Di la vuelta hasta llegar a la parte delantera de la casa y llamé a la puerta de tela metálica. Contestó Zinnie. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un vestido negro sin adornos de ninguna clase. Enmarcada en el umbral parecía el retrato de estudio de una viuda joven, pintado cuidadosamente en dos dimensiones. La tercera dimensión estaba en sus ojos, en cuyas profundidades había fuego verde.
—¿Sigue usted aquí?
—Eso parece.
—Entre si quiere.
La seguí hasta la sala de estar, observando qué encorsetados eran ahora sus movimientos.
También la habitación parecía distinta, aunque no había ningún cambio en su disposición física. El asesinato del invernadero había matado algo en la casa. El mobiliario de colores alegres parecía barato y fuera de lugar en la habitación antigua, como si alguien se hubiese empeñado en instalar un hogar moderno en una cueva ancestral.
—Siéntese si quiere.
—¿Resulto pesado?
—Como todo el mundo —dijo ella, un poco ambiguamente—. Ni siquiera yo me siento como en mi casa aquí. Ahora que lo pienso, quizá nunca me haya sentido en mi casa en este lugar. Bueno ya es un poco tarde para hablar de ello ahora.
—O un poco temprano. Sin duda, venderá usted la casa.
—El propio Jerry pensaba venderla. Los papeles están prácticamente listos.
—Eso lo hace oportuno.
De cara a mí, enfrente de la chimenea apagada, me miró a los ojos durante un largo minuto. Como la experiencia era en dos direcciones, no resultó nada desagradable. El dolor que acababa de pasar, u otra cosa, había borrado cierta crudeza que había antes en su hermosura y la había dejado deslumbrante. Concebí la esperanza de que no fuera el pensamiento de un montón de dinero nuevo brillándole en la cabeza.
—No le caigo bien —dijo ella.
—Apenas la conozco.
—No se preocupe, nunca me conocerá.
—Otra pompa que revienta, iridiscente pero efímera.
—Me parece que tampoco usted me cae bien. Tiene usted mucha labia, para ser un detective privado barato. ¿De dónde es usted? ¿De Los Ángeles?
—Sí. ¿Cómo sabe que soy barato?
—Mildred no podría permitírselo si no lo fuera.
—A diferencia de usted, ¿eh? Podría subir mis precios.
—¡Ah, claro! Me estaba preguntando cuándo llegaríamos a esto. No hemos tardado mucho, ¿verdad?
—¿Llegaríamos a qué?
—A lo que quiere todo el mundo. Dinero. La otra cosa que todo el mundo quiere. —Se volvió, manejando su cuerpo desdeñosa y provocativamente, identificando con ello la primera cosa—. Será mejor que se siente y hablaremos.
—Será un placer.
Me senté en el extremo de un rectángulo de bouclé blanco y ella se poso rígidamente en el otro extremo, con sus hermosas piernas cruzadas delante suyo.
—Lo que debería hacer es decirle a Ostie que le echara de aquí con cajas destempladas.
—¿Por alguna razón en concreto? ¿O basándose sólo en principios generales?
—Por intento de chantaje. ¿No se trata de un chantaje?
—No se me había ocurrido jamás. Hasta ahora.
—No trate de tomarme el pelo. Conozco a los tipos como usted. Tal vez le guste envolverlo en palabras diferentes. Que yo le pague un anticipo para que proteja mis intereses o algo por el estilo. Sigue siendo chantaje, por mucho que intente disimularlo.
—O tonterías, por mucho que usted se empeñe en ello. Pero, siga, siga. Hacía mucho tiempo que nadie me ofrecía dinero. ¿O es sólo que estoy soñando despierto?
Zinnie se rió despreciativamente, de un modo no muy elegante.
—¿Cómo se atreve a hacerse el gracioso, cuando mi marido todavía no está frío en la sepultura?
—Aún no le han metido en ella. Y usted es capaz de hacerlo mejor, Zinnie. Pruebe de otra forma.
—¿Es qué no siente ningún respeto por las emociones de una mujer…, ningún respeto por nada?
—Muéstreme algunas emociones verdaderas. Seguro que las tiene.
—¿Qué sabe usted de ello?
—Tendría que ser ciego y sordo para no saberlo. Va usted de un lado a otro exhibiéndolas, como si disparase fuegos artificiales.
Guardó silencio. En su rostro había una tranquilidad antinatural, exceptuando la profunda dimensión de los ojos.
