Mi instinto cuasipaternal la siguió hasta su casa; yo fui tras él para darme un paseo. Logró llegar sana y salva y dejó el descapotable negro estacionado junto al bordillo. Cuando de tuve mi coche detrás de él, Mildred se paró en mitad de la acera.
—¿Qué pretende?
—Acompañar a Mildred a casa.
Su respuesta fue categórica:
—Pues ya estoy en casa.
La casa vieja se apoyaba como una lápida sepulcral en la noche. Pero había luces dentro, detrás de las persianas, y se oía el sonido de una voz de soprano entrecortada. Me apee y seguí a Mildred por el sendero.
—Casi se ha hecho atropellar.
—¿Ah, sí? —Se volvió al llegar a lo alto de los escalones de la galería—. No necesito un guardián, gracias. Lo único que quiero es que me dejen en paz.
—El bosque profundo y espeso —cantaba desde la casa la voz perdida y estridente—. Y todas las canciones amadas que mi infancia conoció.
—¿Su madre está bien, Mildred?
—Mamá está estupendamente, gracias. Se ha pasado todo el día bebiendo. —Miró a un lado y a otro de la calle oscura y con voz diferente dijo—: Hasta los miserables que viven en esta calle nos miran con desprecio. Ya no puedo mantener las apariencias. Sencillamente me gustaría arrastrarme hasta un agujero, meterme dentro y morirme.
—Necesita un poco de descanso.
—¿Cómo puedo descansar? ¿Con tantos problemas sobre mis espaldas? ¿Y eso?
Proyectada por la luz que surgía de una de las ventanas de enfrente, la sombra entrecortada de Mildred se extendía sobre los escalones. Hizo un gesto señalando la ventana. Detrás de ella su madre había terminado la canción y estaba tocando unos compases finales en un piano mal afinado.
—De todos modos —dijo Mildred—, tengo que ir a trabajar mañana por la mañana. No puedo faltar otro medio día.
—¿Para quién trabaja? ¿Para un negrero?
—No quería decir eso. El señor Haines es muy buena persona. Es sólo que si me retraso en mi trabajo, me temo que nunca lograré ponerme al corriente.
Hurgó en su bolso de plástico negro buscando la llave. El pomo de la puerta giró antes de que ella lo tocase. La luz exterior se encendió sobre nuestras cabezas. La señora Gley abrió la puerta, sonriendo atontadamente:
—Dile a tu amigo que entre, querida. Lo he dicho antes y lo diré otra vez. A tu madre siempre le agrada y enorgullece recibir a tus amigos.
La señora Gley no parecía reconocerme; yo formaba parte del pasado indiscriminado que resultaba borroso a causa de un largo día de tomar copas. Se alegró de verme, de todas formas.
—Haz pasar a tu amigo, Mildred. Le serviré una copa. A un hombre joven le gusta verse agasajado. Eso es algo que tienes que aprender. Has desperdiciado una parte demasiado grande de tu juventud con ese marido tuyo que no sirve para nada…
—Deja de ponerte en ridículo —dijo Mildred con frialdad.
—No me pongo en ridículo. Estoy expresando los sentimientos de mi corazón femenino. ¿No es así? —agregó, dirigiéndose a mí—. Entrará usted y se tomará una copa conmigo, ¿verdad?
—Será un placer.
—Y para mí también lo será.
La señora Gley abrió los brazos en un gesto de bienvenida, y se tambaleó hacia mí. Conseguí sujetarla por los sobacos. Soltó una risita con la cara pegada a la pechera de mi camisa. Con la ayuda de Mildred la hice entrar en la salita de estar. Era difícil manejarla a causa de su larga túnica y sus volantes fruncidos; parecía un cadáver mal amortajado.
Pero se las arregló para sentarse en el sofá, con el cuerpo erguido y, empleando un tono de afable superioridad, decir:
—Usted perdone. Me he sentido un poco mareada durante unos instantes. Ya sabe, la impresión del aire nocturno…
Como alcanzada por una bala invisible e inaudible, cayó lentamente de costado. A los pocos momentos empezó a roncar.
