Emprendí la vuelta a Purissima, procurando permanecer ojo avizor, aunque sin muchas esperanzas, por si veía a Carl Hallman. Justo en las afueras de la ciudad, allí donde la carretera general bajaba desde los riscos hacia el mar, vi un grupo de coches junto a la calzada. Dos de los coches tenían luces intermitentes de color rojo. Abajo en la playa se movían otras luces.
Aparqué al otro lado de la carretera y extraje mi linterna de la guantera. Antes de cerrarla, liberé mis bolsillos del revólver y la cachiporra y guardé ambas cosas bajo llave. Bajé por un tramo de escalones de cemento que descendían hacia la playa. Cerca del final brillaban los vestigios de una pequeña hoguera. Al lado de ella había una manta extendida sobre la arena, sujetada con una cesta.
La mayoría de las luces se hallaban mucho más lejos ahora, revoloteando como luciérnagas grandes y lentas. Entre donde yo estaba y la línea tenue y ruidosa de los rompientes había más o menos una docena de personas que iban de un lado a otro sin rumbo fijo. Un hombre se separó del grupo y se dirigió hacia mí, trotando silenciosamente por la arena.
—¡Eh! Esas cosas son mías. Me pertenecen.
Dirigí la luz de la linterna hacia él. Era un hombre muy joven, vestido con una camiseta gris con la letra de una universidad en la pechera. Se movía como si hubiera ganado la letra jugando al fútbol.
—¿A qué viene tanta excitación? —pregunté.
—No estoy excitado. Es sólo que no me gusta que la gente meta mano en mis cosas.
—Nadie está metiendo mano en tus cosas. Me refiero a la excitación que hay ahí en la playa.
—Los polis andan buscando a un tío.
—¿De qué tío se trata?
—Del maníaco…, ese que le pegó un par de tiros a su hermano.
—¿Tú le has visto?
—Así es. Yo fui el que dio la alarma. Se acercó a Marie, que estaba aquí sentada. Dios sabe qué habría pasado de no haberme encontrado cerca.
El chico arqueó los hombros y sacó el pecho.
—¿Qué ocurrió?
—Pues, fui al coche a buscar cigarrillos y ese tío salió de la oscuridad y le pidió un bocadillo a Marie. No era sólo un bocadillo lo que quería. Marie se dio cuenta. Lo del bocadillo no era más que el principio. Marie soltó un chillido, y yo bajé por el terraplén y le hice una llave al tío. Hubiese podido sujetarle, sólo que estaba oscuro y no podía ver lo que hacía. Logró asestarme un golpe en la cara y se fugó.
Le iluminé la cara con la linterna. Tenía hinchado el labio inferior.
—¿En qué dirección huyó?
Señaló a lo largo de la playa hacia las luces multicolores del puerto de Purissima.
—Me dieron ganas de perseguirle, sólo que tal vez tenía compinches, así que no podía dejar a Marie sola aquí. Fuimos en el coche hasta la gasolinera más próxima y di la alarma por teléfono.
Los mirones de la playa habían comenzado a subir por los escalones de cemento, sin darse prisa. Un agente de la policía de carreteras se acercó a nosotros, la luz de su linterna clavándose en la arena llena de hoyos.
El chico de la camiseta gritó:
—¿Hay algo más que yo pueda hacer?
—No, de momento no. Parece que ha logrado escabullirse.
—Puede que se tirase al agua y que nadase hasta un yate y que le desembarquen en México. Me han dicho que su familia está forrada.
—Puede ser —dijo secamente el policía—. ¿Estás seguro de haber visto al hombre? ¿O has visto demasiadas películas últimamente?
—¿Cree que el golpe en la boca me lo he atizado yo mismo? —replicó el chico, acalorándose.
—¿Seguro que era el hombre que andamos buscando? —Claro que sí. Un tío corpulento, pelo claro, vestido con un mono. Pregúntele a Marie. Ella pudo verle bien.
—¿Dónde está tu amiga?
—Alguien la ha llevado a casa. Estaba muy trastornada.
—Me parece que lo mejor será oír su versión. Enséñame dónde vive, ¿eh?
—Con mucho gusto.
Mientras el chico apagaba la hoguera con arena y recogía sus pertenencias, otro coche se detuvo en la carretera sobre nuestras cabezas. Era un viejo descapotable negro que me pareció conocido. Mildred se apeó de él y empezó a bajar por los escalones. Bajaba de forma tan ciega y precipitada, que temí que diese un traspiés y cayera de cabeza. La sujeté cuando llegó abajo pasándole un brazo por el talle.
—¡Suélteme!
La solté. Entonces me reconoció y su mente volvió a circular por la única vía que había en ella:
—¿Carl está aquí? ¿Usted le ha visto?
—No…
Se volvió hacia el agente:
—¿Mi marido ha estado aquí?
—¿Usted es la señora Hallman?
—Sí. Han dicho por la radio que a mi marido lo han visto en Pelican Beach.
—Ha estado aquí y luego se ha ido, señora.
—¿Adónde se ha ido?
—Eso es lo que nos gustaría saber. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?
—No, ninguna.
—¿Tiene algún amigo íntimo en Purissima…, alguien a quien pudiera acudir?
Mildred titubeó. Los rostros de los curiosos hicieron un esfuerzo por verla a través de la oscuridad. El chico de la camiseta le estaba echando el aliento en el cogote. Habló como si Mildred fuese sorda o estuviera muerta.
—Esta es la esposa del tío.
El policía puso cara de disgusto.
