33

La señora Gley gimió en sueños. Mildred echó a correr escalera arriba, huyendo de ambos. Fui tras ella, crucé un vestíbulo pardo y triste, entré en una habitación y la encontré forcejeando para abrir la ventana.

No era una habitación de mujer, ni de ninguna otra persona. Más bien parecía una habitación para huéspedes que no fuera utilizada y en la que se guardasen cosas: libros y cuadros viejos, una cama de matrimonio, vieja y de hierro, una esterilla en pésimo estado. Sentí una extraña turbación de propietario, como un prestamista que hubiera prestado dinero a cuenta de las pertenencias de otra persona sin haberlas visto antes.

La ventana se resistía a los esfuerzos de Mildred. Vi que me estaba observando en su oscuro cristal. Su propio rostro, reflejado en la ventana, parecía el de un fantasma que se asomara desde las tinieblas del exterior.

—Váyase y déjeme en paz.

—Es lo que han hecho muchos. Quizás ese sea el problema. Apártese de la ventana, ¿eh?

Hizo lo que le decía y se quedó junto a la cama de hierro. Había una depresión sucia en el cobertor de felpilla barata y supuse que era el sitio en que Carl había estado echado. Mildred se sentó en el borde de la cama.

—No quiero su falsa simpatía. La gente siempre quiere que le paguen por ella. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Sexo? ¿Dinero? ¿O simplemente verme sufrir?

No supe qué contestarle.

—¿O sólo quiere oírmelo decir? Pues escúcheme, soy una asesina. He asesinado a cuatro personas.

Siguió sentada en la cama, mirando las flores descoloridas del papel pintado. Pensé que en aquel lugar los sueños podían volverse rancios sin mucha competencia por parte de la realidad.

—¿Qué es lo que quería, Mildred?

Puso nombre a uno de sus sueños.

—Dinero. Era lo que le hacía distinto de todo el mundo…, lo que le hacía parecer tan guapo a mis ojos, tan… resplandeciente.

—¿Se refiere a Carl?

—Sí. A Carl. —Su mano se movió a sus espaldas hasta alcanzar la depresión del cobertor y se apoyó en ella—. Incluso esta noche, cuando yacía aquí, sucio de pies a cabeza y oliendo mal. Me sentía tan feliz con él. Tan rica… Mamá solía decir que yo hablaba como una puta, pero nunca he sido una puta. Nunca recibí dinero de él. Me entregué a él porque me necesitaba. Los libros le decían que debía tener relaciones sexuales. Así que yo solía dejarle subir aquí, a esta habitación.

—¿De qué libros está hablando?

—De los que Carl leía. Los leíamos juntos. Carl temía volverse homosexual. Por eso yo fingía excitarme con él. Pero nunca me excitaba de verdad, ni con él ni con ningún otro hombre.

—¿Cuántos hombres había?

—Sólo tres —dijo—, y con uno de ellos fue sólo una vez.

—¿Ostervelt?

Hizo una mueca de desagrado.

—No quiero hablar de él. Era distinto con Carl. Me alegraba por él, pero la alegría se separaba de mi cuerpo. Me encontraba dividida en dos partes, una parte caliente y una parte fría, y la parte fría se alzaba como un espíritu. Entonces me imaginaba que estaba en la cama con un hombre de oro. El hombre estaba metiendo oro en mi monedero, y yo lo invertiría y obtendría beneficios y los reinvertiría. Entonces me sentía rica y real, y el espíritu dejaba de observarme. No era más que un juego al que jugaba conmigo misma. Nunca se lo comenté a Carl; él nunca llegó a conocerme de verdad. Nadie ha llegado a conocerme.

Hablaba con el orgullo desesperado de la soledad, de la persona que se siente perdida. Luego se puso a hablar más aprisa, como si estuviera a punto de caer sobre ella algún desastre final y yo fuera su única oportunidad de ser conocida:

—Pensé que si podíamos casarnos, que si yo era la señora de Carl Hallman, entonces me sentiría rica y sólida todo el tiempo. Cuando él se fue a la universidad yo le seguí. Ninguna otra chica iba a quitármelo. Me matriculé en la facultad de ciencias empresariales y encontré un empleo en Oakland. Tomé un piso en alquiler para mí sola, donde él pudiera visitarme. Solía prepararle la cena y ayudarle con sus estudios. Casi era como estar casados.

