32

Encontré a la señora Gley en la cocina, que se hallaba tenuemente iluminada y olía a moho. Se había atrincherado detrás de una mesa de superficie esmaltada debajo de una bombilla que colgaba del techo, oponiendo la última resistencia a la sobriedad. Percibí olor a extracto de vainilla cuando me acerqué a ella. La mujer apretaba una botellita marrón contra su pecho, como si fuera un hijo único y yo amenazase con raptarlo.

—La vainilla la pondrá mala.

—Sería la primera vez. ¿Pretende usted que una mujer haga frente a estas tragedias sin tomarse una copa?

—A decir verdad, también a mí me sentaría bien una copa.

—¡No hay suficiente para mí! —Luego se acordó de sus modales—. Lo siento, es que hace mucho que se me terminó el licor. Sí, pone usted cara de necesitar una copa.

—Olvídelo. —Observé que había una fuente llena de manzanas en el gastado fregadero de madera petrificada que había detrás suyo—. ¿Le importa que me monde una manzana?

—Se lo ruego —dijo muy cortésmente—. Le traeré mi cuchillo de mondar.

Se levantó y empezó a buscar en un cajón que había al lado del fregadero.

—No sé qué ha sido de mi cuchillo de mondar —musitó, y se volvió con un cuchillo de carnicero en la mano—. ¿Servirá éste?

—Me la comeré sin mondarla.

—Dicen que así tienen más vitaminas.

Volvió a sentarse ante la mesa. Me senté enfrente de ella, en una silla de respaldo recto, y di un mordisco a la manzana.

—¿Carl ha estado en la cocina esta noche?

—Sospecho que sí. Siempre entraba por aquí y subía por la escalera de atrás.

Señaló una puerta entreabierta que había en un ángulo de la habitación. Detrás de la puerta había una escalera empinada con peldaños de madera tosca.

—¿Ha entrado por aquí antes?

—Vaya si ha entrado. Ese chico lleva años atormentando a mi pequeña, más años de los que quiero recordar. La hechizó con su guapura y su labia. Me alegra que por fin haya recibido lo que se merecía. Oiga, pero si cuando mi hija era una criatura e iba al instituto, ese ya se colaba por mi cocina y subía a su cuarto.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo ojos en la cara, ¿no? En aquel tiempo tenía huéspedes en casa y me daba vergüenza que averiguasen lo que pasaba en el cuarto de mi hija. Una y otra vez traté de razonar con ella, pero él la tenía hechizada. ¿Qué podía hacer yo con mi hija yendo por el mal camino y sin ningún hombre que me apoyase? Si la encerraba bajo llave, se escapaba y yo tenía que avisar al sheriff para que la trajera a casa. Al final se escapó para siempre, se fue a Berkeley y me dejó completamente sola. A su propia madre.

Su propia madre se acercó la botella marrón a la boca y se echó al coleto un buen trago de extracto de vainilla. Luego adelantó su rostro demacrado hacia mí por encima de la mesa:

—Pero aprendió la lección, si me permite que se lo diga. Cuando una chica se mete en líos, averigua que no puede pasarse sin su madre. Me gustaría saber dónde hubiera estado después de perder al bebé, sin tenerme a mí para cuidarla. La cuidé como una santa.

—¿Fue después de casarse?

—No. Él la dejó encinta, y no fue lo suficientemente hombre para quedarse con ella y ayudarla a salir del compromiso. No fue capaz de plantar cara a su familia y afrontar su responsabilidad. Mi chica no era lo bastante buena para él y para sus asquerosos padres. Y ya ve usted en qué se ha convertido él ahora.

Di otro mordisco a la manzana. Sabía a ceniza. Me levanté y fui a tirarla al cubo de la basura. La señora Gley me deprimía. Su mente giraba atolondradamente, como una polilla desorientada por luces cambiantes, a través de la superficie fibrosa del pasado, sin llegar en ningún momento a establecer contacto con su significado.

Unas voces llegaron flotando hasta mí desde la parte delantera de la casa, demasiado lejanas para que pudiera distinguir las palabras. Salí al pasillo, que se oscureció al cerrar la puerta tras de mí. Me quedé en la oscuridad.

Mildred estaba hablando con Ostervelt y con dos hombres de mediana edad que vestían sendos trajes. Tenían el aspecto indescriptible e inconfundible de los polis de uniforme que han conseguido ingresar en la policía secreta pero que siempre se sentirán un poco incómodos al vestir de paisano. Uno de ellos decía en aquel momento:

—No acierto a adivinar lo que este médico tenía contra 61. ¿Tiene usted alguna idea al respecto, señora?

