24

Entre la señorita Parish y el sheriff había una relación incómoda. Adiviné que habían discutido. Ella mostraba un aire oficial y bastante imponente con un sencillo abrigo azul y un sombrero del mismo color. La cara de Ostervelt quedaba oculta por el ala ancha del sombrero, pero me dio la impresión de que se sentía sumiso. Si habían discutido, el sheriff había perdido.

—¿Qué hace usted aquí?

Habló sin fuerza, como un actor viejo que ha perdido la fe en su papel.

—Sostenerle la mano a la señora Hallman. Hola, señorita Parish.

—Hola. —Su sonrisa fue cálida—. ¿Cómo está la señora Hallman?

—Eso —dijo Ostervelt—. ¿Cómo está? Me pareció consternada o algo así por teléfono. ¿Ha pasado algo?

—La señora Hallman no quiere verle a no ser que sea necesario.

—Diantres, si lo único que me interesa es su seguridad personal. —Miró de reojo a la señorita Parish y, para que ella le oyese, añadió, empleando un tono de inocencia herida—: ¿Qué tiene Mildred contra mí?

Salí al porche y cerré la puerta tras de mí.

—¿Está seguro de que quiere una respuesta?

No logré borrar la ira de mi voz. El reflejo de Ostervelt consistió en llevarse la mano a la culata del revólver.

—¡Santo cielo! —exclamó la señorita Parish con una risita forzada—. ¿No tenemos ya suficientes complicaciones, caballeros?

—Quiero saber qué ha querido decir. Me ha estado pinchando todo el día. No tengo por qué aguantarle eso a un detective de pacotilla. —La voz de Ostervelt resultaba casi quejumbrosa—. No, señor. En mi propio condado, no.

—Debería avergonzarse usted de sí mismo, señor Archer. —La señorita Parish se colocó entre los dos, volviendo su espalda hacia mí y todo su cariño maternal hacia Ostervelt—. ¿Por qué no me espera en el coche, sheriff? Yo hablaré con la señora Hallman, si ella me lo permite. Es obvio que su marido no ha estado aquí. Eso es todo lo que quería usted saber, ¿no es así?

—Sí, pero… —Me miró con rabia por encima del hombro de ella—. Esa broma no me ha gustado.

—No pretendía que le gustase. Procure sacarle alguna consecuencia.

La situación se estaba calentando otra vez. La señorita Parish vertió palabras frescas sobre ella:

—Yo no he oído ninguna broma. Los dos están en tensión. No es excusa para comportarse como mozalbetes pendencieros. —Apoyó una mano en el hombro de Ostervelt y la dejó reposar allí—. Ande, vaya a esperarme en el coche, ¿quiere? Sólo estaré unos minutos.

Con una especie de firmeza acariciante obligó a Ostervelt a dar media vuelta y le dio un leve empujoncito hacia la calle. El sheriff lo recibió y se fue. Ella me dirigió una mirada efusiva, luminosa.

—¿Cómo ha conseguido que coma de su mano?

—Ah, ese es un secretito que me pertenece. De hecho, se presentó algo.

—¿Qué se presentó?

Sonrió.

—Yo. El doctor Brockley no pudo hacerlo; tenía una reunión importante. Así que me envió a mí en su lugar. Yo se lo pedí.

—¿Para consultar con Ostervelt?

—No tengo ningún derecho oficial a hacer nada así. —La portezuela del Mercury se cerró con estrépito en la calle—. Será mejor que entremos, ¿no le parece? Se dará cuenta de que estamos hablando de él.

—Que se fastidie.

—¡Hombres! ¡A veces tengo la sensación de que el mundo entero es un hospital mental! Desde luego, una puede dar por sentado que lo es sin temor a errar en exceso.

Después del día que había tenido, no me sentía con ganas de discutir.

Abrí la puerta y le indiqué que entrase. Ya en el vestíbulo iluminado me miró cara a cara.

—No esperaba encontrarle aquí.

—Me he visto involucrado.

—Tengo entendido que ha recuperado su coche.

—Sí. —Pero a ella no le interesaba mí coche—. Si lo que pregunta es lo que yo creo que pregunta, estoy trabajando para su amigo Carl. No creo que haya matado a su hermano, ni a ninguna otra persona.

—¿De veras? —Su pecho se alzó debajo del abrigo. Se lo desabrochó para darle el espacio que necesitaba—. Acabo de decirle lo mismo al sheriff Ostervelt.