»Carl quería legalizar nuestra situación, además, pero sus padres no querían oír hablar de ello, sobre todo su madre. No podía ni verme. Me ponían furiosa las cosas que le decía de mí a Carl. Ni que yo fuera una basura humana. Fue entonces cuando decidí dejar de tomar precauciones.

»Tardé más de un año en concebir nuestro bebé. Mi salud no era muy buena. No me acuerdo mucho de aquella época. Sé que continué trabajando en la oficina. Incluso me concedieron un aumento. Pero vivía para las noches, no tanto los momentos que pasaba con Carl, sino los momentos después de irse él, cuando permanecía despierta en la cama, pensando en el bebé que iba a tener algún día. Sabía que tendría que ser un chico. Le pondríamos Carl de nombre y le educaríamos como es debido. Yo misma lo haría todo por él, vestirle y darle sus vitaminas y procurar que permaneciese alejado de las malas influencias, como la de su abuela. De sus dos abuelas.

»Cuando Zinnie tuvo a Martha empecé a pensar en el bebé constantemente y por fin quedé embarazada. Esperé dos meses para estar segura, y entonces se lo dije a Carl. Se asustó mucho, sin poder disimularlo. No quería que tuviéramos un hijo. Más que nada porque le daba miedo lo que su madre haría. Por aquel entonces ella ya estaba loca de remate, era capaz de hacer cualquier cosa para salirse con la suya. La primera vez que Carl le habló de mí, mucho antes de entonces, dijo que se mataría antes que permitirle que se casara conmigo.

»Todavía le tenía hipnotizado. Yo no tengo pelos en la lengua y se lo dije así mismo. Le dije que era el joven osado que seguía atado por el cordón umbilical, pero que el cordón era la soga del verdugo. Tuvimos una trifulca. Él rompió mis platos nuevos en el fregadero. Temí que también me destrozara a mí. Quizá por eso huyó corriendo. No le vi durante unos cuantos días, ni tuve noticias suyas.

»Su patrona dijo que se había ido a casa. Esperé todo cuanto fui capaz de esperar antes de telefonear al rancho. Su madre me dijo que no había estado allí. Pensé que me mentía, que trataba de librarse de mí. De modo que le dije que estaba encinta, y que Carl tendría que casarse conmigo. Me llamó embustera y otras cosas, y luego me colgó el teléfono.

»Eso ocurrió poco después de las siete de la tarde de un viernes. Había esperado a telefonear hasta aquella hora para aprovechar la tarifa reducida. Me senté y estuve contemplando cómo se aproximaba la noche. Ella no iba a permitir que Carl volviese a mí, jamás. Desde mi ventana podía ver parte de la bahía, y la larga rampa por la que los coches subían al puente, los bajíos de barro abajo, y el agua, que parecía tristeza azul. Pensé que mi lugar estaba en el agua. Y lo hubiese hecho, además. Ella no debería habérmelo impedido.

Durante todo el rato yo había permanecido de pie ante ella. Mildred levantó la mirada y me apartó con las manos, sin tocarme. Sus movimientos eran lentos y cautelosos, como si cualquier gesto repentino pudiera trastornar algún equilibrio delicado, en la habitación o en ella, y hacer que todo se viniese abajo.

Acerqué una silla a la cama y me senté a horcajadas en ella, con los brazos apoyados en el respaldo. Me dio la extraña sensación de ser un médico de cabecera, un curandero, sin los modales propios del caso.

—¿Quién se lo impidió, Mildred?

—La madre de Carl. Debería haber dejado que me matase, que acabara con todo. Eso no me hace menos culpable, lo sé, pero Alicia provocó lo que le sucedió. Me llamó por teléfono cuando me encontraba aún sentada allí, y dijo que lamentaba lo que había dicho. ¿Podría perdonarla? Se lo había pensado mejor y quería hablar conmigo, ayudarme, hacer lo necesario para que estuviese bien atendida. Creí que había recuperado el juicio, que mi bebé nos uniría a todos y seríamos una familia feliz.

