Esperé hasta que el semáforo se puso en verde y volví a cruzar la carretera general. Chestnut Street seguía estando desierta, exceptuando mi coche estacionado junto al bordillo y otro coche que se encontraba en diagonal respecto del mío, cerca de la esquina de Elmwood. De haber estado allí antes, me hubiera percatado de ello.
Era una «rubia» nueva, de color rojo, muy parecida a la que había visto en el rancho Hallman. Subí por la calle y miré dentro del vehículo por la ventana abierta del lado del conductor. La llave estaba en el encendido. En la columna del volante había una cédula de circulación con el número de la matrícula y el nombre de Jerry Hallman.
Evidentemente, Zinnie había vuelto para arropar a su pequeña. Por encima del tejadillo de la «rubia» miré hacia la casita de la señora Hutchinson. La luz seguía brillando detrás de las cortinas de encaje de las ventanas. Todo parecía tranquilo y en orden. A pesar de ello, una sensación de desastre cayó sobre mí como una pesada trampa.
Quizás había adivinado el significado de la forma cubierta con una manta que había en el suelo, en la parte posterior de la «rubia». Abrí la portezuela de atrás y levanté la manta. Tan blanco que parecía luminoso, el cuerpo de una mujer yacía acurrucado en la oscuridad.
Encendí la luz y Zinnie me saltó a la vista. Tenía la cabeza torcida hacia mí, mirándome con los ojos abiertos. Su mueca de temor y dolor había quedado fijada en el rictus de la muerte. En uno de los senos y en el abdomen había cortes y sangre. Toqué el seno ileso, esperando una frialdad de mármol. El cuerpo todavía estaba caliente, pero inconfundiblemente muerto. Volví a cubrirlo con la manta, como si ello sirviera de algo.
La oscuridad inundó mi cerebro durante un instante, arremolinándose como aguas negras en las cuales girasen tres cadáveres sin enterrar. Cuatro. Perdí mi Monarchburger en la cuneta. Bañado por un sudor frío, miré calle arriba y calle abajo. Enfrente de la esquina del descampado un puente de cemento llevaba a Elmwood Street por encima del lecho del riachuelo. Más arriba, en un meandro del riachuelo, se movían las luces del sargento y sus hombres.
Podía decirles lo que había encontrado, o podía guardar silencio. En mi cerebro seguían frescas las palabras de Slovekin sobre los linchamientos. Debajo de ellas sentía la necesidad apremiante de unirme a la cacería, encontrar a Hallman y matarle. Como no me fiaba de esa necesidad apremiante, tomé una decisión que probablemente costó una vida. Quizá salvó otra.
Cerré la portezuela, dejé la «rubia» como estaba y volví a la casita de la señora Hutchinson. Al verme, pareció deprimirse, pero me invitó a entrar. Antes de hacerlo, le señalé la «rubia» roja:
—¿No es aquél el coche de la señora Hallman?
—Creo que sí. No podría jurarlo. Lleva uno parecido.
—¿Lo llevaba esta noche?
La anciana titubeó.
—Iba en él.
—¿Quiere decir que lo conducía otra persona?
Volvió a titubear, pero pareció darse cuenta de mi urgencia.
Cuando finalmente salieron, sus palabras sonaron como si un dique interno hubiese reventado, soltando oleadas de justificada indignación:
—He trabajado en casas grandes, con toda clase de gente, y hace ya tiempo que aprendí a sujetar la lengua. La he sujetado para los Hallman, y seguiría sujetándola, pero todo tiene un límite y yo he llegado ya al mío. Cuando una mujer que acaba de enviudar se corre una juerga la misma noche en que han matado a su marido…
—¿Era el doctor Grantland quien conducía el coche? Esto es importante, señora Hutchinson.
—No hace falta que me lo diga. Es una vergüenza, una terrible vergüenza. Allá iban, alegres como unas pascuas, y los demás que se vayan al diablo. Nunca tuve muy buena opinión de ella, pero a él le consideraba un doctor joven y excelente.
—¿A qué hora estuvieron aquí?
—A la hora en que a Martha le tocaba cenar, alrededor de las seis y cuarto o y media. Sé que echó a perder la cena de la niña, entrando y saliendo a todo correr de esa manera.
—¿Grantland entró con ella?
—Sí, entró.
—¿Dijo algo? ¿Hizo algo?
