Al volver en mí, me encontré arrastrándome por el suelo de una habitación que nunca había visto. Era una habitación larga y mal iluminada que olía igual que una gasolinera. Me estaba arrastrando hacia una ventana que había en el otro extremo, tan aprisa como podían empujarme mis piernas frías y lentas.
Detrás de mí una voz seca decía que Carl Hallman aún andaba suelto y era buscado para interrogarle sobre un segundo asesinato. Miré por encima del hombro. El tiempo y el espacio se juntaron, ensartados por la voz de la radio de Grantland. Pude ver el umbral que daba al vestíbulo iluminado desde el cual me habían arrastrado mis instintos.
Se oyó un ruidillo más allá del umbral, luego vi un pequeño resplandor y las llamas entraron en la habitación como bailarinas, anaranjadas y runruneantes. Conseguí ponerme de pie y apoyar las manos en una silla, la llevé hasta la ventana e hice saltar el cristal de su marco.
El aire me envolvió todo el cuerpo. Detrás de mí las llamas bailarinas empezaron a cantar. Hacían posturitas y me llamaban por señas cuando las miraba y trataban de cogerme las piernas frías y mojadas, brindándose a calentármelas. Mi cerebro embotado juntó varios cabos, como un niño jugando con bloques de arquitectura sobre la cubierta del buque en llamas, y me di cuenta de que tenía las piernas empapadas de gasolina.
Me tiré por la ventana y comprendí que la distancia era mayor de lo que esperaba; quedé tendido cuan largo era sobre la tierra, aspirando el aire a bocanadas. El fuego me mordía las piernas como un zorro rabioso.
Seguí obedeciendo a mis instintos. Y mis instintos me decían: corre. El fuego corría conmigo, lanzándome mordiscos. La providencia que tolera a los tontos y protege a los borrachos y templa los vientos para las ovejas esquiladas y ablanda a los sujetos de cabeza dura me rescató de la barbacoa final. Corrí a ciegas hasta el borde de un estanque de peces de colores y caí al agua. Mis piernas Suzette chisporrotearon hasta apagarse.
Me recliné en el agua bendita, maloliente y poco profunda y volví la mirada hacia la casa de Grantland. Las llamas florecían en la ventana que yo había roto y subían hasta los aleros como malvalocas rápidas y amarillas. Luces anaranjadas y amarillas aparecían detrás de otras ventanas. Hilillos de humo surgían delicadamente de entre las grietas del tejado.
En muy poco tiempo la casa se convirtió en una caja de luces brillantes y saltarinas. Se oía claramente el ruido que los cristales de las ventanas hacían al romperse. Enredaderas de llamas subían por las paredes. Pequeñas salamandras de llamas corrían por el tejado, dejando brillantes rastros zigzagueantes.
Por encima del rugir del horno central oí cómo se ponía en marcha el motor de un coche. Resbalando en el cieno del fondo del estanque, me levanté y eché a correr hacia la casa. Las sirenas gemían en la ciudad otra vez. Era una noche de sirenas.
El calor que irradiaba el fuego me impedía acercarme a la casa. Vadeé a través de macizos de flores y salté una tapia de piedra. Llegué a tiempo de ver cómo el Jaguar de Grantland salía disparado de la calzada, los dos tubos de escape trazando curvas paralelas en el aire.
Corrí hasta mi coche. A mis pies, el Jaguar volaba como un pájaro colina abajo. Podía ver sus luces en las curvas y, más abajo, las luces rojas y ululantes de un coche de bomberos. Grantland tuvo que detenerse para dejarlo pasar; de no haberlo hecho, le habría perdido de vista definitivamente.
Cruzó hasta coger un paseo que corría en línea paralela con la calle principal y siguió por él en línea recta a través de la ciudad. Pensé que se dirigía hacia la carretera general y México, hasta que giró hacia la izquierda en Elmwood, y luego volvió a girar en la misma dirección. Cuando cogí la segunda vuelta y entré en Grant Street, el Jaguar se hallaba detenido a media manzana con una de sus portezuelas abiertas. Grantland estaba en el porche delantero de la casa de la señora Gley.
