Esperé a Mildred en la galería de delante. Había varios coches más en la calzada. Uno de ellos era mi Ford descapotable, gris a causa del polvo pero sin ningún desperfecto visible. Estaba aparcado detrás de una furgoneta negra, sin ventanillas, que mostraba las insignias del condado.
Un agente al que no había visto antes se hallaba en el asiento delantero de otro coche del condado, atendiendo a una radio encendida. El resto de los hombres del sheriff seguían en el invernadero. Sus sombras se movían sobre las paredes translúcidas.
—Atención todas las unidades —dijo el vozarrón de la radio—. Permanezcan atentos por si ven al siguiente sujeto buscado como sospechoso del asesinato ocurrido en el rancho Hallman de Buena Vista Valley hace aproximadamente una hora: Carl Hallman, blanco, varón, veinticuatro, metro ochenta, noventa kilos y pico, pelo rubio, ojos azules, tez pálida, viste camisa de algodón azul y pantalones del mismo color. Puede que el sospechoso vaya armado y se le considera peligroso. Cuando fue visto por última vez iba a campo traviesa, a pie.
Mildred salió, recién acicalada y con aspecto bastante animoso a pesar de sus ojos de violeta marchita. Su cabeza hizo un leve gesto de alivio cuando la puerta de tela metálica se cerró tras ella.
—¿Adónde piensa ir? —le pregunté.
—A casa. Es demasiado tarde para pensar en volver al trabajo. De todos modos, tengo que ver a mamá.
—Puede que su marido se presente allí. ¿Ha pensado en esa posibilidad?
—Naturalmente. Espero que lo haga.
—Si aparece, ¿me lo hará saber?
Me dirigió una mirada fría, límpida.
—Depende.
—Sé lo que quiere decir. Tal vez será mejor que le diga claramente que estoy del lado de su marido. Me gustaría llegar a él antes de que lo haga el sheriff. Ostervelt, por lo visto, ya ha tomado una decisión sobre este caso. Yo no. Creo que deberían seguir investigando.
—Usted quiere que yo le pague, ¿no es así?
—Olvídese de eso por el momento. Digamos que me gusta la anticuada idea de la presunción de inocencia.
Dio un paso hacia mí a la vez que se le iluminaban los ojos. Su mano se apoyó ligeramente en mi brazo.
—Tampoco usted cree que haya matado a Jerry.
—No quiero que conciba unas esperanzas que no tienen mucho fundamento. Tampoco quiero sacar conclusiones hasta que tengamos más información. ¿Usted oyó los disparos que mataron a Jerry?
—Sí.
—¿Dónde estaba en aquel momento? ¿Y dónde estaban los demás?
—No sé dónde estaban ellos. Yo estaba con Martha al otro lado de la casa. La pequeña pareció presentir lo que había ocurrido y me costó mucho tranquilizarla No me fijé en lo que hacían los demás.
—¿Ostervelt se encontraba en alguna parte de la casa?
—Si lo estaba, yo no le vi.
—¿Y Carl?
—A Carl le vi por última vez en aquel naranjal.
—¿Hacia dónde se fue al separarse de usted?
—Hacia la ciudad, al menos en esa dirección.
—¿Cuál era su actitud cuando habló con él?
—Estaba trastornado. Le supliqué que se entregara, pero parecía asustado.
—¿Trastornado emocionalmente?
—Es difícil decirlo. Le he visto mucho peor.
—¿Daba muestras de ser peligroso?
—Desde luego, en mi presencia no. Nunca las ha dado. Estuvo un poco brusco cuando traté de sujetarle. Pero eso fue todo.
—¿Solía ser violento?
—No. No he dicho que estuviera violento. Sencillamente no quería que le sujetase. Me apartó de un empujón.
—¿Le dijo por qué?
—Dijo algo sobre seguir su propio camino. No tuve tiempo de preguntarle qué quería decir.
—¿Tiene alguna idea de a qué se refería?
—No. —Pero sus ojos estaban muy abiertos y oscuros, llenos de posibilidad—. Estoy segura, sin embargo, de que no se refería a matar a su hermano ni a nada parecido.