—Se refiere a la escena en el porche, claro. No significó nada. Nada en absoluto —parecía una niña recitando la lección—. Estaba asustada y disgustada, y el doctor Grantland es un viejo amigo de la familia. Como es natural, al verme en apuros recurrí a él. Creo que hasta el mismo Jerry lo comprendería. Pero siempre ha tenido celos, unos celos irracionales. Ni tan sólo puedo mirar a un hombre.
Me miró a hurtadillas para ver si la creía. Nuestros ojos se encontraron.
—Ahora ya puede.
—Le digo que el doctor Grantland no me interesa ni pizca. Ni él ni nadie más.
—Es usted demasiado joven para retirarse.
Sus ojos se entornaron de un modo bastante bonito, como los de un gato. Al igual que un gato, era bastante lista, pero demasiado egocéntrica para serlo de verdad.
—Es usted terriblemente cínico, ¿no es cierto? Detesto a los hombres cínicos.
—Dejémonos de juegos, Zinnie. Usted está loca por Grantland. Él está loco por usted. Confío.
—¿Qué quiere decir con ese «confío»? —dijo ella, enterrando mi última duda.
—Pues que confío que Charlie esté loco por usted.
—Lo está. Quiero decir que lo estaría si yo se lo permitiese. ¿Qué le hace pensar que no lo está?
—¿Qué le hace pensarlo?
Se tapó los oídos con las manos y puso cara de mono. Ni siquiera así lograba estar fea.
—Demasiada cháchara —dijo—. Estoy hecha un lío. ¿No podríamos ir al grano? El asunto del porche. Ya sé que tiene mal aspecto. No sé cuánto oyó usted.
Me puse mi expresión de omnisciencia. Ella seguía acercándose a mí, empujada por un temor que la hacía indiscreta.
—Oyera lo que oyese, no significa que me alegre de la muerte de Jerry. Siento que haya muerto. —Su acento era de sorpresa—. Lo sentí por el pobre al verle allí en el suelo. No tenía la culpa de ser como era…, de que las cosas no nos saliesen bien… De todos modos, yo no tengo nada que ver con su muerte. Y Charlie tampoco.
—¿Quién dice lo contrario?
—Algunas personas lo dirían, si estuvieran al tanto de esa escenita tonta en el porche. Mildred entre ellas, tal vez.
—A propósito, ¿dónde está Mildred?
—Se ha echado. La convencí de que debía descansar un poco antes de volver a la ciudad. Está agotada…, emocionalmente.
—Fue un gesto bonito de su parte.
—Oh, no soy perversa del todo. Y no la culpo por lo que ha hecho su marido.
—Si es que lo ha hecho.
Sin nada más en que apoyarme, le lancé eso para comprobar su reacción.
Se lo tomó personalmente, casi como un insulto.
—¿Hay alguna duda de que ha sido él?
—Siempre la hay, hasta que se demuestra ante el tribunal.
—Pero él odiaba a Jerry. Tenía la pistola. Vino aquí a matar a Jerry, y sabemos que estaba aquí.
—Sabemos que estaba aquí, de acuerdo. Puede que todavía esté. El resto es su versión. Me gustaría oír la de Carl, antes de declararle culpable y ejecutarle en el acto.
—¿Quién habla de ejecutarle? A los locos no los ejecutan.
—Eso es lo que usted cree. Más de la mitad de las personas que van a parar a la cámara de gas en este estado padecen algún trastorno mental…, están locas desde el punto de vista médico, aunque no lo estén desde el jurídico.
—Pero a Carl nunca lo condenarían. Mire lo que ocurrió la última vez.
—¿Qué ocurrió la última vez?
Se cubrió la boca con el dorso de la mano y me miró por encima de ella.
—Se refiere a la muerte del senador, ¿verdad?
Yo estaba pescando francamente, pescando en el verde profundo de sus ojos.
Zinnie no podía resistirse a lo dramático.
—Me refiero al asesinato del senador. Carl le asesinó. Todo el mundo lo sabe, y no le hicieron nada, excepto encerrarle.
—Por lo que he oído decir, fue un accidente.
—Pues lo ha oído mal. Carl le sumergió en la bañera y le tuvo sujeto hasta que se ahogó.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Lo confesó al día siguiente.
—¿A usted?
—Al sheriff Ostervelt.
—¿Se lo dijo Ostervelt?
—Me lo dijo Jerry. Habló con el sheriff para que no presentase cargos. Jerry quería proteger el nombre de la familia.
