La casa del doctor Grantland se alzaba en un terreno que formaba terrazas cerca de la cima de los riscos. Era bastante grande para ser la residencia de un hombre soltero, una casa moderna, de madera de secuoya, con grandes extensiones de vidrio y muchas luces en el interior, como si se quisiera demostrar que su propietario no tenía nada que esconder. El Jaguar del médico estaba aparcado en la calzada inclinada.
Giré y me detuve bajo la sombra entretejida de un pimentero. Antes de salir del coche saqué la pistola de Maude de la guantera. Era una automática del calibre treinta y dos con un cargador completo y una bala extra en la recámara, dispuesta para hacer fuego. Bajé muy silenciosamente por la calzada de Grantland, con una mano en el abultado bolsillo.
La puerta principal se hallaba ligeramente entreabierta. De alguna parte del interior de la casa llegaba una voz áspera, de radio. Reconocí la claridad rítmica y monótona de las señales policiales. Grantland tenía su radio sintonizada con la emisora de la policía.
Amparándome en el sonido de la radio, me moví siguiendo el borde del haz de luz que caía sobre el peldaño de la puerta. A través de la abertura eran visibles las piernas y los pies de un hombre con las puntas apoyadas en el suelo. El corazón me dio un vuelco al verlos y otro cuando una de las piernas se movió. Abrí la puerta de una patada y entré.
Vi a Grantland arrodillado con un paño manchado de rojo en la mano. Había manchas de un rojo más intenso en la alfombra que estaba frotando. El médico se volvió con la rapidez de un animal atacado por la espalda. La pistola que empuñaba mi mano le inmovilizó en la mitad del gesto.
Abrió la boca desmesuradamente, como si fuera a gritar a pleno pulmón, pero de ella no salió ningún sonido, y volvió a cerrarla. Los músculos formaron hoyuelos a lo largo de la línea de la mandíbula. Dijo entre dientes:
—Salga de aquí.
Cerré la puerta tras de mí. El olor a gasolina llenaba el vestíbulo. Al lado de una mesita de teléfono, junto a la pared opuesta, había una lata abierta de unos tres litros. Manchas de gasolina todavía húmeda aparecían en diversas partes del vestíbulo.
—¿Ha sangrado mucho? —pregunté.
Se levantó despacio, sin quitar ojo de mi pistola. Le cacheé los costados. No iba armado. Retrocedió hacia la pared y se apoyó en ella, cruzando los brazos sobre el pecho, como un hombre en una noche fría.
—¿Por qué la ha matado?
—No sé de qué me está hablando.
—Es un poquito tarde para ese gambito. Su chica está muerta. Usted mismo es hombre muerto. De todos modos, en la cárcel siempre pueden utilizar a un buen ordenanza de hospital. Quizá tengan alguna consideración con usted si habla.
—¿Quién se ha creído que es? ¿Dios?
—Creo que eso tal vez lo creía usted, Grantland. Ahora el gran sueño ha terminado. Lo máximo que puede esperar es que el jurado tenga un poco de consideración con usted.
Bajó los ojos hacia la alfombra manchada a sus pies.
—¿Por qué iba yo a matar a Zinnie? La quería.
—Claro, claro. Se enamoró de ella en cuanto vio que únicamente faltaba una muerte para obtener cinco millones. Sólo que ahora ha muerto y no sirve de nada, ni a usted, ni a nadie más.
—¿Hace falta que me lo restregue por las narices?
Su voz era apagada a causa del aburrimiento que sigue a la conmoción.
Sentí un asomo de compasión por él y lo reprimí.
—Venga ya. Si los cortes no se los ha hecho usted mismo, es que está encubriendo al destripador.
—No. Le juro que no. No sé quién ha sido. Yo no estaba aquí cuando sucedió.
—¿Pero Zinnie estaba?
—Sí, ella sí. Se sentía cansada y enferma, así que la acosté en mi habitación. Tenía que atender a una urgencia, a un paciente, de modo que me vi obligado a salir de casa. —Su cara iba volviendo a la vida mientras hablaba, como si viera una abertura por la que pudiera escabullirse—. Cuando volví, ella se había marchado. Me puse frenético. Lo único que se me ocurrió fue eliminar las manchas de sangre.
—Enséñeme el dormitorio.
De mala gana, Grantland dejó de apoyarse en la pared. Le seguí cruzando la puerta que había en el extremo del vestíbulo y entré en el dormitorio, cuya luz se hallaba encendida. La cama estaba deshecha. Las sábanas ensangrentadas y la manta eléctrica, también manchada de sangre, yacían en medio de la habitación con un montón de prendas de mujer encima de ellas.