—Basta, ¿eh? Váyanse ya. —Se volvió hacia Mildred—. ¿Alguna idea, señora?
—Lo siento…, me resulta difícil pensar. Carl tenía montones de amigos en el instituto. Todos se desentendieron de él. No ha visto a nadie durante el último año y pico.
Su voz se apagó. Parecía aturdida por las luces y la gente.
Procurando que mi tono fuese lo más estirado posible, dije:
—La señora Hallman ha venido aquí a buscar a su marido. No tiene que contestar preguntas.
La luz del policía subió hasta mi rostro.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de la familia. Voy a llevarla a casa.
—De acuerdo. Llévela a casa. De todos modos, no debería andar corriendo por ahí ella sola.
Con una mano debajo de su codo, empujé a Mildred escalones arriba y luego la hice cruzar la carretera. Su cara era una mancha borrosa, ovalada, en la oscuridad que reinaba dentro de mi automóvil, tan pálida que semejaba luminosa.
—¿Adónde me lleva?
—A casa, tal como he dicho. ¿Cae lejos de aquí?
—Unos tres kilómetros. Tengo mi propio coche, gracias, y estoy perfectamente bien para conducir. Después de todo, he venido en coche.
—¿No cree que ya va siendo hora de que se relaje?
—¿Mientras siguen persiguiendo a Carl? ¿Cómo podría relajarme? De todas formas, me he pasado en casa todo el día. Dijo usted que tal vez se presentaría allí, pero no lo ha hecho.
El agotamiento se apoderó de ella, o quizá fue la decepción. Se quedó inerte en el asiento, apoyada como una muñeca en el respaldo. Por la carretera pasaban faros encendidos, como brillantes esperanzas que no se cumplirían surgiendo de las tinieblas para sumirse de nuevo en ellas.
—Puede que en este momento vaya hacia allí —dije—. Tiene hambre, y estará muerto de cansancio. Lleva huyendo una noche y un día.
Y estaba empezando otra noche.
La mano de Mildred se trasladó de su boca a mi brazo.
—¿Cómo sabe que tiene hambre?
—Porque le pidió un bocadillo a una chica, en la playa. Antes fue a ver a un amigo, buscando un refugio. «Amigo» quizá no sea la palabra idónea. ¿Le habló Carl alguna vez de Tom Rica?
—¿Rica? ¿No es el sujeto que se fugó con él? Su nombre apareció en el periódico.
—En efecto. ¿Sabe alguna otra cosa de él?
—Sólo lo que me contó Carl.
—¿Cuándo se lo contó?
—La última vez que le vi, en el hospital. Me habló de cómo el tal Rica había sufrido en la sala. Carl estaba intentando hacerle la vida más llevadera. Dijo que Rica era heroinómano.
—¿Le dijo algo más sobre él?
—No, que yo recuerde. ¿Por qué?
—Rica ha visto a Carl… hace escasamente dos horas. Suponiendo que se pueda creer lo que dice Rica. Está en casa de una mujer llamada Maude, en un lugar llamado Buenavista Inn, a sólo unos kilómetros por la carretera general. Carl fue allí en busca de un sitio donde esconderse.
—No lo entiendo —dijo Mildred—. ¿Por qué iría Carl a pedirle ayuda a una mujer como esa?
—Conoce usted a Maude, ¿verdad?
—Desde luego que no. Pero en la ciudad todo el mundo sabe qué ocurre en ese supuesto parador. —Mildred me miró con una especie de terror en los ojos—. ¿Carl anda mezclado con esa gente?
—No necesariamente. Un fugitivo busca cualquier salida que se le ocurra.
Las palabras no sonaron del modo que yo quería que sonasen. La cabeza de Mildred se agachó bajo el peso de la imagen que forjaron mis palabras. Volvió a suspirar.
Era duro escuchar sus suspiros. Le pasé un brazo por la cintura y ella se apoyó en mi hombro, rígida y silenciosa.
—Relájese. Esto no es un tiento.
Yo pensaba que no lo era. Posiblemente ella se dio cuenta de que sí lo era. Se apartó de mí y se apeó del coche en una sola ráfaga de movimiento.
La mayoría de los coches estacionados al otro lado de la carretera se habían ido mientras hablábamos. La calzada estaba vacía a excepción de un camión pesado que en aquel momento bajaba rápidamente la pendiente desde el sur. Mildred se quedó de pie junto a la calzada, su silueta recortada por las luces que se aproximaban.
La situación se hizo pedazos y volvió a juntarse con la rígida claridad formal de una explosión fotografiada. Mildred estaba en la calzada, con la cabeza gacha, andando por el camino iluminado por el camión. El vehículo se abalanzó sobre ella, alto como una casa, rebuznando y chirriando. Vi la cara de diapositiva del conductor muy por encima de la carretera y a Mildred en la calzada, delante de los neumáticos gigantescos.
El camión se detuvo a pocos pasos de ella. En medio del súbito vacío de sonido pude oír el mar murmurando y escupiendo como una bestia bajo el terraplén. El camionero se asomó a la ventanilla y se puso a gritarle a Mildred, aliviado y a la vez indignado:
—¡Mujer estúpida! ¡Maldita sea! ¡A ver si mira por dónde va! ¡Un poco más y la mato!
Mildred no le prestó la menor atención. Subió al Buick, aguardó hasta que el camión hubo dejado vía libre y trazó una amplia curva ante mí. Me preocupó ver cómo trataba el coche y cómo se trataba a sí misma. Se movía y conducía inconscientemente, como alguien que estuviera solo en el espacio negro.