—¿Era lo único que trataba de proteger?
—No sé qué quiere decir con eso. ¿Por qué le ha traído Mildred aquí, si puede saberse?
—Para que me diese un paseo. El motivo principal era recuperar mi coche.
—Cuando lo recupere, ¿se dará por satisfecho?
—Lo dudo. Nunca me he sentido satisfecho todavía.
—¿Quiere decir que piensa hurgar por ahí y tergiversar los hechos y tratar de demostrar que Carl no ha hecho…, lo que realmente ha hecho?
—Me interesan los hechos, como le dije al doctor Grantland.
—¿Qué tiene él que ver con ello?
—Me gustaría conocer la respuesta. Quizá pueda dármela usted.
—Sé que él no mató a Jerry. Es una idea absurda.
—Quizás. Ha sido idea suya. Pero démosle una cuantas vueltas. Si Yogan dice la verdad, Carl tenía el revólver con cachas de madreperla, o uno parecido. No sabemos con seguridad que esta arma haya matado a su marido. No lo sabremos hasta que recibamos pruebas balísticas.
—Pero Charlie lo encontró en el invernadero, justo al lado de…, del pobre Jerry.
—Puede que la colocara allí el propio Charlie. O que él mismo la disparase. En tal caso, le resultaba fácil encontrarla.
—Todo esto lo está inventando sobre la marcha.
Pero se la veía asustada. Al parecer, no estaba segura de que no hubiera sucedido como yo sugería.
—¿Ostervelt le ha enseñado el revólver?
—Lo he visto.
—¿Lo había visto antes?
—No.
Su respuesta fue enfática y rápida.
—¿Sabía que pertenecía a su madre política?
—No.
Pero Zinnie no hizo preguntas, no mostró ninguna sorpresa, y dio crédito a mis palabras.
—¿Sabía que ella tenía un revólver?
—No. Sí. Supongo que lo sabía. Pero nunca lo vi.
—Me han dicho que su madre política se suicidó. ¿Es cierto?
—Sí. La pobre Alicia se adentró en el océano, hará unos tres años.
—¿Por qué se suicidaría?
—Alicia había padecido muchas enfermedades.
—¿Mentales?
—Supongo que usted las llamaría así. La menopausia la afectó muchísimo. Nunca volvió, del todo. Durante los últimos años fue prácticamente una ermitaña. Vivía en el ala este, sola, y la señora Hutchinson la cuidaba. Al parecer, estas cosas vienen de familia.
—Algo hay de ello, sin duda. ¿Sabe usted qué fue de su revólver?
—Es evidente que Carl se apoderó de él, de algún modo. Puede que ella se lo diese antes de morir.
—¿Y él lo ha llevado encima durante tantos años?
—Quizá lo escondió aquí mismo, en el rancho. ¿Por qué me lo pregunta a mí? Yo no sé nada del asunto.
—¿Ni sabe quién ha disparado en el invernadero?
—Ya sabe usted lo que pienso al respecto. Lo que sé.
—Creo que dijo haber oído los disparos.
—Sí. Los oí.
—¿Dónde estaba en aquel momento?
—En mi cuarto de baño. Acababa de darme una ducha. —Con un erotismo indomable intentó crear una diversión—. Si quiere la prueba de lo que digo, examíneme. Voy limpia.
—Otra vez será. Consérvese limpia hasta entonces. ¿El cuarto de baño es el mismo en el que asesinaron a su padre político?
—No. Él tenía su propio cuarto de baño, daba a su dormitorio. Preferiría que no utilizase el verbo «asesinar». No tenía intención de decirle esto. Se lo he dicho en plan confidencial.
—No me había dado cuenta. ¿Le importaría enseñarme ese cuarto de baño? Me gustaría ver cómo lo hicieron.
—No sé cómo lo hicieron.
—Lo sabía hace un minuto.
Zinnie se tomó tiempo para pensar. Al parecer, le resultaba difícil.
—Sólo sé lo que me dicen —dijo.
—¿Quién le dijo que Carl sumergió a su padre en la bañera?
—Charlie, y él debería saberlo. Era el médico del viejo.
—¿Le examinó después de muerto?
—Sí.
—Entonces sabrá que el senador no murió de un ataque al corazón.
—Ya se lo he dicho. Carl lo mató.
—¿Y Grantland lo sabía?
—Por supuesto.