—Hay otra pregunta que necesita respuesta —dije—. Detesto hacérsela ahora.
Mildred cuadró sus esbeltos hombros.
—Adelante. Responderé si puedo.
—Me han dicho que su marido mató a su padre. Que le ahogó deliberadamente en la bañera. ¿Se lo han dicho alguna vez?
—Sí. Me lo han dicho.
—¿Se lo dijo Carl?
—No, no fue él.
—¿Usted cree que lo hizo?
Tardó un buen rato en contestar.
—No lo sé. Fue poco después de que hospitalizaran a Carl…, el mismo día. Cuando una tragedia te destroza la vida de esta forma, no sabes qué creer. Me pareció que el mundo se desintegraba y que cada pedazo salía volando. Podía reconocer los pedazos, pero todas las pautas resultaban desconocidas, los significados eran diferentes. Todavía lo son. Para un ser humano es espantoso reconocerlo, pero no sé lo que creo. Estoy a la espera. Llevo seis meses esperando averiguar cuál es mi lugar en el mundo, con qué clase de vida puedo contar.
—No ha contestado realmente a mi pregunta.
—Lo haría si pudiese. He tratado de explicarle por qué no puedo. Las circunstancias eran tan raras, y terribles.
Al pensar en ellas, fuesen las que fueren, la cara se le puso pálida, como por efecto del frío.
—¿Quién le habló de esta supuesta confesión?
—El sheriff Ostervelt. Cuando me lo dijo creí que estaba mintiendo, por razones que él sabría. Quizá lo que hacía yo era racionalizar, sencillamente porque no me sentía capaz de afrontar la verdad… No lo sé.
Antes de que volviera a hundirse en un mar de dudas, dije:
—¿Qué motivos tendría el sheriff para decirle una mentira?
—Puedo decirle uno. Es una falta de modestia decírselo, pero se interesa por mí desde hace mucho tiempo. Siempre estaba merodeando por el rancho, en teoría para ver al senador, pero buscando excusas para hablar conmigo. Yo sabía lo que quería, era tan sutil, como un jabalí viejo. El día en que llevamos a Carl al hospital, Ostervelt lo dijo de modo muy claro, y muy feo. —Cerró los ojos durante un segundo. Un tenue rocío se había formado en sus párpados, y en sus sienes—. Tan feo, que me temo que no puedo hablarle de ello.
—Ya capto la idea general.
Pero siguió hablando, sumida en un helado trance de la memoria que parecía negar el lugar y el momento:
—El sheriff tenía que llevar a Carl en coche al hospital aquella mañana y, naturalmente, yo quería ir con ellos. Quería estar con Carl hasta el último minuto antes de que las puertas se cerrasen tras él. Usted no sabe qué siente una mujer cuando se llevan a su marido de esta manera, quizá para siempre. Tenía miedo de que fuese para siempre. Carl no dijo ni una palabra durante el trayecto. Llevaba días hablando constantemente, de cien mil cosas…, de los planes que tenía para el rancho, de nuestra vida juntos, de filosofía, de justicia social, y de la fraternidad humana. De repente dejó de hablar. Permaneció sentado en el coche, entre yo y el sheriff, quieto como un muerto.
—Ni siquiera me dio un beso de despedida en la puerta. Nunca olvidaré lo que sí hizo. Había un arbolito junto a los escalones. Carl cogió una de las hojas, la dobló en la mano y entró en el hospital con ella.
»Yo no entré. No podía soportarlo, aquel día, aunque desde entonces he ido bastante a menudo. Me quedé esperando fuera, en el coche del sheriff. Recuerdo que pensé que aquello era el final del trayecto, que nada peor podía pasarme jamás. Me equivocaba.
»Durante el viaje de vuelta, Ostervelt empezó a comportarse como si fuera mi propietario. Yo no le incité a nada, en absoluto; ni entonces ni antes. De hecho, le dije lo que pensaba de él.
