21

La puerta que había detrás de ella se abrió. Tom Rica se apoyó en la abertura, con uno de sus frágiles hombros apretado contra el marco. Llevaba una chaqueta de mezcla de lana, de colores vivos, que le venía muy holgada.

—¿Qué ocurre, Maude?

Su voz era tenue y seca, desnaturalizada. Sus ojos eran charcos de alquitrán.

Maude se puso de nuevo su máscara sonriente antes de volverse hacia él.

—No pasa nada. Vuelve adentro.

La mujer le puso las manos sobre los hombros. Él me sonrió, de un modo esquivo, patético, como si hubiera una gruesa pared de cristal entre nosotros. Maude le zarandeó:

—¿Has encontrado una aguja? ¿Es eso lo que estabas haciendo?

—A que te gustaría saberlo —dijo él con coquetería apagada, utilizando su rostro demacrado como si fuera joven y encantador.

—¿Dónde la has encontrado? ¿Dónde obtuviste el dinero?

—¿Quién necesita dinero, cariño?

—Contéstame. —Inclinó los hombros hacia él. Empezó a zarandearle hasta que los dientes de Tom castañetearon—. Quiero saber quién te ha dado esa porquería y cuánta tienes y dónde está el resto.

Tom se derrumbó contra el marco de la puerta.

—Quítame las manos de encima, bruja.

—No es mala idea —dije, dando la vuelta al mostrador.

Ella se volvió rápidamente, como si le hubiese clavado un cuchillo en la espalda.

—Usted no se meta en esto, hermano. Se lo advierto. Ya le he aguantado suficiente, cuando lo único que quiero es hacer lo que le conviene a mi chico.

—Es propiedad suya, ¿no es así?

—¡Fuera de mi local! —chilló Maude con voz de tenor.

Tom se movía entre los dos, como el tercero en discordia en un vodevil.

—No le hables así a mi viejo compañero. —Me miró atentamente a través del muro de cristal. Sus ojos y sus palabras estaban más enfocados como si la primera embestida de la droga se le estuviera pasando—. ¿Sigues siendo de los buenos, viejo amigo? Pues yo soy de los malos. Todos los días y de todas las maneras, soy malo, cada vez más malo, como solía decir mi querida madre.

—Hablas demasiado —dijo Maude, rodeándole los hombros con uno de sus pesados brazos—. Ahora entra y échate un rato.

Él se volvió hacia ella, presa de un súbito ataque de malignidad.

—Déjame en paz. Estoy en buena forma, celebrando una agradable reunión con mi viejo compañero. ¿Pretendes destrozar mis amistades?

—Yo soy la única que tienes.

—¿De veras? Pues te voy a decir algo. A ti te irá todo fatal, y a mí me irá todo viento en popa, me pegare la vida padre. ¿Quién te necesita a ti?

—Tú me necesitas, Tom —dijo ella, aunque no parecía estar segura—. No tenías ni un céntimo cuando te recogí. De no ser por mí, estarías en la cárcel. Logré que redujeran los cargos, y tú lo sabes, y me costó mucha pasta. Y ahora vuelves a las andadas. ¿Es que no aprenderás nunca?

—Aprendo, no te preocupes. Llevo años estudiando el asunto desde todos los ángulos, ¿entiendes?, igual que un aprendiz. Conozco los tinglados como el dorso de mi mano. Sé donde vosotras las estúpidas busconas cometéis vuestras estúpidas equivocaciones. Y no voy a cometer ninguna. Ahora tengo mi propio tinglado, y es un tinglado a prueba de bomba.

Su estado de ánimo había subido violentamente, empujado por la rabia y la euforia.

—Acabarás entre rejas —dijo la rubia—. Vuelve a jugarte el cuello, y no podré hacer nada por ti.

—Nadie te pidió que lo hicieras. Ahora voy solito. Olvídame.

Le dio la espalda y cruzó la puerta interior. Su cuerpo se movía con facilidad y ligereza, apoyado por cuerdas invisibles. Empecé a seguirle. Maude volvió contra mí su cólera impotente:

—No entre ahí. No tiene ningún derecho a entrar.

