El suplente del forense estaba apoyado en la furgoneta sin ventanillas, fumándose un puro. Me acerqué y di una ojeada a mi coche. No parecía faltarle nada. Hasta tenía la llave en el encendido. Los kilómetros de más representaban, en la medida en que pude calcularlo, la distancia del hospital a Purissima y de allí al rancho.
—Hermoso día —dijo el suplente del forense.
—Bastante.
—Es una lástima que el señor Hallman no siga vivo para disfrutarlo. Estaba en muy buena forma, además, a juzgar por el examen superficial. Será interesante oír lo que tengan que decir sus órganos.
—¿Insinúa que ha muerto de causas naturales?
—Oh, no. Se trata sólo de un jueguecito. Lo juego conmigo mismo para mantener despierto el interés. —Sonrió y la luz del sol centelleó en sus gafas con frío regocijo—. No todos los médicos tienen oportunidad de conocer a sus pacientes por dentro y por fuera.
—Es usted el forense, ¿no es cierto?
—Su suplente. El forense es Ostervelt… Desempeña dos cargos al mismo tiempo. De hecho, lo mismo hago yo. Soy patólogo en el Hospital de Purissima. Me llamo Lawson.
—Archer.
Nos estrechamos la mano.
—¿Es usted de algún periódico de Los Ángeles? Acabo de hablar con el hombre del periódico local.
—Soy investigador privado; me ha contratado un miembro de la familia. Me preguntaba qué habría averiguado usted.
—Nada todavía. Sé que lleva dos balas dentro porque entraron y no salieron. Las tendré cuando le haga la autopsia.
—¿Cuándo la hará?
—Esta noche. Ostervelt la quiere cuanto antes. Seguramente habré terminado a medianoche, puede que antes.
—¿Qué hará con las peladillas cuando las haya extraído?
—Se las pasaré al experto en balística del sheriff.
—¿Es bueno en su oficio?
—Oh, sí. Durkin es un técnico bastante bueno. Si las cosas resultan demasiado difíciles, enviamos el trabajo al laboratorio de la policía de Los Ángeles, o a Sacramento. Pero en este caso las pruebas materiales no importan demasiado. Estamos casi seguros de quién es el asesino. Una vez le hayan echado el guante, creo que no será difícil arrancarle una confesión. Tal vez Ostervelt no se tomará la molestia de hacer algo con las peladillas. Es un tipo bastante comodón. Te vuelves así después de veinticinco o treinta años en el cargo.
—¿Lleva mucho trabajando para él?
—Cuatro años, puede que cinco. —Y agregó, un poco a la defensiva—: Purissima es un lugar agradable para vivir. Mi esposa no quiere marcharse de aquí. ¿Quién puede echárselo en cara?
—No seré yo. Tampoco a mí me importaría instalarme aquí.
—Hable con Ostervelt. ¿Por qué no lo hace? Necesita personal…, siempre anda buscando hombres. ¿Tiene usted alguna experiencia policial?
—La tuve hace unos cuantos años. Me cansé de vivir del sueldo de un poli. Entre otras cosas.
—Siempre hay formas de complementarlo.
No sabiendo cómo esperaba que yo me tomase sus palabras, le miré a la cara. También él me estaba midiendo con la vista.
—Esa fue una de las otras cosas de las que me cansé. Pero diría que no hay mucho de eso en este condado.
—Más de lo que usted cree, hermano, más de lo que cree. Pero no vamos a hablar de ello. —Dio un mordisco a la punta del cigarro y escupió en la grava—. ¿Dice que trabaja para la familia Hallman?
Asentí con la cabeza.
—¿Había estado alguna vez en Purissima?
—Sí, algunas.
Me miró con curiosidad.
—¿Es usted uno de los detectives que trajo el senador cuando su esposa se ahogó?
—No.
—Me lo estaba preguntando, nada más. Pasé varias horas con uno de ellos…, un viejo bulldog, muy listo, llamado Scott. ¿No le conocerá por casualidad? Es de Los Ángeles. Glenn Scott. ¿Le conoce?
—Conozco a Scott. Es uno de los viejos maestros en este campo. O lo era hasta que se jubiló.
—Exactamente la impresión que me había hecho. De patología sabía más que la mayoría de los estudiantes de medicina. Nunca he sostenido una conversación más interesante.
—¿Sobre qué?
