Ruidos desde el exterior, murmullos de voces y pies calzados con botas arrastrándose por el suelo me arrancaron de mis pensamientos y me empujaron hacia la puerta. Una formación de guerrilla compuesta por hombres armados con fusiles y escopetas pasaba por la calle. Un segundo grupo, éste más pequeño, avanzaba en abanico por las parcelas no edificadas en dirección al lecho del riachuelo, hurgando la oscuridad tachonada de árboles con la luz de sus linternas.
El hombre que dirigía el segundo grupo llevaba uniforme de algo. Al acercarme a él, vi que era un sargento de la policía de la ciudad.
—¿Qué ocurre, sargento?
—Perseguimos a un hombre. Por si no lo sabe, tenemos un lunático suelto.
—Lo sé.
—Si es usted de la patrulla del sheriff, debería buscar más arriba, al otro lado del riachuelo.
—Soy detective privado y trabajo en este caso. ¿Qué le hace pensar que Hallman se encuentra en este lado de la carretera general?
—La camarera del Barn dice que cruzó por la alcantarilla. Subió por el riachuelo desde la playa, y es probable que continúe siguiéndolo hacia arriba. Aunque puede que ya ande muy lejos. La camarera tardó mucho en avisarnos.
—¿Adónde lleva el riachuelo?
—Al otro lado de la ciudad. —Señaló hacia el este con su linterna—. Hasta las mismísimas montañas, si sigue usted caminando. Pero no llegará tan lejos, porque le están siguiendo setenta hombres armados con fusiles.
—Si se dirige hacia el otro lado de la ciudad, ¿por qué le buscan aquí?
—No podemos arriesgarnos con este tipo. Puede que esté escondido. No tenemos suficientes hombres para buscarle casa por casa, patio por patio, de modo que hemos decidido concentrarnos en el riachuelo. —Su linterna enfocó mi rostro durante un segundo—. ¿Quiere echarnos una mano?
—De momento, no. —Con setenta cazadores tras un solo gamo, aquello iba a estar demasiado concurrido—. Me olvidé el gorro rojo en casa.
—Entonces me está haciendo perder el tiempo, hermano.
El sargento se alejó entre los árboles. Anduve hasta el extremo del bloque y crucé la carretera general, que en aquel punto tenía un ancho de seis carriles.
El Red Barn era un edificio de muchas ventanas que se alzaba en el centro de una parcela asfaltada que había en la esquina. Su estructura pentagonal, achaparrada, se veía acentuada por los tubos de neón que ribeteaban los aleros y los ángulos. Dentro de la brillante jaula roja un cocinero de alto gorro tenía muy atareadas a varias camareras, que corrían sin parar entre su mostrador y los coches del aparcamiento. Las camareras lucían uniformes rojos y gorritas rojas que les daban el aspecto de botones con faldas. Al llegar a mis narices, la mezcla de olores de gasolina y grasa de freír se transformó en una pena estúpida, una nostalgia de otros restaurantes de aquel tipo que conocí en la preguerra antes de que la gente comenzase a morírseme.
Tenía la sensación de que mi vida había quedado reducida a una serie de actuaciones de una sola noche en lugares desolados. Ojo, me dije a mí mismo; sentir compasión por ti mismo es el último refugio de las mentes pequeñas y de los sabuesos profesionales que empiezan a hacerse viejos. Sabía que la desolación era la mía propia. La luminosidad había caído de mi aire interior.
No sé por qué, pero un chico y una chica que estaban en un coupé Chevrolet de color lavanda, pintado a mano, hicieron que me sintiese mejor. Estaban sentados muy cerca el uno del otro, como un cuerpo con dos cabezas, bebiendo sorbitos alternos de leche malteada a través de la misma pajita, limpia de gérmenes por obra del amor. Cerca de ellos, en un Hudson herrumbroso, un hombre con camisa de trabajo, su esposa, morena y fornida, y tres o cuatro chiquillos de ojos brillantes y legañosos con el recuerdo de películas vistas en autocines, comían perros calientes chorreando de mostaza con la solemnidad extasiada de comulgantes.