Mildred le colocó las piernas sobre el sofá, le arregló el pelo rojo tirando a púrpura y le puso un cojín debajo de la cabeza. Luego se quitó su propio abrigo de paño y con él tapó a su madre de cintura para abajo. Hizo todas estas cosas con una eficiencia neutral, sin ternura y sin mostrarse enfadada, como si ya las hubiese hecho muchas veces y esperase volver a hacerlas otras muchas veces.
Del mismo modo neutral, como una mujer mayor que hablara con una mujer más joven, dijo:
—Pobre mamá. Que tengas sueños dulces. O ningún sueño. Te deseo que no tengas ningún sueño.
—¿Puedo ayudarla a subirla arriba? —pregunté.
—Puede dormir aquí. Lo hace a menudo. Esto ocurre dos o tres veces a la semana. Estamos acostumbradas.
Mildred se sentó a los pies de su madre y miró a su alrededor como si quisiera aprenderse de memoria el miserable contenido de la habitación. Miró fijamente el ojo vacío del televisor. El ojo vacío le devolvió la mirada fija. Bajó los ojos hacia el rostro dormido de su madre. Mi sensación de que se habían intercambiado las edades se hizo más fuerte cuando habló de nuevo.
—Pobre pelirroja. En otro tiempo fue una pelirroja auténtica. Yo le doy dinero para que se haga teñir el pelo. Pero prefiere teñírselo ella misma y guardar el dinero para gastárselo en bebida. En realidad, no puedo culparla. Está cansada. Regentó una pensión durante catorce años y luego se cansó.
—¿Su madre es viuda?
—No lo sé. —Levantó los ojos hacia mi cara—. Apenas tiene importancia. Mi padre se marchó cuando yo tenía siete años. Le ofrecían una oportunidad maravillosa de comprar un rancho en Nevada pagando una miseria por adelantado. Papá siempre encontraba oportunidades maravillosas de esta clase, pero esta era la que realmente iba a dar resultado. Tenía que volver a buscarnos al cabo de tres semanas o un mes, cuando todo estuviera resuelto. No volvió nunca. Supe de él una sola vez. Me envió un regalo cuando cumplí ocho años, una moneda de oro, de diez dólares, desde Reno. Junto a ella había una notita diciendo que no debía gastarla. Debía conservarla como muestra de su cariño. Y no la gasté. La gastó mamá.
Si Mildred sentía resentimiento, no lo demostró. Permaneció sentada un rato, silenciosa e inmóvil. Luego movió sus esbeltos hombros, como si quisiera sacudirse de encima la mano muerta del pasado:
—No sé por qué me habré puesto a hablar de papá. De todos modos, no importa. —Cambió de tema bruscamente—. Ese tal Rica, el de la Buenavista Inn, ¿qué clase de persona es?
—Bastante dilapidada. No queda mucho de ella, a excepción del hambre. Lleva años enganchado a la droga. Puede que como testigo no sirva para nada.
—¿Como testigo?
—Dijo que Carl le había dicho que no mató a Jerry.
Un color tenue se pintó en el rostro de Mildred y sus ojos se iluminaron.
—¿Por qué no me lo dice hasta ahora?
—Porque no me dio ninguna oportunidad de decírselo. Parecía tener una cita con un camión.
Su color se hizo más intenso.
—Reconozco que reaccioné mal. No debería haberme abrazado.
—Lo hice en plan de amigo.
—Lo sé. Pero es que me recordó algo. Estábamos hablando de esa gente del parador.
—Me figuraba que no la conocía.
—Y no la conozco. No quiero conocerla. —Titubeó—. Pero ¿no cree que debería informar a la policía de lo que le dijo ese hombre?
—No estoy decidido aún.
—¿Se creyó lo que le dijo?
—Con reservas. Nunca creí que Carl hubiese matado a su hermano. Pero mi opinión no se basa en el testimonio de Rica. Es de esos sujetos que hablan en sueños.
—Entonces ¿en qué se basa?
—Es difícil decirlo. Tuve una sensación extraña en relación con lo que ha ocurrido hoy en el rancho. Da la impresión de irrealidad. ¿Encaja esto con algo que usted haya notado?