»Fue entonces cuando se puso verdaderamente desagradable. Me dijo que tuviese cuidado con lo que decía. Que Carl había confesado el asesinato de su padre, y que él, Ostervelt, era el único que lo sabía. No diría nada al respecto si yo era amable con él. De lo contrario, se celebraría un juicio, dijo. Aunque no condenasen a Carl, recibiríamos el tipo de publicidad que nadie desea. —Su voz se apagó, presa del desespero—. El tipo de publicidad que ahora tendremos que soportar.
Mildred se volvió y sus ojos recorrieron la campiña verde como si se tratara de tierra baldía. Con el rostro vuelto hacia otro lado, dijo:
—No cedí a sus propósitos. Pero me daba miedo rechazarle tan categóricamente como se merecía. Le di largas con alguna promesa vaga, que tal vez podríamos reunirnos más adelante. No he cumplido la promesa, huelga decirlo, y nunca la cumpliré. —Lo dijo con bastante tranquilidad, pero le temblaban los hombros. Yo podía ver el borde de una de sus orejas entre sedosos mechones de pelo. Estaba rojo a causa de la vergüenza o de la ira—. Ese viejo horrible no me lo ha perdonado. He vivido atemorizada durante los últimos seis meses, temiendo que hiciera algo contra Carl…, que lo sacase a rastras del hospital para hacerle comparecer a juicio.
—Pero no lo ha hecho —dije—, lo cual significa que lo de la confesión fue probablemente una patraña. Dígame una cosa: ¿pudo suceder tal como afirmó Ostervelt? Quiero decir si su marido tuvo la oportunidad de hacerlo.
—Me temo que he de responderle que sí. Se pasó la mayor parte de la noche yendo de un lado a otro de la casa, después de la pelea con su padre. No logré que se quedase en cama.
—¿Le preguntó usted algo después?
—¿En el hospital? No, no le pregunté nada. Me advirtieron que no debía sacar a colación asuntos que pudieran trastornarle. Y yo misma preferí dejar las cosas como estaban. Si era verdad, me sentía mejor no sabiéndolo que sabiéndolo. Hay un límite a lo que una persona puede aguantar.
Se estremeció con el frío del recuerdo.
La puerta principal del invernadero se abrió de sopetón. Carmichael salió caminando de espaldas, inclinado sobre las asas de una camilla cubierta. Debajo de las mantas se advertía el bulto del muerto. El otro extremo de la camilla lo sostenía el suplente del forense. Los dos hombres anduvieron torpemente por el sendero enlosado hacia la furgoneta negra. Recortándose sobre la extensión del valle y las montañas que se alzaban como monumentos bajo la luz del sol, los dos hombres erguidos y el hombre postrado parecían igualmente pequeños y transitorios. Los vivos metieron al muerto en la parte posterior de la furgoneta y cerraron de golpe las puertas dobles. Mildred se sobresaltó al oír el ruido.
—Tengo los nervios de punta. Será mejor que salga de aquí. No debería haber hablado de… todo eso. Usted es la única persona a la que se lo he contado.
—De mí no saldrá ni una palabra sobre ello.
—Gracias. Por todo, quiero decir. Usted es el único que me ha dado un rayo de esperanza.
Alzó la mano para despedirse y bajó los escalones hacia la luz del sol, que doraba sus cabellos. La pasión senil que Ostervelt sentía por ella era fácil de comprender. No sólo era joven y bonita y redonda donde debía serlo. Tenía algo más provocativo que el sexo: la inocencia grave, intensa, de una niña seria y una soledad que la hacía parecer vulnerable.
Me quedé mirando el viejo Buick hasta que lo perdí de vista y me di cuenta de que me encontraba al borde de un repentino sueño descabellado. Quizás el marido de Mildred no viviría siempre. Sus probabilidades de seguir vivo al acabar el día no eran demasiado buenas. Si su marido no sobrevivía, Mildred necesitaría un hombre que la cuidase.
Me asesté una patada mental a los dientes. Aquella clase de pensamientos me colocaban en el nivel de Ostervelt. Lo cual, por algún motivo, me hacía odiar más a Ostervelt.