Había otra media docena de coches y entre ellos uno me interesó de modo especial. Era un Plymouth bastante nuevo, de dos puertas, con el nombre del Record de Purissima pintado en una de ellas. Me acerqué para examinarlo con mayor detalle.
Un mohoso Ford de antes de la guerra, con cadenas en la parte de atrás y demasiado motor salió de la carretera con mucho chirriar de neumáticos y se detuvo al lado del Plymouth. Los dos chicos que ocupaban el asiento delantero me miraron de la cabeza a los pies con expresión descarada y luego se olvidaron de mí. Yo era un peatón, un tierra-transportado. Mientras esperaban que les atendiese una camarera, se entretuvieron peinándose y reformando sus complicadas estructuras pilosas. Este proceso les ocupó mucho tiempo y continuó después de que una de las camareras se acercase a un costado de su coche. Era una rubia pequeñita, de senos insolentes debajo del uniforme ceñido.
—¿Habéis conducido mucho? —preguntó la rubita a los dos chicos—. Os he visto entrar en el aparcamiento. Mejor que paréis el motor antes de que se caliente demasiado.
—Va de sermón —dijo el que se encontraba al volante.
El otro se inclinó hacia la camarera.
—Han dicho por la radio que Gwen ha visto al asesino.
—Así es, en este momento está hablando con el reportero.
—¿Le amenazó con una pistola?
—Nada de eso. Gwen ni siquiera sabía que era el asesino.
—Entonces ¿qué hizo él? —preguntó el conductor. Parecía muy ansioso, como si buscase un ejemplo remarcable para poder emularlo.
—Nada. Estaba hurgando en los cubos de la basura. Al ver a Gwen, salió pitando. Oíd, chicos, estoy muy atareada. ¿Qué será?
—¿Tienes un billete grande, George? —preguntó el conductor a su pasajero.
—Sí, estoy forrado. Tomaremos lo de siempre, asado de bebé y martinis dobles. O, bien pensado, tráenos un par de «Cokes».
—Faltaría más, chicos, coged una buena trompa. —La muchacha dio la vuelta al Plymouth y se me acercó—. ¿Qué desea usted, señor?
Me di cuenta de que tenía hambre.
—Tráigame una hamburguesa, por favor.
—¿Deluxe, Stackburger o Monarch? La Monarchburger es la de setenta y cinco centavos. Es más grande, y se sirve con patatas gratis.
—Eso de las patatas gratis me gusta.
—Puede comérsela dentro, si lo prefiere.
—¿Gwen está dentro? Quiero hablar con ella.
—Me estaba preguntando si sería usted de la secreta. Gwen está fuera, en la parte de atrás, con Gene Slovekin, el del periódico. Quería hacerle una foto.
Señaló la puerta abierta de la valla que rodeaba la parte posterior del aparcamiento. Al lado de la puerta había varios cubos de basura de unos ciento cincuenta litros cada uno. Miré en el interior de la que tenía más cerca. Estaba medio llena de una masa pegajosa de restos de comida y otros desperdicios. Carl Hallman debía de estar muy apurado.
Al otro lado de la valla un sendero bordeaba la orilla de un riachuelo, cuyo lecho seco estaba revestido de cemento en esta parte y se estrechaba hasta convertirse en una alcantarilla que pasaba por debajo de la carretera general. El techo de la alcantarilla era lo suficientemente alto para que un hombre pudiera pasar por ella sin tener que agacharse.
Slovekin y la camarera volvían por el sendero hacia mí. La chica tendría unos treinta años y era rolliza; su cuerpo parecía un tomate maduro dentro del uniforme rojo. Slovekin llevaba una cámara con flash. Llevaba la corbata torcida y caminaba como si estuviera cansado. Me quedé esperándoles al lado de la puerta.
—Hola, Slovekin.
—Hola, Archer. ¡Menudo follón!
La camarera se volvió hacia él.
