Rose Parish entró silenciosamente en la habitación. Se la veía radiante y levemente desorganizada.
—Por fin he conseguido que se durmiera. Cielos, son más de las once. No tenía intención de hacerle esperar tanto tiempo.
—No importa. No me ha hecho esperar.
La mayor parte de mis horas de trabajo las pasaba esperando, hablando y esperando. Hablando con personas corrientes en vecindarios corrientes sobre cosas corrientes, esperando que la verdad aflorase a la superficie. Acababa de vislumbrarla hacía sólo unos instantes, y debía de notárseme en los ojos.
Rose me miró y luego desvió la mirada hacia la señora Hutchinson.
—¿Ha ocurrido algo?
—Le he dejado aturdido de tanto hablar, eso es lo que ha ocurrido. —La cara de la anciana había recuperado su peculiar expresión cerrada—. Gracias por ayudarme con la niña. Debería tener usted sus propios hijos, para poder cuidarles.
Rose se ruborizó de placer, luego meneó la cabeza con bastante sequedad, como si quisiera castigarse a sí misma por el pensamiento feliz.
—Me conformaría con Martha. Es un angelito.
—A veces —dijo la señora Hutchinson.
Un ruido en la calle atrajo nuevamente mi atención hacia la ventana. Una camioneta vieja y gris acababa de salir de la carretera general. Aminoró la marcha al pasar frente a la casa y se detuvo delante de la «rubia». Una figura delgada y nervuda se apeó de la camioneta por el lado derecho y dio la vuelta por detrás de ella hasta detenerse junto a la «rubia». Reconocí a Sam Yogan por sus movimientos ágiles pero sin prisas.
La camioneta se alejaba ya por Elmwood cuando llegué junto a la «rubia». Yogan se había sentado al volante y trataba de ponerla en marcha. La «rubia» se negaba a obedecer.
—¿Adónde va usted, Sam?
Alzó los ojos y sonrió al verme.
—De vuelta al rancho. Hola.
Volvió a probar suerte, pero el motor no se puso en marcha. Hacía un ruido como si se le hubiera acabado la gasolina.
—Déjelo, Sam. Salga y déjelo.
Su sonrisa se hizo más amplia y resistente.
—La señora Hallman dice que la devuelva al rancho.
—¿Se lo ha dicho ella misma?
—No, señor. El hombre del garaje llamó a Juan, Juan me lo dijo a mí.
—¿El hombre del garaje?
—Sí, señor. Dijo que la señora Hallman dijo que recogiera el coche en Chestnut Street.
—¿Cuánto rato hace que la llamó?
—No mucho. El hombre del garaje dice que me dé prisa. Juan me ha traído en seguida.
Volvió a probar el motor, sin éxito. Me incliné delante de él y quité la llave del encendido.
—Será mejor que salga, Sam. Probablemente la conducción de combustible está cortada.
Se apeó e hizo ademán de dirigirse al morro del coche.
—Lo arreglo, ¿eh?
—No. Venga aquí.
Abrí la portezuela de atrás y le enseñé a Zinnie Hallman. Observé su rostro. En él no había nada salvo una pena imperturbable. Si albergaba algo inconfesable, lo tenía escondido en algún lugar fuera de mi alcance. No creí que lo albergara.
—¿Sabe quién la ha matado?
Sus ojos negros me miraron desde debajo de su frente arrugada.
—No, señor.
—Parece que quienquiera que la haya matado trate de echarle la culpa a usted. ¿Eso no le pone furioso?
—No, señor.
—¿No tiene ninguna idea de quién ha sido?
—No, señor.
—¿Se acuerda usted de la noche en que murió la anciana señora Hallman?
Asintió con la cabeza.
—Tengo entendido que la llevó en coche hasta el muelle y la dejó allí.
—En la calle de enfrente del muelle.
—¿Qué hacía la señora Hallman allí?
—Dijo que tenía que reunirse con alguien.
—¿Dijo quién era ese alguien?
