25

Vi la razón del retraso de Mildred cuando finalmente apareció. Se había cepillado el pelo hasta dejarlo reluciente; se había puesto un vestido de punto que realzaba su figura e invitaba a hacer comparaciones, y unos zapatos de tacón alto que añadían unos siete centímetros a su estatura. Se quedó de pie en el umbral, con las dos manos extendidas. Su sonrisa era forzada y radiante:

—Me alegro de verla, señorita Parish. Perdone que la haya hecho esperar. Sé que su tiempo es muy valioso, con tantas obligaciones como debe atender siendo enfermera.

—No soy enfermera.

La señorita Parish estaba disgustada. Durante un momento pareció muy fea, con sus cejas fruncidas y el labio inferior salido.

—Perdone, ¿me he equivocado? Creía que Carl había dicho que usted era una de sus enfermeras. Ha hablado de usted, ¿sabe?

La señorita Parish se puso a la altura de las circunstancias con cierta torpeza. Deduje que las dos jóvenes habían cruzado las espadas o agujas en alguna ocasión anterior.

—No tiene importancia, querida. Sé que ha tenido un mal día.

—Es usted tan comprensiva, Rose. Carl también lo dice. No le importa que la llame Rose, ¿verdad? Me he sentido tan unida a usted, a través de Carl…

—Quiero que me llame Rose. Me encantaría que usted me considerase una hermana mayor, alguien en quien poder apoyarse.

Al igual que otras personas francas, la señorita Parish resultaba muy falsa cuando le daba por ponerse falsa. Sospeché que había venido con la idea de tratar a Mildred de forma maternal, lo cual era lo mejor que podía hacer después de tratar maternalmente al marido de Mildred. Con gestos torpes intentó abrazar a Mildred, que era más baja que ella. Pero Mildred la esquivó:

—¿No quiere sentarse? Le prepararé una taza de té.

—Oh, no, gracias.

—Tiene que tomar algo. Ha hecho un viaje tan largo… Déjeme ofrecerle algo de comer.

—Oh, no.

—¿Por qué no? —Mildred miró fijamente, francamente, el cuerpo de la otra mujer—. ¿Está a régimen?

—No. Quizá debería ponerme a régimen. —Corpulenta, burlada y desairada, la señorita Parish se hundió en una silla. Los muelles crujieron satíricamente bajo su peso. Trató de parecer pequeña—. Quizá ¿podría tomar una copa?

—Lo siento —Mildred miró de reojo la botella del piano y decidió agarrar el toro por los cuernos—. No tengo nada en casa. Ocurre que mi madre bebe demasiado. Procuro que no encuentre licor a su alcance. No siempre lo consigo, como sin duda sabrá usted. Ustedes los que trabajan en los hospitales tienen muy controlados a los familiares de los pacientes, ¿verdad?

—Oh, no —dijo la señorita Parish—. No tenemos personal sufí…

—Es una lástima. Pero no puedo quejarme. Ha hecho usted una excepción en mi caso. Me parece un gesto maravilloso. Hace que me sienta tan cuidada…

—Lamento que se sienta así. Sólo he venido por si podía ayudar de algún modo.

—Muy considerado por su parte. Detesto tener que decepcionarla. Mi marido no está aquí.

La señorita Parish estaba recibiendo una paliza tremenda. Aunque, en cierto modo, ella se lo había buscado, lo sentí por ella.

—Hablando de copas —dije con falsa alegría—. También a mí me sentaría bien una. ¿Qué le parece si salimos a tomarnos una, Rose?

Alzó los ojos con expresión agradecida, abandonando el estudio detallado de sus uñas que venía efectuando desde hacía un rato. Observé que las tenía cortas de tanto mordérselas. Mildred dijo:

—Por favor, no se vayan tan pronto. Podría llamar a la licorería y pedirles que me mandaran una botella. Quizá mi madre quiera acompañarles. Podríamos celebrar una fiesta.

—Basta ya —le dije en voz baja.

Me contestó con otra sonrisa radiante:

—Detesto parecer poco hospitalaria.