—¿Le ha convencido?

—Me temo que no. Las circunstancias son muy desfavorables para Carl, ¿no es cierto? Pero sí he conseguido aplacar al viejo.

—¿Cómo?

—Asunto oficial. Confidencial.

—¿Relacionado con Carl?

—Indirectamente. El hombre con el que se fugó. Tom Rica. De veras que no puedo darle más información, señor Archer.

—Deje que lo adivine. Si no me equivoco, ya lo sé. Si me equivoco, no hago daño a nadie. Ostervelt logró que Rica saliera bien librado, con una orden de internamiento en el hospital del Estado, cuando de acuerdo con la ley deberían haberle mandado a presidio.

La señorita Parish no dijo que me equivocara. No dijo nada.

La hice pasar a la habitación delantera. Su conciencia sombría captó todos los detalles con una sola mirada, deteniéndose en la botella vacía que reposaba encima del piano. A su lado había una foto de familia, en un marco de plata empañada, y una concha de caracol marino, de color rosado, y rota.

La señorita Parish cogió la botella y la husmeó y volvió a dejarla en su sitio con un golpe seco. Luego miró con suspicacia hacia la puerta. Su perfil bien delineado y su sombrero hombruno me hicieron pensar en una agente femenina en una película de espías.

—¿Dónde está la mujercita? —susurró.

—Arriba, cambiándose de ropa.

—¿Es bebedora?

—No prueba una gota jamás. Su madre bebe por las dos.

—Entiendo.

La señorita Parish se inclinó hacia delante para examinar la fotografía. Yo hice lo mismo por encima de su hombro. Un hombre sonriente, en mangas de camisa y con tirantes anchos, se hallaba de pie bajo una palmera con una mujer remarcablemente bonita. La mujer sostenía en brazos a una criatura que llevaba un vestido largo. La foto parecía coloreada a mano, de un modo muy poco profesional. El árbol era verde, el pelo, cortado a lo garçon, era rojo, las flores de su vestido eran rojas también. Todos los colores se estaban desvaneciendo.

—¿Esta es la madre política?

—Así parece.

—¿Dónde está ahora?

—En el país de los sueños. Ha perdido el conocimiento.

—¿Alcohólica?

—La señora Gley hace lo que puede.

—¿Y el padre?

—Se marchó hace mucho tiempo. Tal vez haya muerto.

—Estoy sorprendida —musitó la señorita Parish—. Tenía entendido que Carl venía de una familia bastante rica…, de una familia bastante buena.

—Rica, cuando menos. Su esposa, no.

—Eso me han dicho. —La señorita Parish recorrió con los ojos la habitación mortuoria en la que el pasado se negaba a vivir o a morir—. Ayuda a completar el cuadro.

—¿Qué cuadro?

Su actitud de superioridad me irritaba.

—Mi comprensión de Carl y sus problemas. El tipo de familia en la que ingresa un enfermo al casarse puede ser muy significativo. Una persona que se sienta socialmente inadecuada, como les ocurre a los enfermos, a menudo se rebajará a sí misma en la escala social, se degradará deliberadamente.

—No se precipite a sacar conclusiones. Debería echarle un vistazo a la familia del propio Carl.

—Carl me ha contado muchas cosas sobre sus parientes. Verá usted, cuando una persona sufre una crisis, la causa no es exclusivamente ella misma. Es algo que les ocurre a familias enteras. Lo terrible es que cuando un miembro de la familia padece una crisis, muy a menudo los demás lo utilizan como chivo expiatorio. Creen que pueden resolver sus propios problemas rechazando al enfermo…, encerrándole y olvidándose de él.

—Eso es aplicable a los Hallman —dije—. No puede aplicarse a la esposa de Carl. Pienso que a la madre de ella le gustaría ver a Carl encerrado para siempre, pero esa mujer no cuenta para mucho.

—Lo sé, no debo permitirme ser injusta con la esposa. Parece ser una mujercita muy decente. Tengo que reconocer que permaneció al pie del cañón cuando las cosas se pusieron feas. Venía a ver a Carl cada semana, no se le escapó ni un domingo. Lo que es más de lo que se puede decir de muchos de ellos. —La señorita Parish ladeó la cabeza, como si pudiera oír su propia voz grabada en cinta. Poco a poco fue poniéndose colorada—. ¡Dios Santo! ¿Ha oído lo que he dicho? Es tan grande la tentación de identificarse con los pacientes y echarle a la familia la culpa de todo. Es una de nuestras peores enfermedades profesionales.

