El alba empezaba a asomar por encima de los árboles, como luces fluorescentes en una sala de operaciones. Mildred se volvió de espaldas a la blanca agonía de la luz. Su estallido de sentimiento había pasado, dejando su cara tersa y su voz serena. Sólo los ojos habían cambiado. Estaban soñolientos y su color era el de las ciruelas maduras.
—No fue como la primera vez. Esta vez no sentí nada. Es extraño matar a alguien sin sentir nada a causa de ello. Ni siquiera tenía miedo mientras le esperaba escondida en el armario del cuarto de baño. Siempre se daba un baño caliente por la noche, le ayudaba a dormir. Yo tenía un viejo martillo que había encontrado en el banco de trabajo de Jerry, en el invernadero. Cuando se hubo metido en la bañera salí sigilosamente del armario y le golpeé detrás de la cabeza con el martillo. Le sostuve la cara debajo del agua hasta que cesaron las burbujas.
»Sólo duró unos segundos. Abrí la puerta del baño y volví a cerrarla con llave desde fuera, limpié la llave y la metí por debajo de la puerta. Luego dejé el martillo donde lo había encontrado, con las cosas de Jerry. Esperaba que creyesen que había sido un accidente, pero, si no era así, quería que echasen la culpa a Jerry. Realmente era culpa suya, por haber azuzado a Carl a pelearse con su padre.
»Pero la culpa se la echaron a Carl, como usted bien sabe. Parecía querer que le echasen la culpa. Creo que durante un rato se convenció a sí mismo de que realmente había matado al senador y todo el mundo creyó lo mismo. El sheriff ni siquiera investigó.
—¿La estaba protegiendo a usted?
—No. Si me estaba protegiendo, él no lo sabía. Jerry hizo una especie de pacto con él para ahorrarle dinero al condado y para salvar el buen nombre de la familia. No quería un proceso por asesinato en su distinguida familia. Yo tampoco. No traté de entremeterme cuando Jerry hizo gestiones para que Carl ingresase en un hospital. Firmé los papeles sin decir una palabra.
»Jerry sabía lo que se hacía. Había estudiado derecho y dispuso las cosas de manera que le nombraran tutor de Carl. Eso significaba que lo controlaba todo. Yo no tenía ningún derecho, absolutamente ninguno, en lo que se refería a la herencia de la familia. Un día después de que Carl ingresara en el hospital, Jerry me insinuó cortésmente que me fuera del rancho. Creo que Jerry sospechaba de mí, pero era un individuo cauteloso. Le convenía más echarle toda la culpa a Carl y tener sus propias cartas boca abajo.
»El doctor Grantland también se puso en contra mía. Dijo que había terminado conmigo, después de las complicaciones que yo había causado. Dijo que ya no me protegía. Le daba lo mismo que el hombre al que pagaba para que callase se presentara a la policía y les contase todo lo referente a mí. Y que yo no pensara que podía desquitarme denunciándole a él. Sería mi palabra contra la suya, y yo era esquizofrénica perdida, y él podía probarlo. Me abofeteó y me ordenó que saliera de su casa. Dijo que si no me iba, llamaría a la policía sin esperar un segundo más.
»Me he pasado los últimos seis meses esperando a la policía —prosiguió—. Esperando que llamasen a la puerta. Algunas noches deseaba que viniese, quería que viniese, y de esta manera acabar de una vez. Otras noches, me daba lo mismo que viniese o no. Y otras, las peores, permanecía en cama consumiéndome de frío, con los ojos clavados en el reloj, contando los tictacs, uno a uno, toda la noche. El tictac parecía anunciar mi condena y era cada vez más fuerte, como si los policías llamasen a la puerta y subieran la escalera pisando fuerte.
»Llegué a tal extremo que por la noche me daba miedo dormirme. No he dormido durante las últimas cuatro noches, desde que averigüé quién era el amigo que Carl tenía en la sala del hospital. Era ese tipo, Rica, el que sabía todo lo referente a mí. Me lo imaginaba contándoselo a Carl. Y Carl se pondría en contra mía. No quedaría nadie en el mundo que simpatizase conmigo. Cuando me telefonearon ayer por la mañana para decirme que Carl se había fugado con ese sujeto supe que había llegado el momento. —Me miró con mucha serenidad—. Usted ya conoce el resto. Usted estaba aquí.