»Me dijo que la esperase en el muelle de Purissima al día siguiente al caer la noche. Añadió que deseaba conocerme, que estaríamos las dos solas. El sábado cogí el coche para acudir a la cita y cuando llegué ya estaba esperándome en el aparcamiento. Nunca me había encontrado cara a cara con ella. Era una mujer corpulenta, muy alta e imponente, y llevaba visón. Los ojos le brillaban como los de un gato, y su voz zumbaba. Creo que seguramente se había flipado con alguna droga. Entonces no lo sabía. Estaba tan contenta de que nos viéramos… Me sentía orgullosa al verla sentada con su abrigo de visón en mi viejo trasto.

»Pero no había venido para hacerme ningún favor. Empezó muy bien, mostrándose comprensiva. Era una jugada sucia la que me había hecho Carl, poniendo los pies en polvorosa de aquel modo. Lo peor de todo era que ella tenía sus dudas de que Carl volviese algún día. Y aunque volviese, no era ninguna ganga como marido o como padre. Carl era rematadamente inestable. Ella era su madre, y por ende lo sabía. Le venía de familia. Su propio padre, el abuelo de Carl, había muerto en un sanatorio, y Carl estaba saliendo a su abuelo.

»Aunque no hubiera una maldición ancestral cerniéndose sobre ti…, así lo llamó…, el mundo era un lugar horrible, y era un crimen traer hijos a él. Me citó un poema:

Duerme el largo sueño;

los maléficos acumulan

fatigas y calamidades a nuestro alrededor…

»No sé quién lo escribió, pero nunca he podido quitarme esos versos de la cabeza.

»Dijo que fue escrito para un niño no nacido. Que las calamidades eran lo único que un niño podía esperar en esta vida. Los maléficos se encargaban de que así fuera. Hablaba de aquellos maléficos suyos como si existiesen de verdad. Estábamos sentadas de cara al mar, y casi pensé que podría verles surgir de las aguas negras y remontarse hacia las estrellas. Monstruos de rostro humano.

»La propia Alicia Hallman era un monstruo, y yo lo sabía. Sin embargo, había algo de verdad en todo lo que decía. No había forma de discutir con ella excepto partiendo de lo que yo sentía, en relación con mi bebé. Resultó difícil evitar que mi sentimiento se enfriara durante aquella conversación. No tuve suficiente sentido común para dejarla plantada o para hacer oídos sordos a sus palabras. Incluso me di cuenta de que movía la cabeza afirmativamente, dándole la razón, en parte. ¿Para qué iba a tomarme todas las molestias de tener un hijo si éste iba a vivir inmerso en el dolor, aislado de las estrellas? ¿O si su padre nunca iba a volver?

»Me tenía casi hipnotizada con aquella voz zumbona, como violines desafinados. Fui con ella al consultorio del doctor Grantland. La misma parte de mí que le daba la razón sabía que iba a perder a mi bebé en aquel lugar. En el último instante, cuando ya me encontraba sobre la mesa y era demasiado tarde, intenté impedirlo. Chillé y forcejeé con él. Ella entró en la habitación con aquella pistola suya y me dijo que me echase y estuviese callada, o me mataría allí mismo. El doctor Grantland no quería llevarlo a cabo. Ella le dijo que si no lo hacía, le dejaría sin clientela. El doctor me clavó una aguja.

»Cuando se me pasaron los efectos de la anestesia pude ver que me estaban vigilando unos ojos de gato. Sólo podía pensar una cosa: ella había matado a mi bebé. Seguramente cogí una botella. Recuerdo que se la rompí en la cabeza. Seguramente, ella trató de disparar contra mí antes. Oí una detonación, pero no la vi.

»Bueno, el caso es que la maté. No recuerdo que fuera a casa en coche, pero seguro que lo hice. Seguía borracha a causa del pentotal; casi no me daba cuenta de lo que hacía. Mamá me acostó e hizo cuanto pudo por mí, que no fue mucho. No podía dormir. No podía comprender por qué no venía la policía a detenerme. Al día siguiente, domingo, volví al consultorio del médico. Me daba miedo, pero aún me daba más miedo no ir.