—Me temo que no.

Yo no podía ver la cara de Mildred, pero se había cambiado y ahora llevaba la misma ropa que al recibir a Rose Parish.

—¿Carl ha matado a su cuñada esta noche? —preguntó Ostervelt.

—Imposible. Carl vino directamente aquí desde la playa. Ha estado aquí conmigo toda la noche. Sé que he hecho mal escondiéndole. Estoy dispuesta a aceptar las consecuencias.

—No es legal —dijo el segundo policía de paisano—, pero espero que mi mujer hiciera lo mismo por mí. ¿Mencionó el asesinato de su hermano Jerry?

—No. Hemos terminado con eso. Ni siquiera hablé del asunto. Carl llegó muerto de cansancio. Seguramente vino corriendo desde Pelican Beach. Le di algo de comer y beber y se durmió en seguida. Francamente, caballeros, yo también estoy cansada. ¿No pueden dejar el resto hasta mañana?

Los agentes y el sheriff intercambiaron miradas y se pusieron de acuerdo sin decir una sola palabra.

—Sí, lo dejaremos correr por el momento —dijo el primer policía de paisano—. Dadas las circunstancias. Gracias por su cooperación, señora Hallman. La acompañamos en el sentimiento.

Los dos hombres se fueron, pero Ostervelt se quedó para ofrecerle a Mildred su propia versión del pésame: un tiento descarado. Con una mano le sujetó el talle. Con la otra le acarició el cuerpo desde los senos hasta los muslos. Mildred lo soportó, impávida.

La ira me escoció los ojos y apreté los puños. No me había sentido tan furioso desde el día en que le quitara la correa a mi padre. Pero algo me hizo permanecer quieto y callado. Hasta aquel momento había llevado mi ira como si fueran unas anteojeras, permitiendo que la explotasen y explotándola para mis propios fines no confesados. Ahora reconocí que la rabia que me inspiraba el sheriff era la expresión de una rabia más honda contra mí mismo Por decirlo de un modo sencillo, el sheriff hacía lo que yo hubiera querido hacer.

—No seas tan huraña —decía Ostervelt—. Has estado amable con el doctor Grantland. ¿Por qué no puedes serlo conmigo?

—No sé de qué me habla.

—Claro que lo sabes. No eres tan difícil de conseguir como pretendes ser. Así que, ¿por qué te haces la tonta con el tío Ostie? Te deseo desde hace mucho tiempo, chiquilla. Desde que eras una muchacha retozona que iba al instituto y le daba quebraderos de cabeza a su madre. ¿Te acuerdas?

El cuerpo de Mildred se puso rígido entre las manos del sheriff.

—¿Cómo podría olvidarlo?

Su voz era tenue y aguda, pero la lascivia del viejo la convertía en música. Ostervelt se tomó las palabras de Mildred como una incitación a seguir.

—Tampoco a mí se me ha olvidado, pequeña —dijo con voz ronca—. Y ahora las cosas son diferentes, ahora que ya no estoy casado. Puedo ofrecerte algo mejor que entonces.

—Yo sigo casada.

—Puede que sí, si él vive. Aunque viva, puedes hacer que anulen el matrimonio. Carl estará encerrado el resto de su vida. Conseguí que se librase la primera vez. Esta vez irá al Hospital para Locos Criminales.

—¡No!

—Sí. Has hecho cuanto has podido por encubrirle, pero sabes tan bien como yo que se cargó a su hermano y a su cuñada. Ya es hora de que reduzcas tus pérdidas, pequeña, de que pienses en tu propio futuro.

—No tengo ningún futuro.

—Yo estoy aquí para decirte que sí lo tienes. Puedo ayudarte mucho. Una cosa va por la otra. No hay ninguna prueba de que Carl matara a su padre y sin mí nunca la habrá. El caso está cerrado. Eso significa que puedes recibir tu parte de la herencia. Tu vida justo está empezando ahora, pequeña, y yo formo parte de ella, yo soy parte integrante de tu vida.

Sus manos estaban muy ocupadas con ella. Mildred permanecía quieta, procurando que su cara no se acercase a la del sheriff.

—Siempre me ha deseado, ¿no es así?

Había desesperación en su voz, pero Ostervelt sólo oyó las palabras.