—Si ha terminado usted conmigo, señor Slovekin, tengo que volver al trabajo. El encargado me rebajará el sueldo, y tengo un niño que va a la escuela.
—Quería hacerle un par de preguntas —dije.
—Oiga, que yo no sé nada.
—Yo le pondré al corriente —dijo Slovekin—, si no tardamos demasiado. Gracias, Gwen.
—No hay de qué. Recuerde que me ha prometido una copia de la foto. No me han hecho ninguna foto desde Dios sabe cuándo.
Se tocó la cara, delicadamente, esperanzadamente, y entró en el edificio meneando las caderas. Slovekin depositó la cámara en el asiento posterior de su coche. Luego nos sentamos en el asiento delantero.
—¿Esa chica vio a Hallman entrando en la alcantarilla?
—En realidad, no —dijo Slovekin—. No trató de seguirle. Le tomó por algún vagabundo de los que merodean por los arrabales. Gwen no cayó en quién era hasta que llegó la policía e hizo algunas preguntas. A propósito, llegaron por el lecho del riachuelo, desde la playa, de modo que él no pudo irse por allí.
—¿En qué estado se hallaba?
—Las observaciones de Gwen no valen mucho. Es una chica simpática, pero no muy brillante. Ahora que sabe quién era el hombre, éste tenía más de dos metros de estatura, cuernos y ojos iluminados que daban vueltas. —Slovekin se movió nerviosamente, haciendo girar la llave en el encendido—. Eso es más o menos todo lo que hay por aquí. ¿Quiere que le deje en alguna parte? Tengo que seguir los movimientos de la patrulla del sheriff.
Su entonación satirizó la frase.
—Póngase el chaleco antibalas. Dejar a setenta cazadores sueltos en una ciudad es buscarse líos por partida doble.
—Lo mismo pienso yo. Y también Spaulding, mi director. Pero nosotros informamos de las noticias, no las fabricamos. ¿Por casualidad tiene alguna noticia para mí?
—¿Puedo hablar confidencialmente?
—Preferiría poder publicar lo que me diga. Se está haciendo tarde, y no me refiero a la hora. En Purissima nunca hemos tenido un linchamiento, pero podría suceder aquí. Hay algo en la locura, algo que asusta a la gente, que la vuelve irracional también. Sus peores sentimientos agresivos salen a la superficie.
—Parece usted un experto en psicología de la chusma —dije.
—Así es, más o menos. Me viene de familia. Mi padre era un judío austríaco. Salió corriendo de Viena momentos antes de que llegasen las tropas de asalto. También heredé un prejuicio a favor del desamparado. De modo que si sabe algo que ayude a Hallman a salir del apuro, será mejor que lo desembuche. Puedo hacer que lo den por la radio antes de diez minutos.
—Hallman no es culpable.
—¿Sabe usted con certeza que no lo es?
—No del todo. Me jugaría la reputación a que no lo es, pero con eso no basta. Alguien le está utilizando como chivo expiatorio, alguien que ha planeado la jugada hasta el último detalle.
—¿Quién está detrás de ello?
—Hay más de una posibilidad. No puedo darle ningún nombre.
—¿Ni siquiera en plan confidencial?
—¿Para qué serviría? No tengo pruebas suficientes. No tengo acceso a las pruebas materiales, y no puedo depender de la interpretación oficial de las mismas.
—¿Quiere decir que han manipulado las pruebas?
—Psicológicamente hablando, al menos. Puede que también haya habido cierta manipulación propiamente dicha. No estoy seguro de que el revólver que encontraron en el invernadero disparase las balas que mataron a Jerry Hallman.
—Los hombres del sheriff piensan que sí las disparó.
—¿Han hecho pruebas de balística?
—Eso parece. El hecho de que fuera el arma de su madre ha armado mucho revuelo en la ciudad. Ahora están repasando la historia antigua. Circula el rumor de que Hallman mató también a su madre, y posiblemente a su padre, y que el dinero de la familia sirvió para librarle de la cárcel y echar tierra sobre el asunto. —Me lanzó una mirada rápida, penetrante—. ¿Cree que puede haber algo de verdad en ello?
