Llegué a Purissima y me inscribí en un motel de la zona portuaria que se llamaba «La Hacienda». Como no tenía una cuenta de gastos y llevaba en la cartera cuarenta dólares que debían durarme hasta tener derecho a la jubilación, escogí el motel más barato que encontré entre los que tenían teléfono en las habitaciones. La habitación, por la que pagué ocho dólares por adelantado, contenía una cama y una silla y una cómoda barnizada de color roble, amén de un teléfono. La ventana daba a un aparcamiento.
La habitación me dio una sorpresa y me hizo sentir una aguda sensación de dolor y pérdida. El dolor no era por Carl Hallman, aunque su imagen fugitiva cruzaba continuamente mi cerebro. Quizás el dolor era por mí mismo; la pérdida era la de un ser que me había imaginado en otro tiempo.
Al atisbar entre los listones de la persiana polvorienta, tuve la sensación de ser un delincuente que se escondía de la ley. La sensación no me gustó nada, así que me puse a hacer el payaso para ahuyentarla. Lo único que me faltaba era una maleta llena de dinero robado y una amiguita de cabello rubio platino que gimotease pidiendo visón y diamantes. Lo más parecido a una amiguita de pelo rubio platino que conocía era Zinnie, y al parecer, Zinnie era la amiguita de otro.
Me alegré de que Zinnie no fuera mi amiguita. La habitación era pequeña y el aviso impreso que había debajo del cristal de la cómoda decía que se alquilaba por catorce dólares a dos personas. La hora de dejarla libre eran las doce del mediodía. Encendiendo un cigarrillo rubio platino, calculé que disponía de unas veinticuatro horas para resolver el caso. No pensaba pagar un día más de mi propio bolsillo. Hacerlo habría sido criminal.
Pruebe a escucharse a sí mismo alguna vez, a solas en una habitación de paso en una ciudad extraña. Lo peor es cuando no tienes ningún éxito y los fantasmas de las rubias platino del pasado ponen conferencias a tu oído íntimo y no hay forma de colgar el aparato.
Antes de poner mi propia conferencia, entré en el cuarto de baño y me examiné la cabeza en el espejo que había sobre el lavabo. El aspecto era peor que las sensaciones. Tenía un corte en una oreja, que estaba medio llena de sangre casi seca. Había abrasiones en la sien y en la mejilla. Uno de mis ojos estaba levemente amoratado y me hacía parecer más disipado de lo que era. Sonreí al ocurrírseme un pensamiento y el efecto fue bastante horrible.
El pensamiento que se me ocurrió me hizo volver al dormitorio. Me senté en el borde de la cama y busqué el número del amigo médico de Zinnie en la guía de teléfonos. Grantland tenía un consultorio en la parte alta de Main Street y una residencia en Seaview Road. Anoté las direcciones y los números de teléfono, y llamé al número del consultorio. La muchacha que se puso al aparato me concertó, después de un poco de persuasión, una visita de urgencia para las cinco y media, al terminar las horas de consulta.
Si me daba prisa y Glenn Scott estaba en casa, tendría tiempo de verle y de volver para mi entrevista con Grantland. Glenn se había retirado a una plantación de aguacates de los alrededores de Malibú. Yo había ido allí dos o tres veces durante los últimos dos años para echar una partida de ajedrez con él. Glenn siempre me ganaba al ajedrez, pero su whisky era bueno. Además, daba la casualidad de que me caía bien. Era uno de los pocos supervivientes de la carrera de ratas de Hollywood que sabían disfrutar de un poco de dinero sin golpear con él la cabeza de otras personas.
Mientras llamaba a su casa, pensé que el dinero caía sobre Glenn de la misma forma que la pobreza caía sobre muchas otras personas. Había trabajado de firme toda su vida, desde luego, pero sin matarse nunca por ganar dinero. Solía decir que nunca había tratado de venderse porque temía que alguien estuviera tentado de comprarle.
La doncella que llevaba veinte años con los Scott contestó al teléfono. El señor Scott estaba fuera regando sus árboles. Que ella supiera, estaría allí toda la tarde y se alegraría de verme.
Le encontré cerca de media hora después, blandiendo una manguera en la ladera de una colina abrasada por el sol. La aridez rocosa de la ladera de la colina se veía acentuada por las hileras de escuálidos aguacates jóvenes. El jeep de Glenn estaba aparcado a un lado de la carretera. Al dar la vuelta y estacionar mi coche detrás del jeep, pude ver, más abajo, el techo de grava de su casa, que era de madera de secuoya y tenía el tejado voladizo y, más allá, la curva larga y blanca de la playa bordeando el mar. Sentí una punzada de envidia mientras cruzaba el campo en su dirección. Me pareció que Glenn tenía todo lo que valía la pena tener: un lugar al sol, esposa y familia, dinero suficiente para vivir.