—Ahora más que nunca. Aún quedan muchos tiros en la vieja recámara. Pienso jubilarme el año que viene, cuando hayamos resuelto el caso y la cuestión de la herencia. Tú y yo… podemos ir adonde nos plazca, hacer lo que queramos.

—¿Por eso ha matado a Grantland?

—Es uno de los motivos. Se lo había buscado, de todos modos. Estoy bastante seguro de que él planeó el asesinato de Jerry, si eso te sirve de consuelo… Convenció a Carl para que le matase. Pero será mejor que no mezclemos a Grantland en el caso. De esta manera no hay peligro de que vuelvan a hablar de la muerte del senador. O de lo tuyo con Grantland.

Mildred alzó la cara.

—Eso fue hace muchos años, antes de casarme. ¿Cómo se enteró?

—Me lo dijo Zinnie esta tarde. Grantland se lo dijo a ella.

—Grantland siempre fue un canalla. Me alegro de que le haya matado.

—Claro que te alegras. El tío Ostie sabe muy bien lo que se hace.

Mildred le dejó que le tomase la boca. El sheriff pareció devorarla. La muchacha quedó como desmayada entre sus brazos hasta que él la soltó.

—Se que esta noche estás cansada, cariño. Vamos a dejarlo de momento. Recuerda sólo una cosa: no hables con nadie excepto conmigo. Recuerda que hay en juego un par de millones de pavos. ¿Estás conmigo?

—Sabes que sí, Ostie.

Su voz estaba muerta.

Ostervelt la saludó con un gesto de la mano y salió. Mildred metió un periódico entre la puerta astillada y el marco. Al volver hacia la escalera sus movimientos eran torpes y mecánicos, como si su cuerpo fuese una muñeca capaz de andar, dirigida a distancia. Sus ojos parecían de porcelana azul, sin vista, y mientras sus tacones sonaban escalera arriba pensé en una persona ciega que se encontrara en una casa en ruinas y que subiera a tientas una escalera que terminaba en la nada.

En la cocina, la señora Gley iba hundiéndose más y más sobre sus huesos. Ahora tenía la barbilla apoyada en los brazos. La botella marrón yacía junto a un codo, completamente vacía.

—Empezaba a pensar que me había abandonado —dijo con esmero declamatorio—. Todos los demás me han abandonado.

Los pasos ciegos cruzaron el techo de un extremo a otro. La señora Gley ladeó la cabeza como un loro rojo en plena muda.

—¿Es Mildred?

—Sí.

—Debería acostarse. Ahorrar sus fuerzas. Nunca ha vuelto a ser la misma desde que perdió aquel hijo de la desgracia.

—¿Cuánto hace que lo perdió?

—Tres años, más o menos.

—¿Tuvo un médico que la cuidase?

—Desde luego. Fue ese mismo doctor Grantland, pobre hombre. Es una vergüenza que haya tenido que ocurrirle esto. La trató muy bien, lo que se dice muy bien, y nunca le envió factura. Fue antes de que Mildred se casase, por supuesto. Mucho antes. Yo le dije entonces, le dije que tenía ante ella la oportunidad de romper con ese Carl y hacer un enlace decente. Un médico joven, prometedor, y todo eso. Pero ella nunca me escuchaba. Tenía que ser o Carl Hallman o nada. De modo que ahora es nada. Los dos han desaparecido.

—Carl no ha muerto aún.

—Como si hubiera muerto. Igual que yo. Mi vida no es nada salvo decepciones y apuros. Eduqué a mi hija para que se relacionase con personas decentes, para que se casara con un joven como es debido. Pero no, ella tuvo que casarse con ese. Se casó y lo único que ha conseguido son problemas y enfermedad y muerte. —La compasión de sí misma, aquella compasión de borracha, le subió por la garganta como el vómito—. Lo hizo para mortificarme, eso fue lo que hizo. Está tratando de matarme con todos estos disgustos que metió en mi casa. Yo llevaba muy bien la casa, pero Mildred me rompió el espíritu. Nunca me dio el amor que una hija le debe a su madre. Siempre soñando despierta con el inútil de su padre…, cualquiera diría que fue ella la que se casó con él y le perdió.

Su ira no aparecía a pesar de las invocaciones. Miró hacia el techo con expresión temerosa, parpadeando a causa de la luz de la bombilla desnuda. El miedo que había en sus ojos de loro, ojos desecados, se negaba a disolverse. Se intensificó hasta convertirse en terror.

—Aunque tampoco yo he sido una buena madre —dijo—. Nunca le he servido de nada. He sido una carga para ella todos estos años, y que Dios me perdone.