Se sentó en la banqueta del piano y sacó un cigarrillo que yo le encendí. Luces gemelas ardían en las profundidades de sus ojos. Sentí cómo ardían sus emociones detrás de su fachada profesional, como fuegos atómicos rodeados por muros. No ardían por mí, sin embargo.

Sólo para tener algo que ardiese por mí, encendí uno de mis propios cigarrillos. La señorita Parish se sobresaltó al oír el chasquido del encendedor; tenía nervios, además. Se volvió en la banqueta para mirarme:

—Ya sé que me identifico con mis pacientes. Especialmente con Carl. No lo puedo evitar.

—¿No le parece que es complicarse la vida? Si yo pasara por la escurridora cada vez que pasa por ella uno de mis clientes… —La frase perdió interés para mí y la dejé correr. Yo tenía mi propia identificación con el hombre perseguido.

—No me preocupo por mí misma. —La señorita Parish aplastó su cigarrillo de una manera bastante salvaje y echó a andar hacia el umbral—. Carl corre grave peligro, ¿no es así?

—Podría ser peor.

—Puede que sea peor de lo que usted se imagina. He hablado con varias personas del juzgado. Están sacando a relucir las otras muertes habidas en la familia. Carl habló mucho, ¿sabe usted?, durante la temporada que pasó encerrado. Hablaba de una forma completamente irracional. No hay que tomarse en serio lo que dice una persona trastornada. Pero eso no lo entienden muchos hombres de las fuerzas del orden.

—¿Le habló el sheriff de la supuesta confesión de Carl?

—Algo me insinuó al respecto. Me temo que le da mucha importancia. Como si demostrase algo.

—Por lo que usted dice, parece que ya conoce todos los detalles.

—Por supuesto que los conozco. Cuando Carl fue internado hace seis meses, se había convencido a sí mismo de que era el criminal del siglo. Se acusaba de haber matado tanto a su padre como a su madre.

—¿A su madre también?

—Creo que sus sentimientos de culpabilidad tuvieron su origen en el suicidio de la madre. Se ahogó hace varios años.

—Lo sabía. Pero no entiendo por qué Carl se culparía a sí mismo.

—Es una reacción típica en los pacientes deprimidos, lo de culparse a sí mismos de todas las cosas malas que suceden. En particular de la muerte de personas queridas. Carl estaba muy encariñado con su madre, dependía profundamente de ella. Al mismo tiempo intentaba liberarse y vivir su propia vida. Probablemente, ella se mató por motivos que no tenían ninguna relación con Carl. Pero él vio su muerte como un resultado directo de su deslealtad para con ella, de lo que él consideraba deslealtad. Le dio la sensación de que, de hecho, sus esfuerzos por cortar el cordón umbilical la habían matado. De ahí a considerarse un asesino sólo había un paso.

Era una doctrina tentadora, que la culpabilidad de Carl se componía de palabras y fantasías, la materia prima de las pesadillas infantiles. Prometía resolver tantos problemas, que la juzgué sospechosa.

—¿Cree que una teoría como esta aguantaría ante un tribunal?

—No es una teoría, es un hecho. Que fuera aceptado como hecho o no dependería del elemento humano: el juez, el jurado, la calidad de los testigos periciales. Pero no hay ningún motivo por el cual deba airearse delante de un tribunal.

Sus ojos eran vigilantes, dispuestos a enfadarse conmigo.

—Sigue gustándome la idea de encontrar pruebas concluyentes de que no cometió estos crímenes, de que fueron obra de otra persona. Es la única forma segura de demostrar que su confesión fue una patraña.

—Pero es que lo fue, decididamente. Sabemos que su madre se suicidó. Su padre murió de causas naturales, o posiblemente a causa de un accidente. La historia que contó Carl sobre ello era pura fantasía, sacada directamente del libro de texto.

—No he leído el libro de texto.

—Dijo que se metió en el cuarto de baño de su padre cuando el viejo estaba en la bañera, que le golpeó hasta hacerle perder el conocimiento y que le sujetó la cabeza bajo el agua hasta que murió.

—¿Sabe usted con certeza que no ocurrió de esta forma?