—Las causas de la muerte —dijo alegremente—. Ahogamiento y asfixia y demás. Por suerte, mi post mortem fue muy minucioso. Pude establecer que había muerto ahogada; tenía arena y fragmentos de algas en los tubos bronquiales, y la solución salina indicada en los pulmones.
—No quedó ninguna duda al respecto, ¿verdad?
—Después de terminar mi trabajo, no. Scott quedó completamente convencido. Por supuesto, no pude descartar por entero la posibilidad de un asesinato, pero no había indicios seguros. Es casi seguro que las contusiones fueron infligidas después de la muerte.
—¿Contusiones? —apunté sin levantar la voz.
—Sí, las de la espalda y la cabeza. Son frecuentes en las personas que se ahogan en esta costa, a causa de las rocas y la fuerza de las olas rompientes. He visto algunos cadáveres que estaban absolutamente macerados, pobrecillos. Al menos, a la señora Hallman la encontraron antes de que pasara lo mismo. Pero ya estaba bastante mal. Deberían publicar algunas de mis fotos en los periódicos. No habría tantos suicidas de esos que se internan en el agua. No tantas mujeres, en todo caso, porque la mayoría son mujeres.
—¿Eso es lo que hizo la señora Hallman? ¿Internarse en el agua?
—Probablemente. O se tiró desde el embarcadero. Desde luego, siempre hay una remota posibilidad de que cayese y de que fuera así como se hizo las contusiones. El forense lo calificó de accidente, pero fue más que nada para no herir los sentimientos de la familia. Normalmente, las señoras de edad no bajan hasta el océano de noche y caen al agua accidentalmente.
—Normalmente tampoco se suicidan.
—Muy cierto, sólo que la señora Hallman no era precisamente lo que usted llamaría normal. Scott habló con su médico después del suceso y el hombre le dijo que la señora Hallman había padecido trastornos emocionales durante una temporada. Hoy en día no está de moda hablar de locura hereditaria, pero no puedes evitar fijarte en ciertas conexiones familiares. La que se da en la familia Hallman, por ejemplo. No es pura casualidad que una mujer que padece depresiones tenga un hijo con una psicosis maníaco-depresiva.
—La madre tenía genes azules, ¿eh?
—¡Uy!
—¿Quién era su médico?
—Uno de la ciudad, de medicina general. Se llamaba Grantland.
—Le conozco superficialmente —dije—. Ha estado aquí hoy. Parece un buen hombre.
—¡Hum!
Teniendo en cuenta el código que impide a los médicos criticarse unos a otros, su gruñido resultó elocuente.
—¿No está usted de acuerdo?
—Diablos, no soy quién para hablar mal de otro médico. No soy uno de esos tíos importantes que ejercen la medicina y ganan el dinero a espuertas y tienen finos modales para tratar a los pacientes. Soy pura y simplemente un hombre de laboratorio. Pero sí pensé, en aquel entonces, que deberíamos haber enviado a la señora Hallman a un psiquiatra. Quizá le hubiera salvado la vida. Después de todo, Grantland sabía que ella tenía tendencias suicidas.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Se lo dijo a Scott. Antes de que él se lo dijera, Scott creía que podía tratarse de un asesinato, a pesar de las pruebas materiales. Pero cuando averiguó que ella había tratado de pegarse un tiro…, bueno, todo encajó a la perfección.
—¿Cuándo trató de pegarse un tiro?
—Una o dos semanas antes de ahogarse, según creo. —Lawson se puso rígido de un modo perceptible, como si se diera cuenta de que había estado hablando muy libremente—. Entiéndame, no estoy acusando a Grantland de negligencia ni de nada parecido. Un médico debe utilizar su propio juicio. Personalmente, no sabría qué hacer si tuviera que encargarme de uno de estos…
Observó que yo no le escuchaba y escrutó mi rostro con solicitud profesional.
—¿Qué le duele, amigo? ¿Le ha dado un calambre?
—Nada.
Al menos no me pasaba nada que quisiera expresar con palabras. Era a la familia Hallman a quien realmente le pasaba algo: el padre y la madre muertos en circunstancias poco claras, un hijo muerto a tiros, el segundo perseguido por la ley. Y cada vez que las complicaciones alcanzaban su punto culminante, asomaba Grantland.
—¿Sabe qué fue de la pistola? —pregunté.
—¿Qué pistola?
—La que utilizó para tratar de pegarse un tiro.
—Me temo que no lo sé. Tal vez Grantland lo sepa.
—Tal vez.