Se desplomó de bruces sobre la mesa, como si todo el peso de la noche le hubiera caído encima. El pelo áspero y rojo se desparramó por la superficie blanca. Me quedé mirándola sin verla. En mi cerebro acababa de abrirse un pozo o un túnel de tres años de profundidad o longitud. Bajo la luz blanca que había en el fondo del mismo, fresco y vívido como una alucinación, podía ver el derrame rojo en el que la vida había muerto y el asesinato había nacido.

Me encontraba en un estado de gran tensión nerviosa, un estado en el que las cosas escondidas se vuelven claras y las cosas corrientes se ocultan. Pensé en la manta eléctrica que yacía en el suelo del dormitorio de Grantland. No oí los pies silenciosos de Mildred hasta que llegó a la mitad de la escalera de atrás. Me acerqué para recibirla.

Todo su cuerpo sufrió una sacudida al verme. Logró dominarse y trató de sonreír:

—No sabía que aún estaba aquí.

—He estado hablando con su madre. Parece que ha vuelto a perder el conocimiento.

—Pobre mamá. Pobres todos. —Cerró los ojos para no ver la cocina y su almagrada ocupante. Se frotó los párpados de venas azules con la punta de los dedos de una mano. La otra mano se hallaba escondida en los pliegues de su falda—. Supongo que debería acostarla.

—Antes tengo que hablar con usted.

—¿De qué, si puede saberse? Es tardísimo.

—De los pobres todos. ¿Cómo sabía Grantland que Carl estaba aquí?

—No lo sabía. No podía saberlo.

—Me parece que por una vez me dice la verdad. Grantland no sabía que Carl estaba aquí. Vino con la intención de matarla a usted, pero Carl se interpuso en su camino. Cuando por fin llegó a usted la pistola estaba descargada.

Mildred permaneció callada.

—¿Por qué quería Grantland matarla, Mildred?

Se humedeció los labios secos con la punta de la lengua.

—No lo sé.

Pues creo que yo sí lo sé. Los motivos de Grantland no empujarían a un hombre corriente al asesinato. Pero Grantland estaba asustado además de furioso. Desesperado. Tenía que silenciarla a usted, y también quería vengarse de usted. Para él Zinnie significaba más que el dinero.

—¿Qué tiene que ver Zinnie conmigo?

—Usted la mató apuñalándola con el cuchillo de mondar de su madre. Al principio pensé que no era posible. El cuerpo de Zinnie estaba caliente cuando la encontré. Usted se hallaba aquí bajo vigilancia de la policía. El factor tiempo no encajaba, hasta que me di cuenta de que el cuerpo de Zinnie se mantuvo caliente bajo una manta eléctrica en la cama de Grantland. Usted la mató antes de ir a Pelican Beach. Oyó por la radio de Grantland que habían visto a Carl allí. ¿No es cierto?

—¿Y por qué iba yo a hacer algo así? —susurró.

La pregunta no era del todo retórica. Mildred daba la impresión de desear realmente una respuesta. Como una entidad independiente, el puño escondido salió disparado de entre los pliegues de su falda para proporcionar la respuesta. Una hoja puntiaguda se proyectaba hacia abajo desde el puño. Mildred llevó la hoja hacia su pecho.

Incluso su intención final estuvo dividida. El cuchillo se volvió en su mano y no hizo más que rasgarle la blusa. Conseguí quitárselo antes de que pudiera hacer más daño.

—Devuélvamelo. Por favor.

—No puedo.

Miré el cuchillo. La hoja estaba llena de manchas secas de color marrón.

—Entonces, máteme. Rápidamente. De todos modos tengo que morir. Lo he sabido durante años.

—Tiene que vivir. A las mujeres ya no las mandan a la cámara de gas.

—¿Ni siquiera a las mujeres como yo? No podría soportar seguir viviendo. Por favor, máteme. Sé que usted me odia.

Se abrió la blusa de un tirón y me ofreció el pecho en un intento desesperado de seducirme. Era como el pecho de una virgen, jamás acariciado por el sol, del color de las perlas.

—Lo siento por usted, Mildred.

Mi voz sonó extraña; había en ella un tono que me resultaba nuevo, profundo como la pena que me embargaba. No tenía nada que ver con el sexo, ni con la piedad posesiva que se transformaba en sexo cuando el viento soplaba desde el sur. Mildred era un ser humano en cuyo joven cerebro había más dolor del que era capaz de soportar.