—Lo vi desde fuera.
—Eso era lo único que había, lo de fuera. No había ningún dentro, al menos no lo había para mí. Era como un ritual que yo fuese inventando sobre la marcha. Cada paso que daba tenía un significado en aquel momento, pero ahora ya no recuerdo ninguno de los significados.
—Dígame lo que hizo, desde el momento en que decidió matar a Jerry.
—Se decidió por sí solo —dijo—. No tuve que tomar ninguna decisión, ni hacer ninguna elección. El doctor Grantland me telefoneó a la oficina un poco antes de que usted llegara a la ciudad. Era la primera vez que tenía noticias suyas desde hacía seis meses. Dijo que Carl se había apoderado de una pistola cargada. Si Carl mataba a Jerry con ella, sería la solución de un montón de problemas. Habría dinero disponible, en caso de que el tal Rica tratase de crearnos más complicaciones. Además, Grantland podría valerse de la influencia que ejercía sobre Zinnie para desviar la investigación de las otras muertes. Incluso yo tendría una probabilidad de recibir parte de la herencia. Si Carl no mataba a Jerry, todo el asunto nos estallaría en la cara.
»Bueno, Carl no pensaba matar a nadie. Lo averigüé al hablar con él en el naranjal. El arma que llevaba era el revólver de su madre y se lo había dado el doctor Grantland. Carl quería hacerle varias preguntas a Jerry sobre esa arma…, sobre la muerte de su madre. Al parecer, Grantland le dijo que Jerry la había matado.
»Yo no estaba segura de que Jerry sospechase de mí, pero temía lo que pudiera decirle a Carl. Esto se añadió a todas las otras razones que tenía para matarle, todos los desaires y desprecios que había tenido que aguantarle. Le dije a Carl que ya hablaría yo con Jerry y logré que me entregara el revólver. Si le encontraban armado, quizá dispararían contra él sin hacer preguntas. Le dije que no se dejara ver y que viniese aquí después de anochecer si le era posible. Que yo le escondería.
»Oculté el arma, dentro de la faja…, dolía tanto que me desmayé, aquí en el césped. Cuando me encontré a solas lo escondí en el bolso. Más tarde, cuando Jerry estaba solo, entré en el invernadero y le disparé dos tiros por la espalda. Limpié el revólver y lo dejé a su lado. Ya no lo necesitaba para nada.
Suspiró, con el profundo cansancio de los huesos al que sólo se llega después de años. Hasta el motor de su culpabilidad se estaba parando. Pero había una muerte más en su ciclo de asesinatos.
Y, pese a todo, las preguntas seguían alzándose detrás de mis dientes, siempre las preguntas, con el sabor de sus respuestas, salado como el mar o las lágrimas, amargo como el hierro o el miedo, agridulce como el papel moneda que ha pasado por muchas manos:
—¿Por qué mató a Zinnie? ¿Creía realmente que el crimen quedaría impune, que cobraría el dinero y viviría felizmente para siempre jamás?
—Nunca pensé en el dinero —contestó ella—, ni en Zinnie, a decir verdad. Fui allí porque quería ver al doctor Grantland.
—Y se llevó un cuchillo.
—Para él —dijo ella—. Estaba pensando en él cuando saqué aquel cuchillo del cajón. Casualmente quien estaba allí era Zinnie. La maté, apenas sé por qué. Sentí vergüenza por ella, echada allí en la cama de Grantland, desnuda. Fue casi como matarme a mí misma. Luego oí que la radio estaba puesta en la habitación de delante. Decía que habían visto a Carl en Pelican Beach.
»Me pareció un mensaje especial dirigido adrede a mí. Pensé que aún nos quedaban esperanzas, bastaba con que pudiese encontrar a Carl. Podríamos irnos juntos a otra parte y empezar una nueva vida, en África o en las reservas indias. Ahora parece ridículo, pero es lo que pensé mientras me dirigía a Pelican Beach. Que de algún modo u otro, aún había posibilidad de que todo terminase bien.
—Así que se colocó delante de un camión.
