Aparqué en la parte alta de Main Street, enfrente de un edificio de tejado liso construido de estuco color rosa y briquetas de vidrio. Un sendero de losas de imitación conducía a través de arbustos bien recortados hasta una puerta que se abría en una esquina. A un lado de la puerta una pequeña placa de bronce anunciaba discretamente: J. Charles Grantland, Doctor en Medicina.
La sala de espera estaba vacía, exceptuando un montón de muebles de aspecto nuevo. Una joven de aspecto también bastante nuevo apareció detrás de un mostrador de roble blanqueado que había en el rincón del fondo junto a una puerta interior. Tenía una guapura morena y delgada que necesitaba rápidamente una buena mano de pintura.
—¿El señor Archer?
—Sí.
—Lo siento, el doctor todavía está ocupado. Hoy llevamos retraso. ¿Le importa esperar unos minutos?
Le dije que no me importaba. Ella tomó nota de mi dirección.
—¿Ha tenido usted algún accidente, señor Archer?
—Si quiere, podría llamarlo así.
Me senté en la silla que estaba más cerca de ella y saqué un periódico doblado del bolsillo de la chaqueta. Lo había comprado en la calle unos minutos antes, a un vendedor mexicano que voceaba asesinato. Lo extendí sobre mis rodillas, con la esperanza de que sirviera de excusa para entablar conversación.
El artículo sobre Hallman mostraba el nombre de Eugene Slovekin debajo de grandes titulares: «Se busca al hermano en el caso de asesinato». En medio de la página había una foto a tres columnas de los hermanos Hallman. El artículo comenzaba con un estilo bastante hinchado y sensacionalista, tanto que me pregunté si Slovekin habría sentido vergüenza de escribirlo.
En una tragedia que puede equipararse con la antigua tragedia de Caín y Abel, la muerte violenta ha hecho hoy una visita furtiva y horrible a una conocida familia local. La víctima del asesinato aparente ha sido Jeremiah Hallman, de 34 años, prominente ranchero del Buena Vista Valley. Su hermano menor, Carl Hallman, de 24 años, es buscado con el objeto de interrogarle sobre el suceso. El señor Hallman, hijo del recientemente fallecido senador Hallman, fue encontrado muerto aproximadamente a la una de esta tarde por el médico de su familia, el doctor Charles Grantland, en el invernadero de la finca de los Hallman.
El señor Hallman había recibido dos balas en la espalda y, al parecer, murió en cuestión de segundos. Un revólver con cachas de madreperla, con dos cartuchos disparados, fue hallado junto al cuerpo, lo cual da un toque de misterio fantástico al caso. Según los criados de la familia, el revólver había pertenecido a la difunta Alicia Hallman, madre de la víctima.
El sheriff Duane Ostervelt, que hizo acto de presencia a los pocos minutos de ocurrir los hechos, afirmó que se sabía que el arma asesina estaba en poder de Carl Hallman. El joven Hallman fue visto en el rancho inmediatamente antes del asesinato. Se fugó anoche del Hospital del Estado, donde estaba internado desde hacía unos meses. Según nos dicen miembros de la familia, el joven Hallman padece una enfermedad mental desde hace mucho tiempo. En estos momentos es buscado intensivamente por el departamento del sheriff local y por las policías de la ciudad y el estado respectivamente.
Puestos en comunicación telefónica a larga distancia con él, el doctor Brockley, del Hospital del Estado, nos dijo que el joven Hallman sufría una psicosis maníaco-depresiva cuando fue ingresado en el hospital hace seis meses. Según el doctor Brockley, a Hallman no se le consideraba peligroso y se creía que estaba «en vías de recuperación». El doctor Brockley expresó sorpresa y preocupación al conocer el trágico resultado de la fuga de Hallman. Dijo que las autoridades locales fueron informadas de la fuga tan pronto como ésta tuvo lugar, y expresó la esperanza de que el público «mostrase serenidad ante la situación. No hay ningún incidente violento en el historial médico de Hallman». El doctor Brockley dijo: «Es un muchacho enfermo que necesita cuidados médicos».