Vacilé. Era una mujer. Yo estaba en su casa. Con la punta de su zapato Maude apretó un lugar levemente raído de la alfombra detrás del mostrador.

—Será mejor que se largue de aquí. Se lo advierto.

—Me parece que me quedaré un rato.

Maude cruzó los brazos sobre los senos y me miró como una leona. Un hombre bajito y rechoncho que llevaba una camisa a cuadros abrió la puerta y entró silenciosamente. Mostraba una sonrisa ancha y sin sentido debajo de una nariz que parecía aplastada a martillazos. De su mano colgaba una cachiporra, bruñida como un recuerdo.

—Dutch, saca a este tipo de aquí —dijo Maude, apartándose.

Pero fui yo quien dio la vuelta al mostrador y sacó a Dutch de la habitación. Quizás había perdido facultades de tanto expulsar a borrachos. Lo cierto es que fue fácil atizarle. Entre sus frenéticos manotazos le asesté un izquierdazo a la cabeza, luego un derechazo a la mandíbula, un largo gancho de izquierda al plexo solar que le hizo doblarse y colocarse en la línea de tiro de mi derecha. Se desplomó. Recogí su cachiporra y, pasando junto a Maude, entré por la puerta interior. Maude no dijo ni pío.

Crucé una sala de estar abarrotada de pesados muebles y las paredes empapeladas en blanco y verde con escenas de la jungla desde la que unos ojos parecían vigilarme, recorrí un corto pasillo, pasando por delante de un dormitorio cuyas paredes estaban forradas de satén rosa, lo cual me hizo pensar en el interior de un ataúd en desorden, y llegué a la puerta del cuarto de baño que se hallaba abierta. La chaqueta de Tom estaba tirada sobre el umbral iluminado como el torso sin cabeza de un hombre, aplastado por el paso de alguna máquina enorme.

Tom se encontraba sentado en el retrete con la manga izquierda de la camisa subida y una aguja hipodérmica en la mano derecha. Estaba demasiado ocupado buscando una vena para reparar en mí. Las venas que ya había utilizado y echado a perder eran negras y se retorcían brazo arriba, desde la muñeca hasta los bíceps distróficos. Tatuajes azules disimulaban las cicatrices de sus muñecas.

Le quité la hipodérmica. Un líquido claro llenaba alrededor de una cuarta parte. Vuelta hacia arriba bajo la intensa luz del baño, la cara de Tom aparecía llena de profundas arrugas como una máscara primitiva que se utilizara para conjurar espíritus malignos, las órbitas llenas de tinieblas.

—Devuélvemela. No tengo suficiente aún.

—¿Suficiente para matarte?

—Me mantiene vivo. Estuve a punto de morirme sin ella, allí en el hospital. Los sesos se me salían por las orejas.

Hizo un gesto inesperado tratando de arrebatarme la jeringuilla. La aparté hasta que quedó fuera de su alcance.

—Vuelve al hospital, Tom.

Movió lentamente la cabeza de lado a lado.

—Allí no hay nada para mí. Todo lo que quiero está fuera.

—¿Qué es lo que quieres?

—Placeres. Dinero y placeres. ¿Qué otra cosa hay?

—Muchísimas.

—¿Tú las tienes? —Se dio cuenta de mi vacilación y alzó los ojos para mirarme maliciosamente—. Al bueno no le va tan bien, ¿eh? No me vengas con el viejo cuento de que mire hacia el futuro. Me dan ganas de vomitar cuando lo oigo. Siempre me las ha dado. Así que guárdatelo para los pajaritos. Este es mi futuro, ahora.

—¿Te gusta?

—Si me devuelves mi jeringuilla, sí. Es lo único que necesito de ti.

—¿Por qué no lo dejas, Tom? Esas agallas que tienes… úsalas para librarte de ello. Eres demasiado joven para echarte a perder.