—Sí. De pronto vi lo que había hecho. Especialmente lo que le había hecho a Carl. Yo tenía la culpa de que le estuvieran persiguiendo como a un asesino. Yo era la asesina. Vi lo que era y quise poner fin a mí misma antes de que matara a más personas.
—¿A qué personas se refiere?
Apartando la cara de mí, miró fijamente la almohada arrugada que había en la cabecera de la cama.
—¿Pensaba matar a Carl? ¿Por eso nos mandó a casa de la señora Hutchinson cuando Carl ya estaba aquí?
—No. Pensaba en Martha. No quería que le ocurriera nada a Martha.
—¿Quién le iba a hacer daño si no usted?
—Tenía miedo de hacérselo yo —contestó con acento de tristeza—. Fue uno de los pensamientos que se me ocurrieron, que había que matar a Martha. De lo contrario, nada tenía sentido.
—¿Y también a Carl? ¿Había que matarle?
—Creí que sería capaz de hacerlo —repuso ella—. Permanecí a su lado con el cuchillo en la mano largo rato, mientras él dormía. Podría decir que había obrado en defensa propia, y que él había confesado todos los asesinatos antes de morir. La casa y todo el dinero serían para mí y podría pagar al doctor Grantland para que me dejase en paz. Nadie más sospecharía de mí.
»Pero no fui capaz de llevarlo a cabo —prosiguió—. Dejé caer el cuchillo al suelo. No podía hacerle daño a Carl, ni a Martha. Quería que viviesen. Eso le quitaba sentido a todo el asunto, ¿verdad?
—Se equivoca. El hecho de que no los matase es el único sentido que queda.
—¿Qué importancia tiene? Desde la noche en que maté a Alicia y a mi bebé, cada uno de los días que he vivido ha sido un crimen contra la naturaleza. No hay una sola persona en la faz de la tierra que no me odiase si supiera lo que he hecho.
Tenía el rostro retorcido. Creí que trataba de no llorar. Luego pensé que estaba tratando de llorar.
—Yo no la odio, Mildred. Al contrario.
Yo era un ex poli y las palabras salieron con dificultad. Pero tenía que decirlas si no quería quedarme todo el resto de mi vida con la vieja foto en blanco y negro, la idea de que había sólo gente buena y gente mala, y que todo saldría a pedir de boca si la gente buena encerraba a la mala o la aniquilaba con armas nucleares pequeñas y personalizadas.
Era una idea muy reconfortante y vigorizante para el ego. Durante años la había utilizado para justificar mis propias actividades, combatir el fuego con el fuego y la violencia con la violencia, acometiendo empresas inútiles mientras la gente moría: un Tarzán ligeramente sujeto a la tierra en una jungla ligeramente paranoide. Paisaje con figura de mono pelón.
Ya iba siendo hora de que cambiase la foto por otra que incluyera algunos de los matices más sutiles. Mildred era tan culpable como podía serlo una chica, pero no era el único culpable. Una corriente alterna de culpabilidad iba de ella a los que teníamos que ver con ella. Grantland y Rica, Ostervelt y yo. La mujer pelirroja que bebía hasta dejar el tiempo tumbado bajo la mesa. El padre que había abandonado a la familia y que había muerto por ello, simbólicamente, en la bañera del senador. Hasta la familia Hallman, las cuatro víctimas, habían sido, en cierto sentido, creadores de víctimas también. La corriente de culpabilidad fluía por un circuito cerrado, si la seguías durante un trecho suficiente.
Pensando en Alicia Hallman y en su legado de muerte, aquel legado sin límites fijos, casi me sentí dispuesto a creer en sus maléficos. Si no existían en el mundo real, surgían de las profundidades del mar interior de cada hombre, gentiles como sueños nocturnos, con la fuerza deslomadora de los maremotos. Quizás existían en el sentido de que los hombres y las mujeres eran sus propios maléficos, los autores secretos de su propia destrucción. Tenías que andarte con mucho cuidado con lo que soñabas.
La ola de la noche había pasado a través de Mildred y la había dejado fría y temblorosa. La estreché entre mis brazos durante un ratito. La luz, fuera de la ventana, se había transformado en mañana. Las verdes ramas de los árboles se movían en ella. El viento soplaba a través de las hojas.