»Estuvo amable conmigo. Me sorprendió verle tan amable. Casi le besé cuando me dijo lo que había hecho por mí. Hizo que pareciese un suicidio. Ya habían recuperado el cuerpo del mar, y nadie me hizo nunca siquiera una pregunta sobre ello. Carl volvió el lunes. Fuimos juntos al entierro. Fue un entierro de esos con el ataúd cerrado, y casi creí que la versión oficial, la del suicidio, era la verdad, que todo lo demás era simplemente una pesadilla.

»Carl creía que su madre se había ahogado. Se lo tomó mejor de lo que yo esperaba, pero lo ocurrido surtió un efecto extraño en él. Dijo que había estado en el desierto durante casi una semana, pensando y rezando para que se le concediese un norte. Volvía del Valle de la Muerte cuando una patrulla de la policía de carreteras le detuvo y le dijo que su familia andaba buscándole. Y por qué le buscaba. Eso fue el domingo, momentos antes de la puesta de sol.

»Carl dijo que alzó los ojos hacia la Sierra y vio una luz misteriosa detrás de ella, en el oeste, hacia Purissima. Caía en regueros, como la leche, desde los cielos, y le hizo comprender que la vida era un don precioso que había que justificar. Vio a un indio que conducía un rebaño de ovejas por la ladera y lo interpretó como una señal. Allí mismo y en aquel momento decidió estudiar medicina y dedicar su vida a curar, quizás en las reservas indias, o en África, como Schweitzer.

»Yo misma me exalté. Aquella gloriosa luz de Carl parecía una respuesta a las tinieblas en que me encontraba sumida desde la noche del sábado. Le dije a Carl que iría con él si aún me quería. Dijo que necesitaría una buena compañera, alguien que le ayudase, pero que todavía no podíamos casarnos. Aún no había cumplido veintiún años. Aún era demasiado reciente la muerte de su madre. De todos modos, su padre se oponía a los matrimonios a edad temprana, y no debíamos hacer nada que disgustase a un anciano que padecía del corazón. Mientras tanto viviríamos como amigos, como hermano y hermana, preparándonos para el sacramento del matrimonio.

»Carl era cada vez más idealista. Al llegar el otoño, se puso a estudiar teología, además de los cursillos de preparación para cursar medicina. Mi propia explosioncilla de idealismo, o como quiera usted llamarlo, no duró mucho. El doctor Grantland vino a verme un día de aquel verano. Dijo que era un hombre de negocios y que tenía entendido que yo era una mujer de negocios. Ciertamente esperaba que lo fuese. Porque si sabía jugar bien mis bazas, bajo su dirección, podría ganar un montón de dinero con muy poco esfuerzo.

»El doctor Grantland también había cambiado. Era todo sonrisas y consejos prácticos, pero ya no parecía médico. No hablaba como los médicos…, hablaba más bien como el muñeco de un ventrílocuo, moviendo los labios mientras otra persona hablaba por él. Me dijo que el corazón y las arterias del senador empeoraban por momentos y que sin duda no tardaría mucho en morir. Cuando muriese, Carl y Jerry se repartirían la herencia. Si yo estaba casada con Carl, podría recompensar a los amigos por la ayuda que me hubiesen prestado.

»Añadió que me consideraba una buena amiga, pero que nos acostásemos juntos para sellar nuestra amistad. A él le habían dicho que era muy buena en la cama. Le dejé hacer. Me daba lo mismo una cosa que otra. En cierto sentido, incluso me gustó estar con él. Era el único que sabía algo de mí. A partir de entonces, cuando estaba en Purissima iba a visitarle en su consultorio. Esto es, hasta que me casé con Carl. Entonces dejé de ver a Grantland. No hubiese estado bien.