—¿Se da cuenta de lo que acaba de decir, señora Hallman? Sus buenos amigos el sheriff Ostervelt y el doctor Grantland conspiraron para encubrir un asesinato.
—¡No! —Arrojó el pensamiento lejos de sí con ambas manos—. No era eso lo que quería decir.
—Entonces, ¿qué era?
—En realidad no sé nada del asunto. Estaba mintiendo.
—Pero ahora dice la verdad.
—Me tiene usted hecha un lío. Olvide lo que he dicho, ¿eh?
—¿Cómo puedo olvidarlo?
—¿Qué es lo que busca? ¿Dinero? ¿Quiere un coche nuevo?
—Le tengo bastante apego al viejo. Nos llevaremos mejor si deja de suponer que se me puede comprar. Algunos expertos lo han intentado.
Se levantó y se colocó delante de mí, mirándome con una mezcla de miedo y de odio. Haciendo un gran esfuerzo convulsivo, se tragó ambas emociones. En el mismo esfuerzo cambió de táctica y, prácticamente, de personalidad. Sus hombros y sus senos se hundieron, el vientre se le arqueó hacia delante, una de las caderas se inclinó hacia arriba. Hasta sus ojos adquirieron una expresión de iceberg que se está fundiendo.
—Podríamos llevarnos bien, muy bien.
—¿De veras?
—No querrá causarme complicaciones, pobrecita de mí. En vez de ello, ¿por qué no prepara unos Gibsons? Y luego hablaremos, ¿eh?
—A Charlie no le gustaría. Y su marido aún no está frío en la sepultura, ¿se acuerda?
Había un olor a invernadero en la habitación, el olor de las flores y de la tierra y del calor aprisionado.
Me levanté de cara a ella.
Apoyó las manos en mis hombros y adelantó el cuerpo hasta que se apoyó levemente en el mío. Sus movimientos eran pequeños, intrincados.
—Vamos. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? Yo no lo tengo. Y lo hago muy bien, aunque haya perdido la práctica.
En cierto modo sí estaba asustado. Zinnie era una belleza rubia y dura que combatía contra el mundo con dos armas, el dinero y el sexo. Ambas le habían estallado en las manos, dejándole cicatrices. Las cicatrices eran invisibles, pero yo podía sentir los tejidos muertos. No quería ninguna parte de ella.
Estalló contra mí silbando como un gato furioso, cruzó corriendo la habitación hasta una de las ventanas. La mano cerrada sacudió espasmódicamente las cortinas, como si estuviera haciendo señales a un tren para que parase.
Detrás de mí susurraron unos pasos. Era Mildred, pequeña y desamparada sin zapatos.
—¿Se puede saber qué pasa?
Zinnie le lanzó una mirada feroz desde el otro lado de la habitación. A excepción de sus labios delgados y rojos y sus ojos verdes y estrechos, su rostro estaba tallado en yeso. En unos de estos cambios instintivos de las mujeres, estos cambios que siempre son reales, cuando menos en parte, Zinnie desahogó su furia sobre su cuñada.
—Conque estabas ahí…, espiándome otra vez. Estoy harta de que me espíes, de que hables a mis espaldas, de que eches fango a Charlie Grantland, sólo porque le querías para ti…
—Eso es una estupidez —dijo Mildred en voz baja—. Nunca te he espiado. En cuanto al doctor Grantland, apenas le conozco.
—Ya, pero te gustaría conocerle, ¿no es así? Sólo que sabes que no puede ser para ti. De modo que te gustaría verle destruido, ¿no es verdad? Has contratado a este hombre para que le arruinara.
—No he hecho nada de eso. Estás trastornada, Zinnie. Tú eres la que debería echarse y descansar un rato.
—¿Sí, eh? ¿Para que puedas llevar a cabo tus maquinaciones sin ningún obstáculo?
Zinnie cruzó la sala apresuradamente, dando traspiés. Me coloqué entre ella y Mildred.
—Mildred no me ha contratado —dije—. No he recibido instrucciones de ella. Está muy equivocada, señora Hallman.
—¡Miente! —Miró a Mildred y gritó—: ¡Cochina intrigante! ¡Sal de mi casa! ¡Procura que el maníaco de tu marido no se acerque por aquí, o por Dios que haré que le peguen cuatro tiros! ¡Y llévate a tu matón contigo! ¡Vamos! ¡Fuera los dos!
—Con mucho gusto.
Mildred se volvió hacia la puerta con gesto de cansancio y resignación, y yo salí tras ella. No había esperado que el armisticio durase.