—Creo que sí, pero no podría concretarlo. ¿Qué quiere decir, exactamente?
—Si pudiera decirlo exactamente, sabría qué es lo que ocurrió allí. Pero no sé qué fue lo que pasó, todavía no lo sé. Algunas de las cosas que vi con mis propios ojos parecían organizadas adrede para que yo las presenciase. No les encuentro sentido a los movimientos de su esposo, ni a los movimientos de algunos de los demás, incluyendo los del sheriff.
—No significa que Carl sea culpable.
—Justamente ahí quería ir a parar. Hizo cuanto pudo por demostrar que era culpable, pero no me convence. Usted está familiarizada con la situación, con la gente involucrada. Y si Carl no mató a Jerry, otra persona lo hizo. ¿Quién tenía motivos para matarle?
—Zinnie, por supuesto. Sólo que es imposible que fuera Zinnie. Las mujeres como ella no matan a nadie.
—A veces sí… A veces matan a su marido, si tienen razones suficientemente poderosas para hacerlo. El amor y el dinero son una combinación poderosa.
—¿Está enterado de lo que hay entre ella y el doctor Grantland? Sí, claro que lo está, por fuerza ha de estarlo. Se le nota de lejos.
—¿Cuánto tiempo hace que dura?
—No mucho, de eso estoy segura. Lo que hay entre ellos, sea lo que sea, empezó después de que yo me marchara del rancho. 01 rumores en la ciudad. Una de mis mejores amigas es secretaria de un abogado. Hace dos o tres meses me dijo que Zinnie le había pedido el divorcio a Jerry. Pero él no estaba dispuesto a concedérselo. La amenazó con luchar contra ella para obtener la custodia de Martha, y, al parecer, ella desistió de sus planes. Zinnie jamás haría algo que la hiciera perder a Martha.
—Matar a Jerry no le haría perder a Martha —dije—, a menos que la descubriesen.
—¿No estará sugiriendo que Zinnie fue quien le mató? Sencillamente no puedo creerlo.
Tampoco yo lo creía. Y tampoco dejaba de creerlo. Lo retuve en mi mente y le di varias vueltas para ver qué aspecto tenía. Tenía un aspecto tan feo como el pecado.
—¿Dónde está Zinnie ahora? ¿Usted lo sabe?
—No la he visto desde que salí del rancho.
—¿Y Martha?
—Supongo que estará con la señora Hutchinson. Pasa gran parte de su vida con la señora Hutchinson. —Mildred bajó la voz y añadió—: Si yo tuviera una hija pequeña como Martha, me quedaría con ella y la cuidaría yo misma. Sólo que no la tengo.
Los ojos empezaron a brillarle a causa de las lágrimas. Por primera vez me di cuenta de lo que su matrimonio estéril y roto significaba para ella.
El teléfono sonó como un despertador en el vestíbulo. Mildred fue a contestarlo.
—Mildred Hallman al habla. —Su voz se hizo más aguda—. ¡No! No quiero verle. No tiene ningún derecho a acosarme… Claro que no lo ha hecho. No necesito que me proteja nadie.
Oí que colgaba el aparato, pero no volvió a la sala de estar. En vez de ello, se dirigió a la parte delantera de la casa. La encontré en una habitación que daba al vestíbulo, de pie en la oscuridad junto a la ventana.
—¿Qué ocurre?
No respondió. Palpé la pared hasta dar con el interruptor y encendí la luz. Una sola bombilla parpadeó en la vieja araña de bronce. Apoyado en la pared opuesta, un piano antiquísimo me sonrió con todas sus teclas amarillentas. Encima había una botella de ginebra vacía.
—¿El que ha llamado era el sheriff Ostervelt?
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Por su forma de reaccionar. La reacción Ostervelt.
—Le odio —dijo—. Y tampoco ella me gusta. Desde que Carl ha estado en el hospital, se comporta como si él le perteneciera, cada vez más.
—Me parece que he perdido el hilo. ¿De quién está hablando?
—De una mujer que se llama Rose Parish, una asistenta social del Hospital del Estado. Está con el sheriff Ostervelt y ambos quieren venir aquí. No quiero verles. Son devoradores de personas.