—¿Qué iba a hacer con todo esto? ¿Quemarlo?
—Supongo que sí —contestó con una mirada de desdicha hacia un lado—. No pasó nada entre nosotros, ¿comprende? Mi papel en todo esto ha sido perfectamente inocente. Pero sabía lo que iba a pasar si no me libraba de las señales. Me echarían la culpa.
—Y usted quería que la culpa se la echasen a otro, como de costumbre. Así que metió el cuerpo en su «rubia» y dejó el vehículo en la parte baja de la ciudad, cerca de donde vieron a Carl Hallman. Sintonizó la frecuencia de la policía para seguir los movimientos de Carl. Por si no podía cargarle el mochuelo a él telefoneó al rancho y metió a los criados de Zinnie en el asunto, para que hicieran de chivos expiatorios secundarios.
El rostro de Grantland adquirió su expresión ictérica. Se sentó en el borde del colchón y agachó la cabeza.
—Ha estado siguiendo mis movimientos, ¿no es así?
—Ya iba siendo hora de que alguien los siguiese. ¿Quién era el paciente que le llamó esta noche, el de la urgencia?
—No importa. Nadie a quien usted conozca.
—Se equivoca otra vez. Importa y conozco a Tom Rica desde hace muchos años. Usted le dio una sobredosis de heroína y le dejó solo para que se muriera.
Grantland siguió sentado, sin decir nada.
—Le di lo que él me pidió.
—Claro. Usted es muy generoso. Él quería un poquito de muerte. Usted le dio toda la ración.
Grantland empezó a hablar rápidamente, rodeándose de una pantalla de palabras para protegerse:
—Seguramente me equivoqué al medir la dosis. No sabía a qué cantidad estaba acostumbrado. Se encontraba fatal, y tuve que darle algo que le proporcionase un alivio temporal. Pensaba hacerle trasladar al hospital. Ahora comprendo que no debería haberle dejado solo. Al parecer, estaba peor de lo que me figuré. Estos adictos son impredecibles.
—Por suerte para usted lo son.
—¿Suerte?
—Rica no ha muerto del todo. Incluso pudo hablar un poco antes de perder el conocimiento.
—No le crea. Es un mentiroso patológico y me tiene inquina. Yo no quería proporcionarle drogas…
—¿No quería? Pensaba que sí se las proporcionaba y me preguntaba por qué. También me preguntaba qué pasó en su consultorio hace tres años.
—¿Cuándo?
Trataba de ganar tiempo, tiempo para construir una historia con escotillas de escape, pasadizos subterráneos, alguna parte, cualquier parte donde pudiera esconderse.
—Sabe muy bien cuándo. ¿Cómo murió Alicia Hallman?
Aspiró hondo.
—Esto le sorprenderá. Alicia murió de accidente. Si alguien fue culpable, ese alguien fue su hijo Jerry. Jerry había concertado una entrevista especial conmigo, por la noche, y él mismo la llevó en coche a mi consultorio. Ella estaba disgustadísima por algo y quería drogas que le calmasen los nervios. No quise recetarle ninguna. Sacó una pistola del monedero y trató de pegarme un tiro. Jerry oyó el disparo. Entró corriendo desde la sala de espera y forcejeó con ella. Alicia se cayó y se golpeó la cabeza con el radiador. La herida era mortal. Jerry me suplicó que no dijese nada, que le protegiera a él y que protegiera el nombre de su madre y le evitase un escándalo a la familia. Hice lo que pude por protegerles. Eran amigos míos, además de pacientes.
Bajó la cabeza, el mártir servicial.
—Es una historia bastante buena. ¿Está seguro de que no la tenía ensayada?
Alzó los ojos bruscamente. Su mirada se cruzó con la mía durante un instante. Los ojos eran puntitos rojos cuyo centro ardía. Se apartaron de mí para mirar la ventana y yo eché una ojeada por encima del hombro. La ventana enmarcaba únicamente el cielo medio iluminado sobre la ciudad.
—¿Es esa la historia que le contó a Carl esta mañana?
—Lo es, a decir verdad. Carl quería la verdad. Pensé que no tenía ningún derecho a ocultársela. Ha sido una carga sobre mi conciencia durante tres años.
—Ya sé que tiene usted mucha conciencia, doctor. Se aprovechó de un hombre enfermo, le contó una patraña sobre la muerte de su madre, le dio una pistola, le puso en contra de su propio hermano y lo dejó suelto.
—No fue así. Pidió que le enseñara la pistola. Era una prueba de la verdad. Supongo que me la había guardado con esa intención. La saqué de la caja fuerte y se la enseñé.
—La guardó pensando en asesinar. La tenía cargada, preparada para él, ¿no es cierto?