Glenn me dirigió una sonrisa que hizo que me avergonzase de mis pensamientos. Sus ojos grises y penetrantes estaban casi perdidos entre las arrugas ocasionadas por el sol. El sombrero de paja de alas anchas y el mono de color caqui, lleno de manchas, completaban su parecido con un mozo de labranza veterano. Dije:
—Hola, agricultor.
—Te gusta mi color de camaleón, ¿eh? —Cerró el agua y se puso a enroscar la manguera—. ¿Qué tal estás, Lew? Sigues armando pendencias, por lo que veo.
—Me di de cabeza contra una puerta. Tienes buen aspecto.
—Sí, esta vida me sienta bien. Cuando me aburro, Belle y yo vamos al «Strip», cenamos, echamos un vistazo y nos volvemos corriendo a casa.
—¿Cómo está Belle?
—Oh, pues muy bien. En este momento está en Santa Mónica con los niños. Belle tuvo el primer nieto la semana pasada, con un poco de ayuda de la nuera. Tres kilos y medio, complexión de peso medio; le van a poner Glenn. Pero no has hecho un viaje especial para preguntarme por la familia.
—Por la familia de otra persona. Tuviste un caso en Purissima hace unos tres años. Una mujer anciana se suicidó ahogándose. El marido sospechó que era un asesinato, os llamó para que investigaseis.
—Ajá. Yo no llamaría anciana a la señora Hallman. Probablemente tenía unos cincuenta y pico. Diantre, yo tengo más años, y no soy anciano.
—De acuerdo, abuelito —dije con sutil adulación—. ¿Estás dispuesto a contestar un par de preguntas sobre el caso Hallman?
—¿Por qué?
—Parece que se está abriendo de nuevo por sí solo.
—¿Quieres decir que fue un homicidio?
—No iría tan lejos. Todavía no. Pero al hijo de la mujer lo asesinaron esta tarde.
—¿Cuál hijo? Tenía dos.
—El mayor. En cuanto a su hermano menor, anoche se fugó de una sala mental del hospital y ahora es el principal sospechoso. Parece ser que estuvo en el rancho poco antes del asesinato…
—¡Jesús! —Glenn respiró—. El viejo tenía razón.
Esperé, sin resultado, y finalmente dije:
—¿Razón en qué?
—Dejemos eso, Lew. Ya sé que el viejo ha muerto, pero sigue siendo un caso confidencial.
—No voy a obtener respuestas, ¿eh?
—Puedes hacer las preguntas, yo utilizaré mi juicio para saber si debo responder a ellas. Primero, sin embargo, ¿a quién representas en Purissima?
—Al hijo menor, Carl.
—¿El psico?
—¿Es que debo hacerles un Rorschach a mis clientes antes de aceptar el caso?
—No quería decir eso. ¿Te contrató para que probases su inocencia?
—No, la idea ha salido de mí.
—Oye, no habrás emprendido una de tus cruzadas, ¿eh?
—Difícilmente —dije con más esperanza de la que sentía—. Si mi corazonada no da resultado, me pagarán mi tiempo. Hay uno o dos millones en la familia.
—Es más probable que cinco. Ya lo entiendo. Cobrarás tus honorarios si hay resultados.
—Por ahí van los tiros. ¿Puedo hacerte algunas preguntas?
—Adelante. Hazlas.
Se apoyó en un peñasco y mostró una expresión inescrutable.
—Ya has contestado la principal. Que la muerte de la señora Hallman pudo ser un homicidio.
—Sí. Finalmente descarté esa posibilidad porque no había indicios claros…, nada que pudieras llevar a los tribunales, quiero decir. También porque tuve en cuenta los antecedentes de la difunta. Era inestable, llevaba años tomando barbitúricos. Su médico no quiso reconocer que se había habituado a ellos, pero esa fue la impresión que saqué. Por si fuera poco, había tratado de suicidarse antes. Intentó pegarse un tiro en el mismísimo consultorio del médico, unos días antes de ahogarse.
—¿Quién te lo dijo?
—El propio médico, y no mintió. Ella quería que le extendiese una receta mayor. Al negarse él, la mujer sacó del bolso un revólver pequeño, con cachas de madreperla, y se apuntó a la cabeza con él. El médico logró desviar el tiro en el momento justo, y la peladilla se incrustó en el techo. Me enseñó el agujero que hizo.
—¿Qué fue del revólver?
—Él se lo quitó, naturalmente. Me parece que me dijo que lo arrojó al mar.
—Qué extraño, ¿no te parece?
—No tan extraño, dadas las circunstancias. Ella le suplicó que no le hablara a su marido de la intentona. El viejo siempre la estaba amenazando con encerrarla en un manicomio. El médico decidió encubrirla.
—¿Obtuviste alguna confirmación de eso?
—¿Cómo podía obtenerla? El asunto fue estrictamente entre él y ella. —A continuación, agregó con un asomo de irritación—: El tipo no tema por qué decirme nada. Ya se estaba jugando el pescuezo contándome todo aquello. Hablando de pescuezos, también yo me estoy jugando el mío en este momento. Y mucho.