—Esos consejos te los guardas para los muchachos exploradores. ¿Quieres saber por qué me drogo? Pues porque me cansé de los chorizos hipócritas como tú. Os pasáis la vida predicando la moral, pero nunca he conocido a uno de vosotros que creyera de veras en lo que predicaba. Al mismo tiempo que les decís a los demás cómo deben vivir, le hacéis el salto a la mujer, corréis tras las faldas, bebéis como un pez asqueroso y tratáis de agenciaros cualquier sucia moneda que veáis.

En sus palabras había algo de verdad, la suficiente para tenerme la lengua atada durante un minuto. El dolor oscuro del recuerdo volvió a mí. Se centró en una imagen que había en mi mente: el rostro de la mujer a la que había perdido. Borré la imagen, diciéndome a mí mismo que de aquello hacía ya años. Las cosas importantes habían pasado mucho tiempo atrás.

Tom habló a la duda que seguramente se reflejaba en mi cara:

—Devuélveme mi jeringuilla. ¿Qué voy a perder?

—Ni pensarlo.

—Vamos —dijo, tratando de engatusarme—. Esto es flojo. El primer pico no ha logrado levantarme siquiera.

—Mejor, así no caerás desde tan alto.

Se golpeó las rodillas afiladas con los puños.

—Dame mi jeringuilla, cochino hipócrita, santurrón de mierda. Serías capaz de desvalijar a un muerto y vender el cadáver a una fábrica de jabón.

—¿Así te sientes? ¿Muerto?

—¡Ni lo sueñes! Te lo demostraré. Puedo obtener más.

Se levantó y trató de empujarme para poder pasar. Era frágil y ligero como un espantapájaros. Le obligué a sentarse de nuevo en el retrete, procurando que la jeringuilla siguiese fuera de su alcance.

—En primer lugar, ¿dónde la has conseguido, Tom?

—¿Crees que te lo diría?

—Puede que no tengas que decírmelo.

—Entonces ¿por qué lo preguntas?

—¿En qué consiste ese negocio estupendo del que te jactabas hace un momento?

—Te gustaría saberlo, ¿eh?

—¿Venderles porros a los colegiales?

—¿Crees que me interesan las menudencias?

—¿Compra y venta de ropa vieja?

Su ego no podía soportar que lo degradaran. El insulto lo hinchó como un globo.

—¿Piensas que te tomo el pelo? Tengo una tajada del chanchullo más grande del mundo. Antes de morir, compraré y venderé a menudencias como tú.

—Con cupones «ahorro del hogar», sin duda.

—Imbécil. Lo haré metiendo mano allí donde hay dinero. Se trata de tener algo que comprometa a alguien, ¿te enteras?, y vendérselo poquito a poquito. Es como una renta.

—O una sentencia de muerte.

Me miró con cara impasible. Los muertos nunca mueren.

—El buen doctor podría ser una medicina muy mala.

Hizo una mueca.

—Tengo un antídoto.

—¿Qué tienes que pueda perjudicarle, Tom?

—¿Crees que estoy tan loco como para decírtelo?

—Se lo dijiste a Carl Hallman.

—¿De veras? Quizás él piense que se lo dije. Le dije cualquier tontería que se me metió en la cabecita.

—¿Qué tratabas de hacerle?

—Sólo excitarle un poco. Tenía que salir de aquella sala. Y no podía fugarme yo solo.

—¿Por qué le dijiste a Hallman que viniera a verme?

—Para librarme de él. Me estorbaba.

—Por fuerza tendrías un motivo mejor que ése.

—Claro. Soy uno de los buenos. —Su sonrisa sabia se volvió maligna—. Me dije que te vendría bien tener un cliente.

—Carl Hallman está acusado de asesinato. ¿Lo sabías?

—Lo sé.

—Si creyera que tú le convenciste para que…

—¿Qué harías? ¿Darme un golpecito en la muñeca, santurrón? —Me miró a través de la pared de cristal con curiosidad perezosa, y, como sin darle importancia, agregó—: De todos modos, no mató a su hermano. Él mismo me lo dijo.

—¿Ha estado aquí?

—Claro que ha estado aquí. Quería que Maude le escondiera. Maude no quiso tocarle ni poniéndose guantes.

—¿Cuánto hace de ello?

—Un par de horas, tal vez. Se largó a la ciudad cuando Maude y Dutch le pusieron de patitas en la calle.

