Nos tropezamos con Ostervelt en el vestíbulo principal; fue un tropezón casi en el sentido literal de la palabra porque en aquel momento salía de la sala de estar. Se abrió paso entre nosotros a empujones, proyectando el vientre hacia delante como si llevara un balón escondido debajo de la ropa. Sus quijadas empezaron a hacer movimientos convulsivos:
—¿Qué pasa?
—El señor Archer quería ver el cuarto de baño del senador —dijo Lawson—. Recordará usted la mañana en que le encontraron, jefe. ¿La llave estaba en la cerradura?
—¿Qué cerradura, por el amor de Dios?
—La cerradura de la puerta del cuarto de baño.
—No lo sé. —Ostervelt sacudió la cabeza mientras escupía las palabras—. Pero le diré algo que sí sé, Lawson. No hable de asuntos oficiales con desconocidos. ¿Cuántas veces tengo que repetírselo?
Lawson se quitó las gafas y las frotó con la parte posterior de su corbata. Sin ellas, su cara parecía poco formada y vulnerable. Pero tenía arrestos y cierto aplomo profesional:
—El señor Archer no es un desconocido, exactamente. Ha sido contratado por la familia Hallman.
—¿Para qué? ¿Para exprimirle los sesos a usted, si es que los tiene?
—A mí no puede hablarme de esa manera.
—¿Qué piensa hacer al respecto? ¿Presentar la dimisión?
Lawson dio media vuelta, rígidamente, y salió. Ostervelt gritó tras él:
—¡Adelante! ¡Dimita! Acepto su dimisión.
Sintiendo cierto remordimiento, pues era verdad que había estado exprimiéndole los sesos a Lawson, le dije a Ostervelt:
—Déjelo en paz. ¿De qué se queja?
—Me quejo de usted. La señora Hallman me dice que usted le ha pedido dinero, que le ha echado un tiento.
—¿Se rasgó el vestido por el cuello antes de decírselo? Es lo que suelen hacer en estos casos.
—No se trata de ninguna broma. Podría meterle en la cárcel.
—¿A qué está esperando? Pondría un pleito por detención injustificada y me convertiría en un hombre rico.
—No se ponga descarado conmigo.
Debajo de su ira, Ostervelt parecía muy desconcertado. Sus ojillos aparecían sucios de consternación. Sacó el revólver para sentirse mejor.
—Guárdelo —dije—. Hace falta algo más que un Colt para que un policía de película muda se transforme en un policía de verdad.
Ostervelt levantó el Colt y lo dejó caer, duro y ardiente, contra un costado de mi cabeza. El techo se inclinó, luego se alejó de mí al caer yo al suelo. Cuando me levanté, un joven delgado que llevaba una chaqueta de pana color marrón apareció en el umbral. Ostervelt hizo ademán de alzar de nuevo el revólver para descargar otro golpe. El joven delgado le sujetó el brazo y casi subió con él.
Ostervelt dijo:
—Lo haré pedazos. Apártese de mí, Slovekin.
Slovekin siguió deteniéndole el brazo al sheriff. Yo detuve mi impulso de golpear a un viejo. Slovekin dijo:
—Aguarde un minuto, sheriff. ¿Quién es este hombre, si puede saberse?
—Un sabueso privado sin escrúpulos, uno de Hollywood.
—¿Piensa detenerle?
—Vaya si pienso detenerle.
—¿Para qué? ¿Tiene que ver con este caso?
Ostervelt se lo sacudió de encima.
—Eso es cosa entre él y yo. No se meta en ello, Slovekin.
—¿Cómo no voy a meterme en ello si me han encargado del asunto? No hago más que cumplir con mi obligación, igual que hace usted, sheriff. —Los ojos negros que había en la cara joven y afilada de Slovekin brillaron irónicamente—. No puedo hacer mi trabajo si usted no me da información. No me queda otro remedio que informar de lo que veo. Y veo a un funcionario público golpeando a un hombre con un revólver. Y, como es natural, la escena me interesa.
—No trate de chantajearme, imbécil.
Slovekin conservó la calma y la sonrisa.
—¿Quiere que le transmita ese mensaje al señor Spaulding? El señor Spaulding anda siempre en busca de un buen tema local para el artículo de fondo. Esto podría ser justamente lo que necesita.
—¡A la mierda Spaulding! Y usted también sabe lo que puede hacer con ese periodicucho para el que trabaja.