El resto ocurrió en diez o doce segundos, pero cada uno de los segundos se dividió en fracciones de marihuana. Grantland hizo saltar a tiros el cerrojo de la puerta. Tuvo que disparar tres veces. Después penetró en el vestíbulo. En aquel momento yo frenaba ya delante de la casa y podía ver el vestíbulo en toda su longitud hasta la escalera. Por ellas bajaba Carl Hallman.
Grantland hizo fuego dos veces. Las balas redujeron la carrerilla de Carl a un simple caminar. Avanzaba con dificultad, como si el cuchillo que empuñaba en una mano le retuviera. Grantland volvió a disparar. Carl se detuvo en seco, los brazos colgándole sobre los costados, y luego prosiguió el avance, dificultosamente, arrastrando los pies.
Eché a correr sendero arriba. Ahora Mildred se encontraba al pie de la escalera, aferrándose al poste con que terminaba la barandilla. Tenía la boca abierta y gritaba algo. Los gritos fueron puntuados por el disparo final de Grantland.
Carl cayó en dos movimientos, sobre las rodillas, luego de frente contra el suelo. Grantland le apuntó con el arma. Se oyeron dos clics. En el arma sólo había siete casquillos. Mildred se estremeció bajo las balas imaginarias.
Carl se levantó del suelo con una mueca de Lázaro, el pecho adornado con brillantes escarapelas de sangre. Había perdido el cuchillo. Parecía ciego. Con las manos desnudas se arrojó sobre Grantland, pero no logró llegar hasta él, cayó al suelo, y quedó tumbado e inmóvil en la desesperación final.
Mis pies hicieron ruido en las tablas de la galería. Puse las manos sobre Grantland antes de que pudiera volverse, le rodeé el cuello con el brazo y le obligué a doblar el cuerpo hacia atrás. Era resbaladizo y fuerte. Forcejeó y se resistió y al final consiguió librarse a culatazos.
Grantland se alejó de mí, caminando como un cangrejo, pegado a la pared. Su cara estaba desnuda como el hueso, un cráneo amarillo y húmedo cuya carne se había disuelto. Sus ojos eran oscuros y vacíos como el ojo de la pistola descargada que seguía empuñando con fuerza.
Una puerta se abrió detrás de mí. El vestíbulo reverberó con el rugido de otra pistola. La bala hizo saltar trozos de yeso de la pared, a poca distancia de la cabeza de Grantland, que quedó cubierta de polvo. Era Ostervelt y estaba en la semipenumbra debajo de la escalera:
—Quítese de en medio, Archer. Y usted, doctor, no se mueva y arroje el arma al suelo. La próxima vez dispararé a matar.
Quizás en sus tinieblas centrales Grantland anhelase la muerte. Arrojó la pistola inútil contra Ostervelt, saltó por encima del cuerpo de Carl, luego saltó por la galería y pareció que corría por el aire.
Ostervelt se situó en el umbral y lanzó tres balas tras él en fuego rápido, más rápido de lo que corre cualquier hombre. Debían de ser balas muy pesadas. Grantland fue empujado y zarandeado por los impactos, hasta que sus piernas ya no estuvieron debajo de él. Creo que murió antes de estrellarse contra la calzada.
—No debería haber corrido —dijo Ostervelt—. Soy tirador de primera. Pero sigue sin gustarme matar a un hombre. Es demasiado fácil cargarse a uno y demasiado difícil cultivar uno.
Bajó los ojos hacia su Colt 45 con una expresión que era una mezcla de vergüenza y temor respetuoso, y volvió a colocarlo en la funda.
El sheriff me cayó mejor después de oírle decir aquello, pero no permití que el sentimiento se disparase. Ostervelt miraba hacia la calle, donde yacía el cuerpo de Grantland. La gente de las demás casas ya empezaba a converger en ella. Carmichael apareció de alguna parte e impidió que se acercasen demasiado.
Ostervelt se volvió hacia mí.
—¿Cómo diablos ha llegado hasta aquí? Tiene aspecto de haber cruzado un pantano a nado.
—He seguido a Grantland desde su casa. Él acababa de pegarle fuego.
—¿También a él le faltaba un tornillo?
Ostervelt parecía dispuesto a creerse cualquier cosa.
—Puede que sí, en cierto sentido. Han asesinado a su novia.
—Ya lo sé. ¿Cuál es el resto de la historia? ¿Hallman se cargó a su chica, de modo que Grantland se cargó a Hallman?
—Algo parecido.
—¿Tiene usted otra teoría?