—¿Qué significa eso?
—Que son gente que vive de los apuros de los demás. Espero habérselo quitado de la cabeza. Ya me han pegado suficientes bocados.
—Creo que se equivoca usted con la señorita Parish.
—¿La conoce?
—La vi esta mañana, en el hospital. Me pareció que se mostraba muy comprensiva con el caso de su marido.
—Entonces ¿qué está haciendo con el sheriff Ostervelt?
—Probablemente le estará leyendo la cartilla, si conozco a la señorita Parish.
—Pues no le vendría nada mal. Si viene, no le dejaré entrar.
—¿Le tiene miedo?
—Supongo que sí. No. Le odio demasiado para tenerle miedo. Me hizo una cosa horrible.
—¿Se refiere al día en que llevaron a Carl al hospital?
Mildred asintió con la cabeza. Pálida y con los ojos soñolientos, daba la impresión de que la juventud se le hubiera escapado por la herida no taponada de aquel día.
—Será mejor que le cuente lo que sucedió realmente. Intentó convertirme en su… su puta. Intentó llevarme al Buenavista Inn.
—¿Aquel mismo día?
—Sí, cuando regresábamos del hospital. Ya había parado tres o cuatro veces, y cada vez que volvía al coche estaba más borracho y más ofensivo. Finalmente le dije que me dejase en la estación de autobús más cercana. Estábamos ya en Buenavista, a poca distancia de casa, pero no podía seguir aguantándole ni un segundo más.
»Pero me vi obligada a aguantarle. En lugar de llevarme a la estación de autobús, cogió la carretera general hasta el Buenavista Inn. Dijo que la propietaria era amiga suya…, una mujer maravillosa, de manga muy ancha. Si quería quedarme allí con ella, me daría una suite para mí sola y no me costaría ni un centavo. Podría tomarme una semana de vacaciones, o un mes…, lo que quisiera…, y él vendría a hacerme compañía por la noche.
»Dijo que lo tenía pensado desde hacía mucho tiempo, desde la muerte de su esposa, antes incluso. Y como Carl ya no representaba un estorbo, él y yo podíamos estar juntos por fin. Debería haberle oído, tratando de hacerse el romántico. El gran amante. Apoyándose en mí con su cabeza pelada, sudando y respirando con dificultad y oliendo a licor.
La rabia me atenazó el estómago como un puño.
—¿Trató de utilizar la fuerza contra usted?
—Intentó besarme. Pero conseguí tenerle a raya, cuando vio lo que me inspiraba. No me atacó, físicamente no, si se refiere a eso. Pero me trató como si yo…, como si una mujer cuyo marido estaba enfermo fuese una pieza que cualquiera tuviese el derecho a cazar.
—¿Qué me dice de la supuesta confesión de Carl? ¿Trató el sheriff de utilizarla para que usted hiciese lo que él deseaba?
—Sí, así fue. Pero, por favor, no remueva el asunto. La situación ya es suficientemente mala.
—Podría empeorar para él. Abusar del cargo es un arma de dos filos.
—No debe hablar de esa manera. Lo único que conseguirá es empeorar las cosas para Carl.
Un coche ronroneó cerca de allí, aunque no podíamos verlo. Luego sus faros penetraron en la calle.
—Apague la luz —susurró Mildred—. Me parece que son ellos.
Apreté el interruptor y volví a la ventana donde estaba ella. Un Mercury Special negro se acercó al bordillo detrás de mi descapotable. Ostervelt y la señorita Parish se apearon del asiento posterior. Mildred bajó la persiana y se volvió hacia mí:
—¿Les hablará usted? Yo no quiero verles.
—No la culpo por no querer ver a Ostervelt. Pero debería hablar con la señorita Parish. Decididamente está de nuestra parte.
—Hablaré con ella si es necesario. Pero tendrá que darme la oportunidad de cambiarme de ropa.
Los pasos de los recién llegados ya sonaban en el porche. Al ir a abrir la puerta, oí a mis espaldas que Mildred subía corriendo la escalera.