Grantland cerró la puerta y me vio. La sonrisa que permanecía en su cara entregó el alma por entero. Empujado por una ráfaga de cólera, el doctor cruzó la habitación hacia mí. Tenía los puños cerrados.
Me levanté para recibirle.
—Hola, doctor.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Tengo una cita con usted.
—Oh, no, nada de eso. —Se debatía entre el enojo y la necesidad de mostrarse encantador ante su recepcionista—. ¿Le ha dado usted hora a este… caballero?
—¿Por qué no? —dije, en vista de que la chica se había quedado sin habla—. ¿Es que ya se ha jubilado?
—No trate de decirme que ha venido en plan de paciente.
—Usted es el único médico que conozco en la ciudad.
—No me dijo que conocía usted al doctor Grantland —dijo la recepcionista en tono acusador.
—Se me olvidaría.
—Es muy probable —dijo Grantland—. Ya puede irse a casa, señorita Cullen, a menos que haya concertado más entrevistas especiales para mí.
—Me dijo que se trataba de una urgencia.
—Le he dicho que puede irse a casa.
La chica se fue, dirigiéndome una mirada desde la puerta. El rostro de Grantland estaba ensayando varias expresiones: ultraje, sorpresa digna, inocencia desconcertada.
—¿Qué jugarreta trata de gastarme?
—Ninguna. Mire usted, si no quiere tratarme, buscaré otro médico.
Grantland sopesó las ventajas y los inconvenientes del caso y decidió en contra de que yo me buscase otro médico.
—La cirugía no es mi especialidad, pero supongo que podré hacer algo por usted. ¿Qué le ha pasado, si se, puede saber?… ¿Ha vuelto a tropezarse con Hallman?
Al parecer, Zinnie le había informado bien.
—No. ¿Y usted?
Pasó por alto mi pregunta. Cruzamos una sala de consulta amueblada con caoba y cuero azul. En las paredes había grabados con embarcaciones a vela y sobre el escritorio colgaba un diploma médico de una universidad del Medio Oeste. Grantland encendió las luces de la habitación contigua y me dijo que me quitase la chaqueta. Mientras se lavaba las manos en el lavabo del rincón, dijo por encima del hombro:
—Puede colocarse en la mesa de exploración, si quiere. Lamento que mi enfermera se haya ido a casa… No sabía que iba a necesitarla.
Me tendí en la superficie de cuero de la mesa de metal. Estar tumbado boca arriba no era una mala posición para la autodefensa, si las cosas se ponían feas.
Grantland cruzó la habitación con paso vivo y se inclinó sobre mí, encendiendo una lámpara quirúrgica que se extendía desde la pared gracias a sus brazos retráctiles.
—¿Le han atizado con una pistola?
—Levemente. No todos los médicos reconocerían las señales.
—Fui interno en un hospital de Hollywood. ¿Ha denunciado esto a la policía?
—No fue necesario. Me lo hizo Ostervelt.
—¿No será usted un fugitivo, por el amor de Dios? —No, por el amor de Dios.
—¿Se estaba resistiendo a que le detuviera?
—El sheriff perdió los estribos. Eso fue todo. Es un jovenzuelo viejo muy exaltado.
Grantland no hizo ningún comentario. Se puso a limpiarme los cortes con algodones empapados en alcohol. Dolía.
—Voy a tener que ponerle una grapa en esa oreja. El otro corte se curará solo, seguramente. Me limitaré a ponerle un vendaje adhesivo encima. —Grantland siguió hablando mientras trabajaba—: Un cirujano podría hacérselo mejor, sobre todo un especialista en cirugía plástica. Por eso me ha sorprendido un poco al verle acudir a mí. Me temo que le quedará una pequeña cicatriz. Pero nada de importancia. —Apretó una serie de grapas contra la oreja cortada—. Con esto bastará. Debería hacérsela mirar por un médico dentro de uno o dos días. ¿Estará mucho tiempo en la ciudad?
—No lo sé. —Me levanté y me quedé de cara a él, con la mesa entre los dos—. Quizá dependa de usted.
—Cualquier médico puede hacerlo —dijo con impaciencia.
—Usted es el único que puede ayudarme.
Grantland captó la insinuación y miró su reloj.
—Tengo una cita y ya se me está haciendo tarde…
—Iré tan rápido como pueda. Usted ha visto hoy un revólver con cachas de madreperla. No mencionó que ya lo había visto antes.
Era un tipo muy rápido. Sin titubear ni un segundo, dijo:
—Me gusta estar seguro de los hechos antes de hablar con autoridad. Soy médico, después de todo.
—¿Cuáles son los hechos?
—Pregúntele a su amigo el sheriff. Él los conoce.
Puede ser. Le estoy preguntando a usted. Será mejor que me cuente la verdad. He hablado con Glenn Scott.
—¿Glenn…? ¿Quién es?
Pero se acordaba. Su mirada parpadeó hacia un lado.
—El detective que el senador Hallman contrató para que investigara el asesinato de su esposa.
—¿Ha dicho asesinato?
—Se me ha escapado.
—Se equivoca usted. La señora Hallman se suicidó. Si ha hablado con Scott, sabrá que tenía tendencias suicidas.
—A las personas que las tienen se las puede asesinar.
—Sin duda, pero ¿qué prueba eso? —Una impaciencia mujeril tiraba de su boca, desbaratando su falsa apariencia de serenidad—. Estoy harto de que me acosen por esto, simplemente porque daba la casualidad de que era paciente mía. Caramba, pero si le salvé la vida la semana antes de que se ahogase. ¿Se tomó Scott la molestia de contarle eso?