Su cara se acercó un poco más a mí. Dijo:
—Hace frío aquí fuera. Entre si quiere hablar.
No había nadie más en la salita de estar. El abrigo de Rose Parish estaba echado sobre el sofá. Pude oírla al otro lado de la pared, cantándole una canción de cuna a la niña.
—Me alegra que me echen una mano con la pequeña. Es que me canso —dijo la anciana—. Su amiga parece tener buena mano con los niños. ¿Tiene hijos?
—Que yo sepa, la señorita Parish no está casada.
—¡Qué pena! Yo misma estuve casada durante casi cuarenta años, pero tampoco tuve hijos. Nunca tuve esa suerte. Fue una lástima. —Las oleadas de su indignación volvieron a subir—: Los que sí tienen hijos de su propia sangre y carne deberían cuidarlos.
Me senté en una silla junto a la ventana, desde la que podía ver la «rubia». La señora Hutchinson se sentó enfrente de mí:
—¿Ella está ahí fuera?
—No quiero perder el coche de vista.
—¿Por qué me ha preguntado si el doctor Grantland dijo algo?
—¿Cómo se comportaba con Zinnie?
—Como siempre. Hacía la comedia de siempre, como si ella no le interesase y se limitara a cumplir con su obligación de médico. Como si yo no supiera lo que hay entre ellos desde hace mucho tiempo. Supongo que me toma por una mujer vieja y senil, pero tengo ojos y buenos oídos. He visto a esa mujer jugueteando con él como si fuera un pez grande y estúpido, desde el día en que murió el senador. Y lo va a sacar del agua, además, y él se comporta como si le estuviese agradecido por echarle el anzuelo. Le suponía más sentido común, creía que no se colaría por una mujer como esa, simplemente porque ha heredado un montón de dinero.
Con un ojo en la «rubia» pintada de rojo en la que yacía el cuerpo de la mujer, sentí una oscura necesidad de defender a Zinnie:
—A mí no me daba la impresión de ser una mala mujer.
—Habla usted de ella como si estuviera muerta —dijo la señora Hutchinson—. Naturalmente, usted no podía ver cómo era en realidad. Usted es hombre. Pero yo solía observarla como observan las moscas desde la pared. Vino de la nada, ¿lo sabía usted? El señorito Jerry la recogió de un club nocturno de Los Ángeles, él mismo lo sacó a relucir en una de las discusiones que tuvieron. Discutían mucho. Ella era una mujer hambrienta, de mucho empuje, siempre deseando algo que no tuviera. Y cuando lo conseguía, no se daba por satisfecha. Una esposa insatisfecha es una cosa terrible en esta vida.
»Se volvió contra su marido después de que naciera la niña, y luego hizo cuanto pudo para que la pequeña también se pusiera contra él. Hasta tuvo la desfachatez de pedirme que testificara a su favor ante el tribunal de divorcios, para poder quedarse con Martha. Quería que yo dijese que su marido la trataba con crueldad. Hubiese sido una mentira, y así se lo dije. Es verdad que no se llevaban bien, pero él nunca le levantó la mano. Él sufría en silencio. Fue a la muerte en silencio.
—¿Cuándo le pidió que testificara?
—Hace tres…, cuatro meses, cuando pensó que un divorcio era lo que quería.
—¿Para poder casarse con Grantland?
—No lo reconoció abiertamente, pero esa era la idea. Quedé sorprendida, sorprendida y avergonzada por él, que se enamorase de ella y de sus sucias intrigas. Hubiera podido ahorrarme mis sentimientos. Hacen buena pareja. Él no es mejor que ella. Puede que sea peor, mucho peor.
—¿Qué le hace pensar así?
—Detesto decirlo. Recuerdo cómo era cuando se instaló en la ciudad, un médico joven y prometedor. No había nada que no estuviese dispuesto a hacer por sus pacientes. Una vez me dijo que ser médico era el gran sueño de su vida. Su familia perdió su dinero cuando la depresión y él estudió en la facultad de medicina, trabajando en un garaje para pagarse los estudios. Pasó por la facultad de las penalidades, además de por la facultad de medicina, y aprendió algo. En aquellos primeros tiempos, hace seis u ocho años, cuando sus pacientes no podían pagarle, él seguía atendiéndolos como si nada. Eso era antes de que se le metiesen grandes ideas en la cabeza.
—¿Qué ocurrió? ¿Le llegó el olorcillo del dinero?