Lawson golpeó levemente el puro para que se desprendiese la ceniza, que cada vez era más larga. Cayó silenciosamente sobre la grava entre nosotros. Dio una chupada al puro, cuyo extremo encendido era color salmón claro bajo la luz del sol, y expulsó una nube de humo. El humo ascendió perezosamente, casi en línea recta, en el aire quieto, y pasó flotando por encima de mi cabeza hacia la casa.
—O tal vez Ostervelt —dijo—. Me pregunto qué estará entreteniendo a Ostervelt. Supongo que trata de impresionar a Slovekin.
—¿Slovekin?
—El redactor de sucesos del periódico de Purissima. Está hablando con Ostervelt en el invernadero. A Ostervelt le encanta hablar.
Ostervelt no era el único, pensé. En quince o veinte minutos, un tercio de la longitud de un cigarro, Lawson me había proporcionado más información de la que podía utilizar.
—Hablando de las causas de la muerte —dije—, ¿hizo usted la autopsia del senador Hallman?
—No hubo autopsia —contestó.
—¿Quiere decir que no ordenaron que le practicaran la autopsia?
—Así es, no había ninguna duda sobre la causa de su muerte. El viejo padecía del corazón. Desde hacía tiempo estaba bajo el cuidado de un médico, prácticamente día a día.
—¿Grantland otra vez?
—Sí. Grantland opinaba que el senador había muerto de un paro cardíaco, y yo no vi ningún motivo para ponerlo en duda. Ostervelt tampoco.
—Entonces ¿no había indicios de que se ahogase?
—¿Ahogarse? —Me miró de forma penetrante—. Está pensando en la esposa del senador, ¿no es cierto?
Su sorpresa parecía auténtica, y yo no tenía ninguna razón para dudar de su honradez. Llevaba el traje lustroso y la camisa deshilachada de un hombre que vivía de su sueldo.
—Lo habré interpretado mal —dije.
—Es comprensible. Murió en la bañera, en efecto. Pero no se ahogó.
—¿Usted examinó el cuerpo?
—No fue necesario.
—¿Quién dijo que no era necesario?
—La familia, el médico de cabecera, el sheriff Ostervelt, todos los interesados. Y yo lo digo ahora —añadió con cierto brío.
—¿Qué hicieron con el cuerpo?
—La familia hizo que lo incinerasen. —Pensó en ello unos momentos, detrás de sus gafas—. Escuche, si piensa que hubo algo turbio en lo ocurrido, se equivoca de pe a pa. Murió a causa de un paro cardiaco, en un cuarto de baño cerrado con llave. Tuvieron que recurrir a la fuerza para entrar. —Luego, quizá para aquietar sus propias dudas, añadió—: Le enseñaré dónde ocurrió, si usted quiere.
—Me gustaría.
Lawson apagó el cigarro frotándolo contra la suela de su zapato y se guardó la apestosa colilla en un bolsillo. Cruzamos la casa y llegamos a un cuarto de baño espacioso en la parte de atrás. Con las persianas echadas, la cama y los demás muebles cubiertos con fundas que los protegían del polvo, la habitación presentaba un aspecto fantasmal.
Entramos en el baño, que era contiguo a la habitación. Contenía una bañera de metro ochenta que se apoyaba en pies de hierro fundido. Lawson encendió la luz que había en el techo alto, justo sobre la bañera.
—El pobre anciano yacía aquí —dijo—. Tuvieron que forzar la ventana para entrar.
Indicó la única ventana que había en la habitación y que quedaba muy por encima del lavabo.
—¿Quiénes tuvieron que forzarla?
—La familia —contestó—. Sus dos hijos, según creo. El cuerpo estuvo en la bañera durante la mayor parte de la noche.
Examiné la puerta. Era gruesa, de roble. La cerradura era del tipo anticuado y había que abrirla con una llave. La llave estaba en el ojo de la cerradura.
La hice girar varias veces. Luego la extraje y la miré. La llave gruesa y sucia no me dijo nada en particular. O bien Lawson estaba mal informado, o el senador había muerto a solas. O yo tenía un misterio de cuarto cerrado con llave, un misterio que acompañaba a los demás misterios de la casa.
Traté de abrir la puerta con una ganzúa y, después de varios intentos, lo conseguí. Me volví hacia Lawson.
—¿La llave estaba en la cerradura cuando encontraron al senador?
—No sabría decirle, de veras. Yo no estaba aquí. Tal vez Ostervelt pueda contestar a su pregunta.