—Me dijo lo que usted le dijo. Que ella intentó suicidarse en este consultorio.
—Fue en el que tenía antes. Me mudé el año pasado.
—De modo que no me puede enseñar el agujero que hizo la bala en el techo.
—Santo Dios, ¿lo pone usted en duda? Le quité la pistola arriesgando mi propia vida.
—No lo pongo en duda. Pero quería oírselo decir a usted.
—Bueno, ahora ya lo ha oído. Espero que se sienta satisfecho.
Se quitó la bata y dio media vuelta para colgarla.
—¿Por qué trató de suicidarse en su consultorio?
Permaneció muy quieto durante un instante, sin acabar de colgar la prenda blanca en un gancho. El sudor pintaba manchas oscuras en su camisa gris, entre los omoplatos y en los sobacos. Era el único indicio de que yo se lo estaba haciendo pasar mal. Dijo:
—Quería algo que yo no estaba dispuesto a darle. Una dosis masiva de píldoras para dormir. Cuando me negué, sacó un revólver pequeño del monedero. Yo no sabía contra quién pensaba disparar…, si contra mí o contra ella misma. Entonces se apuntó a la cabeza. Por suerte logré acercarme a tiempo y arrebatarle el arma.
Se volvió con una expresión meliflua y triste en la cara.
—¿Le arreaba a los barbitúricos?
—Llámelo así si le gusta. Yo hacía todo lo posible para que no se pasara de la raya.
—¿Por qué no hizo que la metieran en un lugar seguro?
—Por un error de cálculo. Lo reconozco. No pretendo ser psiquiatra. No comprendí la gravedad de su estado. Los médicos nos equivocamos a veces, ¿sabe usted?, como todo hijo de vecino.
Me estaba observando como un jugador de ajedrez. Pero el gambito de la amabilidad le traicionaba. De no haber tenido algo importante que ocultar, me hubiera echado del consultorio mucho antes.
—¿Qué ocurrió con el revólver? —pregunté.
—Me lo guardé. Pensaba tirarlo a alguna parte, pero no encontré el momento de hacerlo.
—¿Cómo llegó a manos de Carl Hallman?
—Lo tomó del cajón de mi escritorio. —Y añadió conciliadoramente—: Supongo que fue estúpido guardarlo allí.
Yo no le había dicho que estaba enterado de la visita que Carl Hallman hiciese a su consultorio. Fue una decepción que él mismo lo reconociese. Con una leve sonrisa sardónica, Grantland dijo:
—¿No le dijo el sheriff que Carl estuvo aquí esta mañana? Le telefoneé inmediatamente. También me puse en comunicación con el Hospital del Estado.
—¿Por qué vino aquí?
Grantland volvió las palmas de las manos hacia arriba.
—¿Quién sabe? Estaba trastornado, obviamente. Me echó un rapapolvo porque yo había tenido que ver con que le encerrasen, pero su rencor iba dirigido principalmente contra su hermano. Naturalmente, traté de disuadirle.
—Naturalmente. ¿Por qué no le retuvo?
—No crea que no lo intenté. Entré en el dispensario en busca de un sedante. Me dije que quizá le haría bien. Cuando volví al consultorio, ya no estaba. Seguramente huyó por allí. —Grantland señaló la puerta trasera de la sala de exploración—. Oí que un coche se ponía en marcha, pero se fue antes de que pudiera cogerle.
Me acerqué a la ventana medio cubierta por las cortinas y me asomé. El Jaguar de Grantland se hallaba estacionado en el aparcamiento. Al fondo de éste un camino de tierra se extendía paralelamente a la calle. Me volví de nuevo hacia Grantland:
—¿Dice que cogió su revólver?
—Sí, pero no lo supe hasta más tarde. Tampoco era exactamente mi revólver. Prácticamente me había olvidado de su existencia. No me acordé de él hasta que lo encontré en el invernadero junto al cuerpo del pobre Jerry. Ni siquiera entonces estuve seguro de que fuese el mismo. No entiendo de armas. Así que esperé hasta que volví aquí esta tarde y tuve la oportunidad de comprobar en el cajón del escritorio. Al ver que el arma había desaparecido, llamé en seguida al departamento del sheriff…, pese a que detestaba tener que hacerlo.
—¿Por qué detestaba hacerlo?
—Porque siento afecto por el muchacho. Es un ex paciente mío. No esperará usted que me entusiasme la idea de demostrar que es un asesino.
—Ya lo ha demostrado, ¿no es así?
—Usted es detective, ¿no? ¿Se le ocurre alguna otra hipótesis?
Se me ocurría, pero me la guardé. Grantland dijo:
—Comprendo que se sienta usted decepcionado. Ostervelt me dijo que usted representa al pobre Carl, pero no se lo tome demasiado a pecho, viejo. Piense que tendrán en cuenta su dolencia mental. Yo me cuidaré personalmente de que la tengan en cuenta.
No me sentía tan triste como parecía. Tampoco estaba contento de la marcha del caso. Cada vez que me movía, encontraba otro eslabón de la cadena de pruebas desfavorables para mi cliente. Pero esto sucedía con una regularidad tan automática, como de un reloj, que empezaba a acostumbrarme y a no hacerle caso. Además, me alentaba una fe incipiente, pero firme y perdurable, en la falta de integridad del doctor Grantland.