—Le ocurrió algo más que eso. Ahora, mirando hacia atrás, puedo ver que empezó a cambiar, a cambiar de una forma notable, hace unos tres años. Pareció perder el interés por el ejercicio de la medicina. He visto pasarles lo mismo a otros médicos, algo se apaga en ellos y algo se enciende en su lugar, y se lanzan descaradamente a ganar dinero. De repente se convierten en simples suministradores de píldoras, y algunos de ellos viven de sus propias píldoras.
—¿Qué le ocurrió al doctor Grantland hace tres años?
—No lo sé con seguridad. Pero puedo decirle que no le ocurrió solamente a él. Algo me ocurrió a mí también, si quiere que le diga la verdad.
—Quiero que me diga la verdad. Pienso que me ha mentido.
Levantó la cabeza bruscamente, como si yo hubiese tensado una soga. Entornó los ojos y se me quedó mirando con una especie de astucia desvaída. Dije:
—Si sabe algo importante sobre la muerte de Alicia Hallman, tiene la obligación de decirlo.
—También tengo una obligación para conmigo. Esto que he llevado encerrado en el buche… no me hace parecer buena.
—Podría parecer peor, si dejase que un inocente cargara con la culpa de un asesinato. Aquellos hombres que pasaron hace un rato por la calle le andan buscando. Si se calla usted hasta que le encuentren y le peguen cuatro tiros, será demasiado tarde. Demasiado tarde para Carl Hallman y demasiado tarde para usted.
Su mirada siguió la mía hacia la calle. Seguía desierta, exceptuando mi coche y el de Zinnie. Al igual que el reflejo de la calle, sus ojos se ensombrecieron y en ellos había luces lejanas. Abrió la boca y la cerró con expresión adusta.
—No puede quedarse sentada, ocultando la verdad, mientras toda una familia va muriendo, o la van matando. Usted dice que es una mujer buena…
—No, ya no lo digo.
La señora Hutchinson bajó la cabeza y se quedó mirando las manos sobre el regazo. En el dorso se veían las venas azules a través de la piel. Las venas se hincharon cuando la mujer encorvó los dedos hacia dentro y cerró los puños. La voz le salió medio sofocada, como si el nudo moral la estuviera apretando con más fuerza.
—Soy una mujer malvada. Mentí sobre aquella pistola. El doctor Grantland habló de ella cuando iba camino de la ciudad hoy. Volvió a sacarla a colación esta noche cuando ella estuvo con la niña.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo que si alguien me hacía preguntas sobre esa pistola, debía atenerme a la historia que conté de buen principio. De lo contrario, iba a verme en grandes apuros.
—Hace un minuto sus apuros eran mayores. ¿Qué dijo usted de buen principio?
—Dije lo que él me ordenó que dijese. Que ella no tenía la pistola la noche en que murió. Que yo llevaba por lo menos una semana sin ver el arma; y sin ver tampoco la caja de municiones.
—¿Qué fue de las municiones?
—Él se las llevó. Yo debía decir que le quitó la pistola y las municiones por su propio bien.
—¿Cuándo le dijo todo eso?
—Aquella misma noche cuando vino al rancho.
—Esa era la historia que él contaba. ¿Usted por qué la creyó?
—Tenía miedo —dijo ella—. Aquella noche, al ver que ella no volvía, temí que se hubiese hecho daño y que me culparan a mí.
—¿Quién iba a culparla a usted?
—Todos. Dirían que era demasiado vieja para cuidar a otras personas. —Las manos de venas azules se abrieron y cerraron sobre sus muslos—. Yo me culpé a mí misma. Fue culpa mía. Debería haber permanecido con ella en todo momento, no debería haberla dejado salir. Había recibido una llamada telefónica desde Berkeley la noche antes, algo relacionado con su hijo, y estuvo disgustada todo el día. Hablaba de matarse porque su familia la había abandonado y nadie la quería. Les echaba toda la culpa a los maléficos.
—¿Cómo dice?
—Los maléficos. Siempre estaba hablando de esos maléficos suyos. Creía que su vida era gobernada por hados malignos, y que ellos habían matado todo el amor del mundo el día en que ella nació. Supongo que era verdad, en cierto modo. Nadie la quería, en efecto. Yo misma me estaba hartando de ella. Pensaba que si moría, sería un alivio para ella y para todos. Me atreví a hacer ese juicio que ningún ser humano tiene derecho a hacer.