—No, señor. Me dijo que me fuese, que no la esperase. Quizá no quería que yo viera.
—¿Llevaba su pistola?
—No lo sé.
—¿Mencionó al doctor Grantland?
—No creo.
—¿El doctor Grantland le hizo alguna vez preguntas sobre aquella noche?
—No, señor.
—¿O le dio instrucciones sobre lo que tenía que decir?
—No, señor. —Señaló el cuerpo con un gesto torpe—. ¿No deberíamos decírselo a la policía?
—Tiene razón. Vaya usted y dígaselo, Sam.
Asintió solemnemente con la cabeza. Le entregué la llave de la «rubia» y le mostré el lugar en el que encontraría al grupo del sargento. Cuando estaba poniendo en marcha mi propio coche, Rose salió de la casa y subió al vehículo, sentándose a mi lado. Me dirigí hacia Elmwood, crucé el puente, que estaba lleno de baches, y pisé el acelerador. Los árboles arqueados pasaban por encima de nosotros con mucho ruido, como pájaros oscuros y gigantescos.
—Tiene usted mucha prisa —dijo Rose—. ¿O siempre conduce así?
—Sólo cuando me siento frustrado.
—Me temo que en eso no puedo ayudarle. ¿He hecho algo que le haya molestado?
—No.
—Pero algo ha pasado, ¿no es así?
—Algo va a pasar. ¿Dónde quiere que la deje?
—No quiero que me deje.
—Puede que haya complicaciones. Creo que puedo prometerle que las habrá.
—No he venido a Purissima con la idea de evitar complicaciones. Tampoco he venido con la intención de morir en un accidente de automóvil.
En el cruce de la calle principal el semáforo estaba en rojo. Frené en seco. Rose Parish no hacía juego con mi humor en aquel momento.
—Salga.
—No quiero.
—Entonces, deje de hacer preguntas.
Viré en dirección este, hacia las colinas.
—No quiero. ¿Se trata de algo relacionado con Carl?
—Sí. Ahora guárdese lo que piense.
Era una ciudad de gente que se acostaba temprano. Prácticamente no había tráfico. Unos cuantos borrachos iban de un lado a otro y discutían enfrente de los bares. Dos busconas, de esas que florecen de noche, o sus madres caminaban decididamente hacia ningún sitio en particular. Un joven subido a una escalera de mano estaba quitando las letras de la destartalada marquesina del cine mexicano. AMOR era la única palabra que quedaba. El joven empezó a desmontarla.
En la parte alta de la calle principal no se veía a ningún peatón. El único ser humano visible era el empleado de una gasolinera que permanecía abierta toda la noche. Me acerqué al bordillo justo debajo del consultorio del doctor Grantland. Una luz brillaba tenuemente en el interior, detrás de las briquetas de cristal. Me dispuse a bajar del coche. Una especie de animal salió de entre los arbustos y se me acercó gateando por la acera.
Era un animal de especie humana, un hombre que avanzaba a gatas. Sus manos dejaban un rastro de sangre, negra como manchas de petróleo bajo la luz de mis faros. Sus brazos cedieron y cayó de costado. Su cara tenía el mismo color gris sucio que la acera. Rica otra vez.
Rose se arrodilló a su lado y apoyó la cabeza y los hombros del caído en su regazo.
—Avise a una ambulancia. Me parece que se ha cortado las muñecas.
Rica se debatía débilmente en sus brazos.
—No me he cortado las muñecas. ¿Me toma por uno de sus psicos?
Sus manos rojas golpearon a Rose. La sangre le embadurnó el rostro y la manchó la parte delantera del abrigo. Ella no le soltó y siguió hablándole con la voz dulce que utilizaba para hablar con Martha:
—Pobre hombre, se ha hecho daño. ¿Cómo ha sido?
—Había alambre en el cristal de la ventana. No debería haber tratado de romperlo con las manos.
—¿Por qué quería romperlo?