La situación no llevaba a ninguna parte, salvo a ponerme nervioso. Terminó bruscamente al oírse pasos en el porche, y un golpe en la puerta. Fui a abrir y las dos mujeres me siguieron. Era Carmichael, el agente del sheriff. Detrás de él, en la calle, el coche del sheriff se alejaba del bordillo.

—¿Qué pasa? —dijo Mildred.

—Acabamos de recibir un informe por radio de la policía de carreteras. Un hombre que respondía a la descripción de su marido ha sido visto en el Red Barn. El sheriff Ostervelt pensó que debíamos avisarla de ello. Al parecer, el hombre se dirige hacia aquí.

—Me alegro si es así —dijo Mildred.

Carmichael la miró con ojos atónitos.

—Da lo mismo. Me quedaré vigilando la casa. Dentro, si usted lo desea.

—No es necesario. No le tengo miedo a mi marido.

—Yo tampoco —dijo la señorita Parish detrás de ella—. Le conozco muy bien. No es peligroso.

—Mucha gente opina de forma distinta, señora.

—Ya sé que el sheriff Ostervelt opina de forma distinta. ¿Qué órdenes le ha dado, en relación con el empleo de su revólver?

—Que me guíe por mi propia discreción si Hallman aparece. Naturalmente, no dispararé contra él si no es necesario.

—Hará usted bien en no apartarse de ese propósito, señor Carmichael. —La voz de la señorita Parish había recobrado su autoridad—. El señor Hallman es un sospechoso, no un condenado. No querrá usted hacer algo que luego tenga que lamentar hasta el fin de sus días.

—Tiene razón —dije—. Deténgale sin tiros si le es posible. Recuerde que es un enfermo.

En la boca de Carmichael se pintó un rictus de tozudez. Ya se lo había visto antes, en el invernadero de los Hallman.

—Más enfermo está su hermano Jerry. No queremos más asesinatos.

—Justamente lo que quería decirle.

Carmichael dio media vuelta y empezó a alejarse, negándose a seguir discutiendo.

—De todas formas —dijo desde los escalones—. Voy a vigilar la casa. Aunque ustedes no me vean, estaré donde pueda oírles si me llaman.

El «aaa» grave de una sirena lejana fue subiendo hasta convertirse en un agudo «iii». Mildred cerró la puerta al sonido, la voz de la noche traicionera. Detrás de su máscara recién pintada, su rostro estaba demacrado.

—Quieren matarle, ¿verdad?

—Tonterías —dijo la señorita Parish con su voz más enérgica.

—Opino que deberíamos tratar de encontrarle antes que ellos —dije.

Mildred se apoyó en la puerta.

—Pensaba… que es posible que intente llegar a casa de la señora Hutchinson. Vive enfrente del Red Barn, al otro lado de la carretera general.

—¿Quién demonios en la señora Hutchinson? —dijo la señorita Parish.

—El ama de llaves de mi cuñada. La hija pequeña de Zinnie está con ella.

—¿Por qué no telefonea a la señora Hutchinson?

—No tiene teléfono. Si lo tuviera ya la hubiese llamado hace un buen rato. Estoy preocupada por Martha. La señora Hutchinson tiene buenas intenciones, pero es una mujer vieja.

La señorita Parish le lanzó una mirada rápida, sombría.

—¿No pensará en serio que la niña corre peligro?

—No lo sé.

Ninguno de los tres lo sabía. En un nivel más profundo de lo que había querido reconocer hasta ahora, yo había experimentado miedo. Miedo a las tinieblas traicioneras que había alrededor de nosotros y dentro de nosotros, miedo a la ciega destrucción que había eliminado a la mayor parte de la familia y que amenazaba al resto.

—Nos resultaría fácil comprobar si Martha está bien —dije—. O hacer que lo compruebe la policía.

—De momento procuremos que la policía no se meta —dijo la señorita Parish—. ¿Dónde vive esa señora Hutchinson?

—En el catorce de Chestnut Street. Es una casita blanca, de madera, entre Elmwood y la carretera general. —Mildred abrió la puerta y señaló calle abajo—. Les puedo acompañar si quieren.

—No. Será mejor que se quede aquí, querida.

La expresión de Rose Parish era sombría. También ella tenía miedo.