Sus ojos parecían enfocados hacia dentro, hacia una imagen que guardaba en el recuerdo. Parpadeó, como si la imagen estuviera bañada por una luz brillante:
—Recuerdo el minuto exacto en que hice aquel juicio y me lavé las manos de ella. Entré en su habitación con la bandeja de la cena, y la encontré con el abrigo de visón puesto enfrente del espejo de cuerpo entero. Estaba cargando la pistola y hablando consigo misma, diciendo que su padre la había abandonado… No era verdad; su padre murió y nada más, pero ella se lo tomó personalmente. Y decía que sus hijos la estaban abandonando también. Se apuntó con el arma en el espejo y recuerdo que pensé que debería darle la vuelta y quitarse la vida en lugar de limitarse a hablar de ello. Yo no culpaba a su hijo por abandonarla. Ella era una carga para él, y para toda
»Ya sé que eso no es una excusa para mí —agregó glacialmente—. Un pensamiento malvado es un acto malvado, y conduce a actos malvados. La oí salir furtivamente al cabo de unos minutos, cuando le estaba preparando el café en la cocina. 01 que el coche se acercaba a la casa y luego se alejaba. No levanté ni un dedo para detenerla. Sencillamente dejé que se fuese, y me quedé sentada bebiendo café con el deseo maligno en el corazón.
—¿Quién conducía el coche?
—Sam Yogan. No le vi cuando se fueron, pero volvió antes de una hora. Dijo que la había dejado en el muelle, que era adonde ella quería ir. Ni siquiera entonces llamé a la policía.
—¿Yogan la llevaba en coche a la ciudad con frecuencia?
—Ella no iba muy a menudo, pero Sam le hacía de chófer muchas veces. Es buen conductor y a ella le gustaba. Sam era más o menos el único hombre que a ella le gustó en la vida. Bueno, el caso es que aquella noche era el único disponible.
—¿Dónde estaba el resto de la familia?
—Lejos. El senador y Jerry se habían ido a Berkeley, a ver si averiguaban el paradero de Carl. Zinnie estaba en casa de unos amigos de la ciudad. En aquel tiempo Martha sólo tenía unos meses de edad.
—¿Dónde estaba Carl?
—Nadie lo sabía. Desapareció durante una temporada. Después se supo que había estado en el desierto todo el tiempo, en el Valle de la Muerte. Al menos, eso es lo que contó él.
—¿Cabe la posibilidad de que estuviese aquí, en la ciudad?
—Sí, que yo sepa. No vino a decírmelo a mí, ni se lo dijo a nadie más. Carl no se dejó ver hasta después de que encontraran a su madre en el mar.
—¿Cuándo la encontraron?
—Al día siguiente.
—¿Vino Grantland a verla antes de que la encontrasen?
—Mucho antes. Llegó al rancho sobre la medianoche. Todavía estaba despierta. No podía dormir.
—¿Y la señora Hallman había salido de casa sobre la hora de la cena?
—Sí, alrededor de las siete. Siempre cenaba a las siete. Aquella noche no cenó, sin embargo.
—¿Grantland la había visto entre la hora de la cena y la medianoche?
—No, que yo sepa. Di por sentado que él la estaba buscando. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Estaba tan absorta en mis propias cosas, y en la culpabilidad que sentía. Sencillamente le hablé de la pistola y le dije que yo la había dejado salir sin más, y también le hablé de mis pensamientos malignos. El doctor Grantland me dijo que estaba agotada y que exageraba al culparme a mí misma. Dijo que probablemente ella aparecería sana y salva. Pero, si no aparecía, yo debía decir que no sabía nada sobre ninguna pistola. Que ella había salido sin decirme nada y que yo había dado por sentado que iba a la ciudad a buscar algo, tal vez a ver a su nieta. Que yo no sabía nada seguro. Tampoco debía decir que le había visto a él. De esa forma sería más probable que me creyeran. Bueno, el caso es que hice lo que me ordenó el doctor Grantland. Él era médico. Yo soy sólo una enfermera auxiliar: no pretendo ser inteligente.
Dejó que su rostro cayera y formase pliegues flojos y estúpidos, como para quitarse la responsabilidad de encima. No podía culparla demasiado. Era una anciana, gastada por su problema de conciencia, y se estaba haciendo tarde.