»Carl cumplió veintiún años el día catorce de marzo y tres días después nos casamos en Oakland. Él se mudó a mi piso, pero dijo que pensaba que debíamos expiar nuestros anteriores pecados viviendo en castidad durante otro año. Le vi tan tenso cuando lo dijo, que me dio miedo discutir con él. Estaba pálido y le brillaban los ojos. A veces se pasaba días sin decir palabra y luego se abrían las compuertas y no callaba en toda la noche.

»Empezaban a irle mal los estudios, pero estaba lleno de ideas. Solíamos hablar de la realidad, de la apariencia y la realidad. Yo siempre había pensado que la apariencia era la fachada que mostrabas a los demás, y que la realidad era lo que verdaderamente sentías. La realidad era la muerte y la sangre y la mala semana. La realidad era un infierno. Carl me dijo que estaba completamente equivocada, que el dolor y el mal no eran más que apariencias. La bondad era realidad, y él me lo demostraría en vida. Ahora que había descubierto el existencialismo cristiano, veía con mucha claridad que los sufrimientos no eran más que una prueba, un fuego que purificaba. Por eso no podíamos acostarnos. Era en bien de nuestras almas.

»Carl había empezado a perder mucho peso. Aquella primavera estuvo tan nervioso, que no podía sentarse y permanecer quieto para trabajar. A veces le oía pasear por la salita toda la noche. Pensé que si conseguía que se acostase conmigo, le ayudaría a dormir un poco, le calmaría. También yo tenía algunas ideas estrafalarias. Me paseaba por el piso luciendo camisones transparentes, me empapaba de perfume y hacía todo lo posible por seducirle. A mi propio marido. Una noche de mayo le serví la cena a la luz de las velas y le hice beber vino hasta que estuvo bastante borracho.

»No salió bien, para ninguno de los dos. El espíritu salió de mí y estuvo flotando por encima de la cama. Miré hacia abajo y vi a Carl usando mi cuerpo. Y le odié. Él no me quería a mí. Pensé que ambos habíamos muerto y que nuestros cadáveres estaban juntos en la cama. Zombies. Nuestros espíritus nunca se encontraron.

»Carl seguía en la cama cuando llegué a casa la noche siguiente. No había ido a clase, no se había movido en todo el día. Al principio creí que estaba enfermo, físicamente enfermo, y llamé a un médico. Carl le dijo que la luz del cielo se había apagado. Él mismo lo había hecho al apagar la luz en su propia mente. Ahora, en su cabeza no había más que tinieblas.

»El doctor Levin me hizo pasar a la habitación de al lado y me dijo que Carl padecía algún trastorno mental. Probablemente era necesario internarle. Telefoneé al padre de Carl y el doctor Levin también habló con él. El senador dijo que la idea de internarle era absurda. Ocurría sencillamente que Carl le había dado demasiado fuerte a los libros y lo que necesitaba era un poco de trabajo del bueno, trabajo práctico.

»El padre de Carl vino y se lo llevó a casa al día siguiente. Renuncié al piso y al empleo y al cabo de unos días les seguí. Debería haberme quedado donde estaba, pero quería estar con Carl. No me fiaba de su familia. Y sentía el deseo secreto, incluso en aquellas circunstancias, de vivir en el rancho y ser la señora de Carl Hallman en Purissima. Bueno, lo fui, pero resultó peor de lo que esperaba. No le caí bien a su familia. Me consideraban culpable de los males de Carl. Una buena esposa hubiese sabido conservarle sano, rico y sabio.

»La única persona del rancho a la que realmente le caía bien era la pequeña de Zinnie. Solía jugar a fingir que Martha era mi hija. Así fue como pude soportar aquellos dos años. Fingía que estaba sola con ella en aquel caserón. Todos los demás se habían ido, o habían muerto, y yo era la madre de Martha y la cuidaba yo solita, educándola como es debido, sin ninguna influencia perniciosa. Y nos lo pasábamos la mar de bien. A veces creía realmente que la pesadilla en el consultorio del doctor no había ocurrido. Allí estaba Martha para demostrarlo, mi propia hija, a punto de cumplir dos años.