—¿Dijo exactamente adónde iba?

—No.

—¿Y dices que no mató a su hermano?

—En efecto. Así me lo dijo.

—¿Y tú le creíste?

—Tenía que creerle, porque al hermano lo maté yo mismo. —Tom me miró sin expresión—. Fui al rancho en helicóptero, ¿comprendes? En mi nuevo helicóptero supersónico con la pistola sincronizada que dispara rayos mortales.

—No me vengas con historias de marcianitos, Tom. Dime qué pasó realmente.

—A lo mejor te lo digo… si me devuelves mi jeringuilla.

Sus ojos contenían una curiosa mezcla de súplica y amenaza. Miraban con expectación el instrumento reluciente que había en mi mano. Estuve tentado de dárselo, pensando que tal vez sabía algo que me sería de utilidad. Unas cuantas cápsulas más en aquellas venas negras no cambiarían nada. Excepto a mí.

Estaba harto de todo el asunto. Tiré la jeringuilla al retrete cuadrado, de loza color rosa. Se rompió en mil pedazos.

Tom me miró con ojos incrédulos.

—¿Por qué lo has hecho?

De pronto la furia le sacudió, una furia demasiado fuerte para que sus nervios pudieran soportarla. La furia se convirtió en dolor. Se arrojó de bruces sobre el suelo de baldosas color rosa, sollozando de un modo que recordaba el ruido de la tela al rasgarse.

En los intervalos que dejaba el ruido oí otros ruidos a mis espaldas. Maude venía hacia mí cruzando la sala de estar con la jungla en las paredes. Una pistola lanzaba destellos mortecinos, azulados, en su mano blanca. El hombre que se llamaba Dutch la seguía a un par de pasos. Su mueca dejaba al descubierto varios dientes rotos. Comprendí por qué me dolían los nudillos.

—¿Qué pasa? —exclamó Maude—. ¿Qué le ha hecho?

—Le he quitado la hipodérmica. Véalo usted misma.

No pareció oírme.

—Salga de ahí. Déjele en paz.

Me apuntó la cara con la pistola.

—Déjamelo a mí. Este cabrón va a saber lo que es bueno —ceceó el hombre que iba tras ella, ansiando emprenderla a golpes conmigo.

De su mano colgaba un calcetín pesado y pendular. Me recordó la cachiporra que llevaba en el bolsillo. Me aparté de la puerta, caminando de espaldas, para tener mayor libertad de movimientos, alcé la cachiporra y la dejé caer sobre la muñeca de Maude.

Soltó una exclamación de dolor. El arma cayó a sus pies con un sonido metálico. Dutch se puso a gatas para cogerla. Le golpeé el cogote con la cachiporra, no demasiado fuerte, sólo lo suficiente para dejarle tendido boca abajo otra vez. El pesado calcetín cayó de su mano inerte, derramando un poco de arena en el suelo.

Maude buscaba la pistola en el umbral. La aparté de un empujón, recogí el arma y me la guardé en el bolsillo. Era un revólver de calibre mediano y pesaba mucho en el bolsillo. Metí la cachiporra en el otro bolsillo para no andar ladeado.

Maude se apoyó en la pared junto a la puerta, sujetándose la muñeca derecha con la mano izquierda.

—Se arrepentirá de esto.

—Eso ya me lo han dicho otras veces.

—Pero no se lo he dicho yo, no señor, o no iría corriendo por ahí molestando a la gente. No crea que le va a durar. Tengo a la máxima ley de este condado en el bolsillo.

—Cuénteme más cosas —dije—. Tiene usted una preciosa voz de cantante. Quizá pueda concertarle una aparición personal, delante del gran jurado.

Su fea boca me dirigió una mueca a la vez que su mano izquierda se alzaba rígidamente, las garras de color carmín apuntando a mis ojos. Fue más una amenaza que un intento, pero me hizo perder la esperanza en lo tocante a nuestras relaciones.

La dejé y encontré la forma de salir por detrás. Había luces suaves y ruidos fuertes en las casitas de las terrazas, música, risas femeninas, dinero, placeres.