—Bueno, pues lo mismo dará que te lo juegues un poquito más. ¿Qué piensas de la ley local?
—¿La de Purissima? Tienen un buen cuerpo de policía. Con efectivos humanos insuficientes, como la mayoría, pero diría que es uno de los mejores departamentos de ciudad pequeña.
—Me refería más bien al departamento del condado.
—¿Te refieres a Ostervelt? Nos llevamos bien. Cooperó conmigo sin poner ninguna pega. —Glenn sonrió brevemente—. Es natural que cooperase. El senador Hallman representaba muchos votos.
—¿Ostervelt es honrado?
—Nunca vi ninguna prueba de que no lo fuese. Quizás un poco de corrupción se colara aquí y allá. Ya no es un hombre joven y he oído uno o dos rumores. Nada importante, entiéndelo. El senador Hallman no lo hubiese tolerado. ¿Por qué?
—Sólo quería comprobarlo. —Muy tentativamente, añadí—: Supongo que no me dejarás echarle un vistazo a tu informe sobre el caso, ¿eh?
—No te dejaría aunque lo tuviera. Conoces la ley tan bien como yo.
—¿No te guardaste una copia?
—No hice un informe por escrito. El viejo lo quería de palabra, y así fue como se lo presenté. Puedo decirte lo que le dije a él en una sola palabra. Suicidio. —Hizo una pausa—. Pero quizá me equivoqué, Lew.
—¿Crees que te equivocaste?
—Puede ser. Si efectivamente cometí un error, como dijo el político La Guardia, fue un error muy bonito: no se presentan tan a menudo. Sé que no debería reconocer esto ante un ex competidor. Por otro lado, nunca fuiste un competidor muy serio. Los clientes acudían a ti cuando no podían pagar mis honorarios. —Scott trataba de tomarse el asunto a la ligera, pero en su rostro había una expresión de gravedad—. Por otro lado, no quisiera que te encaramases a una rama muy alta y que alguien la serrara debajo de ti.
—¿Así que…?
—Así que acepta el consejo de un viejo profesional que empezó en el chanchu…, en el negocio antes de que tú aprendieras a ir solito al wáter. Estás perdiendo el tiempo con este caso.
—No pienso lo mismo. Me has dado lo que necesito.
—Entonces será mejor que te dé algo que no necesitas, para que no te pongas eufórico. —Scott parecía todo lo contrario de eufórico. Su voz iba arrastrándose con más y más lentitud—. No empieces a gastarte tu parte de esos cinco millones hasta después de depositar el cheque. Ya sabes que hay una pequeña regla jurídica que dice que un asesino no puede beneficiarse de la herencia de su víctima.
—¿Estás tratando de decirme que Carl Hallman asesinó a su padre?
—Oí decir que el viejo murió de causas naturales. No investigué su muerte. Al parecer, alguien debería hacerlo.
—Ésa es mi intención.
—Claro, claro, pero no te extrañes si encuentras una respuesta que no te guste.
—¿Por ejemplo?
—Tú mismo lo dijiste hace un minuto.
—¿Tienes alguna información confidencial?
—Sólo la que tú me has dado y lo que me dijo el viejo cuando su abogado mandó por mí. ¿Sabes por qué quería que llevase a cabo una investigación confidencial de aquella muerte?
—Porque no se fiaba de la ley local.
—Puede ser. La razón principal era que sospechaba que su propio hijo había golpeado a su madre, hasta dejarla sin sentido, y luego la había arrojado al agua. Y empiezo a pensar que así ocurrió realmente.
Lo había visto venir desde muy lejos, pero me golpeó con fuerza, con el peso de la integridad de Glenn Scott detrás del golpe.
—¿Sabes en qué se basaban las sospechas del senador?
—No me dijo mucho sobre eso. Supuse que conocía a su propio hijo mejor que yo. Ni siquiera llegué a ver al chico. Pero hablé con el resto de la familia y saqué la conclusión de que estaba muy apegado a su madre. Demasiado apegado, tal vez.
—¿Tan apegado como Edipo?
—Pudiera ser. Desde luego, estaba cosido a sus faldas y esto causaba problemas. La madre armó la marimorena cuando él se fue a la universidad. Era muy dominadora, por supuesto, y no muy estable, como ya he dicho antes. Podría ser que él pensase que tenía que matarla para liberarse. Ha habido casos así. No hago más que dar rienda suelta a mi imaginación, para ver si encuentro la solución. No digas a nadie lo que acabo de decirte.
—No me lo diré ni a mí mismo. ¿Dónde estaba Carl cuando ella murió?
—Ese es precisamente el problema. No lo sé. Iba a la escuela en Berkeley en aquel tiempo, pero se marchó alrededor de una semana antes de que su madre muriese. Se perdió de vista durante unos diez días.
—¿Qué dijo que había hecho?
—No lo sé. El senador ni siquiera me permitió preguntárselo. No fue muy agradable trabajar en aquel caso. Como tú mismo descubrirás.
—Ya lo he descubierto.