—Sencillamente no es así. Aunque lo fuese, jamás podría probarlo. Jamás. Cogió la pistola y se marchó corriendo. No pude detenerle.
—¿Por qué le dijo una mentira sobre la muerte de su madre?
—No era ninguna mentira.
—No me contradiga, hermano. —Agité la pistola para que no se olvidara de ella—. No fue Jerry quien llevó a su madre en coche a la ciudad. Fue Sam Yogan. No fue Jerry quien la hizo caer y matarse. Jerry estaba en Berkeley con su padre. De todas formas, usted no arriesgaría el cuello por Jerry. Sólo se me ocurren dos personas por las que usted correría ese riesgo: usted mismo, o Zinnie. ¿Estaba Zinnie en su consultorio con Alicia?
Me miró con ojos llameantes, como si los sesos estuvieran ardiendo dentro de su cráneo.
—Siga. Esto es muy interesante.
—Tom Rica vio salir de allí a una mujer chorreando sangre. ¿Resultó Zinnie herida por el disparo de Alicia?
—Así será si usted lo dice —repuso.
—De acuerdo. Pienso que fue Zinnie. Huyó corriendo, presa de pánico. Usted se quedó para librarse del cuerpo de la suegra de Zinnie. Su única motivación era protegerse a usted mismo, pero Zinnie no quería pensar en lo ocurrido, obsesionada como estaba por el miedo y la culpabilidad. No quiso pararse a pensar que cuando usted arrojó el cuerpo al océano convirtió un homicidio justificable en un asesinato…, convirtió a su amada en una asesina. Sin duda ella se lo agradeció.
»Por supuesto, ella no era su amada en aquel entonces. Todavía no era suficientemente rica. Usted no la quería sin dinero, ni a ella ni a ninguna otra mujer. Tarde o temprano, sin embargo, cuando el senador muriese, Zinnie y su marido heredarían un montón de dinero. Pero los años iban pasando lentamente y el corazón del viejo continuaba latiendo, y usted se impacientaba, estaba cansado de sudar, de vivir modestamente de los beneficios que le proporcionaban las píldoras, mientras otras personas tenían millones.
»El senador necesitaba una ayudita, un empujoncito. Usted era su médico, y le hubiera resultado fácil dárselo usted mismo, pero esa no es su forma de actuar. Era mejor que los riesgos los corriese otra persona. No demasiados riesgos, desde luego… Zinnie representaba mucho dinero para usted. Usted la ayudó a preparar el escenario psicológico, para que Carl resultase el sospechoso obvio. Echarle la culpa a Carl servía para dos fines. Impediría que se llevase a cabo una investigación seria y le libraría de la competencia de Carl y Mildred. Usted quería todo el dinero de los Hallman para usted solo.
»Una vez desaparecido el senador, sólo quedaba un obstáculo entre usted y el dinero. Zinnie quería hacerse con el dinero por el procedimiento más fácil, es decir, divorciándose, pero su hija representaba un obstáculo para el divorcio. Me imagino que usted también. A usted le quedaba una sola muerte para obtener la totalidad de los cinco millones descontados los impuestos y una esposa que se vería obligada a recibir órdenes durante el resto de su vida. Esa muerte ha tenido lugar hoy, y usted prácticamente ha reconocido que usted la organizó.
—Yo no he reconocido nada. Le he demostrado que Carl Hallman mató a su hermano. Es probable que también haya matado a Zinnie. Puede que cruzase la ciudad en un coche robado.
—¿Cuánto rato hace que Zinnie fue asesinada?
—Diría que unas cuatro horas.
—Es usted un embustero. Su cuerpo estaba caliente cuando lo encontré, hace menos de una hora.
—Debe de haberse equivocado. Quizá no tenga buena opinión de mí, pero yo soy médico y sé lo que me digo. La dejé antes de las ocho, y debió de morir poco después de esa hora. Ahora son las doce.
—¿Qué ha hecho desde entonces?
Grantland titubeó.
—No pude moverme durante mucho rato después de encontrarla. Sencillamente me tumbé en la cama a su lado.
—¿Dice que la encontró en la cama?
—Sí, la encontré en la cama.
—¿Cómo fue la sangre a parar al vestíbulo?
—Fue cuando la saqué de la casa. —Se estremeció—. ¿No ve que le estoy diciendo la verdad? Carl debió de entrar y encontrarla dormida. Tal vez me buscaba a mí. Después de todo, yo soy el médico que le encerró. Quizá la mató para vengarse de mí. Dejé la puerta cerrada sólo de golpe, como un idiota.
—¿No la dejaría para que él la encontrase? ¿Verdad que no?