—Bonito lenguaje para venir del principal representante de la ley en este condado. Un representante elegido por si fuera poco. Supongo que no le importará que cite sus palabras.
Slovekin sacó un bloc de notas del bolsillo.
La cara de Ostervelt probó varios colores y se decidió por una especie de púrpura moteado. Guardó el revólver.
—De acuerdo, Slovekin. ¿Qué más quiere saber?
Su voz era un susurro bronco.
—¿Este hombre es sospechoso? Yo creía que el único sospechoso era Carl Hallman.
—Lo es, y le atraparemos antes de veinticuatro horas. Muerto o vivo. Puede publicarlo así mismo.
Yo le dije a Slovekin:
—Usted es periodista, ¿no es así?
—Trato de serlo.
Me miró con expresión interrogativa, como preguntándose qué trataba de ser yo.
—Me gustaría hablar con usted sobre este asesinato. El sheriff ya ha decidido que Hallman es culpable, pero hay ciertas discrepancias…
—¡Y un jamón! —exclamó Ostervelt.
Slovekin sacó un lápiz y abrió el bloc de notas.
—Deme una pista.
—Ahora no. Necesito más tiempo para concretarlas.
—Se está marcando un farol —dijo Ostervelt—. Lo único que pretende es hacerme quedar mal. Es uno de esos bromistas, quiere dárselas de héroe.
Sin hacer caso al sheriff, le dije a Slovekin:
—¿Dónde puedo ponerme en comunicación con usted; mañana, por ejemplo?
—Usted no estará aquí mañana —terció Ostervelt—. Quiero que salga de este condado antes de una hora, de lo contrario…
Slovekin dijo dulcemente.
—Creía que pensaba detenerle.
Ostervelt empezaba a ponerse frenético.
—No se haga el gallito, señor Slovekin —dijo—. Hombres más fuertes que usted creyeron que podían conmigo y se encontraron sin empleo.
—Oh, ande ya, sheriff. ¿Va usted mucho al cine? —Slovekin desenvolvió un trozo de goma de mascar, se lo puso en la boca y empezó a masticarlo. Me dijo—: Puede ponerse en comunicación conmigo a través del periódico en cualquier momento…, el Record de Purissima.
—Conque eso cree, ¿eh? —dijo Ostervelt—. A partir de hoy no trabajará allí.
—El teléfono es el 6328 —dijo Slovekin—. Si no estoy, hable con Spaulding. Es el director.
—Puedo ir más arriba de Spaulding, si me veo obligado a hacerlo.
—Recurra al tribunal supremo, sheriff. —En la cara masticante de Slovekin había una expresión de superioridad dolida que le daba el aire de camello intelectual—. Desde luego, me gustaría saber lo que tiene ahora —y, dirigiéndose a mí, añadió—: Spaulding ha retrasado la edición de la ciudad en espera de este artículo.
—Me gustaría decírselo, pero todavía no ha cuajado.
—¿Lo ve? —dijo Ostervelt—. No tiene nada en que apoyarse. Sólo trata de liar las cosas. Está usted loco si se fía de su palabra en vez de la mía. Diablos, hasta es posible que esté compinchado con el psico. Recuerde que permitió que Hallman usara su coche.
—Aquí empieza a haber mucho ruido —le dije a Slovekin, y avancé hacia la puerta.
Slovekin me siguió hasta el coche.
—Eso que ha dicho sobre las pruebas…, no lo diría en broma, ¿eh?
—No. Creo que hay una buena probabilidad de que a Hallman le estén haciendo pagar los platos rotos.
—Espero que tenga usted razón. El tipo me cae bastante bien, o me caía antes de que enfermase.
—Conoce a Carl, ¿verdad?
—Desde que íbamos al instituto. A Ostervelt le conozco desde hace mucho tiempo también. Pero ahora no es el momento de hablar de Ostervelt. —Se apoyó en la ventanilla del coche, oliendo a goma de mascar Dentyne—. ¿Tiene a otro sospechoso en mente?
—Varios.
—Eso es todo, ¿eh?
—Eso es todo. Gracias por la ayuda.
—No hay de qué. —Su mirada negra se desplazó hacia el costado de mi cabeza—. ¿Sabía que tiene un corte en la oreja? Debería ver a un médico.
—Eso pienso hacer.