés. Ya…, say…, say…, balga —pronunciaba Poirot con la boca dilatada, inmóvil.
—¡Cállese! —le ordenó Mister Morley—. La cavidad debe estar completamente seca —y siguió inyectando aire caliente.
Luego, prosiguió:
—No creía que fuese usted belga. ¡Qué interesante! Siempre he oído decir que el rey Leopoldo es un hombre extraordinario. Soy partidario de la tradición de la realeza. Ya sabe usted la educación que reciben. Fíjese con qué facilidad recuerdan nombres y rostros. Todo es cuestión de educación…, aunque, claro está, hay personas con aptitud especial para estas cosas. Yo mismo no puedo acordarme de los nombres, pero nunca olvido una cara. Por ejemplo, el otro día vino un paciente a quien había visto antes. El nombre no me decía nada, pero me dije en el acto: «¿Dónde le he visto antes? Aún no lo he recordado, pero ya me acordaré. Estoy seguro». Enjuagúese otra vez, la última.
Poirot bebió un buche de agua y la retuvo buen rato en la boca.
Una vez le hubo obedecido, Mister Morley exploró la boca de su paciente.
—Bien; creo que está todo arreglado. Cierre la boca… ¿Qué tal? No nota el empaste, ¿verdad? Ahora ábrala otra vez. Gracias.
Retiró la mesa e hizo girar el sillón.
Hércules Poirot se levantó, sintiéndose un hombre libre.
—Bueno, adiós, Mister Poirot. Espero que no descubra a ningún asesino en mi casa.
El detective, repuso, con una sonrisa:
—Cuando venía, todos me parecían criminales. ¡Ahora puede que sea distinto!
—¡Oh, sí! Hay una gran diferencia entre antes y después. De todos modos, los dentistas ya no somos tan diabólicos como antes. ¿Quiere que pida el ascensor?
—No, no; bajaré andando.
—Como guste. El ascensor está junto a la escalera.
Poirot salió. Al cerrarse la puerta oyóse correr el agua del grifo.
Bajó los dos tramos de escalones. Al llegar al último peldaño vio salir al coronel angloindio. No era mal parecido. Seguramente sería buen tirador y habría matado más de un tigre. Un hombre útil, una avanzada del Imperio.
Entró en la sala de espera para recoger el sombrero y el bastón que allí dejara. El inquieto muchacho todavía estaba allí, cosa que le extrañó. Un nuevo paciente, otro caballero, leía el Field.
Poirot observó al primero con el espíritu mejor dispuesto que antes. Aún conservaba su aspecto fiero (como si quisiera matar a alguien), pero no como un criminal, pensó Poirot. Sin duda, aquel joven bajaría luego la escalera feliz y sonriente sin desear mal a nadie.
El botones entraba para avisar muy decidido:
—Mister Alistair Blunt.
El hombre próximo a la mesa dejó sobre ella el Field al levantarse. Era un hombre bien vestido, ni gordo ni delgado, de edad y estatura medianas.
Salió tras el botones.
Uno de los hombres más ricos y poderosos de Inglaterra, que, sin embargo, tenía que visitar al dentista como cualquier otro, y que, sin duda, sentía lo mismo que los demás.
Estas reflexiones pasaron por la mente de Hércules Poirot mientras, luego de coger su sombrero y bastón, se dirigía a la puerta. Miró de reojo al joven y pensó que aquel muchacho debía de tener un espantoso dolor de muelas.
En el vestíbulo se detuvo ante el espejo para atusarse el bigote, ligeramente despeinado a causa de las manipulaciones de Mister Morley.
Acababa su arreglo cuando el ascensor descendía de nuevo y el botones salió del fondo del recibidor silbando desafinadamente. Se cortó en seco al ver a Poirot y fue a abrirle la puerta.
Ante la casa acababa de detenerse un taxi, del que sobresalía el pie de quien iba a apearse. Poirot lo contempló con galante interés.
Un tobillo bonito, enfundado en una media de buena calidad, no es despreciable. El zapato no le gustaba. Modelo nuevo de charol con una hebilla reluciente. Movió la cabeza. No era elegante, sino provinciano.
La dama apeóse del coche, y al hacerlo enganchó el otro pie en la puerta y la hebilla saltó tintineando sobre la acera. Poirot se adelantó a recogerla, devolviéndola con una inclinación.
¡Cielos! La mujer que le dio las gracias estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años. Anteojos sujetos sobre la nariz. Cabellos descoloridos, pero cuidados. Ropas holgadas. Al darle las gracias se le cayeron sus lentes y luego su bolso.
Poirot, por amabilidad, ya que no por galantería, se los recogió.
Ella subió los escalones del número 58 de la calle de la Reina Carlota, y Poirot interrumpió al taxista en la contemplación de la exigua propina recibida.
—Está libre, hein?
El conductor repuso de mala gana:
—¡Oh, sí; estoy libre!
—Yo también —dijo Hércules Poirot—. ¡Libre de cuidados!
Observó el aspecto asombrado del taxista.
—No, amigo; no estoy borracho. Es que acabo de ver al dentista y no necesito volver en seis meses. Es una sensación muy agradable.