»Pero el doctor Grantland venía a menudo y sus visitas recordaban que sí había sucedido. El doctor cuidaba a Carl y a su padre, a ambos. Al senador le caía bien porque no cobraba demasiado ni hacía sugerencias que resultasen costosas…, hospitales, tratamiento psiquiátrico… El padre de Carl era muy ahorrador. En la mesa teníamos margarina en lugar de mantequilla, y para nosotros nos reservábamos sólo las naranjas picadas. Incluso esperaban que me pagase la manutención, hasta que se me acabó el dinero. No me compré ningún vestido nuevo durante dos años. Quizá si me lo hubiese comprado, no le habría matado.

Mildred pronunció estas últimas palabras tranquilamente, sin cambiar el tono, sin ningún sentimiento visible. En su cara no había ninguna expresión. Sólo el dedo índice se movía sobre la rodilla cubierta por la falda, trazando una pequeña pauta: un círculo y luego una cruz dentro del círculo; como si estuviera tratando de exorcizar malos pensamientos.

—Desde luego, no le habría matado si hubiera muerto cuando tenía que morir. El doctor Grantland había dicho que duraría un año, pero pasó el año, y luego la mayor parte de otro. Yo no era la única que esperaba. Jerry y Zinnie esperaban con la misma impaciencia. Hacían todo lo posible por sembrar cizaña entre Carl y su padre, cosa que no era difícil. Carl estaba un poco mejor, pero seguía mostrándose deprimido y malhumorado. No se llevaba bien con su padre, y el viejo no paraba de amenazarle con cambiar su testamento.

»Cierta noche Jerry azuzó tanto a Carl, que se enzarzaron en una terrible discusión sobre los japoneses que en otro tiempo eran propietarios de una parte del valle. El senador metió baza en la discusión, por supuesto, que era lo que Jerry pretendía. Carl le dijo que no quería ninguna parte del rancho. Que si alguna vez heredaba alguna parte de él, se la devolvería a las personas a las que habían estafado. Nunca había visto al viejo tan enfadado. Dijo que Carl no corría ningún peligro de heredar nada. Y esta vez lo dijo en serio. Le pidió a Jerry que concertase una entrevista con su abogado para la mañana siguiente.

»Telefoneé al doctor Grantland y vino al rancho, con el pretexto de ver al senador. Después hablé con él en el patio. Estaba muy pesimista. No es que fuera codicioso, pero necesitaba varios miles de dólares. Fue la primera vez que me habló del otro hombre, del tal Rickey o Rica, el que venía chantajeándole desde la muerte de Alicia. El mismo hombre que se escapó con Carl anoche.

—¿Grantland nunca le había hablado de él?

—No, dijo que había tratado de protegerme. Pero ahora estaba prácticamente sin blanca y había que hacer algo. No me dijo francamente que matara al senador. No hacía falta que me lo dijese. Ni siquiera necesitaba pensar en ello. Sencillamente me permití a mí misma olvidarme de quién era y lo llevé todo a cabo como impulsada por un resorte.

El dedo índice seguía moviéndose sobre la rodilla, repitiendo el símbolo de la cruz dentro del círculo. Como respondiendo a una pregunta, dijo:

—Parecía que lo hubiera estado planeando durante años, toda mi vida, desde que…

Se interrumpió y cubrió con toda la mano la divisa invisible de la rodilla. Se levantó como una sonámbula y se acercó a la ventana. Un roble del patio de atrás se recortaba como una figura de cartulina negra sobre el cielo que empezaba a blanquear.

—¿Desde qué? —pregunté, mirando su espalda inmóvil.

—Sólo estaba recordando. Cuando mi padre se fue, después, solía pensar en cosas extrañas cuando estaba en la cama, antes de dormirme. Quería buscarle, encontrarle y…

—¿Matarle?

—¡Oh, no! —exclamó—. Quería decirle lo mucho que le echábamos de menos y volver con él a casa, con mamá, para que pudiéramos ser una familia feliz de nuevo. Pero si él se negaba a venir…

—¿Qué iba a ocurrir si él se negaba a ir con usted?

—No quiero hablar de ello. No me acuerdo.

Golpeó la parte de la ventana donde había estado su reflejo, pero no con la fuerza suficiente para romper el cristal.