—Sí —dijo—. Lo sé. Tengo la palabra del mejor testigo posible, del propio Carl. Ahora sabe que no tuvo ninguna relación directa con la muerte de su padre. Así me lo dijo hace unas semanas. Se ha formado una notable percepción íntima de sus sentimientos de culpabilidad y de las razones que le empujaron a confesar algo que no había hecho. Ahora sabe que quería castigarse a sí mismo por las fantasías en las que mataba a su padre. Todos los chicos tienen fantasías edípicas, pero raramente salen con tanta fuerza, exceptuando en los casos de retorno psicótico.

—Carl tuvo un retorno la mañana en que él y su hermano encontraron a su padre en la bañera. La noche antes había sostenido una discusión seria con su padre. Carl estaba colérico, con una cólera asesina. Cuando su padre murió de verdad, se sintió asesino. La culpabilidad que le hiciera sentir la muerte de su madre surgió del subconsciente y reforzó la nueva culpabilidad. Su mente inventó una historia para explicar sus terribles sentimientos de culpabilidad y resolverlos de alguna forma.

—¿Carl le contó todo eso?

Parecía muy complicado y tenue.

—Lo resolvimos juntos —dijo con voz suave y grave—. No pretendo atribuirme el mérito. El doctor Brockley dirigió la terapia. Fue sólo que dio la casualidad de que a Carl le tocó contármelo todo a mí.

Su rostro volvía a ser efusivo y luminoso, con el orgullo que una mujer puede sentir por el hecho de ser mujer, ejerciendo una facultad pacífica. Resultaba difícil aferrarse a mi escepticismo, que parecía casi un insulto a su serena seguridad en sí misma.

—¿Cómo puede distinguir entre las confesiones verdaderas y las fantasías?

—Ahí es donde intervienen la preparación y la experiencia. Te das cuenta de la irrealidad. En parte lo notas en el tono y en parte en el contenido. A menudo lo distingues gracias a la enormidad misma de la fantasía, a la insistencia del paciente en su culpabilidad. No me creería si le hablase de los crímenes que me han confesado. He hablado con un Jack el Destripador, con un hombre que afirmaba haber asesinado a Lincoln, con varios que habían matado al mismísimo Cristo. Todas estas personas tienen la sensación de haber hecho el mal, todos lo hacemos en cierta medida, e inconscientemente desean castigarse a sí mismas por los peores crímenes posibles. A medida que el paciente mejora, y, por ende, puede afrontar sus problemas reales, la necesidad de castigo y las fantasías de culpabilidad desaparecen juntas. Así ha ocurrido en el caso de Carl.

—¿Y no se equivoca nunca con estas fantasías?

—No pretendo ser infalible. Pero no hay ninguna equivocación en el caso de Carl. Las ha superado y esto es una prueba clara de que eran ilusorias.

—Espero que las haya superado. Esta mañana cuando hablé con él seguía con lo de la muerte de su padre. De hecho, quería contratarme para que demostrase que a su padre lo había asesinado otra persona. Supongo que eso representa alguna mejoría en relación con pensar que el crimen lo cometió él mismo.

La señorita Parish meneó la cabeza, se acercó a la ventana, y se quedó allí con la uña del pulgar entre los dientes. Su sombra sobre la persiana era como la imagen ampliada de una niña preocupada. Presentí las dudas y los temores que la habían mantenido soltera y le habían hecho desviar su amor hacia los enfermos.

—Ha sufrido un revés —dijo con amargura—. No debería haber salido del hospital tan pronto. No estaba preparado para afrontar estas cosas horribles.

Apoyé una mano en uno de sus hombros.

—No deje que esto la desanime a usted. Carl depende de personas como usted para que le ayuden a superar sus problemas.

Tanto si es culpable como si no, las palabras cruzaron en silencio por mi cerebro.

Miré más allá del borde de la persiana. El Mercury seguía en la calle. A través del cristal se oían los chirridos de su radio, débilmente.

—Haría cualquier cosa por Carl —me dijo la señorita Parish al oído—. Supongo que esto no es ningún secreto para usted.

No le contesté. Me sentía reacio a fomentar sus confidencias. La señorita Parish alternaba entre ser demasiado personal y ser demasiado oficial. Y Mildred tardaba mucho en bajar.

Me acerqué al piano y toqué una tonada con un solo dedo. Lo dejé correr cuando la reconocí: «Viaje sentimental». Cogí la concha de caracol y me la puse en la oreja. Sus susurros recordaban menos el mar que la respiración dificultosa de un corredor fatigado. Sin duda oí lo que quería oír.