—Estoy trabajando en una. ¿Cuánto hace que está usted aquí?
—Un par de horas, a ratos.
—¿En la casa?
—En la parte de atrás, principalmente. Entré por la cocina cuando oí los disparos. Acababa de relevar a Carmichael en la parte de atrás. Se ha pasado más de cuatro horas haciendo guardia en la casa. Según él, no ha entrado ni salido nadie.
—¿Eso quiere decir que Hallman ha estado en la casa todo este tiempo?
—Eso parece, sin duda. ¿Por qué?
—El cuerpo de Zinnie estaba caliente cuando lo encontré.
—¿A qué hora lo encontró?
—Poco antes de las once. La noche es fría para estar en septiembre. Si la mataron antes de las ocho, lo natural hubiera sido que perdiese un poco de calor.
—Me parece un razonamiento poco convincente. De todos modos, ahora está refrigerada. ¿Por qué demonios no informó usted en seguida de lo que encontró?
No le contesté. No era momento para discusiones. Ante mí mismo tuve que reconocer que seguía comprometido con Carl Hallman Loco o no, no podía imaginarme que un hombre valiente como él matara a su hermano por la espalda o apuñalara a una mujer indefensa.
Carl seguía vivo. Su respiración era audible. Mildred se encontraba arrodillada junto a él, vestida con unas braguitas blancas. Le había vuelto la cabeza hacia un lado y la sostenía con uno de sus brazos fláccidos. Su respiración burbujeaba y suspiraba.
—Será mejor que no lo mueva más. Llamaré por radio para que manden una ambulancia.
Ostervelt salió.
Mildred no pareció haberle oído. Tuve que hablar dos veces antes de que prestara atención. Alzó la mirada a través del velo de cabellos que le cubría la cara.
—No me mire.
Se echó el pelo hacia atrás y se cubrió las partes superiores de los senos con las manos. Tenía los brazos y los hombros de piel de gallina.
—¿Cuánto tiempo ha estado Carl en la casa?
—No lo sé. Horas. Ha estado durmiendo en mi habitación.
—¿Usted sabía que estaba aquí?
—Por supuesto. He estado con él. —Tocó el hombre de Carl, muy levemente, como una niña que tocase con los dedos un objeto prohibido—. Vino cuando usted y la señorita Parish se encontraban aquí. Mientras me estaba cambiando de ropa. Arrojó un palo contra mi ventana y subió por la escalera de atrás. Por eso tuve que desembarazarme de ustedes.
—Debería haber confiado en nosotros.
—En ella, no. Esa mujer me odia. Ha tratado de quitarme a Carl.
—Tonterías. —Aunque sospechaba que no lo eran del todo—. Debería habérnoslo dicho. Quizá le habría salvado la vida.
—No va a morir. No dejarán que se muera.
Ocultó el rostro detrás del hombro inerte de Carl. Su madre nos estaba contemplando desde el umbral encortinado que había debajo de la escalera. La señora Gley parecía el naufragio de los sueños. Se volvió y desapareció en la parte posterior de la casa.
Salí a la calle, buscando a Carmichael. La calle se estaba llenando de gente. Los fusiles relucían entre las personas, pero no había ninguna amenaza real en la multitud. A Carmichael no le costaba nada mantener a los curiosos alejados de la casa.
Hablé con él durante un minuto. Me confirmó que había vigilado la casa desde varias posiciones a partir de las ocho. No podía estar absolutamente seguro, pero tenía la certeza razonable de que nadie había entrado o salido durante aquel tiempo. Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada de la ambulancia.
Vi cómo dos camilleros colocaban a Carl en una camilla de alambre. Tenía una herida en una pierna, por Ion menos otra en el pecho y una tercera en el abdomen. Estaba grave, pero no tanto como lo hubiera estado en los tiempos anteriores a los antibióticos. Carl era un chico duradero; todavía respiraba cuando, lo sacaron de la casó.
Busqué con los ojos el cuchillo que se le había caído de la mano. Y ya no estaba allí. Quizás el sheriff lo había recogido. A juzgar por lo que había podido ver desde lejos, era un cuchillo de cocina, de tamaño mediano, del tipo que las mujeres usan para mondar patatas o picar carne. También podían haberlo utilizado para apuñalar a Zinnie, aunque yo aún no veía cómo.