—¿Por quién me ha tomado?
Era una pregunta difícil. Grantland tenía los ojos clavados en la ropa de Zinnie, la cara deformada por líneas magnéticas de dolor. Yo había conocido a asesinos que habían matado a su amante y luego habían llorado por la muerta. La mayoría de ellos eran hombres débiles, afectados por algún trastorno mental. Mataban y lloraban y rasgaban las mantas de la cárcel y hacían un nudo corredizo con ellas. Me parecía dudoso que Grantland fuera uno de ellos, pero era posible.
—Creo que básicamente es usted un imbécil —dije—, como cualquier otro hombre que trate de ir más allá de las limitaciones de todo ser humano. Pienso que es un imbécil peligroso, porque está asustado. Lo demuestra el que haya tratado de silenciar a Rica. ¿También intentó silenciar a Zinnie, con un cuchillo?
—Me niego a responder a esa clase de preguntas.
Se levantó con gestos espasmódicos y se acercó a la ventana. Permanecí cerca de él, con la pistola entre nosotros. Durante un momento estuvimos contemplando la larga pendiente de la ciudad. Sus luces de después de la medianoche aparecían esparcidas por las colinas, como las últimas chispas de una cascada de fuegos artificiales.
—Quería realmente a Zinnie. No le hubiese hecho ningún daño —dijo.
—Reconozco que no parece probable. No es probable que matase a la gallina de los huevos de oro precisamente cuando iba a poner para usted. Dentro de seis meses, o de un año, cuando ella hubiese tenido tiempo de casarse con usted y escribir un testamento a su favor, quizás habría empezado a maquinar algo.
Se volvió hacia mí con expresión fiera.
—No tengo por qué seguir escuchando cosas así.
—En efecto. No tiene por qué. Estoy tan harto del asunto como usted. Vámonos, Grantland.
—No iré a ninguna parte.
—En tal caso, les diremos que vengan a buscarle. Será desagradable mientras dure, pero no durará mucho. Cantará una declaración antes de la mañana.
Grantland se hizo el remolón. Le empujé por el vestíbulo hasta que llegamos al teléfono.
—Usted hará la llamada, doctor.
Volvió a hacerse el remolón.
—Escúcheme. No hace falta telefonear a nadie. Aun en el caso de que su hipótesis fuese correcta, y no lo es, no hay pruebas reales contra mí. Mis manos están limpias.
Sus ojos seguían ardiendo con una luz fiera e inextinguida. Pensé que era una luz que ardía desde las tinieblas, una arrogancia ciega que enmascaraba el miedo y la desesperación. Detrás de sus diversas máscaras cambiantes, vislumbré los desposeídos desconocidos, el hombre hambriento que se hallaba sentado en las tinieblas centrales de Grantland, y que manipulaba el juego de sombras de su vida. Lancé un golpe contra la forma que había en las tinieblas.
—Sus manos están sucias. No se tienen las manos limpias cuando se traiciona a los pacientes y se les incita al asesinato. Es usted un médico sucio, más sucio que cualquiera de sus víctimas. Sus manos estarían más limpias si hubiera cogido esa pistola y la hubiera utilizado contra Hallman usted mismo. Pero no tiene arrestos para vivir su propia vida. Quiere que otras personas lo hagan por usted, que vivan su vida, que maten por usted, que mueran por usted.
Se retorció y dio media vuelta. Su cara cambió como el humo y apareció en ella una nueva máscara, una máscara sonriente.
—Es usted un hombre listo. Esa hipótesis suya, sobre la muerte de Alicia…, no fue así como sucedió, pero estuvo usted a punto de dar en el blanco en un par de cosas.
—Acláreme cuáles.
—¿Si lo hago, me dejará ir? Lo único que necesito son unas cuantas horas para llegar a México. No he cometido ningún delito que justifique la extradición, y tengo un par de miles de…
—Ahórrelos. Los necesitará para los abogados. Se acabó, Grantland. —Hice un gesto con la pistola que tenía en la mano—. Coja el teléfono y llame a la policía.
Sus hombros se hundieron. Descolgó el aparato y empezó a marcar. Debería haber desconfiado de su cara avergonzada.
Lanzó un puntapié hacia un lado y derribó la lata de gasolina, cuyo contenido se esparció por la alfombra y llegó hasta mis pies.
—Yo no utilizaría esa pistola —dijo—. Sería como hacer estallar una bomba.
Intenté golpearle la cabeza con la automática. Se me adelantó en una milésima de segundo. Blandió la base del teléfono sujetándola por el cordón y la dejó caer como un mazo sobre mi cabeza.
Recibido el mensaje. Cambio y corto.