Una opinión parecida la expresó el sheriff Ostervelt, que está organizando una patrulla de cien o más ciudadanos locales para que ayude a sus hombres en la búsqueda. Se ruega al público que permanezca ojo avizor por si aparece Hallman. Este mide metro ochenta de estatura, es de complexión atlética, ojos azules, pelo claro y muy corto. Cuando fue visto por última vez vestía camisa de color azul y un mono del mismo color. Según el sheriff Ostervelt, puede que Hallman vaya acompañado de Thomas Rica, alias Rickey, otro fugado del…
El artículo continuaba en la segunda página. Antes de pasar a ella, miré con atención la foto de los dos hermanos. Era un retrato en el que aparecían en una pose rígida, el tipo de retrato que toman los fotógrafos para conmemorar una boda. Ambos hermanos llevaban camisa blanca y almidonada y una sonrisa forzada. El parecido entre ellos se veía acentuado por esto y por el hecho de que Jerry aún no había engordado cuando se tomó la foto. El pie de la fotografía decía simplemente: «Los hermanos Hallman (Carl a la derecha)».
La muchacha morena tosió de un modo insinuante. Alcé la mirada y vi que estaba inclinada sobre el mostrador, sobresaliendo mucho de él, los ojos ligeramente bizcos a causa del deseo de romper el silencio.
—Terrible, ¿verdad? Lo que es peor: le conozco. —Se estremeció y encorvó sus delgados hombros hacia arriba—. He hablado con él esta mañana, sin ir más lejos.
—¿Con quién?
—Con el asesino.
Hablaba en el tono de una actriz de melodrama.
—¿Ha telefoneado aquí?
—Ha venido aquí, personalmente. Estaba ahí mismo, delante de mí. —Señaló el suelo entre nosotros con una uña cuyo esmalte rojo se estaba desconchando—. Yo no le conocía de nada, pero me di cuenta de que había algo extraño en él. Tenía esa mirada alocada que tienen en los ojos. —Su propia mirada era levemente alocada, de chica locuela, y se había olvidado de su dicción de recepcionista—. Cielos, me perforó de parte a parte.
—Debió de ser una experiencia aterradora.
—¡Si lo sabré yo! Claro que yo no tenía forma de saber que iba a pegarle un tiro a alguien, sólo era su forma de mirar. «¿Dónde está el doctor?», dijo, así por las buenas. Me imagino que creía ser Napoleón o algo por el estilo. Sólo que iba vestido como cualquier viejo pordiosero. Nadie hubiera dicho que era el hijo de un senador. Su hermano solía venir por aquí, y él sí era un auténtico caballero, siempre bien vestido a la última moda…, chaquetas de cachemira y cosas así. Es una lástima lo que le ha pasado. Lo siento por su esposa también.
—¿La conoce?
—Oh, sí, la señora Hallman. Viene muy a menudo debido a su sinusitis.
Sus ojos adquirieron la expresión expectante, como de pájaro, de una mujer que nombra a otra mujer que casualmente no le cae nada bien.
—¿Se libró usted de él sin problemas?
—¿Del loco? Traté de decirle que el doctor no estaba, pero no quiso aceptar un no por respuesta. De modo que llamé al doctor Grantland, él sí que sabe tratar a esos, el doctor Grantland no tiene ni un nervio en su cuerpo. —La expresión de pájaro se transformó sutilmente en la expresión de adoración que las recepcionistas muy jóvenes reservan para sus patronos médicos—. «Hola, viejo, ¿qué te trae por aquí?», dijo el doctor, como si fueran grandes amigos desde hacía mucho tiempo. El doctor le rodeó con el brazo, tranquilo, como si nada, y se metieron en la habitación de atrás. Supongo que le hizo salir por la puerta trasera, porque fue la última vez que le vi. Al menos, espero que fuese la última. De todos modos, el doctor me dijo que no me preocupase por lo ocurrido, que cosas así ocurren en todos los consultorios.
—¿Lleva usted mucho tiempo trabajando aquí?
—Tres meses justos. Este es mi primer empleo de verdad. Hacía de suplente de otras chicas antes, cuando se iban de vacaciones, pero consideré que este era el verdadero comienzo de mi carrera. Es maravilloso trabajar para el doctor Grantland. La mayoría de sus pacientes son las personas más simpáticas que desearías conocer en la vida.
Como si quisiera ilustrar su fanfarronada, una mujer gorda que llevaba un sombrero liso y una boa de visón surgió de la puerta interior. Iba seguida del doctor Grantland, que estaba muy profesional, enfundado en una bata blanca. La mujer tenía los ojos vagamente asustados de una hipocondríaca y apretaba una receta con su mano gordezuela. Grantland la acompañó hasta la puerta principal, la abrió y despidió a la mujer con una reverencia. Ella se volvió hacia el médico en el umbral:
—Muchísimas gracias, doctor. Me consta que esta noche podré dormir.