—No quería. Él me obligó. Me inyectó una dosis en el despacho de atrás y dijo que volvería en cosa de un minuto. No volvió nunca. Me cerró la puerta con llave.
Me puse en cuclillas a su lado.
—¿Grantland te dejó encerrado con llave?
—Sí, y el muy cabrón me las pagará por ello. —Los ojos de Rica se volvieron hacia mí, soñolientos y ocultos como cojinetes espolvoreados con grafito—. Le encerraré en la celda de la muerte de San Quintín.
—¿Cómo conseguirás mandarle allí?
—Mató a una anciana, ¿comprendes?, y yo soy testigo del asesinato. Compareceré ante cualquier tribunal y juraré que lo hizo. Deberías haber visto cómo quedó su consultorio después de hacerlo. Era un matadero, con esa pobre anciana en el suelo, bañada en sangre. Y él es un cochino carnicero.
—Silencio —dijo Rose—. No hable más. Tranquilícese.
—No le diga eso. ¿Sabes quién era ella, Tom?
—Lo averigüé. Era la anciana señora Hallman. Él la mató a golpes y la arrojó al mar. Y yo soy el que se encargará de que vaya a la cámara de gas por ello.
—¿Qué hacías tú allí?
Su rostro quedó inerte.
—No me acuerdo.
Rose me dirigió una mirada de odio puro.
—Le prohíbo que le interrogue. Está medio enloquecido. Dios sabe cuánta droga habrá tomado, o cuánta sangre habrá perdido.
—Quiero su historia ahora.
—Ya la oirá mañana.
—Mañana no hablará. Tom, ¿qué hacías en el consultorio de Grantland aquella noche?
—Nada. Estaba merodeando. Necesitaba una cápsula, de modo que me dejé caer por allí para ver si podía engañarle y lograr que me diera una. 01 un disparo, y luego salió aquella señora. Iba chorreando sangre.
Tom se miró las manos. Sus ojos se volvieron hacia arriba y quedaron ciegos.
Le grité al oído:
—¿Qué señora? ¿Puedes describirla?
Rose le acunó la cabeza en los brazos con gesto protector.
—Tenemos que llevarle a un hospital. Me parece que se ha tomado una sobredosis masiva. ¿Pretende usted que se muera?
Era lo último que quería. Volví en el coche a la gasolinera que permanecía abierta toda la noche y le pedí al empleado que pidiera una ambulancia.
El empleado era un chico de aire despierto y llevaba una cazadora de cuero.
—¿Dónde está el accidente?
—Calle arriba. Hay un herido en la acera, enfrente del consultorio del doctor Grantland.
—¿No es el doctor Grantland?
—No.
—Quería estar seguro. Estuvo aquí hace un rato. La gasolina nos la compra a nosotros.
El chico hizo la llamada y salió otra vez.
—Llegarán en seguida. ¿Hay algo más que yo pueda hacer?
—¿Has dicho que el doctor Grantland ha estado aquí esta noche?
—Así es. —Miró su reloj de pulsera—. No hace más de treinta minutos. Parecía tener prisa.
—¿Para qué se detuvo aquí?
—Gasolina. Gasolina para limpiar, no la de tipo normal. Derramó algo en la alfombra. Salsa, creo que dijo. Debía de ser una mancha muy grande. Estaba muy disgustado a causa de ello. El doctor acaba de construirse una casa nueva, muy elegante, con moqueta en el suelo.
—Déjame ver…, eso será en Seaview.
—Sí. —Señaló calle arriba hacia los riscos—. Sale del paseo, a la izquierda. Verá su nombre en el buzón de la entrada si quiere usted hablar con él. ¿Ha tenido que ver con el accidente?
—Pudiera ser.
Rose Parish seguía en la acera con Tom Rica en los brazos. Alzó los ojos cuando pasé por su lado, pero no me detuve. Rose lanzó una amenaza contra algo que había en mí y que yo quería conservar intacto cuando menos durante otra temporadita. Todo el tiempo que fuese necesario para hacer que Grantland pagase con todo lo que tenía.