—Al parecer, usted también lo cree.
—No diría tanto, pero sé unas cuantas cosas que podrían encajar. Fui a ver al senador la primavera pasada, pocos días antes de que muriera. —Hizo una pausa para organizar sus pensamientos y siguió hablando más despacio—. Yo había averiguado ciertas cosas sobre cierto funcionario del condado cuya reelección iba a tener lugar en mayo. Spaulding opinaba que el senador debía ser informado de tales cosas, porque hacía muchos años que venía dando su apoyo a dicho funcionario. Lo mismo había hecho el periódico, si he de decirle la verdad. Por regla general, el periódico estaba de acuerdo con las ideas del senador Hallman sobre el gobierno del condado. Spaulding quería cambiar esa política sin consultar antes con el senador Hallman. El senador era un importante accionista minoritario del periódico y cabría decir que era el viejo estadista de la localidad.
—Si trata de decirme que era el cacique del condado y que Ostervelt era uno de sus muchachos, ¿por qué se anda por las ramas?
—La cosa no es tan sencilla, pero venía a ser más o menos así. De acuerdo, usted está enterado. —Slovekin era joven y lleno de deseo, y su tono se hizo competitivo—: Lo que usted no conoce es la naturaleza de mi información. No entraré en detalles, pero le diré que podía probar que Ostervelt llevaba tiempo aceptando sobornos de casas de prostitución. Le mostré mis declaraciones juradas al senador Hallman. El senador era un hombre viejo y se escandalizó. Durante unos instantes temí que fuera a darle un ataque al corazón allí mismo. Cuando se calmó, dijo que necesitaba tiempo para pensar en el problema, quizá para comentarlo con el propio Ostervelt. Me dijo que volviera a visitarle al cabo de una semana. Por desgracia, murió antes de que pasara la semana.
—Todo eso es muy interesante. Sólo que no veo su relación con la idea de que Carl le mató.
—Depende de cómo se mire. Digamos que Carl lo hizo y Ostervelt le echó la culpa pero se guardó las pruebas. De esta forma Ostervelt dispondría de toda la influencia que necesitaba para tener a la familia Hallman a raya. También explicaría lo que sucedió después. Jerry Hallman se tomó muchas molestias para anular nuestra investigación. También apoyó con todas sus fuerzas la reelección de Ostervelt.
—Pudo hacerlo por diversos motivos.
—Dígame uno.
—Por ejemplo, que mató a su padre y Ostervelt lo sabía.
—Eso no se lo cree ni usted —afirmó Slovekin.
Miró a su alrededor nerviosamente. La rubita vino con mi Monarchburger. Cuando se hubo alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos, dije:
—Este condado tiene fama de progresista. ¿Cómo se las arregla Ostervelt para conservarlo bajo su dominio?
—Lleva en el cargo mucho tiempo y, como usted sabe, tiene buen respaldo político. Al menos, lo tenía hasta ahora. Sabe dónde están enterrados los cadáveres. Podría decirse que un par de ellos los ha enterrado él mismo.
—¿Que los ha enterrado él mismo?
—Hablaba más o menos en sentido figurado. —La voz de Slovekin había disminuido hasta quedar reducida a un susurro preocupado—. Ha matado a uno o dos detenidos que trataban de escapar… Mucha gente de la ciudad pensó que esas muertes no eran estrictamente necesarias. Si lo menciono… es porque no quisiera verle a usted con un agujero en la espalda.
—Vaya cosa viene a decirme cuando me estoy comiendo un bocadillo.
—Quisiera que me tomase usted en serio, Archer. No me gustó nada lo que pasó esta tarde entre ustedes.
—Tampoco a mí.
—Slovekin se inclinó hacia mí.
—Esos nombres que tiene en el cerebro y que no quiere darme…, ¿es Ostervelt uno de ellos?
—Lo es ahora. Ya puede anotarlo en su libretita de tapas negras.
—Ya lo tengo anotado… desde hace mucho.